Formación Permanente – español 1/2020
P. Manuel João Pereira Correia
15/03/2012

Queridos hermanos,
A la luz de lo propuesto por el Consejo General en su Carta “La Palabra de Dios en nuestro ser y hacer misionero” (Enero 2012) se me pidió que preparase un texto sobre la Palabra. Lo que ha surgido espero que no se base en “ideas” sino, sobre todo, en mi vida misionera, o sea, en mi experiencia personal. Recogí el guante que me lanzaron con cierta preocupación. Pienso que mi experiencia no es muy diversa de la vuestra. Es más, seguro que la de muchos hermanos es mucho más rica e incisiva.
Después de un primer momento titubeante, acogí gustosamente la propuesta que se me hacía, porque me exigía reflexionar sobre mi vida y, además, se me presentaba como una ocasión preciosa para poner en práctica la invitación del Capítulo de “compartir la vida interior” (AC ’09, n° 26).
Mi punto de partida son dos hechos personales. El primero es el de mi “enfermedad” (Esclerosis Amiotrófica Lateral, ELA) que me coloca en un “palco” privilegiado y me permite mirar la vida de forma diferente. Desde el “monte” de la enfermedad los horizontes se alargan ante nosotros y el futuro se hace más cercano (ejerciendo un cierto ¡temor y… atracción!). La mirada se dirige también hacia el camino recorrido, que queda a nuestras espaldas, tratando de contemplar el sendero de la vida que baja serpenteando hacia el valle. Eso nos ofrece una visión nueva y la posibilidad de entrar en contacto con los sentimientos más profundos que llevamos dentro.
El segundo hecho es el “deseo”, que siempre me acompañó, de ser “portador de la Palabra”. Deseo que tantas veces, por desgracia, quedó solo en eso pero que a su vez ha sido luz, guía, motivación que ha dado sentido a mi vida misionera. De este deseo abrevo, porque veo en él la expresión de lo que hay de más verdadero en nosotros, por encima de nuestros logros y fallos.
Perdonadme si estos dos puntos de salida dan un tono demasiado personal a este compartir. Me anima y me da coraje pensar que lo que voy a decir puede servir como “ocasión” para que emerja vuestra experiencia personal y se convierta en motivo para vuestro “compartir comunitario”. He dividido estas páginas en 7 puntos pensando que puedan ser elegidos, en distintas ocasiones, como temas a compartir en comunidad. Será una forma de alabar al Señor por el protagonismo de la Palabra en nuestra vida. Sentirse amados, perdonados, nutridos, sostenidos por esta Palabra que llevamos encima. Es más, tomar conciencia de ser “llevados” por la Palabra, a la que hemos sido “confiados” (Hech.20, 32). De “Servidores de la Palabra”, nos descubriremos sus primeros “beneficiados”. La Palabra-Señora se transforma también en nuestra Sierva, arrodillándose delante de nosotros para lavar los pies de sus discípulos.
1. ¡UNA PALABRA APASIONANTE!
Mi primer contacto entusiasta y apasionado con la Palabra lo tuve en el escolasticado de Roma en los años setenta. Aún conservo un grato y alegre recuerdo de aquellos cinco años. Fueron años apasionantes, después del Concilio y de nuestro Capítulo de 1969. El entusiasmo por el descubrimiento de la Palabra de Dios nos galvanizaba un poco a todos. El entonces secretario general de la formación, P. Fernando Colombo, nos estimulaba en esta aventura, invitándonos a colaborar en la preparación de reflexiones bíblicas para ofrecerlas al Instituto.
El entusiasmo por el mundo bíblico nos llevaba a penetrar en mundos nuevos y excitantes, tales como el de la tradición hebrea y rabínica. Bien pronto “el enamoramiento” precedente por la filosofía (que Mons. Vittorino Girardi me había transmitido) dio paso a la apasionante aventura de la búsqueda y especialización bíblica. Él junto al P. Enzo Bellucco, nos estimulaban en esta pasión. Siempre empujados por el P. Colombo, animábamos juntos el retiro mensual de una comunidad religiosa. Hoy me rio, cuando pienso en nuestra “audacia” de novatillos, imbuida de inexperiencia y de entusiasmo juvenil a la vez. ¡Pobres monjas mayores que nosotros (¡la mayoría eran ancianas!) cuya paciencia pusimos a dura prueba! Aunque las más jóvenes, que se sentaban delante de nosotros, parecían ávidas de todo lo que compartíamos con ellas y tomaban apuntes, añadiendo así entusiasmo aún mayor a nuestro ardor.Nos habíamos “enamorado” de la Palabra, conquistados por su frescura. Hoy me veo de nuevo en aquella experiencia de Jeremías: “Cuando tus palabras me salieron al encuentro, las devoré con avidez; tu palabra fue la alegría de mi corazón, porque yo llevaba tu nombre, Señor, Dios de los ejércitos” (Jer 15,16).
