La Misión en tiempos del Papa Francisco
Mons. Vittorino Girardi
Introducción.
El título sugiere un muy amplio desarrollo, por lo cual, atendiendo al tiempo que tenemos a disposición, me atrevo a ponerle un subtítulo, “Acentuaciones en la Misionología Actual”, para detenerme en un segundo momento, en “mostrar” las acentuaciones misionológicas en el magisterio del Papa Francisco.
Se ha afirmado justamente que la Actividad Misionera ha dado origen, es la “madre” de la teología. Es una afirmación común entre los primeros “misionólogos” de hace unos 100 años. El contacto de los heraldos del Evangelio con ámbitos culturales distintos del propio, les obligaba a un esfuerzo de reflexión para expresar con distinto lenguaje el mensaje de que eran portadores. De ese modo, la Actividad misionera motivó y exigió la Actividad teológica. Un misionólogo contemporáneo ha observado: “los escritores del Nuevo Testamento no eran académicos que disponían de tiempo libre para conseguir pruebas antes de ponerse a escribir . Más bien, ellos escribieron en el contexto de “situaciones de emergencia” de una Iglesia que dado su encuentro misionero con el mundo se vio obligada a teologizar” ( Bosch D. ,Transforming Mission , p. 16).
Teología y Misión han ido pues “ de la mano”, para expresarlo de algún modo, aunque no siempre de un modo consciente, ya de parte de los teólogos como de los misioneros. De allí que el desarrollo y la evolución de la teología en sus distintas áreas, se hayan reflejado en el modo de entender y practicar la misión. Y ésta a su vez ha determinado y caracterizado el caminar teológico de la Iglesia. Me permito recordar tres ejemplos. Frente a la invasión de los pueblos del Este y del Norte, paganos diríamos hoy en día, San Agustín se pregunta acerca del ser y del quehacer de la Iglesia en esa nueva coyuntura de tanta trascendencia y nos da esa obra maestra de teología de la historia y que es a la vez teología de la misión, el De Civitate Dei … Cuando a finales del siglo XV y comienzo del siglo XVI, los Europeos vienen a América y llegan a Asia, surge urgente la pregunta de cómo había que entender el “dogma” ( así lo afirmó Pío XII en l949) de “extra Ecclesiam nulla salus” , y los teólogos empezaron a desarrollar distintas teorías acerca de la fe implícita y de la pertenencia “ in re” e “in voto” a la misma Iglesia (1).
Finalmente, como tercer ejemplo, podemos recordar el paso que el mismo Concilio Vaticano II ha realizado, desde el “ecclesiocentrismo” que había dominado en teología ya antes del Concilio de Trento, a lo que consideramos Teología del Reino , en que la Iglesia es contemplada y comprendida como su “servidora”, preparando así la reflexión acerca de la centralidad de Cristo único Salvador, en relación a las otras religiones como posibles “camino de salvación”, asegurando por otra parte la correcta interpretación de esta última afirmación. Este paso y progreso teológico han sido determinados, no cabe duda, por el momento actual de la comunicación y por la “presencia misionera” de la Iglesia en ámbitos culturales fuertemente caracterizados y como “ construidos” por las que consideramos las “ grandes religiones”, ya proféticas , como el Musulmanismo, el Budismo, ya las cósmicas , a saber, el Induísmo, el Taoísmo, el Shintoismo, y las religiones tradicionales de Asia y África…
No es exagerado pues afirmar que la evolución de la teología refleja la actividad misionera de la Iglesia y el “configurarse” de ésta frente al mundo, como destinatario de lo que ella es y está llamada a realizar. Y a su vez, la actividad misionera ha ido caracterizándose y matizándose desde la evolución de la reflexión teológica.
Sin embargo, todo esto se da en un contexto de paradoja, en cuanto que la reflexión teológica explícita sobre la misión de la Iglesia no ha ocupado en la historia de la teología un lugar concreto, propio y suficientemente amplio. Sólo a partir del comienzo del siglo pasado se ha ido desarrollando una teología de las “misiones”, que por otra parte llegó al Concilio Vaticano II, envuelta en no pocas incertidumbres y ambigüedades en abierto contraste con la extraordinaria vitalidad misionera de aquellos años que parecía no conocer crisis. No olvidamos que en torno a los años 60, las salidas a misiones, alcanzaron cifras nunca antes alcanzadas y que disminuirán rápidamente después del Concilio Vaticano II, que por otra parte, nos dio con el Decreto Ad Gentes , la Magna Carta que seguirá guiando durante muchos años más, nuestra actividad misionera
Una última observación introductoria. Si el lugar de la Misionología o Teología de la Misión, es un hecho “reciente” entre los demás tratados de teología, hay que reconocer que una vez que la Misionología había dado los primeros pasos ( los dio por obra de J. Schmidlin, en Munster, a partir de 1911), ha sido el Magisterio Eclesiástico con las Encíclicas Misioneras de los Papas a partir de Benedicto XV, y con otros documentos, que le ha hecho configurarse más y más, y evolucionar … Ha pasado lo que análogamente sucedió con la Doctrina Social de la Iglesia: sólo hace pocos años, ésta ha entrado como asignatura y como apartado de teología moral, en la enseñanza académica de los Seminarios, a pesar de que la Rerum Novarum sea de 1891.
PRIMERA PARTE:
Es en este contexto que acabo de describir, casi marco de referencia, que voy a presentarles unos temas propios de la Misionología contemporánea.
1. De la Misión como Actividad propia de la Iglesia, a la Misión como proyecto fundamental de Dios.
En plena sintonía con el decreto Ad Gentes del Vaticano II y con la Redemptoris Missio, todos hemos asimilado que la Misión y en ella “ las Misiones”, expresan la actividad de la Iglesia, con que ella, obediente al mandato de Cristo y movida por el impulso del Espíritu Santo, “ protagonista de la Misión”, se hace plena y actualmente presente a todos los hombres y a todos los pueblos, para conducirlos con el ejemplo de la vida y la predicación, con los sacramentos y los otros medios de la gracia, a la fe, a la libertad y a la paz de Cristo, ofreciéndoles la posibilidad, libre y segura, de participar en el Misterio de Cristo ( Cfr A.G. 5 y 6; R.Mi. 30 y 31). Se trata de la “actividad primaria de la Iglesia, esencial y nunca terminada” (RMi 31). Y realmente se encuentran todavía en fase inicial el primer anuncio del Evangelio y la fundamentación o implantación de la Iglesia en no pocos pueblos.
