José y Maria

18 Así nació Jesús el Mesías: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo.
19 Su esposo, José, que era hombre justo y no quería infamarla, decidió repudiarla en secreto. 20 Pero, apenas tomó esta resolución, se le apareció en sueños el ángel del Señor, que le dijo:
– José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte contigo a María, tu mujer, porque la criatura que lleva en su seno viene del Espíritu Santo. 21 Dará a luz un hijo, y le pondrás de nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados.
22 Esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el profeta: 23 Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán de nombre Emanuel (Is 7,14) (que significa «Dios con nosotros»).
24 Cuando se despertó José, hizo lo que le había dicho el ángel del Señor y se llevó a su mujer a su casa.


Le pondrá por nombre Emmanuel.

Antes de que nazca Jesús en Belén, Mateo declara que llevará el nombre de «Emmanuel», que significa «Dios-con-nosotros». Su indicación no deja de ser sorprendente, pues no es el nombre con que Jesús fue conocido, y el evangelista lo sabe muy bien. En realidad, Mateo está ofreciendo a sus lectores la clave para acercarnos al relato que nos va a ofrecer de Jesús, viendo en su persona, en sus gestos, en su mensaje y en su vida entera el misterio de Dios compartiendo nuestra vida. Esta fe anima y sostiene a quienes seguimos a Jesús.
Dios está con nosotros. No pertenece a una religión u otra. No es propiedad de los cristianos. Tampoco de los buenos. Es de todos sus hijos e hijas. Está con los que lo invocan y con los que lo ignoran, pues habita en todo corazón humano, acompañando a cada uno en sus gozos y sus penas. Nadie vive sin su bendición.
Dios está con nosotros. No escuchamos su voz. No vemos su rostro. Su presencia humilde y discreta, cercana e íntima, nos puede pasar inadvertida. Si no ahondamos en nuestro corazón, nos parecerá que caminamos solos por la vida.
Dios está con nosotros. No grita. No fuerza a nadie. Respeta siempre. Es nuestro mejor amigo. Nos atrae hacia lo bueno, lo hermoso, lo justo. En él podemos encontrar luz humilde y fuerza vigorosa para enfrentarnos a la dureza de la vida y al misterio de la muerte.
Dios está con nosotros. Cuando nadie nos comparende, él nos acoge. En momentos de dolor y depresión, nos consuela. En la debilidad y la impotencia nos sostiene. Siempre nos está invitando a amar la vida, a cuidarla y hacerla siempre mejor.
Dios está con nosotros. Está en los oprimidos defendiendo su dignidad, y en los que luchan contra la opresión alentando su esfuerzo. Y en todos está llamándonos a construir una vida más justa y fraterna, más digna para todos, empezando por los últimos.
Dios está con nosotros. Despierta nuestra responsabilidad y pone en pie nuestra dignidad. Fortalece nuestro espíritu para no terminar esclavos de cualquier ídolo. Está con nosotros salvando lo que nosotros podemos echar a perder.
Dios está con nosotros. Está en la vida y estará en la muerte. Nos acompaña cada día y nos acogerá en la hora final. También entonces estará abrazando a cada hijo o hija, rescatándonos para la vida eterna.
Dios está con nosotros. Esto es lo que celebramos los cristianos en las fiestas de Navidad: creyentes, menos creyentes, malos creyentes y casi increyentes. Esta fe sostiene nuestra esperanza y pone alegría en nuestras vidas.


El evangelio del domingo pasado hablaba del desconcierto de Juan Bautista, y nos obligaba a pensar en el desconcierto y escándalo que podemos sentir ante la conducta y el mensaje de Jesús. El evangelio del cuarto domingo da un paso adelante. El desconcierto y el escándalo se pueden superar. El asombro ante el misterio no acaba nunca, dura toda la vida.

