El Jubileo de la Misericordia
será el gran hito del pontificado de Francisco.

Anno Santo della misericordia

El Pontífice quiere proyectar al mundo la imagen de Cristo que espera al hombre con los brazos abiertos.

Sorpresa en el mundo por el anuncio del papa Francisco de la celebración del Año Santo de la Misericordia para el año 2016 que empezará en la fiesta de la Inmaculada (8 de diciembre de 2015). El objetivo del Jubileo es que creyentes y no creyentes, conozcan mejor a Dios, no a un Dios severo y que castiga, sino a un Dios que es “amor y misericordia”, que también castiga, pero siempre prevalece el perdón y la misericordia cuando hay arrepentimiento. El Jubileo se podrá ganar en Roma, en las cuatro basílicas mayores, así como en las basílicas que designen las diócesis del mundo.

Por lo tanto, el año 2016 será un Año Santo para la Iglesia, que querrá proyectar al mundo la imagen de Cristo que espera al hombre con los brazos abiertos como el padre del Hijo Pródigo del Evangelio. Será la proyección de la pastoral del perdón y la culminación del pontificado de Francisco, que ha hecho de la misericordia de Dios un motivo central de su predicación.

El papa sabe –lo acaba de decir en unas declaraciones en Televisa—que su pontificado va a durar poco pues intuye que Dios así lo tiene dispuesto. El anuncio del Año Jubilar fue hecho el mismo día que se cumplían dos años del pontificado del papa Francisco, el cual tiene 78 años y acabará el 2016 con 80 años. El Año Santo terminará además con el 50 aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II.

Este Año Santo de la Misericordia viene a señalar, una vez más, la continuidad entre los pontificados de san Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco. San Juan Pablo II instituyó el “Domingo de Misericordia” –contra viento y marea a pesar de la oposición de teólogos y liturgistas—en el domingo siguiente al de la Pascua de Resurrección. En este domingo, si bien en años distintos, san Juan Pablo II murió, fue beatificado y fue canonizado, en reconocimiento de su doctrina y pastoral en favor de la misericordia y del perdón. Benedicto XVI con su encíclica “Dios es Amor” también preparó este camino jubilar del amor y del perdón. “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia”, dijo Jesús en el sermón de la Montaña.

San Juan Pablo II en su segunda encíclica “Dives in Misericordia”, promulgada en 1980, estableció al doctrina de la misericordia de Dios que es infinita. La misericordia de Dios procede del inmenso amor que el Creador derrama en el hombre. Y compara esta misericordia con la que tuvo el padre del Hijo Pródigo del Evangelio de san Lucas (Lc, 15). Es el padre que perdona al hijo descarriado, que había caído en un pozo de pecado y miseria –un pozo que hoy sería la droga, la pornografía, la soberbia del poder y del dinero—y que sin embargo le espera con los brazos abiertos. La misericordia, dice la encíclica (n. 3), “es uno de los temas principales de la predicación” de Jesucristo. Es el perdón elevado al grado infinito que culminó en la muerte y resurrección del Hijo de Dios.

La misericordia presupone el amor, y este es “más fuerte que el pecado y que la muerte“(Dives in Misericordia, n. 4 y 13). El amor de Dios se manifiesta en la Eucaristía, la cual “nos acerca siempre a aquel amor que es más fuerte que la muerte”, pues en el pan y en el vino “anunciamos la muerte… y proclamamos la resurrección” del Redentor, dice el canon de la Misa. El perdón, la misericordia hecha perdón, la encontramos en el sacramento de la Penitencia, de la Reconciliación, donde el hombre experimenta que “el amor es más fuerte que el pecado” y borra la culpa del arrepentido. La misericordia se acentúa en Dios hacia los más débiles y los más necesitados.

La encíclica, que encaja mucho en la pastoral del papa Francisco, dice también (n. 11) que el hombre de hoy es muchas veces víctima de opresión, y todo se desarrolla “en un gigantesco remordimiento”, donde al lado de hombres que viven en la abundancia hay “individuos y grupos sociales que sufren el hambre. No faltan niños que mueren de hambre a la vista de sus madres” y el “estado de desigualdad” entre los hombres y los pueblos del mundo va en aumento. Junto a los que “viven en la abundancia existen otros que viven en la indigencia, sufren la miseria y con frecuencia mueren incluso de hambre; y su número alcanza decenas y centenares de millones”.

La relación entre el amor y la justicia es que “el amor condiciona a la justicia y, en definitiva, la justicia es servidora de la caridad (n. 5). Hay una “primacía” y “superioridad” del amor sobre la justicia.