1. Y Congar hizo notar ya en la época del Vaticano II, que son necesarias tantas explicaciones para la recta interpretación de esa conocida afirmación introducida por San Cipriano, que valdría la pena más bien, olvidarla. Conviene recordar que el Vaticano II nunca cita esta fórmula.
Pero esta fase inicial también se encuentra en la comunidad ya cristiana en cuanto que debe asumir la propia responsabilidad en la evangelización universalista como consecuencia de ser la Iglesia “Sacramento universal de Salvación”. Esta vive de la urgencia de anunciar a todos los pueblos que Cristo es el Salvador del mundo, y por tanto, “ el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad”(TMA. 6).
A esto estábamos acostumbrados y es esto lo que encontramos desarrollado, en distintos modos y formas, en los Manuales de Misionología: la actividad misionera como la epifanía y la realización del proyecto de Dios en el mundo y en su historia; en ella Dios por medio de la misión de la Iglesia, va llevando a cabo la historia de la salvación ( Cfr. AG 9).
Sin embargo, a partir especialmente del aporte del teólogo K. Barth que ya en 1932 había reconducido toda actividad misionera a Dios, hoy en día, viendo la Missio Ecclesiae como una prolongación “sacramentaria” ( Iglesia “ sacramento universal”) de la Missio Filii , se acentúa la perspectiva de la Missio Dei , aunque no esté exenta de reduccionismos. En esta perspectiva se evidencia la prioridad de la Misión con respecto a la Iglesia. Es decir, la Misión brota de la acción de Cristo y de su Espíritu, teniendo en el Amor frontal del Padre, su origen primero ( Cfr A.G. 2) El Amor “ hasta el extremo” que Cristo nos manifiesta, es el Amor del Padre que lo ha enviado al mundo, como Cristo mismo lo ha declarado a Nicodemo (Cfr Jn 3,16). La Misión no es entonces sólo el medio con que la Iglesia lleva la fe a los pueblos que aún no conocen a Cristo, y con que se hace presente en donde aún no lo está ( A.G. 6), sino que es su modo concreto de estar a disposición de su Fundador y de su Espíritu. Con otras palabras: Dios siempre ha estado actuando en el mundo y en la historia humana, ya que es su voluntad que todos se salven ( Cfr 1 Tim 2,4) y siempre el Verbo ha estado en el mundo iluminando a todo hombre (Cfr Jn 1,9) y siempre el Espíritu Santo ha soplado donde ha querido (Cfr Jn 3,8). No comienza pues la Misión con la Iglesia, sino que ésta se pone a disposición de la Misión, y constituida ella misma en Misión. ¡La Iglesia es Misión!
Desde esta perspectiva, la Iglesia es a la vez fruto y realización del movimiento misionero que tiene en Dios Trinidad la razón de su dinamismo, y es portadora responsable de la misma, hasta los últimos confines de la tierra. Conocemos la atinada afirmación de J. Moltman: “No es la Iglesia la que tiene una Misión, sino, que es la Misión la que tiene a la Iglesia”.
Lo decimos también así: a donde llega el misionero, él ya ha sido precedido (y desde cuando ha aparecido el hombre sobre nuestro planeta), por Dios, que actuando eficazmente, hace que todas las cosas se recapitulen en Cristo ( Ef. 1,10). Juan Pablo II, a nosotros de América, nos lo recordó con estas palabras: “Antes que llegaran los misioneros a estas tierras, ya Dios abrazaba con su infinito amor a los Amerindios”.
Tener presente estas verdades, a la vez que nos urge salir , nos exige un estilo misionero humilde, respetuoso y acogedor de cuanto Dios ha sembrado en el corazón de los destinatarios de la acción misionera de la Iglesia.
Una observación: diríamos que tal perspectiva no está exenta de posibles reduccionismos, en cuanto que pareciera que se limita la importancia de la Iglesia “reducida” a ser un camino entre otros con que Dios realiza su Misión salvadora, dejando en sombra la afirmación fundamental de que la Iglesia es “ Sacramento Universal de salvación”. Esto exige ampliar la reflexión acerca de cómo se ordenan las otras religiones y las otras “ instituciones” religiosas con el misterio de la Iglesia ( Cfr AG 16). El hecho ha sido afirmado por el Vaticano II: toca a los teólogos mostrar el cómo y el sentido de esa ordenación.
2. La Misión, vida de la Iglesia, servidora del Reino.
En clara conexión con las afirmaciones anteriores, gracias a la actividad misionera de la Iglesia, se han ido perfilando varios modelos de la misma, que no necesariamente se excluyen, sino que, como ha afirmado el Cardenal A. Dulles, son más bien complementarios ( Cfr DULLES A. Models of the Church ,Doubleday, New York 1987). La Misionología ha influido así en la Eclesiología.
Si la Iglesia en su nacer, en sintonía con San Pablo que hablaba del “ camino de las naciones” (Cfr Hech 14, 16-17), reconocía la presencia en el mundo de “ animae naturaliter christianae”, para decirlo con la expresión de Tertuliano, relativamente pronto, con la aparición del ya recordado axioma de San Cipriano, “ extra Ecclesiam nulla salus”, y con su interpretación reductivista, se fue desarrollando un modelo de Iglesia, como “ Arca de salvación”. Como Noé y los suyos se salvaron porque estaban dentro del Arca, así se salvan los cristianos que permanezcan fieles. Los cismáticos y herejes que hayan salido culpablemente de ella, irían pues en camino de perdición… los mismos paganos “ buenos” quedarían destinados al limbo de los adultos.
No cabe duda, esta concepción “rígida” ha motivado mucho compromiso misionero, de verdaderos héroes de las misiones, pero sobre una concepción teológica carente de fundamentación bíblica.
El contacto con el “ mundo de las misiones” que se dio de un modo extraordinario durante el que fue llamado “ siglo de las misiones” (XIX-XX), fue mostrando que también entre los paganos, en sus tradiciones religiosas, había valores positivos que podían y debían ser considerados como preparación, como “apertura” al anuncio del Evangelio ( pierre d’ attente).