El relato del evangelio consta de los elementos típicos: planteamien­to, nudo y desenlace. Como en cualquier novela poli­cíaca. Pero existe una diferencia. Mientras Agatha Christie dedica la mayor parte al nudo, a las peripecias de Hércules Poirot en busca del asesino, Mateo es brevísimo en las dos primeras partes y pasa enseguida al desenlace. No se trata de un relato dramático, sino didáctico.

Planteamiento

Parte de unos personajes que da por conocidos para el lector, María y José, y de una costumbre que también da por conocida entre judíos: después de los desposorios (la petición de mano), los novios son considerados como esposos, con el compromi­so de fidelidad mutua, pero siguen viviendo por separado. De repente, resulta que María espera un hijo del Espíritu Santo. Mt no deja al lector ni un segundo de duda. Con perdón del Espíritu Santo, y siguiendo el símil policiaco, el lector sabe desde el principio quién es el asesino.

Nudo

La duda es para José, hombre bueno. Según el Deuteronomio, si un hombre se casa con una mujer y resulta que no es virgen, si la denuncia, “sacarán a la joven a la puerta de la casa paterna y los hombres de la ciudad la apedrearán hasta que muera, por haber cometido en Israel la infamia de prostituir la casa paterna” (Dt 22,20ss). José prefiere interpretar la ley en la forma más benévola. La ley permite denunciar, pero no obliga a hacerlo. Por eso, decide repudiar a María en secreto para no infamarla. Mt escribe con enorme sobriedad, no detalla las dudas y angustias de José. (…)

Desenlace

En cuanto José toma la decisión, se aparece el ángel que resuelve el problema. José obedece, y María da a luz un hijo al que José pone por nombre Jesús. En esta sección final, entre las palabras del ángel y la obediencia de José introduce Mt unas palabras para explicar el misterio: se trata de cumplir la profecía de Is 7,14 (que se lee hoy como 1ª lectura).

Mensaje

Este análisis literario demuestra que Mt no ha intentado poner en tensión al lector. Sabe desde el comienzo a qué se debe el misterio. Entonces, ¿qué pretende decirnos con este episodio?

¿Quién es Jesús? Al comienzo del evangelio, en la genealogía, Mt acaba de indicarnos que es verdadero israelita y verdadero descendiente de David. ¿Significa que sea el Mesías? Para eso hace falta algo más según la tradición de ciertos grupos judíos. El Mesías debe nacer de una virgen, según está anunciado en Is 7,14. Este episodio demuestra que Jesús cumple ese requisito. Pero hay otro dato que no contiene el texto de Isaías: Jesús viene del Espíritu Santo, con lo cual se quiere expresar su estrecha relación con Dios.

¿Qué hará Jesús? Lo indica su nombre: salvar a su pueblo de los pecados. Salvar de los pecados no es lo mismo que perdonar los pecados. Perdonar los pecados se puede hacer de forma cómoda, sentado en el confesionario, o incluso paseando o tomando un café. Salvar de los pecados sólo se puede hacer ofreciendo la propia vida. Sabemos desde niños que Jesús, para salvarnos de nuestros pecados, dio su vida por nosotros. Pero no debe dejar de asombrarnos. Porque la actitud normal de un judío piadoso ante el pecado no es comprenderlo ni justificarlo, mucho menos morir por el pecador. Es condenarlo.

¿Qué repercusiones tiene su aparición? Mt, al escribir su evangelio, parte de la experiencia de su comunidad, perseguida y rechazada por aceptar a Jesús como Mesías. Mt le indica desde el comienzo que las dificultades son norma­les. Incluso las personas más ligadas al Mesías, sus propios padres, sufren problemas desde que es concebi­do. El cristiano debe ver en José un modelo que le ayuda y anima. No debe tener miedo a aceptar a Jesús y seguir­lo, porque “viene del Espíritu Santo” y “salvará a su pueblo de los pecados”.