Esta misma experiencia la reviví otras muchas veces en los ojos y caras de tantos jóvenes, especialmente postulantes y novicios (un poco menos entre los escolásticos, ¡por desgracia!), predicando retiros o ejercicios espirituales, dentro y fuera del Instituto. Ver en sus manos aquellas biblias usadas, subrayadas, sudadas, llenas de folios y apuntes, que casi no se podían cerrar debido a su uso constante… era ¡embriagador! Imaginaba de cuantas confidencias escondidas, de cuantos besos de pasión, de cuantos sufrimientos y lágrimas amargas, de cuantos momentos de dudas y de heroísmo, de alegrías y tristezas, de generosidad y de miedo… eran testigos mudos aquellas biblias. Cuanto poder había demostrado aquella Palabra en aquellos corazones, hasta hacerles renunciar a lo que de más querido existía en el mundo y a tantos proyectos y sueños acariciados, a lo mejor, durante años. Había algo de tremendo y misteriosamente fascinador en aquella Palabra, aparentemente tan frágil y humilde, que había sido capaz de aferrar aquellos corazones, entusiasmarlos y arrastrarlos hacia una aventura de contornos inciertos y de un éxito imprevisible. Resistir a aquella fascinación parecía imposible. Cuantas veces habrá salido de aquellos labios la confesión de Jeremías: “Me sedujiste, Señor, y yo me dejé seducir” (Jer 20,7).
¡Qué pena que aquella biblia mugrienta, testimonio de una historia de pasión, fuese luego abandonada y olvidada – por alguno de nosotros – ¿dónde? o a lo mejor conservada como simple repertorio en el “baúl de los recuerdos”. Aquella “testigo de las bodas” de los años de fuego, de alegrías intensas, de sueños juveniles, fue sustituida por una biblia “nueva”, más agradable a la vista o para exhibirla, bien enmarcada, sobre el escritorio o como icono en el pequeño “altar” que le asignamos. A lo mejor hasta la usamos alguna que otra vez como objeto de consulta (preparando alguna homilía), desojándola con cuidado para no estropear las páginas, volviéndola a poner en su lugar de la estantería, después de usarla. Sí, la llevamos al retiro, pero tenemos que reconocer que no tenemos con “ella” aquella familiaridad de un tiempo. La hemos sustituido con el misal de las lecturas diarias, más cómodo y más a la mano. Con un cierto rubor, nos damos cuenta de que nos cansamos al manejarla. Esa Palabra con la que nos habíamos casado con tanta pasión corre el riesgo de convertirse, poco a poco, en una desconocida con la que se convive como con “extraños”.
2. UNA PALABRA CELEBRADA Y COMPARTIDA
Volviendo otra vez a la experiencia del escolasticado, tengo que precisar que el contacto con la Palabra que más me marcó fue el vivido en la Eucaristía. Nunca agradeceré a Dios suficientemente la experiencia de la celebración eucarística hecha con calma, sin prisas, al atardecer. Aquella hora (¡sesenta minutos!) que coronaba nuestra jornada jamás se me hizo larga (bueno, a lo mejor exagero). Y no porque nuestros formadores fueran especialmente “elocuentes”. Dos han muerto recientemente: el P. Mario Casella y el P. Francesco De Bertolis. La “palabra” no era lo que les caracterizaba, pero la “belleza” de su testimonio vital, eso sí, era elocuentísimo.
Celebrada al final del día, sentados alrededor del ambón y del altar, aquella Eucaristía cuotidiana era la cita más bella y reconfortante del día. La escucha y el compartir de la Palabra, el partir el mismo Pan en fraternidad, nos daba un sentido de paz, de serenidad, de alegría profunda que era el “salario” del día. Aquella Palabra celebrada y compartida llegó a marcar nuestros corazones.