Esto llevó a los teólogos y al mismo Magisterio misionero, a presentar un segundo modelo de Iglesia: Ella sería la que posee en plenitud la salvación. Su misión consistiría precisamente en poner la salvación a disposición de todos, por medio de una presencia suya universal. Se trata de la conocida tesis misionológica de la escuela Belga y Francesa, presente en la conocida revista “ Spiritus”, acerca de la “ Plantatio Ecclesiae” como finalidad primaria de toda actividad misionera. Su éxito será así evaluado según la constitución y el crecimiento de comunidades cristianas autosuficientes , por la cantidad y la calidad de sus ministros ordenados, por su independencia económica y por su capacidad expansiva. Aquí, Misión equivale a “Plantatio Ecclesiae” y anunciar a Cristo equivaldría- prácticamente- a anunciar y propagar ( en el sentido de “hacer presente”) a la Iglesia.
Aunque no de manera siempre explícita, a esta tesis misionológica subyacía la afirmación o al menos la tendencia de identificar al Reino de Dios, por cuanto presente en la historia, con la Iglesia. De allí que los pertenecientes a las otras religiones, “hombres de buena voluntad”, eran considerados, a partir de los aportes de la encíclica Mystici corporis de Pío XII, de 1943, como miembros in voto de la misma Iglesia, siendo de hecho miembros del Reino. La Eclesiología preconciliar no mostraba dudas al respecto, y según el P. Dupuis, tampoco el Concilio Vaticano II, supera la identificación Iglesia- Reino.
Las comentadas afirmaciones de la Lumen Gentium :” Ecclesia, seu Regnum Christi iam praesens in mysterio” ( La Iglesia, es decir, el Reino de Cristo ya misteriosamente presente; n° 3) y “ huiusque Regni Ecclesia in terris germen et initium constituit” (constituye la Iglesia, el germen y el principio de este Reino; n° 5), parecieran que nos orientan hacia una suficientemente clara identificación de la Iglesia con el Reino.
Si esta presencia es calificada como “ misteriosa” ( in mysterio), lo es porque el Reino o la Iglesia ( aquí en el n° 3 son explícitamente identificados), ya presente en el mundo, debe crecer todavía hasta alcanzar su plenitud escatológica ( Cfr. DUPUIS J., Il Regno di Dio e la missione evangelizzatrice della chiesa, en “ Ad Gentes” ( II sem. 1999, pp. 135-136).
Como consecuencia de esta identificación la noción de misión, aquí sinónimo de evangelización, queda todavía “ restringida” o reducida: ella es el anuncio de Cristo Salvador Universal, anuncio que la Iglesia dirige a los “otros”, a los de la otra “orilla”, más allá de las fronteras visibles de la misma Iglesia.
Por cuantos importantes puedan ser las otras tareas de la Iglesia, ellas no hacen parte aún de su misión evangelizadora en cuanto tal. A lo máximo son “ pre- misión”. La integración del diálogo interreligioso , así como de la tarea de cara a una liberación humana integral , en la noción y en la realidad de la misión-evangelización, va a ser fruto de la reflexión misionológica y del magisterio post conciliar, gracias a la ulterior clarificación de la relación Iglesia- Reino… Si nos quedáramos con la Lumen Gentium , nos situaríamos todavía en la perspectiva “ eclesiocéntrica” de la misión: ésta sería fundamentalmente actividad de la Iglesia para asegurar su crecimiento en el mundo.
El documento Diálogo y Misión , publicado por el Secretariado para los no- cristianos, en 1984 ( ver SECRETARIATUS PRO NON- CHRISTIANIS,”Bulletin” (56, 1984/ 2 pp. 166-180) y con términos del todo explícitos, la encíclica “Redemptoris Missio” de 1990 han introducido la clara distinción entre Iglesia y Reino, y de ese modo han matizado ulteriormente la naturaleza de la misión- evangelización.
La presencia del Reino de Dios, no es otra realidad más que la presencia universal del misterio de salvación que Dios ofrece a todos los hombres, que culmina obviamente en Cristo, pero que ya es activo por obra del Espíritu Santo, en la entera humanidad: en él participan ya todos los hombres de todos los tiempos.
El capítulo segundo de la Redemptoris Missio está dedicado, todo él, al tema del Reino de Dios. Hacia el final de ese capítulo se afirma explícitamente: “ la realidad incipiente del Reino, puede hallarse también fuera de los confines de la Iglesia, en la humanidad entera, siempre que ésta viva los “ valores evangélicos” y esté abierta a las acciones del Espíritu Santo que sopla donde y como quiere (Cfr Jn 3,8); además hay que decir que esta dimensión temporal del Reino es incompleta, si no está en coordinación del Reino de Cristo, presente en la Iglesia, y en tensión a la plenitud escatológica”( n° 20).
Ahora bien, esta afirmación hace pensar en una noción de “misión” que trasciende la de “actividad propia de la Iglesia”, para referirse a toda acción misteriosa de Dios- Salvador en la entera historia de la humanidad ( Missio Dei) y a la vez nos hace contemplar y asumir el misterio de la Iglesia entendida como servidora del Reino que aún dándose en ella, supera, trasciende a la Iglesia, ya en el “espacio”, en cuanto que puede estar presente en ámbitos humanos en que la Iglesia- Institución aún no está presente, y en el “tiempo” en cuanto que el Reino se halla en la Iglesia “ en germen y como inicio” (cfr L.G. 5), anhelando su plenitud escatológica.
La Iglesia entonces encuentra su “principio crítico” en la medida con que se pone al servicio del Reino; esa es su misión. Cuanto más servidora del Reino, tanto más Iglesia de Cristo; y lo está con todo lo que ella es y va realizando en la historia: anuncio explícito, llamada a la conversión, fundando comunidades e instituyendo Iglesias particulares, con el diálogo interreligioso, con el servicio a los demás, especialmente a los más pobres y necesitados., con su defensa incansable de los derechos humanos… y sin olvidar su obra intercesora y de súplica, ya que el reino, por su naturaleza, es ante todo don y obra de Dios. La Iglesia trabaja y ora, con la única pasión de la llegada y de la epifanía del Reino en el caminar de la humanidad. Vive del Reino y por el Reino; esa es su tarea y privilegio.