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Después de 2.000 años, la fiesta de Navidad sigue sorprendiéndonos – ¡así por lo menos debe ser! – porque la Navidad es siempre nueva, es como la primera, es la fiesta de la vida. La fiesta de cuando el corazón de Dios comenzó a latir en carne humana. ¡Para gozo y salvación de todos! Desde entonces “caro salutis est cardo” (la carne es la base de la salvación), como decía Tertuliano (siglo III): la salvación de Dios pasa por la carne de Cristo, el único Salvador. La invitación es para vivir la Navidad con el asombro de los primeros protagonistas: María y José (Evangelio), los ángeles, los pastores y los magos… ¡Vivir la Navidad verdadera es un don que nos ubica en la realidad de las cosas! Abiertos a la novedad de las sorpresas de Dios. Lejos de la indiferencia de quienes viven alienados en las cosas; sin la autosuficiencia de quienes se proclaman no creyentes; y sin quedar cautivos de rutinas y cerrazones. En su novela Gimpel, el tonto el hebreo Isaac Singer (premio Nobel de la Literatura 1978), narra que una noche llegó el Mesías, pero todos tenían las puertas y las ventanas bien cerradas. Incluidos el rabí y otros sabios… La única puerta abierta era la de Gimpel, al que todos llamaban idiota, por su manera un tanto soñadora de vivir. Pero justamente en su casa entró y se quedó el Mesías.

El Dios que viene es el Emanuel, ya anunciado por Isaías (I lectura, v. 14) y por el Evangelio de Mateo, el “Dios con nosotros” (v. 23). El Dios que ha decidido estar presente en la historia de cada persona, de caminar con cada uno de nosotros. Vivir la Navidad así, abiertos e involucrados en la sorpresa de un Dios enamorado perdidamente de nosotros, no nos deja inactivos, nos lleva al anuncio misionero hacia aquellos que todavía no saben nada – o muy poco – de esta historia verdadera y apasionante. Navidad, por tanto, es un modo de ser, es un mensaje que vale la pena llevarlo a otros. Así lo vivió también San Daniel Comboni, cuando, durante su primer viaje hacia el centro de África, fue como peregrino a Belén en 1857, y allí se sintió invadido por la grandeza de ese misterio: “Besé mil veces aquel sitio. Besé casi toda la gruta; y no sabía salir de ella” (Escritos, n. 113).

Así lo entendió S. Pablo (II lectura), el cual, desde que tuvo la sorpresa de encontrar a Cristo, se entregó completamente a Él y se convirtió en el mayor misionero. Lo dice claramente en el exordio de su carta a los cristianos de Roma: “Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios…” (v. 1,1). Pablo presenta a los romanos su carta de identidad con credenciales de todo respeto, que él resume en tres palabras: siervo, apóstol, escogido. Es, ante todo, siervo de Cristo Jesús: goza al sentirse poseído por Él, es apasionadamente suyo, habla de Él a todos siempre, lo menciona hasta cuatro veces en los escasos versículos iniciales de la carta. Luego, tiene conciencia de ser apóstol, enviado: la misión no nace ni depende de él, sino de Uno más grande, del cual él es tan solo un servidor. Finalmente, Pablo considera una gracia ser apóstol escogido “para predicar la obediencia de la fe entre todos los gentiles” (v. 5). La misión es un don, antes de ser una tarea que cumplir; es un carisma que enriquece al que lo recibe y lo capacita para un servicio a la comunidad.

Pablo retoma a menudo en sus cartas estos tres títulos y los comenta. Se siente misionero de Cristo en la riqueza sorprendente de su misterio: prometido por medio de los profetas, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder por su resurrección de entre los muertos… (v. 2-4). Pablo se vio descubierto por Cristo, amado, salvado, enviado a los pueblos paganos para anunciarles “la inescrutable riqueza de Cristo” (Ef 3,8). En el camino de Damasco no ha nacido tan solo el Pablo cristiano, sino también el apóstol, el misionero. No ha cambiado su manera de vivir a partir de una decisión ética, voluntarista, ni para seguir una ideología de moda, sino tan solo por haber encontrado a Cristo, el cual le ha cambiado definitivamente la vida, abriéndole los infinitos horizontes de la misión. ¡Pablo es un ejemplo para todo cristiano y para todo misionero!


