Dietrich Bonhoeffer,
“testigo de Jesucristo entre sus hermanos”.
Hace setenta años, el día 9 de abril de 1945, durante la segunda guerra mundial, Dietrich Bonhoeffer (1906-1945), teólogo y pastor luterano, fue ejecutado en el campo de concentración nazista de Flossenbürg, tras un juicio sumario.
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Dietrich Bonhoeffer es uno de los hombres cuyo pensamiento más ha fecundado el quehacer teológico de la segunda mitad del siglo XX, tanto en el campo protestante como en el católico. Sin embargo, cualquier acercamiento a la comprensión de Bonhoeffer pasa por integrar vida y pensamiento, puesto que la suya fue siempre una “teología de rodillas” interpretada y encarnada desde el seguimiento de Jesús. Esa y no otra, es la clave hermenéutica que nos permite situarnos en el lugar de observación correcto para acoger su visión del cristianismo. Más allá de los debates, a veces encendidos y justificados, que ha despertado en la comunidad teológica el acercamiento a este autor, importa sobre todo situarle como uno de los teólogos más cristocéntricos que ha conocido la historia de la Iglesia en los últimos cien años. Si la persona de Cristo es, y lo es, el “suelo teológico” sobre el que descansa toda comprensión de la Iglesia, entonces habría que agradecerle a Bonhoeffer la revalorización del acontecimiento Cristo en medio de una iglesia protestante alemana legitimadora de un cristianismo irrelevante, aburguesado y amordazado por los poderes públicos.
Su testimonio profético
La vida y obra de Bonhoeffer fueron, ante todo, un testimonio vivo de su fe en Jesucristo. Así lo resume la lápida conmemorativa en memoria suya: “Dietrich Bonhoeffer, testigo de Jesucristo entre sus hermanos”. Su testimonio es profético porque supo interpretar la voluntad de Dios y ser portavoz del evangelio, manteniendo viva la esperanza para su pueblo en tiempos muy difíciles. Pero es también martirial, porque su fidelidad inquebrantable le llevó a sufrir persecución, cárcel y muerte, por causa de Dios. Su testimonio es, en primer lugar, un testimonio de humanidad, de opción decidida y defensa de todo lo auténticamente humano amenazada por la barbarie, la injusticia y la opresión. Y, siendo así, es también un testimonio a favor de la causa de Dios y del evangelio en un mundo secularizado, en una sociedad rota y desintegrada. La vida y obra de Bonhoeffer están llenas de la vida y la fuerza del Espíritu, que hacen posible el disfrute pleno del evangelio ante las situaciones más imponderables de la existencia.
Su radicalidad evangélica
La radicalidad se muestra en una opción sin condiciones ante el evangelio, desde el seguimiento de Jesús. En la trayectoria de Bonhoeffer rastreamos momentos y experiencia que van marcando este modo de proceder: Su decisión de ser pastor, superando la oposición familiar; su opción por una Iglesia confesante, ante la profunda crisis que sufrió la Iglesia Protestante sometida al nacionalsocialismo; el rechazo a quedarse en los Estados Unidos, conociendo que el regreso le llevaría al sufrimiento y la persecución y la experiencia de fraternidad y vida en común en el Seminario de Finkenwalde. Todo ello, regado con una vida de oración, lectura y meditación de la Escritura que es, en el fondo, el elemento fundante de una existencia tan piadosa como intelectual. Este mensaje de radicalidad es importante, no sólo porque su pensamiento haya sido fuente de inspiración para la teología, sino porque es una llamada y una invitación a salir de la mediocridad cristiana, de todo conformismo, apatía y desilusión.
La unidad y coherencia de la vida
Todo su trabajo aparece traspasado por una doble actividad: Académica y pastoral. Como profesor, encarnó siempre sus enseñanzas y transmitió una credibilidad incontestable que fue reforzando su ministerio docente. Esta armonía entre teoría y práctica aparece plasmada en su libro “Vida en comunidad”, que nació de la experiencia fraterna con los jóvenes que se preparaban para el ministerio pastoral.