¿Para qué servirá el Año Santo? En primer lugar será un año abundante en gracias para toda la Iglesia, a fin de que toda ella profundice en la misericordia de Dios y la acoja en su corazón, y con ella viva la esperanza en el futuro. Para Dios no hay nada imperdonable: “Perdonados son tus pecados”, “vete y no peques más”, son expresiones de Jesús en el Evangelio a gente muy pecadora.

Con este Año Santo el papa Francisco espera una gran conversión de los hombres por la mirada misericordiosa de Dios, y con ella está, siempre está, la Virgen “Madre de Misericordia”, como rezamos en la Salve y como recordó el papa Francisco al hacer el anuncio del Jubileo. Y en el cántico del “Magnificat” (Lc, 1, 46-56) la Virgen cita dos veces la misericordia de Dios, que “pasa de generación en generación”, y también que Dios acogió a Israel “recordando su misericordia”.

El propio lema del papa “Miserando atque eligendo” (Lo miró con misericordia y lo eligió) indica muy claro el camino del Jubileo, un tiempo de arrepentimiento y de perdón. El papa busca este encuentro del hombre con Dios, que participe de su amor y viva la caridad con los demás hombres y de este modo abatir las injusticias del mundo y generar la esperanza hacia el futuro de la humanidad y en la otra vida.

Salvador Aragonês
http://www.aleteia.org 14.03.2015

Durante la celebración penitencial en la basílica vaticana
el Papa Francisco anuncia el Año santo de la misericordia.

«He pensado con frecuencia de qué forma la Iglesia puede hacer más evidente su misión de ser testigo de la misericordia. Es un camino que inicia con una conversión espiritual; y tenemos que recorrer este camino. Por eso he decidido convocar un Jubileo extraordinario que tenga en el centro la misericordia de Dios. Será un Año santo de la misericordia». Lo anunció el Papa Francisco el viernes 13 de marzo, por la tarde, segundo aniversario de su elección al Pontificado, durante la celebración penitencial presidida en la basílica de San Pedro. Este el texto de su homilía.

También este año, la víspera del cuarto domingo de Cuaresma, nos hemos reunido para celebrar la liturgia penitencial. Estamos unidos a muchos cristianos que hoy, en todas las partes del mundo, han acogido la invitación de vivir este momento como signo de la bondad del Señor. El sacramento de la Reconciliación, en efecto, permite acercarnos con confianza al Padre para tener la certeza de su perdón. Él es verdaderamente «rico en misericordia» y la extiende en abundancia sobre quienes recurren a Él con corazón sincero.

Estar aquí para experimentar su amor, en cualquier caso, es ante todo fruto de su gracia. Como nos ha recordado el apóstol Pablo, Dios nunca deja de mostrar la riqueza de su misericordia a lo largo de los siglos. La transformación del corazón que nos lleva a confesar nuestros pecados es «don de Dios». Nosotros solos no podemos. Poder confesar nuestros pecados es un don de Dios, es un regalo, es «obra suya» (cf. Ef 2, 8-10). Ser tocados con ternura por su mano y plasmados por su gracia nos permite, por lo tanto, acercarnos al sacerdote sin temor por nuestras culpas, pero con la certeza de ser acogidos por él en nombre de Dios y comprendidos a pesar de nuestras miserias; e incluso sin tener un abogado defensor: tenemos sólo uno, que dio su vida por nuestros pecados. Es Él quien, con el Padre, nos defiende siempre. Al salir del confesionario, percibiremos su fuerza que nos vuelve a dar vida y restituye el entusiasmo de la fe. Después de la confesión renacemos.

El Evangelio que hemos escuchado (cf. Lc 7, 36-50) nos abre un camino de esperanza y de consuelo. Es bueno percibir sobre nosotros la mirada compasiva de Jesús, así como la percibió la mujer pecadora en la casa del fariseo. En este pasaje vuelven con insistencia dos palabras: amor y juicio.

Está el amor de la mujer pecadora que se humilla ante el Señor; pero antes aún está el amor misericordioso de Jesús por ella, que la impulsa a acercarse. Su llanto de arrepentimiento y de alegría lava los pies del Maestro, y sus cabellos los secan con gratitud; los besos son expresión de su afecto puro; y el ungüento perfumado que derrama abundantemente atestigua cuán precioso es Él ante sus ojos. Cada gesto de esta mujer habla de amor y expresa su deseo de tener una certeza indestructible en su vida: la de haber sido perdonada. ¡Esta es una certeza bellísima! Y Jesús le da esta certeza: acogiéndola le demuestra el amor de Dios por ella, precisamente por ella, una pecadora pública. El amor y el perdón son simultáneos: Dios le perdona mucho, le perdona todo, porque «ha amado mucho» (Lc 7, 47); y ella adora a Jesús porque percibe que en Él hay misericordia y no condena. Siente que Jesús la comprende con amor, a ella, que es una pecadora. Gracias a Jesús, sus muchos pecados Dios los carga sobre sí, ya no los recuerda (cf. Is 43, 25). Porque también esto es verdad: cuando Dios perdona, olvida. ¡Es grande el perdón de Dios! Para ella ahora comienza un nuevo período; renació en el amor a una vida nueva.