El hijo de la Virgen María tiene un doble nombre: el usado por sus contemporáneos –Jesús, quien libera de los pecados– y aquel que le atribuye el evangelista Mateo –Emmanuel, Dios con nosotros.

La primera gran herejía fue introducida por un brillante dialéctico del siglo IV, Apolinar de Laodicea: sostenía que Jesús sí tenía un cuerpo humano, pero no un alma como la nuestra. Temía que, acordándole una plena humanidad, resultara ofuscada su divinidad. No le hacía a Jesús un gran favor: lo alejaba de nuestro mundo, de nuestra condición; le quitaba el segundo nombre, el de Emmanuel.

En la expresión de Juan la Palabra se ha hecho carne (Jn 1,14), el término carne no indica solamente la corporeidad sino todo el ser humano entendido en su dimensión de debilidad, fragilidad, de limitaciones que se derivan del hecho de ser creatura.

En María, el Unigénito del Padre no está solamente revestido de músculos sino que ha tomado plenamente nuestra condición humana.

Ha probado nuestros sentimientos, nuestras emociones, nuestras pasiones; ha experimentado las alegrías de los afectos y la desilusión de las traiciones; ha compartido nuestras ansiedades, nuestros dolores y humillaciones, nuestra ignorancia, nuestra satisfacción de aprender y también nuestro miedo frente a la muerte. No se ha unido solamente a un “cuerpo verdadero” sino que se ha hecho “realmente hombre”, en todo como nosotros menos en el pecado. Por eso es el Emmanuel, Dios con nosotros.

Primera Lectura: Isaías 7,10-14

10El Señor volvió a hablar a Acaz:11”Pide una señal al Señor, tu Dios; en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo.12” Respondió Acaz: “No la pido, no quiero tentar al Señor.13” Entonces dijo Dios: “Escucha, heredero de David: ¿No les basta cansar a los hombres, que cansan incluso a mi Dios? 14Por eso el Señor mismo les dará una señal: «Miren: la joven está embarazada y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emanuel.»”

El contexto histórico en el que se ha pronunciado este oráculo es bien conocido. En el año 734 a.C., el rey de Aram y el de Israel hicieron una alianza con la intención de liberarse del yugo asirio, pretendiendo envolver en su temeraria empresa también a Acaz, que reinaba en Jerusalén. Este rechaza la alianza y entonces los dos reyes deciden destronarlo poniendo así fin a su dinastía y estableciendo en el trono a un soberano favorable a sus proyectos (Is 7,1-10).

El joven Acaz –ha apenas cumplido los 20 años– se angustia y se alarma. Es un descendiente de David, pertenece a aquella noble familia a la cual ha sido prometido un reino eterno. Por boca del profeta Natán, Dios había asegurado: “Yo seré para él un padre y él será para mí un hijo. No le retiraré mi lealtad como se la retiraré a Saúl al que apartaré de mi presencia. Tu casa y tu reino durarán para siempre en mi presencia. Tu trono permanecerá para siempre” (2 Sm 7,14-16). El joven rey, por tanto, no tendría que temer. Pero su fe en Dios es frágil; hace cálculos humanos y comienza a cometer un error detrás de otro. Comete hasta el crimen abominable de inmolar a los ídolos su único hijo (2 Re 16,3); después, consciente de tener un ejército demasiado débil y que corre peligro de ser vencido, pide auxilio a Asiria. Cuando Isaías conoce la decisión del rey, interviene.

Los asirios dominan la escena internacional y no tendrán dificultad en proteger al pequeño reino de Judá, pero pretenderán convertirlo en vasallo; pondrán en peligro sobre todo la fe y la pureza religiosa del pueblo de Dios.

