P. Manuel João, Comboniano
Reflexión dominical
de la boca de mi ballena, ela
Nuestra cruz es el púlpito de la Palabra

¡Dios también llora!

Año A – Cuaresma – 5º domingo
Juan 11,1-45

El evangelio del quinto (y último) domingo de Cuaresma tiene como protagonista a Lázaro, después de la samaritana y el ciego de nacimiento de los dos domingos anteriores. Es la tercera catequesis bautismal, sobre la VIDA, después de las del agua y la luz. Este evangelio nos habla de la resurrección de Lázaro de Betania, hermano de Marta y María y amigo de Jesús. Es el séptimo “signo” (milagro) del evangelio de Juan, el más portentoso, que actúa como bisagra entre la primera y la segunda parte de su evangelio. La Pascua está ya cerca y se nos invita a meditar sobre este gran signo, profecía de la muerte y resurrección de Jesús.

Les invito a releer personalmente todo el capítulo undécimo de Juan y su continuación natural, hasta 12,11, para captar parte de la riqueza de su mensaje. Y, también, para recordar cómo acaba todo: los dirigentes decidiendo matar a Jesús y a Lázaro.
Sólo compartiré con vosotros una reflexión sobre el llanto de Jesús.

El precio de la amistad

Esta página del evangelio nos revela la profunda humanidad de Jesús. Hombre como nosotros, tenía amigos y cultivaba las amistades. La casa de Lázaro, Marta y María, en la aldea de Betania, en las afueras de Jerusalén, fue para él -un vagabundo- un oasis de paz y descanso. Allí se sentía en casa, en familia. “Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. En virtud de esta amistad, cuando Lázaro cayó enfermo, las dos hermanas le avisaron: “Señor, he aquí que está enfermo aquel a quien tú amas”. Pero el Amigo no se dio prisa. Se puso en camino al tercer día, no para curar, sino para resucitar: “Lázaro, nuestro amigo, se ha dormido; pero yo voy a despertarle”. Los apóstoles le recordaron, con razón, que era un hombre buscado en Judea. En realidad, Jesús podría haber curado a su amigo incluso desde lejos, como hizo con el criado del centurión (Lucas 7). Pero la amistad requiere proximidad física y, por eso, Jesús arriesga su vida por Lázaro. De hecho, este paso será fatal para él.

El encuentro con Marta, primero, y con María, después, es conmovedor. Ambas, velada y tristemente, reprochan a Jesús su tardanza: “¡Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto!”. Ante Marta, Jesús logra controlar su emoción, pero cuando ve llorar a María, se derrumba: se queda profundamente conmovido y, ante la tumba de su amigo, estalla en llanto, sollozando, a tal punto que los presentes exclaman: “¡Mirad cómo le quería!”. El suyo es un llanto de amor y tristeza, pero no de resignación. Al contrario, las suyas son lágrimas de rabia ante la muerte, la más terrible de las injusticias, que Dios no quiso para sus hijos (Sab 2,24). En efecto, poco después, todavía con el rostro húmedo de lágrimas, grita: “¡Lázaro, sal!”. El verbo griego utilizado aquí por San Juan (kraugazein, gritar de cólera) es muy raro en la Biblia griega. Sólo se encuentra ocho veces, seis de ellas en San Juan, y es el mismo verbo que se utiliza para los que, unos días más tarde, claman por la crucifixión de Jesús.

Una comunidad de hermanos

¿Nos reconocemos en esta historia? Hemos vivido esta situación muchas veces. Fíjate que aquí se trata de tres personas que son hermanos y hermanas. No se menciona a los cónyuges ni a los hijos. Esta anomalía debe hacernos reflexionar. No se trata tanto de una sola familia como de la relación de fraternidad en la comunidad cristiana, todos hermanos (Juan 15,15). Lázaro somos todos y cada uno de nosotros en nuestra fragilidad, sobre todo ante la muerte. Marta y María somos nosotros, cuando lloramos “con los que lloran” (Romanos 12:15). ¿Qué hace Jesús? Llora con nosotros. Dios llora con nosotros. Y es el único que, ahora en Jesús, puede llorar de verdad con nosotros porque, como Dios, conoce nuestro dolor hasta el fondo.

Si en el cielo hay copas de oro que recogen las oraciones de los santos (Apocalipsis 5,8), me atrevo a pensar que también las hay que recogen nuestras lágrimas. ¡Ninguna será derramada en vano! Pues el salmista dice: “Tú recoges mis lágrimas en tu odre; ¿no están escritas en tu libro?” (Salmo 56). “Todos los dolores humanos, para Dios, son sagrados” (Papa Francisco, 14.10.2020).

En la Biblia, un río de lágrimas

El llanto abunda en la Sagrada Escritura. Un río de lágrimas la recorre. Su fuente nace en los ojos de nuestros antepasados Adán y Eva, presentados a menudo llorando en las pinturas, tras ser expulsados del paraíso. Es un largo río que crece y se hincha hasta convertirse en un río caudaloso en los Salmos. Se suponía que el Mesías secaría este río (Isaías 25:8). Jesús, sin embargo, hace caso omiso de esta esperanza. Al contrario, convierte el llanto en dicha (Mateo 5). Él, hombre como nosotros, también llora y alimenta este río (Hebreos 5,7), dirigiéndolo, sin embargo, hacia el corazón del Padre. “Enjugará toda lágrima de sus ojos, e ya no habrá muerte, ni llanto, ni clamor, ni dolor” (Apocalipsis 21:4).

¿Conclusión?

¿Será que Dios se encarnó para llorar con nosotros? David María Turoldo pregunta: “Pero tú no tenías lágrimas / a nosotros en cambio nos era dado / llorar. / ¿Acaso esto te impulsó entre nosotros?”.

¿No será que este evangelio nos invita a un cambio de mentalidad respecto a Dios? ¿A un “paso del Dios de los ‘milagros fáciles’ al Dios que ‘llora con vosotros'” (Don Angelo Casati)?

“Desde aquel 14 de Nisán del año 30 d.C., ya no podemos decir, cuando el dolor se apodera de nosotros: ‘Señor, si hubieras estado aquí…’. Porque ahora Él está siempre aquí: no tiene que “venir”, porque nunca se ha ido y nunca ha dejado de estar aquí -como prometió- “todos los días”, nunca ha dejado de amarnos, llora con nosotros, ya ha comenzado a resucitarnos” (Monseñor Francesco Lambiasi).

P. Manuel João, comboniano
Castel d’Azzano (Verona), 24 marzo 2023