Un cristianismo desde la secularidad
Bonhoeffer rechaza un cristianismo caracterizado por los rasgos de lo metafísico, lo abstracto, lo ambiguo. Un cristianismo que tiene palabras y consideraciones piadosas para todo, que coloca a Dios en los huecos de la debilidad, la indigencia y la ignorancia, es una distorsión de la verdad. El rostro de Dios hay que buscarlo en solidaridad con el hombre, en una búsqueda constante y desde una responsabilidad adulta con todo lo auténticamente humano.
Un cristianismo que hable en exceso de las cosas santas y que olvide el sentido y el valor de nuestra realidad, no convence a nadie. Es necesario, afirma, proteger los misterios cristianos de la profanación. Es preciso aprender a guardar silencio ante el misterio y el ocultamiento de Dios del mundo. Lo fundamental es un cristianismo capaz de dar vida, no en un mundo reducido a la impotencia para que el elemento religioso triunfe sobre él, sino ante una realidad humana reconocida en su mayoría de edad con plena autonomía.
Un concepto revisionista de “Teología”
(…) La Teología, en el pensamiento de Bonhoeffer, abandona sus vuelos metafísicos y se hace más bíblica, más práctica y más existencial, de modo que sus temas son percibidos con un interés nuevo. La razón es que se hace capaz de identificar las problemáticas que interesan a los destinatarios del mensaje cristiano, con el fin de iluminarlas y proveer soluciones. Así, la Teología sale de los despachos de los teólogos para aterrizar en la conciencia de las personas como algo que interesa porque responde a necesidades y desafíos concretos, de tal modo que resulta imposible permanecer neutral e indiferente ante sus propuestas.
Para Bonhoeffer, toda Teología ha de partir necesariamente de la encarnación como centro nuclear, porque en ella se da cuenta de la revelación de Dios a los hombres como momento culminante de la historia. Por eso, es preciso tomar en consideración que la revelación no fue a base de ideas, sino sobre el fundamento de hechos concretos, dirigidos a seres concretos.
Desde estas premisas, se hace imprescindible subrayar la presencia de Cristo pro-me, porque desde su presencia viva y activa hoy es posible formular una teología que, naciendo de arriba, se comprende y se percibe desde abajo, porque su protagonista intervino en la historia desde dentro. Y así, la Teología dogmática se descodifica convirtiéndose en deudora de la Teología narrativa, y la Cristología se transforma en Cristopraxis.
Estas intuiciones, si bien no pudieron plasmarse en un proyecto sistemático, sin embargo, sirvieron como semilla capaz de fecundar otras teologías posteriores: Teología de la Secularización, Teología Política, Teologías de la Liberación (Latinoamericana, Negra, Asiática, Feminista, etc.)
La Soteriología como correlato de la Cristología
Para Bonhoeffer, la clave hermenéutica definitiva de toda cristología es la pregunta por el quién. Ahora bien, la respuesta a esta pregunta no es sólo una respuesta de la razón, sino siempre también una respuesta de la vida. Confesar a Cristo y seguirlo son dos caras de la misma moneda. Por eso, la persona, la vida, la muerte y la resurrección de Cristo constituyen el eje central de toda teología. Esto no quiere decir que la cristología agote la teología, pero sí permite situarla en el plano correcto para hacer comprensible el proyecto soteriológico de Dios. (…)
En el pensamiento de Bonhoeffer, deudor de una cristología integral, la cruz de Cristo como hecho descontextualizado dice sólo derramamiento de sangre de un modo ambiguo. Entendida aisladamente y en sentido puramente dogmático, se vuelve arbitrariedad incomprensible. Sin embargo, la cruz entendida como historia es otra cosa. No es simplemente derramamiento de sangre, sino producto de causas históricas que, unidas a las razones divinas, iluminan un modo de ser y de vivir del Dios hecho hombre. Por consiguiente, sólo desde la historia de Jesús expresada en la palabra revelada de los evangelios, la cruz dice amor, justicia, perdón, servicio y compromiso. Si el crucificado ha vivido humanamente, entonces la cruz es expresión radical de entrega. Y esa existencia puede ser ofrecida como salvación, porque reproducirla en la historia es vida auténtica. En resumen, la ejemplaridad invitante de Jesús (”Puestos los ojos en Jesús”) es soteriología histórica eficaz, pero además, proyecta la esperanza de plenitud de vida más allá de la muerte. (…)
Un ecumenismo desde convicciones innegociables
La teología y praxis de Bonhoeffer constituyen toda una invitación a descubrir el sentido de la unidad de la Iglesia. Se trata de una cuestión esencial para su tarea evangelizadora y su misión profética. Su gran mérito consistió en haber proporcionado una base teológica al ecumenismo y, por consiguiente, en su momento histórico, una razón al servicio de la paz. Además, en unas circunstancias muy adversas fue capaz de percibir que no hay más que una Iglesia para una sola realidad humana, y que ese hecho entraña otros dos: La obligación de mantener la paz entre las naciones y la necesidad que tiene la Iglesia de integrar a todos los que lo desean.
