Es útil revisar la actitud que se tiene ante la soledad. ¿Qué tanto trato de evitarla o le temo?, ¿qué tanto veo sus aportes y riquezas? La invitación es a tener una actitud más de integrar e incorporar que de mutilar. El miedo a la soledad aumenta cuando no se le acoge y se le rechaza. La integración se da con gradualidad, con pasos, con avances y retrocesos.

Luis Valdez Castellanos
12/12/2025
Cortesia de
www.laciviltàcattolica.es

La soledad es un fenómeno muy amplio que abarca muchos elementos y puede ser reflexionado desde la filosofía, la teología, la psicología, la medicina, la antropología, etcétera. También puede ser vista como algo negativo o positivo, como enemiga o aliada. En este artículo quiero dar un aporte para que la soledad pase de ser un monstruo temido a una compañera benéfica y fecunda para las etapas de nuestra vida.

¿Qué es la soledad?

Existen diversas definiciones de soledad. Ewald W. Busse la define como: «la conciencia de no tener una integración significativa con otras personas o grupos; la conciencia de ser excluido del sistema de oportunidades y recompensas en las cuales otras personas participan»[1].

Los filósofos hablan de una soledad ontológica, esto significa que por el hecho de nacer solos la soledad nos acompañará siempre, pues por más que convivamos con una pareja a lo largo de la vida, no dejaremos de ser una persona singular y separada.

Carl Rogers, fundador de la psicólogo humanista, tiene dos definiciones muy iluminadoras. En su artículo «Ellen West y la soledad»[2], de manera muy lúcida y profunda, revisa el caso de una mujer que se suicidó por no tener una ayuda terapéutica adecuada, y define la soledad y sus causas de dos maneras:

1) «Es el alejamiento que la persona tiene de sí misma, de su experiencia real». Es lo que sucede cuando el cuerpo dice una cosa («estoy enojado») y la mente otra («no es de un buen papá enojarse y dar mal ejemplo»), y la persona decide rechazar la primera. Cuando alguien niega lo que en realidad está experimentando no está consigo mismo, así siente soledad porque no sabe acompañarse ni escucharse. Es una soledad que nos producimos por atender a razones o ideales no revisados.

2) «Es la falta de al menos una relación interpersonal en la que la persona pueda comunicar lo que en verdad es, siente y necesita». Es decir, cuando el individuo no tiene a alguien que lo acepte y escuche de forma incondicional, una relación en donde sea él mismo. Esta es la soledad del que tiene que usar constantemente máscaras para agradar a los demás y evitar el rechazo. De esta manera no es él mismo ante los otros y por eso siente que está solo y separado.

También existen distintas clases de soledad:

a) Física: cuando la persona está en un lugar aislado sin gente a su alrededor;

b) Psicológica: cuando la persona se siente separada de sí misma, sin tocar su verdadera naturaleza;

c) Interpersonal: cuando alguien extraña a la persona que ama;

d) Social: cuando la persona se siente apartada de la familia, las tradiciones, los valores y las raíces;

e) Existencial: cuando se siente que la vida no tiene dirección, que el universo es un absurdo y Dios está muerto[3].

La soledad es una paradoja, algo que incluye elementos contradictorios. Por un lado, el aislamiento físico no significa necesariamente soledad, pues una persona puede estar en comunión con los demás a distancia y sentirse cercano a los que se quiere. En muchas ocasiones la soledad física ayuda a sentir la comunión que existe con los demás. Por otro lado, la compañía física no implica acabar con la soledad. Entre los casados hay un gran número de mujeres y hombres, con una enorme soledad afectiva aunque tengan interacción física. Si alguien pretende deshacerse de la soledad casándose comete un gran error.

El origen de la soledad

Según la psicología evolutiva (psicoanalítica), la soledad proviene del hecho de que en el vientre éramos uno con la madre, estabamos fundidos (unidos) y experimentábamos un gran bienestar, y que luego fuimos separados de ella. En el «parto» se siente por primera vez la soledad. Desaparece esa comunión-fusión tan placentera, y algunos psicólogos dicen que la persona comienza la búsqueda – inconsciente en la mayoría de los casos – de repetir esa sensación en las relaciones interpersonales.

