Formación Permanente – español 3/2018
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Espiritualidad desde abajo en los padres del desierto
Anselm Grün

La espiritualidad que nos ofrece la teología moralizadora de los tiempos más recientes parte desde arriba.  Ella nos presenta altos ideales, que hemos de alcanzar.  Tales ideales son: el total desprendimiento, el dominio de sí mismo, la constante amistad, el amor desinteresado, el estar libre de todo enojo y la superación de la sexualidad.  La espiritualidad desde arriba tiene ciertamente su importancia para los jóvenes, ya que ella les desafía y pone a prueba su fuerza, les impulsa a superarse a sí mismos y a proponerse metas.  Pero, con demasiada frecuencia, también nos lleva a que saltemos ,por encima de nuestra propia realidad.  Nos identificamos tanto con el ideal, que olvidamos nuestras propias debilidades y limitaciones, porque no responden a ese ideal.  Esto produce una división o separación, pone a uno enfermo y, no pocas veces, se revela en nosotros en la separación entre el ideal y la realidad.  Porque no podemos admitir que no respondemos al ideal, proyectamos sobre los demás nuestra impotencia.  Y nos hacemos duros con ellos. (…)

Los padres del desierto nos enseñan una espiritualidad desde abajo.  Ellos nos indican que hemos de comenzar por nosotros mismos y nuestras pasiones.  El camino hacia Dios, según ellos, está siempre basado en el propio conocimiento.  Evagrio Póntico lo formula así: «¿Quieres conocer a Dios?  Aprende antes a conocerte a ti mismo».  Sin este conocimiento, estamos siempre en peligro de que nuestra idea de Dios sea una pura proyección de nosotros mismos.  Hay también devotos que huyen de su propia realidad y se refugian en la piedad.  A pesar de su oración y de su piedad, no cambian, sino que se sirven de la piedad para elevarse sobre los demás, para afirmarse más en su impecabilidad, en su incapacidad de cometer faltas.

En los padres del monacato encontramos un estilo totalmente distinto de piedad.  Aquí lo primero que se pide es honestidad y autenticidad.  Esto, sin embargo¡ lleva a una comprensión amorosa para con todos aquellos que no van por el mismo camino.  Poimén, un experimentado padre antiguo, explica a un gran teólogo la espiritualidad desde abajo.  El famoso teólogo viene a hablar con el anciano sobre la vida espiritual, sobre cosas del cielo, sobre el Dios uno y trino.  Poimén le escucha sin responder nada.  Decepcionado, el teólogo se disponía ya a abandonar al monje, cuando un acompañante suyo se acerca a Poimén y le dice: «Padre, este gran hombre, que en su entorno tiene tanto prestigio, viene precisamente por usted. ¿,Por qué no le ha hablado?».  El anciano le respondió: «Él está en las alturas y habla de cosas celestiales; yo, en cambio, pertenezco a los de abajo y trato de cosas terrenas.  Si él hubiera hablado de las pasiones del alma, yo le habría contestado muy gustosamente.  Pero como habla de cosas espirituales, yo de eso no entiendo» (Apo, 582).

Ese teólogo partía de una espiritualidad desde arriba.  Hablaba en seguida de Dios y de las cosas espirituales.  Para Poimén el camino espiritual comienza por las pasiones.  A éstas es a las que hay que prestar atención primero, y con ellas es con las que hay que luchar.  Sólo entonces entiende uno algo de Dios.  Sí, el trato con las pasiones es, para él, el camino que lleva a Dios.

El encuentro de este teólogo con Poimén termina con estas palabras de un discípulo de Poimén al visitante decepcionado: “El anciano no habla fácilmente de la Sagrada Escritura, pero, si alguno trata con él de las pasiones del alma, él le responde”.  El teólogo recapacitó, volvió a él y le dijo: “¿Qué tengo que hacer cuando se hacen más fuertes en mí las pasiones del alma?”.  Entonces el anciano le miró cariñosamente y le dijo: “Ahora es cuando has venido acertadamente.  Abre tu boca, y yo la llenaré con cosas buenas”.  El teólogo tenía gran necesidad de esto y exclamó: “Ciertamente éste es el verdadero camino”.  Y regresó a s u tierra dando gracias a Dios, por haber podido encontrarse personalmente con tal santo» (Apo, 582).

Hablando de las pasiones del alma, su conversación se hizo sincera; los dos se tocaron mutuamente el corazón y, juntos, tocaron también el corazón de Dios, que se les hizo sentir presentándose como la meta de su camino.