Joven sacerdote, asignado al postulantado de Coimbra (Portugal), recuerdo que (casi) me “escandalicé” al ver que la Eucaristía comunitaria duraba tan solo media hora. Mi primera “lucha” de joven formador fue la de hacerla durar por lo menos 45 minutos.
Creo que una “vida comunitaria” vivaz y alegre nazca (sin querer absolutizar, naturalmente) alrededor de la Eucaristía, celebrada como momento privilegiado de fraternidad.
No tengo buena memoria para recordar el pasado lejano, evoco solamente los últimos años, vividos en la comunidad de la casa provincial en Lomé-Cacaveli (Togo). Uno de los momentos más bellos que vivimos como comunidad fue el de la celebración Eucarística los lunes por la tarde, día comunitario. El compartir la vida, orientado e iluminado por la Palabra, restañaba nuestras relaciones, a pesar de nuestras grandes diferencias culturales, de carácter, sensibilidades y de edad. El mayor se ha ido al cielo hace poco: el Hno. Silvano Salandini.
Os confío (sin querer juzgar) que algunas Eucaristías celebradas con prisas (como la pascua hebrea) y a horas poco “convenientes” (¡como los cazadores!) me dejan el corazón bastante frío y amodorrado. A lo mejor una mayor atención a la hora de elegir la hora más oportuna y una mayor generosidad en el tiempo que se asigna a la Eucaristía podrían ser el “secreto” para abrir el “jardín cerrado” de la Esposa (Cántico 4,12) y hacernos entrar juntos con el Esposo a comer y beber con Él y emborracharse de sus bienes (5,1).
Esta doble mesa de la Palabra y de la Eucaristía son los dos brazos de la “Madre” o “Esposa” que nos llama a su alrededor, nos hace estar como en “nuestra casa”, hace crecer el “sentido de familia” y de fraternidad: “Vivirás del trabajo de tus manos, serás feliz y gozarás de todo bien. Tu esposa como parra fecunda en la intimidad de tu casa; tus hijos como ramos de olivo alrededor de tu mesa” (Salmo 128,2-3).
3. UNA PALABRA ENCARNADA
Mi primera experiencia de misión en África (Togo-Ghana-Benín) después de 7 años de formador en Portugal fue especialmente fuerte y estimulante, como para la mayoría de nosotros, supongo. Y eso a pesar de las dificultades iniciales, inherentes a nuestro ser “mensajeros de la Palabra”, es decir, del esfuerzo que supone sumergirse en una nueva cultura (leí e hice fichas de todo lo que encontré sobre la cultura ewe) y el estudio de la lengua local (además del francés que no conocía).
Los primeros meses fueron especialmente eufóricos. El P. Antonio Oliveira, un compatriota, con quien había trabajado en Portugal, me acogió en la misión de Afanya (Togo). La simpatía y acogida de la gente y el amor que sentía hacia ellos (con una buena dosis de ingenuo filantropismo) me hacían sonreír y sentirme bien entre ellos. También aquí – me perdonaréis – experimentaba desazón y sufrimiento por algunas formas demasiado rápidas (cuando no bruscas y ásperas) en la forma de acoger a la gente, que ciertamente no honraban ni preparaban el camino a la Palabra. Con el tiempo entendí que podía tratarse de una “fachada” para defenderse, una estrategia para enfrentar la ingente cantidad de necesidades y sufrimientos de los pobres, ante los que nos sentíamos impotentes. A menudo, detrás de caracteres escabrosos se escondía amor verdadero, capaz de sacrificarse por la gente.
El entusiasmo del “primer amor” no se dio sin sombras. Mi primer destino fue Liati (Ghana). Pronto tuve que afrontar las dificultades reales de la vida misionera. No solo las físicas tales como la enfermedad (poco después de un año tuve que ser enviado a Portugal). Llegué a Liati en un momento especialmente crítico y delicado, de fuerte y grave tensión debida al alejamiento forzado de un hermano. Fue mi primer “bautismo de fuego”.
Después llegaron las primeras dificultades apostólicas. Liati contaba con una trentena de comunidades dispersas en un contexto de mayoría protestante y parte animista. Eran comunidades bastante pequeñas, caracterizadas por la pobreza de medios y, a menudo, también de personal. Cuando iba a visitar algunas de estas pequeñas comunidades a veces “descompuestas”, sentía todo el peso de lo que significaba “llevar la Palabra”. La sonrisa (que gracias a Dios nunca perdí) escondía muchas veces el sufrimiento que llevaba dentro de mí.