Esta mujer encontró verdaderamente al Señor. En el silencio, le abrió su corazón; en el dolor, le mostró el arrepentimiento por sus pecados; con su llanto, hizo un llamamiento a la bondad divina para recibir el perdón. Para ella no tendrá lugar ningún juicio si no es el que viene de Dios, y es el juicio de la misericordia. El protagonista de este encuentro es ciertamente el amor, la misericordia que va más allá de la justicia.

Simón, el dueño de casa, el fariseo, al contrario, no logra encontrar el camino del amor. Todo está calculado, todo pensado… Él permanece inmóvil en el umbral de la formalidad. Es algo feo el amor formal, no se entiende. No es capaz de dar el paso sucesivo para ir al encuentro de Jesús que le trae la salvación. Simón se limitó a invitar a Jesús a comer, pero no lo acogió verdaderamente. En sus pensamientos invoca sólo la justicia y obrando así se equivoca. Su juicio acerca de la mujer lo aleja de la verdad y no le permite ni siquiera comprender quién es su huésped. Se detuvo en la superficie –en la formalidad–, no fue capaz de mirar al corazón. Ante la parábola de Jesús y la pregunta sobre cuál servidor amó más, el fariseo respondió correctamente: «Supongo que aquel a quien le perdonó más». Y Jesús no deja de hacerle notar: «Haz juzgado rectamente» (Lc 7, 43). Sólo cuando el juicio de Simón se dirige al amor, entonces él está en lo correcto.

La llamada de Jesús nos impulsa a cada uno de nosotros a no detenerse jamás en la superficie de las cosas, sobre todo cuando estamos ante una persona. Estamos llamados a mirar más allá, a centrarnos en el corazón para ver de cuánta generosidad es capaz cada uno. Nadie puede ser excluido de la misericordia de Dios; todos conocen el camino para acceder a ella y la Iglesia es la casa que acoge a todos y no rechaza a nadie. Sus puertas permanecen abiertas de par en par, para que quienes son tocados por la gracia puedan encontrar la certeza del perdón. Cuanto más grande es el pecado, mayor debe ser el amor que la Iglesia expresa hacia quienes se convierten. ¡Con cuánto amor nos mira Jesús! ¡Con cuánto amor cura nuestro corazón pecador! Jamás se asusta de nuestros pecados. Pensemos en el hijo pródigo que, cuando decidió volver al padre, pensaba en hacer un discurso, pero el padre no lo dejó hablar, lo abrazó (cf. Lc 15, 17-24). Así es Jesús con nosotros. «Padre, tengo muchos pecados…». –«Pero Él estará contento si tu vas: ¡te abrazará con mucho amor! No tengas miedo».

Queridos hermanos y hermanas, he pensado con frecuencia de qué forma la Iglesia puede hacer más evidente su misión de ser testigo de la misericordia. Es un camino que inicia con una conversión espiritual; y tenemos que recorrer este camino. Por eso he decidido convocar un Jubileo extraordinario que tenga en el centro la misericordia de Dios. Será un Año santo de la misericordia. Lo queremos vivir a la luz de la Palabra del Señor: «Sed misericordiosos como el Padre» (cf. Lc 6, 36). Esto especialmente para los confesores: ¡mucha misericordia!

Este Año santo iniciará en la próxima solemnidad de la Inmaculada Concepción y se concluirá el 20 de noviembre de 2016, domingo de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo y rostro vivo de la misericordia del Padre. Encomiendo la organización de este Jubileo al Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización, para que pueda animarlo como una nueva etapa del camino de la Iglesia en su misión de llevar a cada persona el Evangelio de la misericordia.

Estoy convencido de que toda la Iglesia, que tiene una gran necesidad de recibir misericordia, porque somos pecadores, podrá encontrar en este Jubileo la alegría para redescubrir y hacer fecunda la misericordia de Dios, con la cual todos estamos llamados a dar consuelo a cada hombre y a cada mujer de nuestro tiempo. No olvidemos que Dios perdona todo, y Dios perdona siempre. No nos cansemos de pedir perdón. Encomendemos desde ahora este Año a la Madre de la misericordia, para que dirija su mirada sobre nosotros y vele sobre nuestro camino: nuestro camino penitencial, nuestro camino con el corazón abierto, durante un año, para recibir la indulgencia de Dios, para recibir la misericordia de Dios.

L’Osservatore Romano