Cuando estudió en los Estados Unidos le impresionó la cantidad de denominaciones protestantes que manifestaban la división de la Iglesia. Al referirse a las iglesias americanas como iglesias protestantes sin reforma comentó: “¿Debemos simplemente resignarnos a la multiplicidad de iglesias como una cosa dada y, por tanto, como un hecho que responde a la voluntad de Dios? ¿Podría existir otra unidad de la Iglesia que no fuera en la fe y en un solo Señor? Para Bonhoeffer, la necesidad de distinguir teológicamente las palabras de Cristo: “Que todos sean uno para que el mundo crea” (Juan 17) debe ser una necesidad urgente. La unidad del Cuerpo de Cristo es una necesidad esencial, primero como obediencia a Cristo y, segundo, para la evangelización y la misión profética de las iglesias protestantes
La labor ecuménica la convierte en una tarea de primerísimo magnitud a través de cartas, actividades, artículos, etc., porque Bonhoeffer creía en el ecumenismo de una forma teológica. Por ello, fue un hombre que comprendió con agudeza los problemas que la diversidad de confesiones y denominaciones planteaba, pero también se apercibió de las posibilidades futuras que ofrecía el trabajo por la unidad de las iglesias.
Conclusión
El pensamiento de Bonhoeffer es una de las más claras expresiones del verdadero quehacer teológico, es decir, una teología confesante a la vez que confesional. Como teología auténtica se dirige a su tiempo acompañando a la Iglesia en su devenir histórico. Como teología fiel lo hace siempre nutriéndose de las normas que han dado a la teología su perfil propio en la historia de la Iglesia. Lo confesante implica así una libertad de testimonio frente al tiempo, pero sin caer en paradigmas estancos. Lo confesional significa recordar al mundo y a la Iglesia su verdadero horizonte en Cristo, que les permite tener sus respectivos espacios en relación a Dios.
En Bonhoeffer tenemos la percepción de un tiempo de confesión que implica, tanto un posicionamiento político frente al mundo, como una reivindicación de la verdadera contextualidad eclesial de la labor teológica.
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Del Libro de Dietrich Bonhoeffer “Vida en Comunidad”
La fraternidad cristiana
Desear algo más que lo que Cristo ha fundado entre nosotros no es desear la fraternidad cristiana, sino ir en busca de quién sabe qué experiencias extraordinarias que uno piensa que va a encontrar en la comunidad cristiana y que no ha encontrado en otra parte, introduciendo así en la comunidad el turbador fermento de los propios deseos. Es precisamente en este aspecto donde la fraternidad cristiana se ve amenazada -casi siempre y ya desde sus comienzos- por el más grave de los peligros: la intoxicación interna provocada por la confusión entre fraternidad cristiana y un sueño de comunidad piadosa; por la mezcla de una nostalgia comunitaria, propia de todo hombre religioso, y la realidad espiritual de la hermandad cristiana. Por eso es importante adquirir conciencia desde el principio de que, en primer lugar, la fraternidad cristiana no es un ideal humano, sino una realidad dada por Dios; y en segundo lugar, que esta realidad es de orden espiritual y no de orden psíquico.
Muchas han sido las comunidades cristianas que han fracasado por haber vivido con una imagen quimérica de comunidad. Es lógico que el cristiano, cuando entra en la comunidad, lleve consigo un ideal de lo que esta debe ser, y que trate de realizarlo. Sin embargo, la gracia de Dios destruye constantemente esta clase de sueños. Decepcionados por los demás y por nosotros mismos, Dios nos va llevando al conocimiento de la auténtica comunidad cristiana. En su gracia, no permite que vivamos ni siquiera unas semanas en la comunidad de nuestros sueños, en esa atmósfera de experiencias embriagadoras y de exaltación piadosa que nos arrebata.
