CONOCER, VIVIR Y ANUNCIAR EL EVANGELIO
Justino Martínez Pérez, comboniano
A. CONOCER EL EVANGELIO
De modo general, se piensa que la gente ya conoce el Evangelio por haberlo escuchado muchas veces. Ahí puede estar un engaño: creer que por haberlo escuchado algunas veces ya por eso el Evangelio hace parte de nuestra vida, de nuestros proyectos, de nuestros criterios y opciones de vida. Podemos tener un pequeño barniz y apenas se frota un poco se descubre que el Evangelio no ha entrado, ni nos ha tocado ni nos hace vibrar. Visitemos algunos encuentros con Jesús: El de la Samaritana (Juan 4), el de Zaqueo (Lucas 19) o el Saulo de Tarso (Hechos 9).
Con sinceridad y respondiendo para nosotros mismos, ¿podemos indicar el día o la hora que el Evangelio de Jesús hizo mella en nuestra vida? El Evangelio de Juan (capítulo 1) dice que aquellos dos discípulos de Juan el Bautista siguieron a Jesús y se quedaron con él aquel día: ¡Eran las cuatro de la tarde! Y un poco más adelante Andrés se lo cuenta a su hermano Simón Pedro: ¡Hemos encontrado al Mesías, a Cristo, el Ungido de Dios! Y lo condujo a Jesús.
“Conocer el Evangelio” es algo más y mucho más profundo que haberlo apenas escuchado. Exige una actitud de envolvimiento personal, de compromiso existencial y afectivo que incide en la propia vida y puede decir y contagiar a otras personas que Jesucristo, su Evangelio, es un faro luminoso en mi vida, fuerza para caminar en solidaridad con los pequeños y olvidados y foco de referencia y luz en las noches y conflictos de la existencia. La prueba del algodón nos la da el mismo Jesús: “por sus frutos los conoceréis” (Mt 7,15-20; Lc 6,43-44).
B. VIVIR EL EVANGELIO
El Evangelio de Mateo lo presenta con un ejemplo elocuente (Mateo 7,21-27; Lucas 6,46-49). No basta decir “¡Señor, Señor!” ¡Veamos y saquemos nuestra propia conclusión!
“No todo el que me diga Señor, Señor’ entrará en el reino de Dios, sino el que cumpla la voluntad de mi Padre del cielo. Cuando llegue aquel día, muchos me dirán (Señor, Señor’ ¿No hemos profetizado en tu nombre, ¿no hemos expulsado demonios en tu nombre, ¿no hemos hecho milagros en tu nombre? Y yo entonces les declararé: Nunca os conocí, apartaos de mí, malhechores. Así pues, quien escucha estas, palabras mías y las pone en práctica se parece a un hombre prudente que construyó la casa sobre roca. Cayó la lluvia, crecieron los ríos, soplaron los vientos y se abatieron sobre la casa, pero no se derrumbó, porque estaba cimentada en la roca.
Quien escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a un hombre sin juicio que construyó la casa sobre arena. Cayó la lluvia, crecieron los ríos, soplaron los vientos, golpearon la casa y se derrumbó. Fue un derrumbamiento terrible”.
El Evangelio de Lucas nos presenta también de modo enfático la misma exigencia de pasar a la acción, cuando una mujer proclama feliz a Jesús, diciendo: dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron. Y Jesús le dice: “¡Dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la guardan!” (Lucas 11,27-28).
Y finalmente, el Apocalipsis comienza con una de las siete bienaventuranzas: “¡Dichoso el que lea y los que escuchen las palabras de esta profecía y observen lo escrito en ella! ¡Pues su plazo está próximo!”. Aquí tenemos una bienaventuranza muy interesante. Se declara dichosa aquella persona que “lee”, literalmente, la que proclama la palabra en la asamblea, a la comunidad. Dichosos, al plural, todos los que escuchan dicha profecía y observan lo escrito en ella. Por lo tanto, se está exigiendo a las comunidades: proclamar la palabra, escucharla y observarla. Tres verbos, tres actitudes, tres criterios, tres promesas de felicidad exigentes, pero que realmente valen la pena.