A veces, guiando el viejo Land-Rover, que las más de las veces agravaba ulteriormente la situación dejándome por el camino, hacía que mi corazón se encogiera y llorara ante la perspectiva de encontrarme solo ante un grupito de cristianos o catecúmenos medio amorfos, con un pobre catequista que a malas penas entendía el inglés. Me daban ganas de gritar como Elías o Jeremías y otros: ¡Basta, no puedo más! Ante aquel pobre “resto de Yahwé”, pobre de mí, medio balbuciente (en la lengua local y en inglés con el que no me defendía), sentía caer sobre mis frágiles espaldas todo el peso de la celebración.
Muchas veces el Señor tuvo que repetir y gritar a las orejas de mi corazón lo dicho a Josué:“¿No te ordené que fueras fuerte y tuvieses coraje? No temas ni te asustes, porque el Señor tu Dios está contigo”(Josué 1,9). Y entonces, ¡cuántas veces experimenté con estupor cómo aquella Palabra se apoderaba de mí y de la asamblea, rescaldando el corazón, y acabábamos gozando de la fiesta! Luego ésa se continuaba ante un buen plato de arroz con un pedazo de pollo, cuando tenía suerte, o ante una gran calabaza de vino de palma compartido alegremente.
La Palabra había obrado el milagro. Pero antes me había pedido que “ofreciera” mi cuerpo y mi corazón, como los 5 panes de cebada para la multiplicación del pan. La Palabra ama y quiere “encarnarse”. Se diría que, desde que lo hizo en la carne dócil y en el corazón acogedor del Logos, le tomó gusto.
La experiencia “de encarnación” me abrió los ojos para ver y apreciar la belleza y las proezas de la Palabra encarnada en tantos hermanos, incluso teniendo que luchar con las piedras, los cardos y las espinas. ¡Con cuanta simpatía y reconocimiento recuerdo al P. Eugenio Petrogalli quien, con su entusiasmo y celo apostólico, me inició en el trabajo misionero en Liati! No quisiera hacer una lista pero me permito mencionar tan solo otro ejemplo: el del P. Fabio Gilli que sigue iluminándonos a muchos de nosotros con la Palabra que sale de sus labios después de haber atravesado la dolorosa experiencia de la ceguera.
Creo que no honramos la Palabra cuando nos limitamos a ver los límites y defectos de las personas: de nuestros hermanos y de la gente. Entre las piedras y las zarzas se encuentran espigas doradas que ondean al viento. Cada uno de nosotros tiene espacios de bondad, acogida y fecundidad donde la Palabra ha obrado el milagro de conseguir florecer.
4. UNA PALABRA CRUCIFICADA
Encarnar la Palabra comporta riesgos. Riesgos para la Palabra y para nosotros. Nuestra humanidad gime bajo el “yugo” de esta Palabra incluso cuando, por la gracia, debería ser “suave y ligero” (Mt 11,30). A veces nuestra estructura humana y psicológica no se sostiene ante las exigencias de una vocación portadora de la Palabra y, puede que, la presunción o la negligencia nos hayan llevado a fiarnos demasiado de nuestras fuerzas y a estar poco atentos a nuestras debilidades. El hecho es que la Palabra acaba siendo “mortificada” en la debilidad de la carne y en la distracción del espíritu. Se “debilita” en nuestras palabras sin aliento o incluso se la llega a “encadenar” con nuestro contra-testimonio (2Tim 2,9).
En estos últimos años los pastores de la Iglesia se han convertido en “espectáculo del mundo” (1Co 4,9), un triste espectáculo de debilidad y de miseria que nos hace sufrir a todos. La Palabra aparece crucificada en las víctimas a las que hemos ofendido. Prestando atención hacia ellas, estamos llamados a curar las heridas infligidas a la misma Palabra por la palabra seductora y envenenada del enemigo que desde el principio hace la guerra a la Palabra (Gén 3,1-5). En las llagas de estas víctimas se esconden las del Señor, el Logos crucificado. Y nosotros las besamos.
Pienso que también hay que respetar las llagas infligidas por el pecado en el corazón del “portador de la Palabra”. Cuando se reconocen con humildad y arrepentimiento, también ellas son asumidas por el Crucificado. También ellas se tienen que besar y curar con compasión.