Pero en el parto no sólo hay pérdida y carencia, pues gracias a esa separación, empieza el lento proceso de individución, de ser singulares. Es largo y sinuoso el camino para ser uno mismo y no otra persona al gusto de los demás. Vendrán las luchas de la infancia y sobre todo de la adolescencia para que la sociedad, los padres, nos dejen ser como somos.

Si me rindo y empiezo a ser como los demás quieren que sea, la comunidad perderá mi aporte distinto y singular. Hay, por lo tanto, una relación constante entre comunión e individuación. No se puede vivir sin uno de estos dos aspectos, pues somos individuos en comunidad. La soledad nos puede ayudar a construirnos como personas singulares y así, entrar en comunión.

Lo negativo de la soledad

¿Por qué le tememos tanto a la soledad? Porque cuando ésta no es aceptada ni trabajada nos afecta de muchas maneras. James Lynch advierte que la soledad «puede causar hábitos destructivos, mala salud y muerte prematura»[4]. La soledad estimula sentimientos de ansiedad, desprotección, abandono y, sobre todo, de indefensión, sentimientos dolorosos y desagradables que llevan a la angustia. Esta última es la «angostura» de los pensamientos en una sola línea que se repite obsesivamente. Algunas formas de soledad también colaboran a caer en una depresión que quita el ánimo de la vida.

Recordemos cómo muchos jóvenes actualmente, huyendo de la soledad, caen en relaciones sexuales prematuras, borracheras frecuentes, drogas, etcétera. Sé por mi experiencia y la de otros célibes que cuando no aceptamos la soledad que conlleva haber escogido libremente la vida del celibato, de manera inconsciente buscamos compensarla de muchos modos, unos destructivos (agresividad, chantajes afectivos, seducción, manipulación, abusos) y otros constructivos (ejercicio físico, servicio en la misión). El problema es la inconsciencia, el no darse cuenta. Por eso ayuda llamar «pan al pan y vino al vino», y soledad a la soledad, y carencia a la carencia.

También ayuda mucho lo que advierte el obispo Pedro Casaldáliga a los jóvenes seminaristas.

Será una paz armada, compañeros,
será toda la vida esta batalla;
que el cráter de la carne sólo calla
cuando la muerte acalla sus braseros.
Sin lumbre en el hogar y el sueño mudo,
sin hijos en las rodillas y la boca,
a veces sentiréis que el hielo os toca,
la soledad os besará a menudo[5]

Por otra parte, la baja autoestima contribuye mucho a que la soledad llegue a ser destructiva, pues al no tener una buena valoración personal el mundo se convierte en amenaza más que en oportunidad de realización. La baja autoestima fomenta el desánimo, la desesperanza, propicia que la persona se centre en lo negativo, el fatalismo, en esperar la solución de fuera y no de dentro.

Es increíble que contemos con grandes avances tecnológicos en muchos campos – por ejemplo, el correo electrónico, los teléfonos celulares o móviles – y no logremos establecer una comunicación más honda unos con otros. Chatear en la computadora se convierte en un símbolo doble: por un lado, deja ver la gran necesidad de estar en contacto con alguien, y por otro, da cuenta de la necesidad de comunicarse con protección, desde el anonimato (con máscara, con sobrenombres) para no ser dañados. Por eso chatear no resuelve de fondo el problema de la comunicación ni la soledad. Esta solución se dará cuando se genere entre las personas un ambiente de seguridad psicológica, en donde cada uno sepa que no será lastimarado por lo que comunique.

La soledad sí tiene un elemento de carencia, de no plenitud, de sentirse incompleto, por eso duele y la tratamos de evitar a toda costa con el ruido y la presencia física de otros. El texto bíblico dice que no es bueno que el ser humano – hombre o mujer – esté solo, porque está hecho para la comunión total y plena, para el amor y la entrega. Quizá por ello busquemos tanto la fusión corporal que se da en el acto sexual, y sin embargo, en ausencia de una comunión real, la persona no se dona, y en lugar de acallar la soledad, la profundiza y aumenta su sensación de aislamiento y abandono.