C. ANUNCIAR EL EVANGELIO
Una vez que hemos descubierto “la alegría del Evangelio”, y el evangelio de Lucas rebosa en gozo y alegría, no conseguimos apagar ese fuego ardiente, como testimonia, por otro lado, el profeta Jeremías (Jr 20,7-9), entonces, descubrimos también “la alegría de Evangelizar”, de ponernos en pie de misión. Aquí tenemos todo un programa escondido en dos exhortaciones apostólicas que se reclaman mutuamente: La “Evangelii Nuntiandi” de Pablo VI (1975) y la primera exhortación del Papa Francisco: “Evangelii Gaudium” (2013).
En el Evangelio de Lucas tenemos un ejemplo elocuente de cómo ser evangelizadores y animar a los que su fe está decaída o su esperanza fragilizada. En el camino de Emaús, Jesús se hace compañero de camino, se hace el encontradizo, para que renazcan la vida, la alegría y la esperanza a partir de la Palabra de Dios. Enraizados en la Palabra podremos también abrir la inteligencia y el corazón para llevar vida a cuantos esperan en las cunetas de la historia (Lucas 24,13-35), o tienen sed y hambre de la Palabra como soñaba el profetas Amós (8,11), y hoy día no sigue siendo menos cierto, sino talvez mucho más, aunque a primera vista nos cueste descubrir esa sed y necesitemos de largos ratos sentados en el brocal del pozo para que los sedientos puedan descubrir el manantial interior que no se agota jamás (Juan 4,14).
Entonces les abrió la inteligencia, nos refiere Lucas, para que comprendieran la Escritura. Y añadió: – “Así está escrito: que el Mesías tenía que padecer y resucitar de la muerte al tercer día; que en su nombre se predicaría penitencia y perdón de pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de ello. Yo os envío lo que el Padre prometió. Vosotros quedaos en la ciudad hasta que desde el cielo os revistan de fuerza” (Lucas 24,45- 49). Y al comienzo del libro de los Hechos pone de relieve
esperar a ser revestidos de lo alto, según la promesa del Padre: “Pero recibiréis la fuerza* del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis testigos míos en Jerusalén, Judea y Samaría y hasta el confín del mundo” (Hechos 1,8).
TODOS SOMOS DISCÍPULOS MISIONEROS
De la Alegría del Evangelio del papa Francisco presentamos un párrafo que pone el acento en la necesidad de evangelizar, de ser agentes de Evangelización con un nuevo protagonismo de cada bautizado a partir del encuentro del amor de Dios en Cristo Jesús. Ese encuentro nos revela algo muy profundo: somos siempre “discípulos misioneros”.
“En virtud del Bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero (cf. Mt 28,19). Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador, y sería inadecuado pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por actores calificados donde el resto del pueblo fiel sea sólo receptivo de sus acciones. La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados. Esta convicción se convierte en un llamado dirigido a cada cristiano, para que nadie postergue su compromiso con la evangelización, pues si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de Dios que lo salva, no necesita mucho tiempo de preparación para salir a anunciarlo, no puede esperar que le den muchos cursos o largas instrucciones. Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; ya no decimos que somos «discípulos» y «misioneros», sino que somos siempre «discípulos misioneros». Si no nos convencemos, miremos a los primeros discípulos, quienes inmediatamente después de conocer la mirada de Jesús, salían a proclamarlo gozosos: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). La samaritana, apenas salió de su diálogo con Jesús, se convirtió en misionera, y muchos samaritanos creyeron en Jesús «por la palabra de la mujer» (Jn 4,39). También san Pablo, a partir de su encuentro con Jesucristo, «enseguida se puso a predicar que Jesús era el Hijo de Dios» (Hch 9,20). ¿A qué esperamos nosotros?” (La Alegría del Evangelio 120).
Justino Martínez Pérez, misionero comboniano