«Por qué Bergoglio “se robó” el rosario del ataúd del padre Aristi»

El sacramentino Andrés Taborda estaba en la cripta, único testigo, cuando el futuro Papa arrancó la pequeña cruz de las manos de su confesor apenas fallecido (andrea tornielli – vatican insider).

La cruz del papa«Soy el único testigo de ese pequeño “robo” que hizo Bergoglio al tomar el rosario del ataúd del padre Aristi». El padre Andrés Taborda es un sacerdote sacramentino de origen argentino que vive en Roma. Prestó servicios durante años en la Basílica del Santísimo Sacramento de Buenos Aires, justamente en donde vivía y confesaba José Ramón Aristi, el confesor al que Francisco, en abril de 1996, “robó” una pequeña cruz del rosario, misma que lleva siempre consigo.

Fue el mismo Pontífice quien reveló el episodio, el 6 de marzo de este año, durante su encuentro con los párrocos romanos, a los que les aconsejó ser misericordiosos. «En Buenos Aires había un confesor famoso: era sacramentino. Casi todo el clero se confesaba con él». Cuando Juan Pablo II fue a Argentina y pidió un confesor, fue este sacerdote el enviado para escuchar los pecados del Papa. «Fue Provincial de su orden, profesor… pero siempre confesor, siempre –dijo el Papa. Y siempre había cola ahí, en la Iglesia del Santísimo Sacramento».

El Padre Aristi murió a los 97 años el día de la vigilia de Pascua de 1996. En esa época, Bergoglio era obispo auxiliar y vicario general. Al recibir la noticia, después de haber almorzado como cada Pascua con los sacerdotes ancianos de la casa de reposo, Bergoglio fue a visitar a su confesor apenas fallecido. «Era una Iglesia grande, muy grande, con una cripta bellísima. Bajé a la cripta y estaba el ataúd, solo había dos viejitas que rezaban… no había flores. Y pensé: “Pero, este hombre que perdonó los pecados de todo el clero de Buenos Aires, incluso los míos, ni siquiera tiene una flor…”. Salí y fui caminando a una florería y compre unas flores, rosas… Y regresé. Empecé a preparar el ataúd con las flores…Y entonces vi el rosario que tenía en las manos… Y me vino inmediatamente a la cabeza (ese ladrón que todos llevamos dentro, ¿no?), y mientras arreglaba las flores, tomé la cruz del Rosario, y la arranqué con un poco de fuerza. En ese momento lo miré y dije: “Dame la mitad de tu misericordia”». «¡Sentí algo fuerte que me dio el valor para hacerlo –continuó el Papa–, y para hacer esta oración! Y luego, esa cruz me la metí aquí, en el bolsillo. Las camisas del Papa no tienen bolsillos, pero yo siempre llevo una bolsita de tela pequeña, y desde entonces hasta ahora, mi mano se dirige aquí, siempre. ¡Y siento la gracia! Siento que me hace bien. Hace mucho bien el ejemplo de un sacerdote misericordioso, de un sacerdote que se acerca a las heridas…».

Aristi era «de verdad un sacerdote misericordioso y sabio», recuerda el padre Taborda. «Era muy bien querido, porque sabía ser comprensivo. Confesaba en nuestra basílica en Buenos Aires cada lunes, y muchísimos sacerdotes iban con él. Yo lo conocí en 1968, fue él el que me recibió en la orden, porque era el provincial de los sacramentinos para la Argentina, Uruguay y Chile». El padre Taborda recuerda muy bien esa tarde de Pascua de hace 18 años. «Nos encontramos allá, en la cripta, al lado del ataúd del padre Aristi –cuenta el sacerdote–, y todavía veo la figura ascética de Bergoglio, que entonces era muy flaco. Recuerdo que dijo: “Fue mi confesor, con este rosario en la mano absolvió a muchísimos pecadores; no es posible que se lo lleve bajo tierra…”». Y así, el futuro Papa decidió llevárselo y pedir al difunto padre Aristi un poco de su misericordia. Pero hay una razón precisa por la que Bergoglio quiso justamente ese rosario, por la que Bergoglio lleva siempre esa cruz al lado de su corazón. «El padre Aristi –explica su compatriota– daba a los penitentes el rosario con la pequeña cruz mientras se confesaban, después la usaba para absolver y al final los invitaba a besarla. Es decir, ese rosario y ese crucifijo fueron testigos de un río de gracia».

En toda la Iglesia es el tiempo de la misericordia.