La soledad, una amiga

La soledad asumida y aceptada favorece la buena salud, el fortalecimiento personal y la capacidad de establecer relaciones interpersonales nutricias. La soledad es tan necesaria que su falta nos puede distraer de una tarea muy importante en la vida: ser nuestros propios acompañantes. Por querer apagar el sentimiento de soledad, por buscar una compañía, no descubrimos que podemos ser excelentes acompañantes de nosotros mismos.

Quiero compartir la riqueza que le aportó a mi vida el texto que Thomas Moore presenta en su libro El cuidado del alma[6], en el que reinterpreta el mito griego de Ulises. Este personaje se despidió de su esposa Penélope y su hijo, y emprendió un largo viaje. Después de diez años Ulises regresó a donde estaban su hogar y su familia, que lo esperaban con ansia. La razón de la tardanza, dice Moore, simboliza el tiempo que tarda la persona en convertirse en su propio padre y protector. Es decir, que poco a poco y con un trabajo constante, nos vamos apreciando, cuidando, protegiendo y dejamos de juzgarnos y condenarnos. La tarea es convertirnos, para nosotros mismos, en un padre bondadoso, protector, que cuenta consigo mismo.

En la soledad podremos vivir con ese papá protector que podemos ser y sentirnos acompañados. Los demás nos podrán fallar y abandonarnos, como sucede muchas veces, pero es de gran importancia saber que podemos contar con nosotros mismos toda la vida, especialmente en la soledad. No es tarea fácil ni rápida, pero es posible. Como Ulises, tardaremos, pero regresaremos a nuestro hogar, sabremos habitar nuestra propia persona. Así entenderemos que la soledad es una condición de posibilidad para la madurez humana. La soledad ayuda a conocer, sin evasiones, la propia riqueza, singularidad, valía y límites. Es preciso estar solos, de manera física y emocional, para poder apoyarnos en nosotros mismos. Paradójicamente, cuando aprendemos a estar solos tenemos más posibilidades de entrar en comunión con los demás. Es necesario que la persona aprenda primero a vivir sola para que desde la libertad escoja una pareja.

La soledad está íntimamente relacionada con la comunión. Como dice Thomas Merton, la paradoja de la soledad es que su verdadero fundamento es el amor universal, y la verdadera soledad es la indivisible unidad del amor[7]. No puede haber comunión si no ha habido una soledad que me permita trabajar y madurar mi persona, reconociendo que los demás me ayudan a esto.

Soledad en las distintas etapas de la vida

La soledad nos acompaña a lo largo de la vida y en cada etapa tiene sus propias características. Veamos algunos de los retos y oportunidades que hay en cada etapa.

– Niñez. Aunque el niño no tiene conciencia, va interiorizando poco a poco que es un ser independiente de otros y comienza el proceso de individuación. Así es el inicio del aprendizaje para la separación de los seres queridos. Sin embargo, el niño tiene una necesidad muy grande de sentirse seguro, pues no puede protegerse todavía. A eso se debe el miedo al abandono; el temor de que se termine el amor de sus padres es muy desquiciante en esa etapa. El niño requiere de un puente emocional entre él y las personas que lo rodean, necesita que se le ayude a tener autoestima, saberse valioso por el simple hecho de existir en este mundo, ser singular y diferente a otros niños, ser querible y amable por sí mismo, sin tener que pasar los exámenes exigentes de los adultos. Si recibe ayudas en la autoestima se le facilitará el proceso de separación y de ser él mismo. En la infancia interviene mucho la imaginación, la fantasía, pues ayuda a que la persona esté en contacto consigo misma en su mundo interno.

El niño también necesita ser acompañado en aprender a convivir con el dolor de la vida. Nadie puede evitar el dolor en los demás, pero sí acompañar para que el dolor sea aprendizaje y algo constructivo. Se trata de acompañar al niño cuando se siente atemorizado, solo, distinto a sus compañeros en la escuela.

– Pubertad/adolescencia. En esta etapa se agudiza la soledad por la sensación de inadaptación, generada por los cambios corporales y emocionales. La menstruación en las niñas genera sensaciones nuevas y con frecuencia molestas o dolorosas. Esto afecta mucho su mundo emocional.