Trabajar por el Reino implica pues, reconocer y favorecer el dinamismo divino ya presente- desde siempre- en la historia humana, para transformarla. Construir el Reino quiere decir trabajar por la liberación del mal en todas sus formas. Y si no podemos identificar a la Iglesia con el Reino ( la Iglesia intenta y ensaya constantemente el poderlo ser…), sin embargo, sabemos que el Reino como que se concentra y se intensifica en el misterio de la Iglesia, en la medida con que ella acoja a Cristo, su mensaje y lo viva. Obviamente que esta “concentración” del Reino de Cristo en su Iglesia no es por méritos de los cristianos, sino por pura benevolencia de Aquél que “nos ha escogido y elegido en Cristo, antes de la fundación del mundo, para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo”( Ef.1,4-5). La Iglesia es “Sacramento Universal, y en cuanto que sacramento contiene, expresa y produce (en calidad de “causa instrumental”, afirmaba la sacramentología clásica), la realidad de todo lo que somos en la Iglesia y por la Iglesia, signo precisamente de que el Reino de Dios está presente en el mundo, de que él” ha llegado” (Mc 1,15).
Ha escrito al respecto el teólogo J. Rigali: “Decir que la Iglesia es Sacramento de salvación significa afirmar que ella testimonia una realidad que la atraviesa pero que se extiende más allá de sus fronteras; que ella mantiene al mismo tiempo una relación incuestionable con tal realidad. Si ella es sacramento ( signo e instrumento) de la salvación, no puede ser su origen y ni siquiera el único lugar en que la salvación esté realizándose; ella es más bien su humilde servidora. Decir que la Iglesia es como el “sacramento universal de salvación”(LG. 48) significa subrayar que no puede ser signo de sí misma sino de la salvación que nos llega de Dios. Ella devela la salvación, pero no es su “dueña”. Y si es signo permanente (sacramento), lo es para significar la permanencia del don de Dios a través de Cristo en el Espíritu”( L’Eglise en chantier , Cerf, Paris 1995, pp. 58-59).
Los Documentos de Puebla ya habían logrado expresar de un modo sintético y sugerente la relación que debe darse entre Iglesia y Reino: “La Iglesia ha recibido la misión de anunciar e instaurar el Reino en todos los Pueblos. Ella es su signo. En ella se manifiesta, de modo visible, lo que Dios está llevando a cabo, silenciosamente en el mundo entero. Es el lugar donde se concentra al máximo la acción del Padre”( n° 227).
3. “ El camino de las naciones” ( cfr Hech 14,16).
El haber afirmado que el diálogo interreligioso hace parte esencial de la actividad misionera de la Iglesia, implica necesariamente preguntarnos sobre el valor salvífico de las otras religiones . Es este un tema central de la actual misionología que conecta intrínsicamente con la eclesiología y con la cristología. Si en los Hechos de los Apóstoles, leemos que San Pedro declaró: “No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” ( 4,12), no olvidamos sin embargo que San Pablo en su encuentro misionero con los “paganos” de Listra, les dijo que Dios “permitió que las naciones siguieran su propio camino”( 14,16) si bien se les mostrara vivo y bienhechor en su Providencia. Esto equivale a decir que si Cristo es Salvador, único y universal, su obra salvífica de hecho alcanza en distintas “mediaciones” a los hombres de todos los tiempos y ámbitos culturales.
Recordemos aquí unas afirmaciones del Magisterio Eclesiástico:
“Todos los pueblos forman una sola comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios ha hecho habitar a todo el género humano sobre la faz de la tierra, y tienen también un único fin último que es Dios, cuya providencia, manifestación de bondad y designio de salvación se extienden a todos”( NAe 1).
El decreto “Ad Gentes” (n° 3) explicita un poco más cómo de hecho se va realizando el designio divino de salvación: “ Este propósito universal de Dios en pro de la salvación del género humano no se realiza solamente de un modo como secreto en el alma de los hombres, sino también por los esfuerzos, incluso de tipo religioso, con que los hombres buscan de muchas maneras a Dios, para tratar de dar con É, si es posible, y encontrarlo, aunque no está lejos de cada uno de nosotros “ ( Hech 17,27).
En el n° 9 del mismo decreto se ponen de relieve los elementos positivos (“salvíficos”) que la Iglesia descubre y asume de las religiones no cristianas: “ la actividad misionera (Dios, por su medio) libera de los contagios malignos cuanto de verdad y gracia se encontraba ya entre las naciones, como por una casi secreta presencia de Dios , y lo restituye a su autor, Cristo, que derroca el imperio del diablo (…). Así pues, todo lo bueno que se halla sembrado en los corazones y la mente de los hombres, o en los ritos y culturas propias de los pueblos, no perece, sino que es sanado, elevado y consumado para gloria de Dios”.
La Constitución Pastoral Gaudium st Spes , manifiesta un tono aún más positivo. uniendo a la acción del Verbo que “ ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,12), la propia del Espíritu Santo que quiere conducir a todo a participar del valor salvífico del Misterio Pascual. En el n° 22, se lee: “ Esto ( a saber , la vocación a la salvación ofrecida en Cristo) vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en una forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual”.
Afirmaciones todas estas que han encontrado un mayor desarrollo en la encíclica Redemptoris Missio ( 1990) y en Diálogo y Anuncio , documento del Pontificio Consejo para el Diálogo interreligioso y la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, de l99l.
Baste este texto: “El diálogo no nace de una táctica o de un interés, sino que es una actitud con motivaciones, exigencias y dignidad propias; es exigido por el profundo respeto hacia todo lo que en el hombre ha obrado el Espíritu Santo que “ sopla donde quiere ( Jn 3,8). Con ello la Iglesia trata de descubrir las “ semillas de la Palabra”, el destello de aquella verdad que ilumina a todos los hombres, semillas y destellos que se encuentran en las personas y en las tradiciones religiosas de la humanidad. El diálogo se funda en la esperanza y en la caridad, y dará frutos en el Espíritu. Las otras religiones constituyen un desafío positivo para la Iglesia de hoy; en efecto la estimulan tanto a descubrir y a conocer los signos de la presencia de Cristo y de la acción del Espíritu, como a profundizar la propia identidad y a testimoniar la integridad de la Revelación, de la que es depositaria para el bien de todos” ( RMi 56).