Como provincial tuve que mirar estas heridas a pesar de lo que me costaba. Nos viene la tentación de “cubrirnos la cara” (Is 53,3). Porque, cada uno lleva consigo sus propias debilidades. Las de los otros nos recuerdan las nuestras. Tener el coraje de “tocar” esas heridas nos hace ser humildes y compasivos y nos ayuda porque solo “perdonando” a los demás podemos perdonarnos a nosotros mismos y sanar algunos recuerdos.
Pero entrar en la intimidad del otro nos hace ver no solo el sufrimiento de la debilidad sino también el deseo de redención, el deseo sincero de dejarse plasmar por la Palabra, de dejarse “rehacer” por las manos del alfarero (Jer 18,6). Y esta puede ser la ocasión para un nuevo florecer, puede que menos relumbrante porque las ramas presentan las heridas sufridas por la tempestad, pero los frutos son más maduros y más dulces. Conservo un recuerdo profundo de amistad y aprecio hacia algunos hermanos que, con determinación, han emprendido el camino de la liberación, afrontando el desierto de la purificación o la vía dolorosa del Calvario.
Al final, todo es gracia. Incluso las equivocaciones y las debilidades. En un mensaje reciente, escrito algunas semanas antes de su vuelta al Padre, el P. Francesco De Bertolis me decía: “Leyendo tus palabras me han recordado los pocos años pasados con vosotros en Roma – entre los más hermosos de mi vida… incluidos los errores… Los errores ‘aprendidos’ en la vida valen más que los que nunca se cometieron”. Conservo este mensaje como una última perla de sabiduría humana y cristiana.
¿Quiénes somos nosotros para juzgar? El corazón del hombre es un misterio de luces y sombras. La Palabra arriesgó lo suyo fiándose de nosotros, a pesar de conocer nuestra debilidad. “Apostó” por nosotros y alguna vez le “salió bien”, otras no tanto. También nosotros, “hombres de la Palabra”, “arriesgamos”. Nadie nos aseguró que todo iría bien: que encontraríamos las condiciones ideales para crecer como personas; que encontraríamos comunidades acogedoras que nos sostendrían en el momento de la debilidad; que estaríamos a la altura de afrontar todas las situaciones de stress a las que nos sometería el servicio a la Palabra.
Pero, de una forma u otra, antes o después, la Palabra acabará conduciéndonos, a todos, a aquella “cima” donde fue elevada y “exhibida” en la persona de Cristo, el Logos. Allí donde nadie quiere ir, ni Pedro y menos aún nosotros, ni siquiera Jesús. La Palabra acabará crucificada en nosotros. Puede serlo de tantas maneras, a menudo en la enfermedad o en la ancianidad. Mis dos muletas, “compañeras” fieles desde hace unos meses, a veces me recuerdan los dos travesaños de la cruz. Fue el camino del Maestro, ¿qué puede esperar el discípulo?
Aún recuerdo la viva impresión que me dejó nuestro hermano el P. Ivo do Vale, cuando lo visité por última vez en el hospital de Viseu (Portugal) en el verano de 2009. Una vida apasionada de la Palabra, que tanta “gracia” encontró en sus labios, estaba allí transfigurada por el cáncer. Y sin embargo en aquel cuerpo ya casi sin “gracia” la Palabra resplandecía, de una manera nueva, en toda su Belleza, en su sonrisa serena, en su palabra esperanzada y en su compostura de abandono. Todos conocemos muchos ejemplos parecidos. Nos hace bien “visitarlos” en nuestras casas de acogida para ancianos y enfermos. Allí se revela otra cara de la Palabra, la penúltima, y es importante saberla reconocer y acoger.
5. UNA PALABRA FLORECIDA
Pero digámoslo sin miedo: si la Palabra arriesgó en nosotros y nosotros apostamos nuestra vida a favor de la Palabra fue porque en el fondo esperábamos que ambos íbamos a ganar. Creo que la gran mayoría pueda decir conmigo que somos felices y estamos contentos de ser Combonianos y que ninguna tristeza será tan fuerte como para sobreponerse a esa alegría y serenidad profunda (Sal 16). Si hubiésemos tenido cien vidas, todas ellas las hubiésemos dado para la Misión de la Palabra. La inversión ha sido óptima.
En la vida de cada Comboniano nunca faltaron las alegrías, junto a los sufrimientos del ministerio inherentes a nuestra condición de “piedras escondidas”, como nos recordaba Comboni en el famoso capítulo X de la Regla de 1871. No creo que el deseo de tantos hermanos, muchos de ellos ancianos y enfermos, de “volver a la misión” sea para ir buscando el “sacrificio” o por puro celo misionero. Es porque el Señor nos ha dado tantas consolaciones en medio al llanto de la siembra (Sal 126,6).