El profeta decide hablar personalmente a Acaz. Sale a su encuentro, junto a su hijo SearYasub, hacia el extremo del Estanque de Arriba, junto al camino del Campo del Tintorero (Is 7,3). Lo encuentra mientras, cada vez más agitado, está cavilando sobre cómo abastecer de agua a la ciudad ante el asedio inminente. El profeta habla en nombre de Dios, lo tranquiliza: lo que temes “no sucederá ni se cumplirá” (Is 7,8). Le pide no poner la confianza en Asiria sino en el Señor y sus promesas; los enemigos que lo llenan de pavor, que lo hacen temblar como si se tratara de un viento impetuoso e irresistible, no son otra cosa que una nubecilla de humo que surge de dos tizones medio apagados. No hay nada que temer: su dinastía continuará reinando en Jerusalén por siempre como el Señor ha prometido.

¡Nada que hacer! El rey, duro de cabeza, se empecina más y más, convencido de que la fuerza de los asirios merece más confianza que las promesas de Dios.

Pasan unos días e Isaías va de nuevo a encontrarlo en su palacio. Hemos llegado a nuestra lectura de hoy. Le dice: Si no crees en mis palabras, si quieres una garantía, ¡pide una señal! (v.11). Acaz no está dispuesto a volver atrás; por eso no le interesa ninguna señal. Lo quiera o no, Isaías le da igualmente una señal: “Miren, la joven está embarazada y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel” (v.14). ¿Qué significa esto?

Alguno ha pensado que Isaías está profetizando, con siete siglos de anticipación, la concepción virginal de María; sin embargo, una señal semejante no habría tenido ningún sentido para Acaz. La joven a la que Isaías se refiere es la mujer del rey. Esta muchacha –asegura el profeta– tendrá un hijo cuyo nombre será Emmanuel, que significa “Dios está con nosotros’. Este hijo sucederá a su padre, dará continuidad a la dinastía y ninguno lo destronará; al contrario, será un gran rey, un nuevo David.

He explicado detalladamente esta breve lectura porque el evangelista Mateo ha visto la plena realización de esta profecía en el nacimiento de Jesús de la Virgen María.

¿Cómo acabó la guerra que Acaz estaba preparando? Como Isaías lo había previsto, es decir, en un desastre tanto político como religioso. Asiria intervino e inmediatamente redujo a “tizones humeantes” a los reyes de Aram y de Israel. Acaz fue humillado, debió pagar fuertes tributos y el reino de Judá se convirtió en una colonia asiria.

El signo dado por el profeta se realizó: el hijo de Acaz fue concebido de la joven, nació y se convirtió en el signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo; fue la prueba de la fidelidad del Señor a sus promesas.
Fue llamado Ezequías, y se le pudo justamente aplicar el título de “Emmanuel”, “Dios está con nosotros”. Fue un rey discretamente bueno, pero no ciertamente el soberano excepcional que quizás esperaba el mismo Isaías.

Es por esto que en Israel se comenzó a esperar otro rey, un hijo también de David que cumpliese plenamente la profecía, que fuera de verdad el “Dios con nosotros”. En el evangelio de hoy lo indicará Mateo: será el hijo de la virgen María.

Segunda Lectura: Romanos 1,1-7

Pablo, servidor de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol, elegido para anunciar la Buena Noticia de Dios, quien ya había prometido por medio de sus profetas en las sagradas Escrituras acerca de su Hijo, nacido por línea carnal del linaje de David y constituido por el Espíritu Santo Hijo de Dios con poder a partir de la resurrección: Jesucristo, nuestro Señor. Por medio de él recibimos la gracia del apostolado para que todos los pueblos respondan con la obediencia de la fe para gloria de su nombre; entre ellos se encuentran también ustedes, llamados por Jesucristo. A todos los que Dios amó y llamó a ser consagrados, que se encuentran en Roma: Gracia y paz a ustedes de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.

Se inicia con esta larga introducción la Carta a los Romanos, tal como empezaban las cartas de su época, que seguían un esquema fijo: indicación del nombre del remitente seguido del destinatario, un saludo de buenos deseos (ordinariamente khairein: “¡salve!”) y un breve exordio dictado por las circunstancias.