Del abad Antonio nos han llegado estas palabras: «Si ves que un monje joven se esfuerza en llegar al cielo por su propia voluntad, agárrale fuertemente por los pies y tira para abajo, porque eso no le sirve de nada» (Smolitsch, 32).

A los jóvenes no les hace bien meditar e ir demasiado pronto por el camino de la mística.  Primero deben¡ enfrentarse con su propia realidad.  Deben examinar sus pasiones y luchar contra ellas.  Sólo entonces podrán ponerse en el camino interior, sólo entonces podrán afianzar su corazón totalmente en Dios.  Hoy día hay muchos que quedan demasiado pronto fascinados por los caminos espirituales.  Creen que pueden ir por ellos sin antes haber hecho el difícil camino del propio conocimiento, del encuentro con el lado oscuro de sí mismos.  Los monjes nos ponen en guardia contra una espiritualidad celestial entusiasmante.  Nos sucederá fácilmente lo que a Ícaro, que se hizo unas alas de cera y, cuando se acercó al sol, cayó precipitado.  Las alas que nos hacemos antes de encontrarnos con nuestra propia realidad son sólo de cera.  No pueden sostenemos.

Los americanos denominan al camino de estos voladores Espiritualbypassing”, reducción espiritual.  Es muy peligroso servirnos de la meditación para apartar de nosotros problemas que, en realidad, tendríamos que resolver, problemas de nuestra aplastada sexualidad, de nuestra reprimida agresividad y de nuestros miedos.  Por eso, cuando los jóvenes vienen con pensamientos demasiado devotos, yo trato siempre de mirar con ellos al polo opuesto: al concreto de cada día, al trabajo, a la escuela, al estudio.  No rechazo sus devotos pensamientos y caminos, ni les dejo en ridículo.  No es éste mi estilo. En su piedad hay ciertamente mucho de verdadera nostalgia.  Pero es importante que pise tierra, para que, así, pueda impregnar el cada día y el trabajo.

San Benito describe esta espiritualidad desde abajo sobre la humildad, sobre la «humilitas».  El toma la escala de Jacob como modelo para nuestro camino hacia Dios.  La paradoja está en que subimos a Dios cuando bajamos a nuestra propia realidad.  Así entiende él las palabras de Jesús: «El que se humilla será ensalzado» (Lc 14, 11; 18, 14).

A través de ese descender a nuestra condición de tierra (humus-humilitas) entramos nosotros en contacto con el cielo, con Dios.  En la medida en que encontramos valor para descender a nuestras propias pasiones, en esa misma medida ellas nos elevan hacia Dios.  Por este motivo la humildad fue tan alabada por los padres del monacato, ya que ella es el camino bajo hacia Dios, el camino sobre la propia realidad hacia el verdadero Dios.  Los entusiastas del cielo reflejan y encuentran sólo su propia imagen de Dios, su propia proyección.

Isaac de Nínive se sirvió también repetidas veces de la imagen de la escala de Jacob como modelo de elevación a Dios a través del descender nosotros: «Esfuérzate por entrar en la cámara del tesoro, que está en tu interior, y así verás lo celestial, pues esto y aquello son una misma cosa.  A través de ese entrar, contemplarás ambas realidades.  La escala para subir al reino de los cielos está en lo escondido de tu alma.  Sal de tus pecados, sumérgete en ti mismo, y encontrarás allí la escala por la que podrás subir» (Isaak, 302).

A través de los pecados, hemos de bajar a nuestro fondo más profundo.  Desde allí podremos subir hasta Dios.  Este ascenso responde a la nostalgia original de hombre.  La filosofía platónico gira, precisamente, en torno a que el hombre, en su espíritu, suba a Dios.  Los padres de la Iglesia ven en Jesucristo, que primero descendió y luego subió a los cielos (Cf.  Ef 4, 9), otro modelo para nuestra elevación hacia Dios.