¡Qué alegría ver que las comunidades que iniciamos en Adidogome-Lomé (Togo) veinte años atrás con un grupito de jóvenes, bajo un techo de hojas de palma, se han convertido en comunidades florecientes e incluso en nuevas parroquias! ¡Un poco de sano “triunfalismo” nos hace bien! Hay que permitir que la Palabra festeje sus “éxitos” y muestre su vitalidad. Algunos comportamientos al querer cortar las alas del entusiasmo de estas comunidades nacientes se muestran como un pretender que la semilla de la Palabra se quede enterrada para siempre y no se desarrolle en el árbol frondoso al que está llamada a ser (Mt 13,31-32).
¿Cómo no alegrarse viendo a la gente que desde las primeras horas de la mañana hasta bien entrada la tarde pasa de una en una o en pequeños grupos un rato en nuestra capilla de Cacaveli-Lomé, compartiendo alegrías y penas con la Palabra-Presencia humilde y fiel en el Tabernáculo? O ¿cómo no enternecerse ante la muchedumbre de penitentes que, desde las primeras horas de la tarde hasta bien entrada la noche del sábado, hacían cola para buscar en el sacramento de la reconciliación la Palabra-Misericordiosa que perdona y reconforta?
¿Cómo no alegrarse viendo crecer el número de hermanos de otros continentes y culturas que toman el relevo para seguir con nuevas energías la “carrera de la Palabra”? Es nuestro sueño, incumplido en nuestra vida, que continúa en ellos.
6. UNA PALABRA QUE NOS LLEVA
Echando hoy la vista atrás, hacia el valle, podemos ver mejor las distintas curvas del camino de nuestra vida, a pesar de la lejanía en el tiempo. Nos damos cuenta de cómo hemos sido guiados y llevados de la mano (Os 11,3-4). Descubrimos que nosotros “portadores de la Palabra”, en realidad, hemos sido, nosotros mismos, “llevados por ella”.
La Palabra es nuestra Madre, nuestra compañera, antes de ser “simiente” que esparcimos. Más reflexionamos sobre nuestra experiencia y más descubrimos con estupor cómo la Mano de Dios nos haya conducido en nuestra vida y nuestro camino vocacional. Y sentimos que las palabras dichas a Jeremías iban dirigidas también a nosotros: “Antes de formarte en el seno materno te llamé” (Jer 1,3).
Cuando se aproximaba la fecha de mi ordenación, mi papá me confió lo siguiente: “Hijo mío, antes de que fueses concebido (soy el primogénito de siete hijos), tu madre y yo rezamos y le ofrecimos a Dios nuestro primer hijo, siempre que hubiese sido un varón. ¡El Señor ha acogido nuestra oración! No te lo quise decir antes para no condicionarte”.
¿Cómo no ver el “dedo” de Dios, por ejemplo, en la maestra que me presentó al promotor vocacional comboniano cuando pasó por mi aldea quien, a pesar de su entusiasmo y simpatía, no había conseguido convencer a ninguno a irse al seminario? ¡Su palabra fue portavoz de la Palabra que aquel día echó las redes en mi corazón!
¿Cómo no ver el “dedo” de Dios en aquellas dos chicas inglesas con las que trabajé en un restaurante londinense durante las vacaciones del lejano verano de 1977, quienes, al descubrir que era seminarista, me animaron a seguir adelante? Sus palabras sencillas pero sinceras dieron una fuerza nueva a la Palabra que llevaba en mí. Tenía miedo de darle a la Palabra mi “sí” definitivo con los votos perpetuos. Lo que aquellas chicas “vieron” en mi, despertó la fascinación por la Palabra. Y allí, en aquel restaurante, aquel día dije mi “sí” definitivo a la Palabra que en mi corazón me prometía dar un sentido a mi vida. Un sentido que aquellos numerosos jóvenes compañeros de trabajo no habían encontrado aún.
Cuantas veces la Palabra me ha sorprendido en la sonrisa de un niño, en la palabra llena de sabiduría de un anciano animista, en un gesto de simpatía de un desconocido. Me ha venido al encuentro en el gesto amigo o en la palabra de ánimo del hermano con quien vivía. Me ha tocado el corazón con el testimonio de confianza y sencillez de los pobres. Me ha edificado con gestos de generosidad de algunos cristianos empeñados en la comunidad cristiana.