Pablo usa este formulario y lo adapta al objetivo de la Carta. Al nombre del remitente, el suyo, añade los títulos que le dan el derecho a dirigirse a una comunidad insigne como la de Roma. Se presenta como apóstol, como heraldo del Evangelio y como siervo de Jesús (v. 1).
Son tres títulos significativos: el primero, para recordar a sus lectores la autoridad que ha recibido directamente de Cristo de fundar entre los paganos nuevas Iglesias; el segundo es para él un motivo de orgullo: se siente honrado de haber sido escogido por Dios para anunciar la Buena Noticia de la resurrección de Cristo; sin embargo el tercero –“siervo del Mesías Jesús”– es contradictorio en el contexto cultural helenístico; le asigna un signo despreciativo porque solo los señores eran dignos de honor; los esclavos jamás. Pablo, sin embargo, lo entiende en sentido bíblico. El título de “siervo” se aplica a los grandes personajes del Antiguo Testamento, los siervos de Dios: Moisés, Josué, David y, especialmente, el “Siervo del Señor” del cual había hablado el profeta Isaías.

En la parte central del relato (vv. 2-6), se presenta la persona de Jesús nacido de la estirpe de David según la carne. Sin embargo, su verdadera identidad, la de Hijo de Dios, ha sido revelada en el día de la Pascua cuando, con un gesto de poder, Dios lo ha resucitado de entre los muertos. Es el Resucitado que Pablo ha sido llamado a anunciar.

El versículo conclusivo (v. 7) menciona a los destinatarios de la Carta, los cristianos de Roma –“amados por Dios” y “santos por vocación”– para terminar con el saludo típico del estilo epistolar oriental al cual Pablo añade el deseo de la “paz” que, en la cultura judía, equivalía al deseo de todas las bendiciones de Dios.

Evangelio: Mateo 1,18-24

“El nacimiento de Jesús, el Mesías, sucedió así”. De esta forma comienza el evangelio de hoy. Pero obsérvese que no se refiere directamente al nacimiento sino al anuncio a José de la maternidad virginal de su esposa.
Lucas, a diferencia de Mateo, narra el anuncio del arcángel Gabriel a María y alude solo marginalmente a José.


La tentación de fundir los dos relatos como si fueran reportajes de dos periodistas es grande pero peligrosa: de hacerlo, nos pondríamos inevitablemente frente a interrogantes a los que sería no solo difícil sino casi imposible dar una respuesta, como veremos después.

Ciertamente tanto Lucas como Mateo hacen referencia a hechos reales, aunque nos resulte difícil captarlos en sus detalles; sin embargo, no escriben las páginas de una crónica sino que hacen teología: presentan a Jesús tal y como las comunidades cristianas de finales del siglo I han llegado a conocerlo, a la luz del Espíritu, después de la experiencia de la Pascua.
Veremos a continuación cómo Mateo estructura su historia y qué mensaje quiere darnos.

En tiempos de Jesús el matrimonio tenía dos etapas. La primera consistía en el contrato estipulado entre los dos esposos delante de los respectivos padres y de dos testigos; después de esta firma, el joven y la joven se convertían en marido y mujer, pero no comenzaban de inmediato a hacer vida en común sino que dejaban transcurrir todavía un año durante el cual no podían unirse maritalmente.

​Este intervalo servía a las dos familias para un mejor conocimiento mutuo y a los dos esposos para madurar: se casaban, de hecho, muy jóvenes, doce-trece años la joven y quince-dieciséis el joven. Estas serían probablemente las edades respectivas de María y José.
Pasado un año de espera, se organizaba una fiesta; la esposa era conducida a la casa del marido y los dos comenzaban la vida en común.

Fue durante este intervalo que tuvo lugar la anunciación a María y su embarazo por obra del Espíritu Santo.
Mateo resalta este hecho desde el principio de su relato para despejar toda la duda sobre el hecho de que Jesús fue concebido sin intervención humana.
El espíritu, en este relato, no representa el elemento masculino (de hecho, ruah-espíritu en hebreo es femenino) sino que indica una fuerza, un divino soplo creador. “Envías tu aliento y los creas y renuevas la faz de la tierra” dice el salmista (Sal 104,30), quien piensa probablemente al Espíritu de Dios que se movía sobre la superficie de las aguas al principio del mundo (Gen 1,2).