Porque Dios no es un dios de emociones sentimentales, sino el Dios de la realidad. Por eso, sólo la comunidad que, consciente de sus tareas, no sucumbe a la gran decepción, comienza a ser lo que Dios quiere, y alcanza por la fe la promesa que le fue hecha. Cuanto antes llegue esta hora de desilusión para la comunidad y para el mismo creyente, tanto mejor para ambos. Querer evitarlo a cualquier precio y pretender aferrarse a una imagen quimérica de comunidad, destinada de todos modos a desinflarse, es construir sobre arena y condenarse más tarde o más temprano a la ruina.
Debemos persuadirnos de que nuestros sueños de comunidad humana, introducidos en la comunidad, son un auténtico peligro y deben ser destruidos so pena de muerte para la comunidad. Quien prefiere el propio sueño a la realidad se convierte en un destructor de la comunidad, por más honestas, serias y sinceras que sean sus intenciones personales. Dios aborrece los ensueños piadosos porque nos hacen duros y pretenciosos. Nos hacen exigir lo imposible a Dios, a los demás y a nosotros mismos. Nos erigen en jueces de los hermanos y de Dios mismo. Nuestra presencia es para los demás un reproche vivo y constante.
Nos conducimos como si nos correspondiera a nosotros crear una sociedad cristiana que antes no existía, adaptada a la imagen ideal que cada uno tiene. Y cuando las cosas no salen como a nosotros nos gustaría, hablamos de falta de colaboración, convencidos de que la comunidad se hunde cuando vemos que nuestro sueño se derrumba. De este modo, comenzamos por acusar a los hermanos, después a Dios y, finalmente, desesperados, dirigimos nuestra amargura contra nosotros mismos.
Todo lo contrario sucede cuando estamos convencidos de que Dios mismo ha puesto el fundamento único sobre el que edificar nuestra comunidad y que, antes de cualquier iniciativa por nuestra parte, nos ha unido en un solo cuerpo por Jesucristo; pues entonces no entramos en la vida en común con exigencias, sino agradecidos de corazón y aceptando recibir. Damos gracias a Dios por lo que él ha obrado en nosotros. Le agradecemos que nos haya dado hermanos que viven, ellos también, bajo su llamada, bajo su perdón, bajo su promesa. No nos quejamos por lo que no nos da, sino que le damos gracias por lo que nos concede cada día. Nos da hermanos llamados a compartir nuestra vida pecadora bajo la bendición de su gracia. ¿No es suficiente? ¿No nos concede cada día,incluso en los más difíciles y amenazadores, esta presencia incomparable? Cuando la vida en comunidad está gravemente amenazada por el pecado y la incomprensión, el hermano, aunque pecador, sigue siendo mi hermano.
Estoy con él bajo la palabra de Cristo, y su pecado puede ser para mí una nueva ocasión de dar gracias a Dios por permitirnos vivir bajo su gracia. La hora de la gran decepción por causa de los hermanos puede ser para todos nosotros una hora verdaderamente saludable, pues nos hace comprender que no podemos vivir de nuestras propias palabras y de nuestras obras, sino únicamente de la palabra y de la obra que realmente nos une a unos con otros, esto es, el perdón de nuestros pecados por Jesucristo. Por tanto, la verdadera comunidad cristiana nace cuando, dejándonos de ensueños, nos abrimos a la realidad que nos ha sido dada.
La gratitud
Igual que sucede en el ámbito individual, la gratitud es esencial en la vida cristiana comunitaria. Dios concede lo mucho a quien sabe agradecer lo poco que recibe cada día. Nuestra falta de gratitud impide que Dios nos conceda los grandes dones espirituales que nos tienen reservados. Pensamos que no debemos darnos por satisfechos con la pequeña medida de sabiduría, experiencia y caridad cristianas que nos ha sido concedida. Nos lamentamos de no haber recibido la misma certidumbre y la misma riqueza de experiencias que otros cristianos, y nos parece que estas quejas son un signo de piedad. Oramos para que se nos concedan grandes cosas y nos olvidamos de agradecer las pequeñas (¿pequeñas?) que recibimos cada día. ¿Cómo va a conceder Dios lo grande a quien no sabe recibir con gratitud lo pequeño?