ENCUENTRO DEL PADRE CON LOS SACERDOTES DE ROMA

(extractos)

A imagen del buen Pastor, el sacerdote es hombre de misericordia y de compasión, cercano a su gente y servidor de todos. Éste es un criterio pastoral que quisiera subrayar bien: la cercanía. La proximidad y el servicio, pero la proximidad, la cercanía… Quien sea que se encuentre herido en su vida, de cualquier modo, puede encontrar en él atención y escucha… En especial el sacerdote demuestra entrañas de misericordia al administrar el sacramento de la Reconciliación; lo demuestra en toda su actitud, en el modo de acoger, de escuchar, de aconsejar, de absolver… Pero esto deriva del modo en el cual él mismo vive el sacramento en primera persona, del modo como se deja abrazar por Dios Padre en la Confesión, y permanece dentro de este abrazo… Si uno vive esto dentro de sí, en su corazón, puede también donarlo a los demás en el ministerio. Y os dejo una pregunta: ¿Cómo me confieso? ¿Me dejo abrazar?

El sacerdote está llamado a aprender esto, a tener un corazón que se conmueve. Los sacerdotes —me permito la palabra— «fríos», los «de laboratorio», todo limpio, todo hermoso, no ayudan a la Iglesia. Hoy podemos pensar a la Iglesia como un «hospital de campo». Esto, perdonadme, lo repito, porque lo veo así, lo siento así: un «hospital de campo». Se necesita curar las heridas, muchas heridas. Muchas heridas. Hay mucha gente herida, por los problemas materiales, por los escándalos, incluso en la Iglesia… Gente herida por las falacias del mundo… Nosotros, sacerdotes, debemos estar allí, cerca de esta gente. Misericordia significa ante todo curar las heridas. Cuando uno está herido, necesita en seguida esto, no los análisis, como los valores del colesterol, de la glucemia… Pero está la herida, sana la herida, y luego vemos los análisis. Después se harán los tratamientos especializados, pero antes se deben curar las heridas abiertas. Para mí, en este momento, esto es más importante. Y hay también heridas ocultas, porque hay gente que se aleja para no mostrar las heridas… Me viene a la mente la costumbre, por la ley mosaica, de los leprosos en tiempo de Jesús, que siempre estaban alejados, para no contagiar… Hay gente que se aleja por vergüenza, por esa vergüenza de no mostrar las heridas… Y se alejan tal vez un poco con la cara torcida, en contra de la Iglesia, pero en el fondo, dentro, está la herida… ¡Quieren una caricia! Y vosotros, queridos hermanos —os pregunto—, ¿conocéis las heridas de vuestros feligreses? ¿Las intuís? ¿Estáis cercanos a ellos? Es la única pregunta…

La misericordia acompaña el camino de la santidad, la acompaña y la hace crecer… ¿Demasiado trabajo para un párroco? Es verdad, demasiado trabajo. ¿Y de qué modo acompaña y hace crecer el camino de la santidad? A través del sufrimiento pastoral, que es una forma de la misericordia. ¿Qué significa sufrimiento pastoral? Quiere decir sufrir por y con las personas. Y esto no es fácil. Sufrir como un padre y una madre sufren por los hijos; me permito decir, incluso con ansiedad…

Para explicarme os hago algunas preguntas que me ayudan cuando un sacerdote viene a mí. Me ayudan también cuando estoy solo ante el Señor.

Dime: ¿Tú lloras? ¿O hemos perdido las lágrimas? Recuerdo que en los Misales antiguos, los de otra época, hay una oración hermosa para pedir el don de las lágrimas. Comenzaba así la oración: «Señor, Tú que diste a Moisés el mandato de golpear la piedra para que brotase agua, golpea la piedra de mi corazón para que las lágrimas…»: era así, más o menos, la oración. Era hermosísima. Pero, ¿cuántos de nosotros lloramos ante el sufrimiento de un niño, ante la destrucción de una familia, ante tanta gente que no encuentra el camino?… El llanto del sacerdote… ¿Tú lloras? ¿O en este presbiterio hemos perdido las lágrimas?

¿Lloras por tu pueblo? Dime, ¿tú haces la oración de intercesión ante el sagrario? ¿Tú luchas con el Señor por tu pueblo, como luchó Abrahán: «¿Y si fuesen menos? ¿Y si son 25? ¿Y si son 20?…» (cf. Gn 18, 22-33). Esa oración valiente de intercesión… Nosotros hablamos de parresia, de valor apostólico, y pensamos en los proyectos pastorales, esto está bien, pero la parresia misma es necesaria también en la oración. ¿Luchas con el Señor? ¿Discutes con el Señor como hizo Moisés? Cuando el Señor estaba harto, cansado de su pueblo y le dijo: «Tú quédate tranquilo… destruiré a todos, y te haré jefe de otro pueblo». «¡No, no! Si tú destruyes al pueblo, me destruyes también a mí». ¡Éstos tenían los pantalones! Y hago una pregunta: ¿Tenemos nosotros los pantalones para luchar con Dios por nuestro pueblo?