La concepción virginal, explícitamente citada por Lucas (Lc 1,26-39), no tiene como finalidad resaltar la superioridad moral de María ni menos aún significa un menosprecio de la sexualidad. Está ahí para “revelar” una verdad fundamental a todo creyente: Jesús no es únicamente hombre. Él viene de lo alto, es el mismo Señor que ha asumido forma humana. Para hacer comprender esta realidad ambos, Mateo y Lucas, apuntan a un acto creativo de Dios.

Lo que sucedió a continuación no es fácil establecerlo, y suscita algunos interrogantes. Parece imposible que José, a pesar de su rectitud, piense en tomar decisiones drásticas respecto a María sin ni siquiera haberla consultado. ¿Cómo pudo sospechar que ella le había sido infiel? ¿En qué sentido era José “justo”? ¿Acaso porque quería separarse de María? No existía, en Israel, ninguna ley que obligara al marido a divorciarse de la esposa infiel. Por otra parte, no era ciertamente un gesto elegante el que José estaba a punto de realizar aunque pensara hacerlo “en secreto”. ¿Por qué María no dijo nada a José del anuncio que había recibido del Arcángel? O si se lo comunicó, ¿por qué José no le creyó?

Algunos responden a estas preguntas diciendo que probablemente María habría informado a José de que el niño que esperaba venía de Dios. No tenía ningún motivo para mantener en secreto un hecho que José tenía el derecho a saber. La duda de José, por tanto, no sería sobre la fidelidad o infidelidad de su esposa sino sobre su propio rol en este acontecimiento tan extraordinario. ¿Cómo podría dar nombre a un hijo no suyo? ¿No sería inmiscuirse indebidamente en un proyecto de Dios? No sabiendo cómo comportarse, habría decidido retirarse para esperar que Dios le hiciese conocer su voluntad.

Mientras andada meditando sobre estas cosas, el Señor le reveló su proyecto y la misión a la que lo llamaba: debía poner nombre a Jesús, pues así el hijo de María entraría por derecho en su familia, convirtiéndose en descendiente de David “según la carne”, como dice Pablo en la segunda lectura.

Esta explicación es interesante y contiene elementos seguramente aceptables, como por ejemplo el hecho de que José sea llamado “justo” por haber decidido hacerse a un lado para no poner obstáculos al plan de Dios que él no acertaba a comprender. Tiene, sin embargo, la dificultad de ser una mera suposición a la que el texto evangélico ofrece solamente un frágil fundamento.

Es mejor no intentar buscar en el evangelio respuestas a interrogantes que nosotros legítimamente nos ponemos pero que a Mateo no le interesaban para nada.
El evangelista no está interesado en darnos información o en satisfacer nuestra curiosidad. Lo único que le interesaba es hacernos saber que el hijo de María era el heredero del trono de Davidprometido por los profetas.

La conclusión del relato es solemne. Todo relato evangélico parece haber sido escrito para mostrar el cumplimiento de lo que había dicho el Señor por medio del profeta: “He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo que será llamado Emmanuel, que significa Dios con nosotros” (vv. 22-23).

Hemos visto ya cuál es el significado literal de esta profecía: el anuncio del nacimiento del hijo de Acaz, Ezequías, quien fue realmente un “Emmanuel”, es decir, una señal de que Dios protegía a su pueblo y a la dinastía de David, pero que no respondió a las expectativas que se habían puesto en él. Ezequías no realizó las promesas de felicidad, de bienestar y de paz descritas por el profeta Isaías ni fue “Consejero maravilloso, Guerrero divino, Jefe perpetuo, Príncipe de la paz…” (Is 9,5-6).