En esta etapa, el ser humano ya no es niño pero tampoco adulto y puede experimentar una sensación de cierta anormalidad. Se temen las relaciones con personas del otro sexo y por eso se reúnen los chicos con los chicos, y lo mismo hacen las chicas. Se pasa mucho tiempo en soledad, y se da cierta timidez e inseguridad.

Se vive de manera más explícita la búsqueda de una identidad personal distinta a la de los padres y de lo que ellos esperan de sus hijos. Se da una reactividad, un vivir en sentido contrario al que indican los padres, pero también una búsqueda interior en medio de muchos sentimientos y confusión emotiva. Es la etapa de mayor vulnerabilidad, por la dificultad que representa la autoestima y el coraje a flor de piel como defensa ante las imposiciones de la autoridad. Se agudiza la sensación de soledad y la necesidad de no sentirla sino acallarla. Por eso es muy importante el acompañamiento respetuoso pero firme para favorecer la identidad personal distinta y la autoestima.

Las mujeres experimentan gran cantidad de sentimientos y viven una confusión emotiva. Lo mismo les sucede a los hombres, que además se enfrentan a un modelo equivocado de lo que significa ser varón (siempre fuerte, seguro, potente), por lo que reprimen los sentimientos y los entierran, pero esos sentimientos no mueren.

El adolescente y sus familiares tienen necesidad de una pedagogía afectiva para aprender a conocer los sentimientos, manejarlos constructivamente y encontrar nuevos puentes emocionales que les den seguridad.

– Juventud y madurez inicial. En esta etapa la soledad depende de cómo se vaya resolviendo el paso por la adolescencia, pues si esta se ha prolongado, se vive una necesidad grande de autoafirmación a través del éxito, en el varón, o de ser deseada, en la mujer. Al respecto, es muy acertada la afirmación de Merton: «La vida no tiene que ser considerada como un juego en el que se puntúa y alguien gana. Si estás demasiado interesado en ganar, nunca te divertirás jugando. Si estás demasiado obsesionado con el éxito, te olvidarás de vivir. Si sólo has aprendido en la vida cómo triunfar, es probable que la hayas desperdiciado»[8].

En cambio, si se vivió bien la adolescencia, la soledad se presenta como la necesidad de tener una pareja, aunque no incluya el matrimonio. Tenerla es signo de normalidad y remedio. El carecer de ella empieza a ser signo de preocupación y tensión. La tentación es buscar a alguien para no vivir en soledad, y dedicar toda la energía a ello distrae del proceso del autoconocimiento.

– Madurez. En la madurez y declinación de la vida es decisivo el haber hecho un trabajo previo en la línea de aceptación personal y autoestima. Es común que en esta etapa se presenten experiencias de duelo fuertes (divorcio o viudez) que enfrentan con la soledad. Si no se ha hecho un trabajo previo, es momento de aceptar que las ideas y la razón no arreglan todo en la vida y de dejarse ayudar para crecer. Implicará, por supuesto, un mayor grado de dificultad, pero no es imposible madurar y enfrentar con solvencia la soledad.

En su libro El precio de la vida[9], Judith Viorst habla de las pérdidas necesarias que nos ayudan a ser más plenos como personas. Si el bebé que está fundido con la madre no se separa de ella no podrá tener vida individual ni ser él mismo. Si no abandonamos una imagen ideal de nosotros mismos no podremos ser personas libres que conviven en paz con sus errores. Cuando perdemos a una pareja o un familiar querido, puede ser la oportunidad de ser más seguros por nosotros mismos, más fuertes.

Ayudas para una soledad fecunda

No hay soluciones fáciles ni recetas. Cada persona tiene una sabiduría en su interior que la orienta para buscar lo nutritivo de la soledad. Pero, en cualquier caso, es fundamental aceptar y manejar todos los sentimientos que experimentamos, pues ahí están las herramientas que nos ayudan.

No basta con aceptar los sentimientos, ayuda mucho saber expresarlos de acuerdo a las circunstancias. La comunicación vivida en un ambiente de seguridad es fundamental para crecer sin máscaras. Invertir tiempo y esfuerzo en desarrollar las habilidades de comunicar nuestra interioridad es algo que rendirá frutos de comunión y de soledad asumida.