Todo esto es también aplicable a la vida de comunidad. Debemos dar gracias a Dios diariamente por la comunidad cristiana a la que pertenecemos. Aunque no tenga nada que ofrecemos, aunque sea pecadora y de fe vacilante. ¡qué importa! Pero si no hacemos más que quejarnos ante Dios por ser todo tan miserable, tan mezquino, tan poco conforme con lo que habíamos esperado, estamos impidiendo que Dios haga crecer nuestra comunidad según la medida y riqueza que nos ha dado en Jesucristo. Esto concierne de un modo especial a esa actitud permanente de queja de ciertos pastores y miembros “piadosos” respecto a sus comunidades. Un pastor no debe quejarse jamás de su comunidad, ni siquiera ante Dios. No le ha sido confiada la comunidad para que se convierta en su acusador ante Dios y ante los hombres. Cualquier miembro que cometa el error de acusar a su comunidad debería preguntarse primero si no es precisamente Dios quien destruye la quimera que él se había fabricado. Si es así, que le dé gracias por esta tribulación. Y si no lo es, que se guarde de acusar a la comunidad de Dios; que se acuse más bien así mismo por su falta de fe; que pida a Dios que le haga comprender en qué ha desobedecido o pecado y lo libre de ser un escándalo para los otros miembros de la comunidad; que ruegue por ellos, además de por sí mismo, y que, además de cumplir lo que Dios le ha encomendado, le dé gracias.
Con la comunidad cristiana ocurre lo mismo que con la santificación de nuestra vida personal. Es un don de Dios al que no tenemos derecho. Sólo Dios sabe cuál es la situación de cada uno. Lo que a nosotros nos parece insignificante puede ser muy importante a los ojos de Dios. Así como el cristiano no debe estar preguntándose constantemente por el estado de su vida espiritual tampoco Dios nos ha dado la comunidad para que estemos constantemente midiendo su temperatura. Cuanto mayor sea nuestro agradecimiento por lo recibido en ella cada día, tanto mayor será su crecimiento para agrado de Dios.
La espiritualidad de la comunidad cristiana
La fraternidad cristiana no es un ideal a realizar sino una realidad creada por Dios en Cristo, de la que él nos permite participar. En la medida en que aprendamos a reconocer que Jesucristo es verdaderamente el fundamento, el motor y la promesa de nuestra comunidad en esa misma medida aprenderemos a pensar en ella, a orar y esperar por ella, con serenidad.
Fundada únicamente en Jesucristo, la comunidad cristiana no es una realidad de orden psíquico, sino de orden espiritual En esto precisamente se distingue de todas las demás comunidades. La sagrada Escritura entiende por “espiritual” el don del Espíritu Santo que nos hace reconocer a Jesucristo como Señor y Salvador. Por “psíquico” en cambio, lo que es expresión de nuestros deseos, de nuestras fuerzas y de nuestras posibilidades naturales en nuestra alma.
Toda realidad de orden espiritual descansa sobre la palabra clara y evidente que Dios nos ha revelado en Jesucristo. Por el contrario, el fundamento de la realidad psíquica es el conjunto confuso de pasiones y deseos que sacuden el alma humana. Fundamento de la comunidad espiritual es la verdad revelada; el de la comunidad psíquica, el hombre y sus deseos. Esencia de la primera es la luz “porque Dios es luz y en él no hay tinieblas” (1 Jn. 1,5), y “si andamos en la luz, como él está en la luz, estamos en comunión los unos con los otros” (1 Jn. 1,7). Esencia de la segunda, las tinieblas- “porque de dentro del corazón del hombre proceden los malos pensamientos” (Mc. 7,21)- que envuelven toda iniciativa humana, incluyendo los impulsos religiosos.