Sólo el humilde, el que está dispuesto a admitir su humus, su condición de tierra, su condición de hombre, sus sombras, es el que experimentará al verdadero Dios.  Así, oímos constantemente la alabanza de la humildad.  La humildad es el camino hacia Dios y la señal más clara del hombre según el plan de Dios.  La abadesa Theodora dice: «Ni la ascesis, ni las vigilias, ni ningún trabajo laborioso otorga la salvación, sino sólo la verdadera humildad… ¡La humildad es la vencedora de los demonios!» (Miller, 6).  Y el demonio, que se introduce en la vida ascética de Macario, se ve obligado a reconocer: «Sólo en una cosa eres superior a nosotros».  Y al preguntarle el abad Macario: «¿Y qué es esa cosa?», él le respondió: «Tu humildad.  Por eso no puedo yo nada contra ti» (Miller, 11).  Poimén dice: «El hombre necesita la humildad y el temor de Dios como el aliento que sale de su nariz» (Miller, 49).

La humildad es para el hombre el valor de reconocer la verdad, reconocer su condición de tierra y su condición de hombre.  Para conocer si uno era verdaderamente hombre de Dios, los monjes se probaban unos a otros en la humildad. «Un monje fue alabado por los hermanos ante el abad Antonio.  Este le tomó por su cuenta, le puso a prueba para ver si podía aguantar las ofensas y, al comprobar que no las aguantaba, le dijo: “Tú te pareces a un pueblo que, por delante, está muy bien adornado, pero que, por detrás, ha sido arrasado por los ladrones”» (Apo, 15).

La bienaventurada Sinclética dice: «Así como es imposible construir un barco sin clavos, tampoco puede uno ser bienaventurado sin la humildad» (Apo, 1063).  La humildad es la prueba de una vida según el espíritu de Dios.  Ella es también el fundamento sobre el cual el monje edifica su vida.  Sin humildad está siempre en peligro de manipular a Dios.  La humildad es la condición para dejar a Dios ser Dios, para descubrir el rastro de un Dios totalmente diferente.  Cuanto más se acerca uno a Dios, tanto más humilde se es, pues uno experimenta que, como hombre, está muy lejos de la santidad de Dios.  La humildad es la respuesta a la experiencia de Dios.

Los monjes hablan también de que tenemos, que aprender la humildad. «A un anciano se le preguntó qué era la humildad y él respondió: “La humildad es una gran obra, es obra de Dios.  El camino para la humildad, sin embargo, es éste: Trabajar, tenerse a sí mismo por pecador y someterse a los demás”.  El hermano le preguntó: ¿Qué quiere decir someterse a los demás?”.  A lo que el anciano le respondió “someterse a los demás significa no fijarse en las faltas de los otros sino en las propias, y pedir constantemente a Dios”» (Apo, 1083).

El anciano le indicó entonces algunos ejercicios concretos para aprender la humildad.  Estos ejercicios nos parecen hoy a nosotros demasiado negativos.  Sin embargo, en ellos se trata de ver propia realidad y aceptarla, en vez de preocuparse de los pecados de los demás.  Humildad significa seguir a Cristo en lo oculto y no gloriarse de lo bueno que uno hace.  Así, un padre anciano dice:«Como un tesoro abierto, así también la virtud publicada disminuye; y como la cera se derrite al fuego, el alma decae de su limpia intención y, por la alabanza, se derrite» (Apo, 1054).  Y otro padre del monacato: «Es imposible que plantas y semillas salgan al mismo tiempo.  También es imposible, añadió, gozar de la fama del mundo y, al mismo tiempo, dar frutos para el cielo» (Apo, 1053).  El fruto del santo Espíritu puede crecer en nosotros sólo cuando renunciamos a mostrarlo a todos, a gloriarnos ante los demás.

La espiritualidad desde abajo nos enseña que a Dios se va por la observación atenta y el sincero conocimiento de uno mismo.  Lo que Dios quiere de nosotros no lo conocemos en los altos ideales que nos hacemos.  En esto, frecuentemente, se expresa sólo nuestra ambición: queremos alcanzar altos ideales para presentarnos como mejores ante los demás y ante Dios.  La espiritualidad desde abajo enseña que yo puedo descubrir la voluntad de Dios en mí, mi vocación, sólo cuando tengo el valor de descender a mi realidad, de ocuparme de mis pasiones, de mis impulsos, de mis necesidades y de mis deseos, y que el camino hacia Dios va a través de mis debilidades, de mi impotencia.  En mi impotencia reconozco lo que Dios quiere de mí, lo que él puede hacer de mí cuando me llena de su gracia.