Rogers ofrece una pista muy interesante: la persona debe confiar en sí misma y aceptar su experiencia emocional, pues el cuerpo tiene una sabiduría interior que salva. Confiar en uno mismo es fundamental para la vida y requiere de fuerza interior. Por ello, uno de los mayores regalos que les podemos dar a los demás es colaborar para que confíen en sí mismos. No fomentarles la autodesconfianza diciéndoles qué deben hacer, dándoles recetas de la vida o comportándonos como su director. Si aparentemente le soluciono al otro sus problemas y su vida, me volveré imprescindible para él y no hará el esfuerzo de buscar sus propios recursos internos. Se trata de que yo disminuya para que el otro crezca.

El discernimiento espiritual es una ayuda para estar en contacto con el mundo interior y validar el mundo de los sentimientos y la afectividad. San Ignacio, en sus Ejercicios Espirituales, ayuda a la persona a bajar al fondo de sí misma para conocer sus emociones y escuchar en ellas la voz de Dios.

Por otra parte, si queremos colaborar a que disminuya la soledad de las personas, deberemos dejar el hábito de clasificarlas y juzgarlas, y cambiar a una actitud de mayor aceptación y apertura. Si voy moviéndome hacia el modelo de aceptar a los demás de manera incondicional, ellos se mostrarán como son, no tendrán que utilizar máscara todo el tiempo y nos enriqueceremos mutuamente. Sólo la aceptación incondicional de unos hacia otros nos permite integrar la soledad y crecer como personas. Es vital tener la experiencia de contar con alguien que nos acepta como somos y no nos reprueba ni condena, porque podemos abrir el corazón, con sus gozos y dolores, y eso nos hace entrar en comunión profunda.

Es un espejismo creer que el otro puede acabar con mi soledad; equivale a buscar una comunión total y plena que no logramos conseguir. La psicología nos dice que siempre anhelamos la fusión original que experimentamos en el vientre materno y que nuestra vida es una búsqueda constante. La fe nos dice que esa comunión plena y total la lograremos después de la muerte, en la otra vida. Día a día tenemos muchas muestras de esa profunda comunión a través de nuestras relaciones interpersonales y del encuentro con Dios en la oración. Ya vivimos la comunión, pero todavía no en plenitud. Por la fe sabemos que lo que impide lograr la comunión plena es el pecado, el mal, pero en la otra vida ya no habrá mal ni pecado, sólo habrá la presencia del amor.

Dado que el corazón humano tiene un anhelo de vivir la trascendencia, la relación con la divinidad, esta experiencia es buscada por muchos, a veces de manera inconsciente y bajo distintas formas. El corazón del hombre tiene un anhelo de trascendencia que no se agota en lo visible, en lo tangible. La relación con Dios también ayuda mucho a madurar en la aceptación de la soledad. En la fe hay vivencias de mucha plenitud y comunión, y también hay otras en las que se siente el vacío y la soledad. La relación afectiva con Jesucristo llega a ser tan profunda, que queda un deseo permanente de revivirla, y así se convierte en algo muy atrayente.

Notas

E. W. Busse – E. Pfeiffer, Behavior and Adaptation in Late Life, Boston, Little Brown, 1969, 2. ↑

Cf. C. Rogers, «Ellen West and Loneliness», en, H. Kirschenbaum – V. L. Henderson (edd.), The Carl Rogers Reader, New York-Boston, Houghton Mifflin, 1989, 157-168. ↑

Cf. L. E. Missinne, «The problem of loneliness», en Human Development, 4, 2, 1983, 6-11. ↑

J. J. Lynch, «Warning: Living alone is dangerous to your health», en U.S. News and World Report, 88 (1980) 47 s. ↑

P. Casaldáliga, El tiempo y la espera, Santander, Sal Terrae, 1986, 28. ↑

Th. Moore, El cuidado del alma, Barcelona, Urano, 1993. ↑

Cf. Th. Merton, Amar y vivir. El testamento espiritual de Merton, Barcelona, Oniro, 1997, 27. ↑

Th. Merton, Amar y vivir…, cit., 20. ↑

Cf. J. Viorst, El precio de la vida, México, Emecé, 1990. ↑