Comunidad espiritual es la comunión de todos los llamados por Cristo, comunidad psíquica es la comunión de las almas piadosas. La una es el ámbito de la transparencia, de la caridad fraterna, del ágape; la otra, del eros, del amor más o menos desinteresado, del equivoco perpetuo. La una implica el servicio fraterno ordenado; la otra, la codicia. La primera se caracteriza por una actitud de humildad y de sumisión hacia los hermanos; la segunda, por una servidumbre más o menos hipócrita a los propios deseos. En la comunidad espiritual únicamente es la palabra de Dios la que domina; en la comunidad “piadosa” es el hombre quién, junto a la palabra de Dios, pretende dominar con su experiencia, su fuerza, su capacidad de sugestión y su magia religiosa. En aquella sólo obliga la palabra de Dios; en ésta, los hombres pretenden además sujetarnos a sí mismos. Y así, mientras una se deja conducir por el Espíritu Santo, en la otra se buscan y cultivan esferas de poder e influencia de orden personal – entre protestas de pureza de intenciones – que destronan al Espíritu Santo, alejándolo prudentemente, porque aquí la única realidad es lo “psíquico”, es decir, la psicotécnica, el método psicológico o psicoanalítico, aplicado científicamente, y donde el prójimo se convierte en objeto de experimentación. En la comunidad cristiana auténtica, por el contrario, es el Espíritu Santo, único maestro quien hace posible una caridad y un servicio en estado puro, despojado de todo artificio psicológico.
Tal vez pudiera ilustrarse con mayor claridad el contraste entre comunidad espiritual y comunidad psíquica. En la comunidad espiritual no existe, en ningún caso, una relación “directa” entre los que integran la comunidad, mientras que en la comunidad psíquica se suele dar una nostalgia profunda y totalmente instintiva de una comunión directa v auténticamente carnal. Instintivamente el alma humana busca otra alma con quien confundirse, ya sea en el plano amoroso o bien, lo que es lo mismo, en el sometimiento del prójimo a la propia voluntad de poder. Tal es el esfuerzo extenuante del fuerte en busca de la admiración, amor o temor del débil.
O dominar a mi prójimo. Mi prójimo quiere ser amado tal cono es, independientemente de mí, es decir, como aquel por quien Cristo se hizo hombre, murió y resucitó; a quien Cristo perdonó y destinó a la vida eterna. En vista de que, antes de toda intervención por mi parte, Cristo ha actuado decisivamente en él, debo dejar libre a mi prójimo para el Señor, a quien pertenece, y cuya voluntad es que yo lo reconozca así. Esto es lo que queremos decir cuando afirmamos que no podemos encontrar al prójimo sino a través de Cristo. El amor psíquico crea su propia imagen del prójimo, de lo que es y de lo que debe ser; quiere manipular su vida. El amor espiritual, en cambio, parte de Cristo para conocer la verdadera imagen del hombre; la imagen que Cristo ha acuñado y quiere acuñar con su sello.
Por eso el amor espiritual se caracteriza, en todo lo que dice y hace, por su preocupación de situar al prójimo delante de Cristo. No busca actuar sobre la emotividad del otro dando a su acción un carácter demasiado personal y directo; renunciará a introducirse indiscretamente en la vida del otro y complacerse en manifestaciones puramente sentimentales y exaltadas de la piedad. Se contentará con dirigirse al prójimo con la palabra transparente de Dios, dispuesto a dejarle a solas con ella para que Cristo pueda actuar sobre él con entera libertad. Respetará la frontera que Cristo ha querido interponer entre nosotros y se contentará con la comunidad fundada en Cristo. Porque sabe que el camino más corto para acceder a los otros pasa siempre por la oración, y que el amor al prójimo esta’ indisolublemente unido a la verdad en Cristo. Este es el amor que hace decir al apóstol Juan: “No hay para mi mayor alegría que oír de mis hijos que andan en la verdad” (3 Jn.1, 4)
El amor psíquico vive del deseo turbador incontrolado e incontrolable; el amor espiritual vive en la claridad del servicio que le asigna la verdad. El uno esclaviza, encadena y paraliza al hombre; el otro le hace libre bajo la autoridad de la palabra. El uno cultiva flores de invernadero; el otro produce frutos saludables que crecen, por voluntad de Dios, en libertad bajo el cielo, expuestos a la lluvia, al sol y al viento.