La espiritualidad desde arriba, por ejemplo, reacciona a la rabia reprimiéndola o sofocándola: «No se puede tener rabia.  Como cristiano, he de ser siempre amable y equilibrado.  Por tanto, he de dominar mi rabia».  En cambio, la espiritualidad desde abajo me enseña a preguntarle a mi rabia qué es lo que Dios me quiere decir con ella. al vez me descubra una herida profunda.  En mi rabia tal vez me encuentre con el niño herido en mí, que reacciona así, impotente, a las heridas de los padres o de los profesores.  Tal vez me indique que he dado a otros demasiado poder sobre mí.  La rabia sería entonces la fuerza liberadora del poder de otros, para abrirme a Dios.  Y no sería mala, sino la señal que me indicase el camino hacia mi verdadero ser.

A través de mi rabia me pongo en contacto con la fuente de mi energía, de la que brota incluso el espíritu de Dios en mí.  Así, la rabia me lleva a Dios, que quiere darme la vida.  Ella se defiende de todo lo que, en mí quisiera quitarme la vida de Dios.  Donde está mi mayor problema, allí está también mi mayor oportunidad, allí mi tesoro.  Allí entro en contacto con mi verdadero ser. Allí quisiera hacerse vivo algo, florecer algo.

El camino hacia Dios va por el encuentro conmigo mismo, por abajarme a mi propia realidad.

Yo me he encontrado con una persona que tenía frecuentes depresiones.  Cada vez que no hacía mucho caso de otra hermana o la criticaba, caía como en un pozo.  Ella había pensado liberarse de su hipersensibilidad y sus depresiones a través de la meditación; pero, en el acompañamiento, se vio claramente que lo que quería era servirse de Dios para poder presentarse como mejor ante sí y ante los demás, para verse libre de su patológica sensibilidad.  Quería servirse de Dios, superar sus depresiones yendo a Dios.  Pero en los coloquios vio cada vez más claro que éste era un camino equivocado y descubrió que debía encontrar a Dios a través de todo eso.  Cuando caía en sus depresiones y entraba en contacto con su incapacidad para superarse, cuando veía que había herido profundamente a una hermana y que esto no hacía más que causar sufrimiento, entonces es cuando, sobre el fundamento de estos sentimientos, de su impotencia, pudo ella experimentar una paz profunda. Entonces es cuando pudo llegar a Dios.  Y tuvo la experiencia de que de ningún modo debía superar su hipersensibilidad.  Podía dejar de luchar y entregarse a Dios.  Esto la hacía verdaderamente libre.  Entonces se encontraba con el verdadero Dios, el Dios que la sacaba de lo hondo, del más profundo lodo, e Dios que iba con ella a través del fuego y del agua.  Entonces es cuando se sentía tocada en su corazón por Dios, se desvanecían todas sus imaginaciones acerca de Dios y experimentaba al Dios verdadero como el Dios que la sostenía, la hacía libre, la quería.

Doroteo de Gaza dijo en cierta ocasión: «Tu caída, dice el profeta (Jer 2, 19), será la que te eduque» (Dorotheus, 41).  Cuando hemos caído, cuando nos hemos apartado de Dios, entonces aprendemos una lección que no nos pueden enseñar nuestras virtudes.  Precisamente donde nos encontramos con nuestra impotencia, allí es donde nos vemos abiertos a Dios.  Dios nos forma precisamente a través de nuestros fallos, de nuestras defecciones.  Así es cómo él nos conduce por el camino de la humildad, que es el único que lleva a Dios.

Para Doroteo es precisamente entonces cuando nosotros creemos que «nada sucede sin Dios… Dios sabía que esto era bueno para mi alma y por eso sucedió.  De todo lo que Dios permite, no hay nada sin sentido, que no tenga una finalidad.  Por el contrario, todo está lleno de sentido y sucede según un plan» (Dorotheus, 117s).  Todo tiene un sentido.  También mis pasiones, también mis pecados.  Ellos me indican, mucho mejor que mi disciplina, que Dios es el único garante del éxito de mi vida.  Yo no puedo ofrecer ninguna garantía, caeré siempre.  Pero Dios me lleva por el camino de su glorificación sobre todos los acantilados, sobre todos los abismos.

(…) A primera vista muchos de los dichos de los padres antiguos nos parecerán extraños y tal vez demasiado duros y severos.  Pero si los miramos mejor y los escuchamos más detenidamente, veremos que ellos nos llevan a un mundo de amor y de misericordia, de verdad y de libertad, que nos introducen en el misterio de Dios y en el misterio del hombre.  Por eso son mistagógicos, que introducen en el misterio, y no moralizadores, que insisten en nuestra manera correcta de ser.

La sabiduría de los padres del desierto
Anselm Grün