En estos documentos aparece- de un modo más o menos explícito- una afirmación que necesita de una mayor reflexión. Es esta: “ los cristianos y no cristianos compartimos juntos la realidad de una misma salvación”. ¿Cómo entenderla?
Los misionólogos católicos, en general dejan los dos “paradigmas” opuestos: el eclesiocentrismo con una cristología exclusivista , que sostenía que el conocimiento explícito de Jesucristo y la incorporación a la Iglesia son necesarios para la salvación; y el teocentrismo pluralista , según el cual Dios y no Cristo se encuentra en el corazón del designio salvífico divino, siendo Cristo una de las varias auto- manifestaciones salvíficas de Dios, que de hecho se han dado en las distintas tradiciones religiosas, incorporando en sí mismas, cada una a su manera, esa auto-revelación divina.
Recordemos, aunque sea de paso, que este segundo”paradigma” ha sido presentado en su forma radical particularmente por Knitter P. con su obra , No other Name? ( Mary Knol, New York 1985), seguido por J. Hick, H. Kung, Tissa Basaluriya, Tony de Mello, y de una forma aún más radical por Roger Haight. Para mantenerse en su postura, llegan a cierta ambigüedad si no a negación, acerca de la divinidad de Jesús.
El paradigma que está más en sintonía con el mensaje neotestamentario y con las propuestas del Magisterio es el del cristocentrismo inclusivista. Hay cuatro afirmaciones fundamentales que deben ser tenidas en cuenta para comprender lo esencial de esta tercera postura.
1. El Concilio y el Magisterio eclesiástico posterior, no consideran la voluntad salvífica universal de Dios (Cfr 1Tim 2, 4-5) como una mera posibilidad abstracta, sino como una realidad concreta, y tal voluntad, de hecho, está actuando entre los pueblos.
2. La posibilidad concreta de salvación que alcanza a todos los hombres de buena voluntad es la salvación que se da por medio de Jesucristo y su misterio pascual.
3. Esta obra salvífica los alcanza por la acción universal del Espíritu Santo.
4. La manera como la salvación en Jesucristo se hace posible en cuantos no le conocen, corresponde a la teología poderlo aclarar….
En cualquier caso se debe mantener la referencia a Cristo y a su Espíritu. La gracia salvífica o la fe que justifica tiene una dimensión cristológica y pneumatológica.
Por tanto la tarea de la teología de las religiones consiste en mostrar que el acontecimiento-Cristo, pese a su particularidad en el tiempo y en el espacio, goza de valor universal, de tal modo que el misterio de la salvación en Jesucristo está presente y operante en todas partes por el Espíritu.
Aún dentro del paradigma que llamamos cristocentrismo inclusivista , hay distintas posturas, aunque convergentes.
En el momento del Concilio prevalecía la que ha sido llamada teoría del cumplimiento. Como Cristo cumplió o completó todo lo que había sido transmitido en el Antiguo Testamento que es “historia sagrada” por la gratuita intervención de Dios, así, análogamente, Cristo completa , perfecciona y eleva todo lo positivo, lo noble, que ha sido transmitido por las muchas tradiciones religiosas, que se constituyen así en “casi” antiguos testamentos o preparación a la revelación cristiana. Todos conocen sus representantes: Jean Daniélou, H. De Lubac, Von Balthasar, K. Rahner con su difundida teoría de los “ cristianos anónimos”, Raimon Panikkar, Gustavo Thiel con su propuesta de las “mediaciones de salvación”.
No es de más recordar aquí el sentido que H. De Lubac da a la afirmación de que las religiones no-cristianas sean de hecho “ medios de salvación”. Ellas no lo son en cuanto que invenciones humanas , ya que debemos mantener el principio, “ el hombre no salva al hombre”. Es decir, las religiones no- cristianas, representan estructuras religiosas no sobrenaturales y en cuanto tales no- salvíficas, pero con la posibilidad de que hombres y mujeres de buena voluntad, abriéndose a la acción de Dios, a su gracia, realicen en ellas actos religiosos sobrenaturales. La distinción del teólogo y cardenal H. De Lubac es sutil, pero fundamental. He aquí sus mismas palabras: “ El hecho de que un hombre sea movido por la gracia de Dios, no significa que él haya recibido una revelación sobrenatural que deba ser transmitida. Es posible que algunos fundadores de religiones no- cristianas sean animados por la gracia, pero esto no significa que su sistema ( o doctrina religiosa) sea objetivamente sobrenatural (…). Tenemos aquí una paradoja: por medio de estructuras que no son de origen sobrenatural, y a veces hasta afectadas por errores, un hombre, por la gracia de Dios, puede realizar un acto sobrenatural; esto no significa sin embargo- insiste De Lubac-que él haya recibido particulares luces sobrenaturales, para fundar un sistema religioso objetivamente sobrenatural”( salut et developpement , en “Spiritus” 39, 1969,pp. 498-499). Brevemente y con un ejemplo: que un hindú, siguiendo su religión tradicional pueda salvarse, no significa necesariamente que el hinduismo tenga un origen sobrenatural.
Nos parece que estas observaciones son suficientes para comprender que la expresión “medio de salvación” tiene un significado bien distinto si la referimos al cristianismo o a las religiones no- cristianas. En el primer caso, el cristianismo es “ medio de salvación” porque así nos lo ha regalado Dios mismo, teniendo pues un origen sobrenatural; en el segundo las religiones no- cristianas, lo son en cuanto que la gracia salvífica va más allá de estructuras meramente humanas, del tipo que sean, y alcanza al hombre, lo busca para ofrecerle la salvación, allí donde él de hecho se encuentra.
A los que sostienen sin más el valor salvífico de las religiones no- cristianas, aplicándoles el término “ medio de salvación” como lo aplicamos al cristianismo, se les escapa, sorprendentemente que esto implicaría subordinar el poder y la soberanía de la obra de Cristo y de su gracia a unas iniciativas y estructuras de origen humano- natural.