Otra pregunta que hago: por la noche, ¿cómo concluyes tu jornada? ¿Con el Señor o con la televisión?

¿Cómo es tu relación con quienes te ayudan a ser más misericordioso? Es decir, ¿cómo es tu relación con los niños, los ancianos, los enfermos? ¿Sabes acariciarlos, o te avergüenzas de acariciar a un anciano? No tengas vergüenza de la carne de tu hermano (cf. Reflexiones en esperanza, I cap.). Al final, seremos juzgados acerca de cómo hemos sabido acercarnos a «toda carne» —esto es Isaías. No te avergüences de la carne de tu hermano. «Hacernos prójimo»: la proximidad, la cercanía, hacernos cercanos a la carne del hermano. El sacerdote y el levita que pasaron antes que el buen samaritano no supieron acercarse a esa persona maltratada por los bandidos. Su corazón estaba cerrado. Tal vez el sacerdote miró el reloj y dijo: «Debo ir a la misa, no puedo llegar tarde a misa», y se marchó. ¡Justificaciones! Cuántas veces buscamos justificaciones, para dar vueltas alrededor del problema, de la persona. El otro, el levita, o el doctor de la ley, el abogado, dijo: «No, no puedo porque si hago esto mañana tendré que ir como testigo, perderé tiempo…». ¡Las excusas!… Tenían el corazón cerrado. Pero el corazón cerrado se justifica siempre por lo que no hace. En cambio, el samaritano abrió su corazón, se dejó conmover en las entrañas, y ese movimiento interior se tradujo en acción práctica, en una acción concreta y eficaz para ayudar a esa persona.

Al final de los tiempos, se permitirá contemplar la carne glorificada de Cristo sólo a quien no se haya avergonzado de la carne de su hermano herido y excluido. Os lo confieso, a mí me hace bien, algunas veces, leer la lista sobre la cual seré juzgado, me hace bien: está en Mateo 25.

En Buenos Aires había un confesor famoso: éste era sacramentino. Casi todo el clero se confesaba con él. Cuando, una de las dos veces que vino, Juan Pablo ii pidió un confesor en la nunciatura, fue él. Era anciano, muy anciano… Fue provincial en su Orden, profesor… pero siempre confesor, siempre. Y siempre había fila, allí, en la iglesia del Santísimo Sacramento. En ese tiempo, yo era vicario general y vivía en la Curia, y cada mañana, temprano, bajaba al fax para ver si había algo. Y la mañana de Pascua leí un fax del superior de la comunidad: «Ayer, media hora antes de la vigilia pascual, falleció el padre Aristi, a los 94 — ¿o 96?— años. El funeral será el día…». Y la mañana de Pascua yo tenía que ir a almorzar con los sacerdotes del asilo de ancianos —lo hacía normalmente en Pascua—, y luego —me dije— después de la comida iré a la iglesia. Era una iglesia grande, muy grande, con una cripta bellísima. Bajé a la cripta y estaba el ataúd, sólo dos señoras ancianas rezaban allí, sin ninguna flor. Pensé: pero este hombre, que perdonó los pecados a todo el clero de Buenos Aires, también a mí, ni siquiera tiene una flor… Subí y fui a una florería —porque en Buenos Aires, en los cruces de las calles hay florerías, por la calle, en los sitios donde hay gente— y compré flores, rosas… Regresé y comencé a preparar bien el ataúd, con flores… Miré el rosario que tenía entre las manos… E inmediatamente se me ocurrió —ese ladrón que todos tenemos dentro, ¿no?—, y mientras acomodaba las flores tomé la cruz del rosario, y con un poco de fuerza la arranqué. Y en ese momento lo miré y dije: «Dame la mitad de tu misericordia». Sentí una cosa fuerte que me dio el valor de hacer esto y de hacer esa oración. Luego, esa cruz la puse aquí, en el bolsillo. Las camisas del Papa no tienen bolsillos, pero yo siempre llevo aquí una bolsa de tela pequeña, y desde ese día hasta hoy, esa cruz está conmigo. Y cuando me surge un mal pensamiento contra alguna persona, la mano me viene aquí, siempre. Y siento la gracia. Siento que me hace bien. Cuánto bien hace el ejemplo de un sacerdote misericordioso, de un sacerdote que se acerca a las heridas…

La misericordia. Pensad en tantos sacerdotes que están en el cielo y pedid esta gracia. Que os concedan esa misericordia que tuvieron con sus fieles. Y esto hace bien.

Aula Pablo VI Jueves 6 de marzo de 2014

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