¡La Palabra, verdaderamente, se ha hecho cargo de nosotros!
7. UNA PALABRA DE DESCANSO
La primera Palabra al entrar y ser acogido en el “mundo venidero” que un misionero espera escuchar es: “Bien, siervo bueno y fiel, has sido fiel en lo poco… toma parte en la alegría de tu Señor” (Mt 25,21). Esperando que la Palabra que nos juzgue sea la que nosotros hemos anunciado como Palabra de Misericordia.
La Palabra no nos entrega a las manos del Juez sino que nos deja amorosamente en las Manos de Dios. La Palabra nos asegura “la promesa de entrar en el reposo” (Heb 4,1). “Apresurémonos, por tanto, a entrar en ese reposo” (4, 11). La Palabra, antes de ser objeto de nuestra acción, es una Palabra que busca y ofrece descanso, primicia del “descanso” definitivo del Amor que satisfará finalmente toda búsqueda y sed del corazón humano (Sal 127; 131).
Una de mis más bellas experiencias de paz y serenidad, en estos últimos años, ha sido la de la práctica de la Lectio Divina. La Palabra me ha ofrecido un verdadero descanso espiritual y psicológico. Desde hace algunos años, para coronar la Lectio leo además del Evangelio del día un trozo del Cantar de los Cantares (que he dividido en 30 pedazos, uno para cada día del mes). Lo tomo como 4° momento de la Lectio, es decir la “contemplación”. “Contemplar” el Cantar de los Cantares, junto al cultivo de la “comunión de los santos” (particularmente recitando el rosario), son mis dos alegrías “espirituales” más grandes en estos últimos años. El Cantar de los Cantares es la Palabra hecha danza y ritmo, belleza y fascinación, juventud y entusiasmo, alegría y emoción, amor y pasión. Dejarse llevar por la contemplación de esta Palabra es dejarse envolver en una danza embriagadora que aligera los pies y llena el corazón de alegría de vivir.
El descanso en la Palabra renueva a su portador para despertarlo cada mañana (Is 50,4), contagiándolo con la urgencia de la misión encarnada en Jesús (Mc 1,35-39). La Palabra no descansa (y, por tanto, tampoco su portador) hasta que el Hoy del sábado de Dios no llegue.
Concluyendo con esta Palabra de descanso, me doy cuenta de que os he cansado con tantas palabras. ¡Perdonadme! Como preveía, he dividido este compartir en 7 puntos (¡7 para llegar al descanso!). ¡Así alguien puede tomarla en píldoras, o incluso elegir algún punto, o simplemente olvidarse de este “folletín”!
Pero, si me lo permitís, formulo un “último deseo”, en este día del nacimiento de Comboni: ¡que el Sueño que anidó en el corazón de Comboni a través de la Palabra salida del Corazón de Cristo pueda revivir también en nosotros y resplandecer con toda su fascinación para incendiar otros muchos corazones!
Roma, 15 de marzo de 2012
P. Manuel João P. Correia
PROPUESTA PARA COMPARTIR COMUNITARIAMENTE
1. UNA PALABRA APASIONANTE
Compartir nuestra relación con la Palabra: la experiencia inicial de ser “seducidos” por la Palabra, el papel que ha tenido en nuestras vidas, nuestras debilidades personales con respecto a ella.
2. UNA PALABRA CELEBRADA Y COMPARTIDA
Compartir nuestras experiencias respecto a la celebración y al compartir sobre la Palabra en nuestras comunidades.
3. UNA PALABRA ENCARNADA
Compartir hechos o circunstancias concretas de nuestra experiencia personal respecto a las implicaciones de ser “portadores de la Palabra”.
4. UNA PALABRA CRUCIFICADA
Compartir nuestros sentimientos y actitudes ante las debilidades y anti-testimonios personales y colectivos.
5. UNA PALABRA FLORECIDA
Compartir experiencias concretas sobre la potencia y fecundidad de la Palabra de Dios en nuestro apostolado.
6. UNA PALABRA QUE NOS LLEVA
Compartir experiencias personales sobre la presencia continua y discreta de Dios que guía y conduce nuestra historia.
7. UNA PALABRA DE DESCANSO
Compartir nuestra experiencia personal de oración sobre la Palabra de Dios: consolación, ánimo, estímulo apostólico.