Una vez puesto de relieve esta verdad, no nos parece exagerado afirmar que las tradiciones religiosas no- cristianas representan en relación al cristianismo un como Antiguo Testamento, con la diferencia de que éste ha sido suscitado por una abierta y directa intervención de Dios, mientras que no podemos decir lo mismo de otras religiones. Con otras palabras: si las religiones no- cristianas son la expresión del esfuerzo humano asistido y orientado por la gracia, de búsqueda de la verdad y de sentido (Logos) para la propia existencia, el ofrecimiento de la Buena Nueva constituye precisamente la respuesta a los anhelos y a las esperas humanas. Antiguo Testamento y Tradiciones religiosas no cristianas son vistas pues como praeparatio evangelica , y en el uno y en las otras, Dios actúa salvífica y eficazmente.
Una observación más: ya la teoría del cumplimiento o de la realización, como la de las preparaciones evangélicas , que prácticamente coinciden, aún reconociendo, gracias a la acción de Dios en ellas, el gran valor de las religiones no- cristianas, de hecho abogan para que ellas sean ( y todas ellas) substituidas por el cristianismo. No serían una alternativa al cristianismo, algo así a “su lado”, sino que su sentido profundo sería el de ser caminos de “convergencia” hacia el cristianismo.
Es con esta última observación que algunos misionólogos no están del todo de acuerdo. De entre ellos el P. Dupuis, en su tan comentada obra, Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso (Sal Térrea, Santander 2000). Según él hay que atreverse a más, asumiendo en sus más amplias consecuencias las últimas intervenciones del Magisterio de la Iglesia sobre las tradiciones religiosas no- cristianas.
Apoyándose en el texto de la Redemptoris Missio n° 28, constata que la acción del Espíritu es más universal que su papel en la economía neotestamentaria de la salvación por Jesucristo. Se lee en efecto: “ la presencia y la acción del Espíritu son universales, no limitadas ni al espacio ni al tiempo… El Espíritu está en el origen mismo de las preguntas existenciales y religiosas de la persona humana, provocadas no sólo por situaciones contingentes sino por la misma estructura de su ser. La presencia y la acción del Espíritu alcanza no sólo a los individuos sino también a la sociedad y la historia, a los pueblos, las culturas y las religiones.
Ya el Concilio Vaticano II había afirmado: “ No hay duda de que el Espíritu Santo estuvo obrando en el mundo antes de la glorificación de Cristo” ( AG 4).
De la misma manera el Verbo de Dios es más amplio que la realidad del Hijo de Dios encarnado y resucitado. No olvidemos que entre el Verbo eterno, infinito, y la encarnación, tenemos la mediación de la “kénosis” o vaciamiento de que nos habla Flp 2,6-11. Ya el Verbo actuaba en el mundo, porque “ en él estaba” (Jn1,10), y actuaba iluminando y conduciendo a los hombres al Padre.
En este sentido el P. Dupuis pretende incluir en el designio o plan salvífico de Dios, no solamente el cristianismo, sino también las otras religiones. O sea, las grandes religiones del mundo, con todo lo positivo que le reconocieron el Concilio y las intervenciones posteriores del Magisterio, están incluidas en el misterioso plan de Dios sobre los hombres. Sería demasiado poco entonces afirmar, como lo había hecho H. De Lubac, un origen no –sobrenatural de las tradiciones religiosas, cuando la Redemptoris Missio insiste en decirnos que el Espíritu Santo y el Verbo estaban “en el origen mismo de las preguntas existenciales” (n° 28), y sabemos que éstas de hecho se dan en un contexto religioso. Estas afirmaciones nos ayudan a “ dar el paso” y asumir que en el designio salvífico de Dios, las otras tradiciones religiosas representan verdaderas intervenciones y auténticas manifestaciones de Dios en la historia de los pueblos; éstas forman partes integrales de la única historia de la salvación que culmina en el acontecimiento-Jesucristo.
P. Dupuis insiste en poner en evidencia que la iniciativa que brota en el hombre para que busque a Dios, no proviene primero del hombre, sino de Dios mismo… Es Él quien nos invita a participar en la vida divina. Es Él entonces quien abre esos “caminos” de búsqueda y de anhelo de salvación. La fe cristiana en la eficacia salvífica universal del acontecimiento-Cristo no disminuye el valor positivo y el alcance salvífico de los caminos abiertos en las tradiciones religiosas. Los miembros de esas tradiciones no se salvan “ al lado” ni “ a pesar” de sus religiones.
Es aquí en donde me parece notar la mayor diferencia con la salución propuesta por H. De Lubac. Mientras que según De Lubac la iniciativa y acción salvífica de Dios, se da en tradiciones religiosas que el hombre ha “inventado”, intervención sobrenatural en contextos naturales ,según Dupuis Dios estaría presente, iluminando e inspirando, en el mismo origen de esas tradiciones religiosas: en todas sus etapas, entrarían en el proyecto salvífico de Dios.
¿Es esto demasiado? La Santa Sede creyó conveniente interpelar al P. Dupuis que plenamente ortodoxo en su intención, había dado la impresión de elevar “ demasiado” las religiones no- cristianas, reconociéndoles un origen sobrenatural, rebajando así el cristianismo.
He intentado ofrecer una mirada sobre unos temas que más que otros han marcado la evolución de la misionología. Son tres: de la Misión como actividad de la Iglesia a Misión como acción salvífica de Dios- Trinidad; de la Iglesia-Reino de Dios a Iglesia servidora del Reino, y de Camino a Caminos de Salvación… Hay una convergencia para todos ellos: son motivaciones para el diálogo interreligioso, elemento integrador de la actividad misionera, pero sólo elemento. Además son temas que nos han llevado al corazón de la Eclesiología en lo que es su naturaleza y su misión, a la Cristología en su vertiente soteriológica. De este modo la misionología contemporánea se ha ido situando hacia el centro de la reflexión teológica, dejando la “marginalidad” en que se hallaba en la época pre- conciliar.
II PARTE
Ha llegado el momento de ver, aunque brevemente, qué teología de la misión subyace en las múltiples y variadas enseñanzas del Papa Francisco.