Mateo afirma que Jesús es quien ha cumplido estas profecías y que es Él el hijo de la virgen anunciado por el profeta. Él es realmente el “Emmanuel”, el “Dios con nosotros”. A Él le será dado un reino eterno y en Él se cumplirán todas las esperanzas de Israel.

Estamos al comienzo del evangelio de Mateo. El tema del “Emmanuel” aparece también al final del libro en cuyo último capítulo se dice que, después de la resurrección, Jesús se manifestó a sus discípulos en el monte de Galilea, los envió al mundo entero a hacer discípulos a todas las naciones y añadió: “Yo estaré con ustedes siempre (…Yo soy el “Emmanuel”), hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). La referencia al “Dios con nosotros” abre y cierra toda la obra de Mateo porque –nos dice el evangelista–, en Jesús, Dios se ha situado y permanecerá para siempre junto al hombre.

En esta conclusión del relato aparece de nuevo el tema de la “virgen”. Hemos ya explicado la concepción virginal de María. Recordemos ahora otras implicaciones bíblicas de la palabra virgen.

Para nosotros “virgen” significa “admirable, digna de estima”. En la Biblia, sin embargo, tiene un significado diferente. La virginidad de una mujer era apreciada antes del matrimonio, pero aquella que permanecía virgen toda su vida mostraba solo la incapacidad de atraer sobre sí la mirada de un hombre. Digna de alabanza en Israel era la mujer casada que tenía hijos; la virgen era considerada como un árbol sin fruto, digna de lástima (Is 56,3-6).

Este término aparece a menudo en la Biblia en sentido figurativo para indicar una condición despreciable. La expresión virgen Sion no quiere decir “Jerusalén pura, inmaculada, sin mancha”sino “pobre, despreciada, sin vida” (Jer 31,4; 14,13). La tierra de Israel asolada por los asirios es comparada por Amos a una virgen que no ha podido realizar su sueño de ser madre: “Cayó para no levantarse la virgen de Israel; está arrojada en el suelo y nadie la levanta (Am 5,2). Babilonia, la sanguinaria, es maldecida por el profeta: “Baja, siéntate en el polvo, virgen Babilonia” (Is 47,1).

¿Y María?… Ella habla de sí misma como si fuera la “virgen Sion”, despreciada y sin valor (“se ha fijado en la humildad de su sierva”) y reconoce que todo cuanto ha sucedido en ella es obra del “Poderoso”, quien ha hecho grandes cosas en mí” (Lc 1,48-49).
María-Virgen es la prueba de la grandeza y de la fuerza del amor de Dios, pues solo Él es capaz de hacer germinar la vida en un útero estéril.

Cuando celebramos la “virginidad” de María, nos alegramos porque comprobamos en ella lo que el Señor sabe hacer con “las vírgenes”, es decir, con los que no tienen valor, con quienes solo pueden ofrecerle la propia indigencia y simplicidad. El Señor ha hecho en María una obra maestra. Un artista como Dios solamente sabe hacer obras maestras, independientemente de la poquedad y pobreza del material a su disposición. Todo hombre y toda mujer están destinados a ser obras maestras de Dios.

En este tiempo de Adviento, María-Virgen nos invita a contemplar lo que el Señor ha realizado en ella y a creer en la victoria de la vida allí donde solamente se ven señales de muerte.

El término virgen en la Biblia asume también otro significado metafórico: indica la persona que ama con corazón no dividido.
La infidelidad de Israel es comparada con la prostitución (Jer 5,7); su contaminación con los ídolos es considerada un adulterio, una división del corazón entre el Señor, el único Esposo, y los ídolos de las naciones, sus amantes (Os 2). La virginidad es el símbolo del amor total hacia el Señor.

Este sentido es el que Pablo da al término cuando escribe a los Corintios: “Tengo celos de ustedes, celos de Dios: porque los he prometido a un solo marido, Cristo, para presentarlos a él cómo virgen intacta (2 Cor 11, 2).
María ha ciertamente llevado a la perfección este ideal de virginidad. Es, para todo cristiano, el modelo por excelencia de amor total e indiviso a Dios.

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