1. Una primera constatación.
Sabemos que el Decreto “Ad Gentes” aprobado el 7 de diciembre de 1965 logró poner orden en el lenguaje misionero en la teología de la Misión, reconduciendo las Misiones en su específica diversidad, a la única Misión de la Iglesia. Como se ha dicho justamente, el Concilio “repatrió” las Misiones en la Misión. La Iglesia es misionera por su naturaleza en cuanto que deriva, nace, del Misterio Trinitario, que se “desborda” (para decirlo de alguna manera) en el tiempo, en el espacio por el envío o misión del Hijo y del Espíritu Santo. De esa única Misión se derivan todos los otros tipos de misión: la actividad pastoral, la actividad ecuménica, la misión “ad gentes”, “ad extra” y “ad intra”, la reevangelización y la nueva evangelización…
Brevemente: hay Misiones porque la Iglesia es Misión.
Pues bien, el Papa Francisco, más que acentuar las Misiones específicas, insiste reiteradamente en la única Misión de la Iglesia, llamada a ser “servidora de todos los pueblos”, casi que nos dijera: como hay un único Dios, así hay una única Humanidad para salvar y una única Iglesia portadora de la salvación.
En su característico lenguaje y en sus insistencias, resuenan los textos del Documento de Aparecida, como si propusiera ese Documento de América Latina para toda la Iglesia Universal.
¡De documento particular, el de Aparecida, con el Papa Francisco, ha adquirido la categoría de Católico!
Nos basta algún ejemplo. “Urge convertirnos en una Iglesia llena de ímpetu, de audacia evangelizadora y por ello tenemos que ser de nuevo evangelizados y fieles discípulos” (DA 549).
“Hay que convocar a una misión evangelizadora que convoque todas las fuerzas vivas de este inmenso rebaño… Es un afán un anuncio misionero que tiene que pasar de persona a persona, de casa en casa, de comunidad a comunidad” (DA 550).
Es “demasiado” fácil percibir la casi identidad de informaciones y de estilo entre muchas páginas del documento de Aparecida y de la Exhortación Post sinodal Evangelii Gaudium del Papa Francisco. “Recobremos y acrecentemos el fervor, la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Y ojalá que el mundo actual -que busca a veces con angustia y a veces con esperanza- pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes y ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quien ha recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo” (EG 10; DA 552; EN 80).
Es reconfortante, además de iluminador, encontrarnos, en un mismo texto, con el Documento de Aparecida, con la Evangelii Gaudium y con la Evangelii Nuntiandi del Beato Paulo VI.
2. Con el ardor de la Nueva Evangelización.
Con su estilo tan particular, inmediato y directo, de sorpresa, de neologismo e inclusive de “choque”, el Papa Francisco nos impulsa a la “salida”, a pasar a la “otra orilla”. “Cada cristiano y cada comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio” (EG 20).
El Papa Francisco sueña con la fuerza y el ardor de un nuevo Pentecostés que a todos nos dé el santo entusiasmo misionero que nos sostenga en nuestra identidad y compromiso de discípulos-misioneros. Es por eso que él no considera la nueva evangelización como una expresión de la única Misión de la Iglesia, como la había presentado San Juan Pablo II en su Encíclica Redemptoris Missio, sino como el “marco de referencia de toda actividad evangelizadora”. En efecto, en el número 14 de su Evangelii Gaudium, el Papa Francisco escribe: “En el Sínodo de Obispos sobre el tema de la Nueva Evangelización para la Transmisión de la Fe Cristiana, del 2012, se recordó que la nueva evangelización convoca a todos y se realiza fundamentalmente en tres ámbitos. En primer lugar […] el ámbito de la pastoral ordinaria, animada por el fuego del Espíritu […]. En segundo lugar, recordemos el ámbito de las personas bautizadas que no viven las exigencias del Bautismo (¿necesitamos aquí una reevangelización?) y, finalmente, remarquemos -continúa el Papa- que la evangelización está esencialmente conectada con la proclamación del Evangelio a quienes no conocen a Jesucristo, o siempre lo han rechazado” (EG 14).
“Esta es la tarea primordial de la Iglesia. La actividad misionera representa aún hoy día el mayor desafío para la Iglesia, y la causa misionera debe ser la primera. ¿Qué sucedería si nos tomáramos en serio estas palabras? Simplemente reconoceríamos que la salida misionera es el paradigma de toda obra de la Iglesia” (EG 15).
Papa Francisco, aunque se refiera con estas últimas afirmaciones a la actividad misionera específica “ad gentes”, él no usa esta terminología y concluye el número 15 de su exhortación, “repatriando” una vez más toda actividad de la Iglesia, en la Misión que la define: la Iglesia es Misión. De ahí que, citando otra vez el documento de Aparecida concluya: en esta línea, los obispos latinoamericanos afirmaron que ya no podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros tiempos y que hace falta pasar de una pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera” (EG 15).
3. Una divina obsesión.
La Misión es pues constitutiva de la Iglesia, es su fruto y su realización, pero de una Iglesia pensada y contemplada ante todo como MADRE. Como nos lo afirma el Papa Francisco, particularmente en su mensaje para el Domund 2016, la Iglesia está llamada a verse y a actuar como ícono de Dios Padre, bondadoso, atento, fiel; quien se acerca a quien pasa necesidad para estar cerca de todos; se implica con ternura en la realidad humana del mismo modo en que lo harían un padre y una madre con sus hijos (cfr Jer 31, 20). No hay que olvidar, insiste el Papa, que el término usado por la Biblia para referirse a la misericordia remite al seno materno. La Iglesia está llamada a amar, siempre, incondicionalmente a todos sus hijos, en cualquier circunstancia, y pase lo que pase, porque son sus hijos.
Madre y SAMARITANA es la Iglesia que, movida a compasión, busca, acoge y sana a todos los heridos en el camino y ella misma participa de esas heridas.
Madre, samaritana y POBRE, que espontánea y amorosamente empatiza con los pobres y necesitados, que se siente como Cristo, enviada a evangelizar a los pobres, a sacar de las mazmorras a los prisioneros, a dar luz a los ciegos… (cfr Lc 4, 16). Se sabe Iglesia de Cristo en la medida en que los pobres la sientan Madre y Samaritana. Una madre que llora por sus hijos “descartados” (cfr Mensaje en Lampedusa) como Cristo, presentándose a sí mismo bajo la imagen de una madre que quiere reunir a sus hijos y que lloró sobre Jerusalén.
4,. Una sorpresa.
En el último mensaje para el Domund 2016, nuestro Papa Francisco retoma una afirmación que por primera vez (por lo que me consta) hizo suya San Juan Pablo II en su Encíclica Redemptoris Missio. En ella habla del derecho que todos los pueblos tienen de recibir el mensaje de salvación. Tal derecho se funda en la universalidad de la Redención: Cristo ha muerto y resucitado por todos; para todos está destinada la vida y la vida en abundancia que Él nos otorga… Y otra vez el Papa Francisco nos sorprende diciendo: “Esto (actividad misionera) es más necesario todavía si tenemos en cuenta la cantidad de injusticias, guerras, crisis humanitarias que esperan una solución. Los misioneros saben por experiencia que el Evangelio del perdón y de la misericordia pueden traer alegría y reconciliación, justicia y paz” (Mensaje para el Domund 2016).
Decía que aquí también el Papa nos sorprende, porque hablando de la evangelización, casi que él “no pudiera” dejar en sombras que la actividad misionera va necesaria e intrínsecamente unida a la labor para una adecuada promoción humana integral.
5. Una particular acentuación.
En el número 122 de la EG, leemos: “Puede decirse que el pueblo se evangeliza continuamente a sí mismo. Aquí toma importancia la piedad popular, verdadera expresión de la acción misionera espontánea del pueblo de Dios”.
El Papa nos invita a entender la evangelización y la actividad misionera en general, como inculturación. Se nos impone una transmisión del Evangelio en el pleno respeto de toda expresión cultural que no se oponga de por sí al mismo Evangelio, de modo que éste sea recibido en los moldes culturales del pueblo y los enriquezca con la nueva savia y vida cristiana. Cuando esto acontece y en la medida en que acontezca, el pueblo mismo se hace transmisor de la fe y agente de evangelización. El ejemplo paradigmático es el del milagro guadalupano: las expresiones religiosas que este “milagro” conlleva son a la vez expresiones culturales mexicanas y a través de ellas el pueblo va transmitiendo su fe y su amor a María. Sin embargo, todo esto vale, aunque en distinta medida, para todas las naciones latinoamericanas. Y para todo pueblo que haya sido evangelizado.
En esta acentuación del Papa Francisco se advierte el aporte de aquella corriente de teología, conocida como teología del pueblo o teología desde la cultura, que ha florecido particularmente en Argentina, y que ha encontrado en el P. Lucio Gera y el P. Scannone sus más destacados representantes.
6. La Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración.
Con el amplio capítulo quinto de su Evangelii Gaudium el Papa Francisco recoge lo fundamental y esencial de una auténtica espiritualidad misionera. En él convergen los aportes del Decreto Ad Gentes, de la elevada inspiración de la Evangelii Nuntiandi, del Beato Pablo VI y la mística de los últimos números de la Redemptoris Missio de San Juan Pablo II.
Su lectura nos “devuelve” al Cenáculo, en donde los “Apóstoles, llevados de un mismo afecto, perseveraban en oración, en compañía de algunas mujeres y de María, madre de Jesús y de los hermanos de éste” (Hech 1, 14). Es siempre del Cenáculo que sale la Misión y a él vuelve.
Como consecuencia de la verdad de que el Espíritu Santo es el protagonista de la Misión, el misionero es ante todo un cristiano guiado por el Espíritu, conectado íntima y fuertemente con él y entonces es ante todo un orante, un contemplativo, alguien literalmente habitado por Dios: y que entonces da desde su plenitud casi un desbordarse del Espíritu que le habita. El misionero experimenta la fuerza de la afirmación de Pablo, apóstol de Jesucristo, quien escribe: “Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo es Cristo quien vive en mí. Y esta vida mortal que llevo al presente, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí a la muerte” (Gal. 2, 19-20).
El misionero, rico de esta experiencia, siente en sí el apremio de la misión y como Cristo siente que puede decir; “el celo de tu casa me devora” (Jn 2, 17), y si tuviera que dar razón de su plena disponibilidad a la exigencia de la Misión diría, “¡el amor de Cristo me basta!” De ese modo el misionero no puede sino buscar lo que Él busca, trabajar por lo que Él trabaja, amar lo que Él ama y dar la vida por lo que Él la sigue dando.
En este capítulo el Papa Francisco parece que quiera darnos el más amplio comentario y explicación, por cierto, con acento muy personal, de la afirmación del Documento de Aparecida “aquí está el reto fundamental que afrontamos: mostrar la capacidad de la Iglesia para promover y formar discípulos misioneros que respondan a la vocación recibida y comuniquen por doquier, por desborde de gratitud y alegría, el don del encuentro con Jesucristo. No tenemos otro tesoro que éste. No tenemos otra dicha ni otra prioridad que ser instrumento del Espíritu de Dios, en la Iglesia, para que Jesucristo sea encontrado, seguido, amado, adorado, anunciado y comunicado a todos, no obstante, todas las dificultades y resistencias” (DA 14).
Durante estos breves años de pontificado, hemos oído varios atributos con que el pueblo y los medios de comunicación van refiriéndose a nuestro Papa Francisco. Sin embargo, creo que el título más apropiado sea denominarle “el Papa de la alegría”. Su insistencia al respecto, juntamente con su reiterado mensaje de la misericordia, nos hace recordar la repetida afirmación de Jesús a los suyos: “Les digo todo esto para que tengan en ustedes mi alegría y para que ésta llega a plenitud” (Jn 17, 13).
Concluyo este humilde servicio con una serie de expresiones que señalan la meta a la que apunta el Papa Francisco:
“No nos dejemos robar el entusiasmo misionero” (EG 80).
“No nos dejemos robar la alegría de la evangelización” (83).
“No nos dejemos robar la esperanza” (86)
“No nos dejemos robar la comunidad” (92)
“No nos dejemos robar el Evangelio” (97)
“No nos dejemos robar el ideal del amor fraterno (101)
“No nos dejemos robar la fuerza misionera” (109).
+ P. Victorino Girardi Stellin mccj.
Obispo Emérito de Tilarán
COSTA RICA
(Ref.: Voces – Diálogo Misionero contemporáneo, Año 23/ No.45 / 2016, pp. 31 -54)