Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María

Solemnidad de la Inmaculada Concepción
de la Bienaventurada Virgen María
Papa Francisco

Las lecturas de esta solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María presentan dos momentos cruciales en la historia de las relaciones entre el hombre y Dios: podríamos decir que nos conducen al origen del bien y del mal. Estos dos pasajes nos conducen al origen del bien y del mal.

El Libro del Génesis  muestra el primer no, el no de los orígenes, el no humano, cuando el hombre prefirió mirarse a sí mismo antes que a su Creador, quiso hacerlo todo según su propio parecer y ser autosuficiente. Saliendo así de la comunión con Dios, se ha perdido y ha comenzado a tener miedo, a esconderse y a acusar a quien le estaba cerca (cf. Gn 3, 10, 12).  Estos son los síntomas: el miedo es siempre un síntoma del no a Dios, indica que le estoy diciendo no a Dios; acusar a los demás y no mirarse a sí mismo indica que me estoy alejando de Dios. Esto hace el pecado. Pero el Señor no deja al hombre a merced de su mal; lo busca inmediatamente  y le dirige una pregunta llena de preocupación: “¿Dónde estás?” (v. 9). Como si dijera:  “Detente, piensa, ¿dónde estás?”. Es la pregunta de un padre o de una madre que busca al hijo que se ha perdido: “¿Dónde estás? ¿En qué situación te has metido?”. Y esto Dios lo hace con mucha paciencia, hasta colmar la distancia que se ha creado en los orígenes. Este es uno de los pasajes.

El segundo pasaje crucial, que narra hoy el Evangelio, es cuando Dios viene a habitar entre nosotros, se hace hombre como nosotros. Y esto fue posible por medio de un gran sí – el del pecado era el no; este es el sí, ¡es un gran sí! – el de María en el momento de la Anunciación. Por este sí Jesús ha comenzado su camino por los senderos de la humanidad; lo ha comenzado en María, transcurriendo los primeros meses de su vida en el vientre de su madre: no ha aparecido ya adulto y fuerte, sino que ha seguido todo el recorrido de un ser humano. Se hizo en todo igual a nosotros, menos en una cosa, aquel no, excepto en el pecado. Por eso eligió a María, la única criatura sin pecado, inmaculada. En el Evangelio, con una sola palabra, ella es denominada “llena de gracia” (Lc 1, 28), es decir, colmada de gracia. Quiere decir que en ella, de inmediato llena de gracia, no hay espacio para el pecado. Y también nosotros, cuando nos dirigimos a ella, reconocemos esta belleza: la invocamos “llena de gracia”, sin sombra de mal.

María responde a la propuesta de Dios diciendo: “He aquí la sierva del Señor” (v. 38) . No dice: “Bueno, esta vez haré la voluntad de Dios, estoy disponible, luego ya  veré…”. No.  El suyo es un sí pleno, total, para toda la vida, sin condiciones. Y como el no de los orígenes había cerrado el paso del hombre a Dios, ahora el sí de María ha abierto el camino a Dios entre nosotros. Es el sí más importante de la historia, el sí humilde que derroca el no soberbio de los orígenes, el sí fiel que sana la desobediencia, el sí disponible que desbarata el egoísmo del pecado.

También para cada uno de nosotros hay una historia de salvación hecha de un sí y de un no a Dios.  A veces, sin embargo,  somos expertos en los síes a medias: se nos da muy bien  fingir que no entendemos lo que Dios quiere y la conciencia nos sugiere. También somos astutos y para no decir un no verdadero y propio a Dios decimos: “Lo siento, no puedo”, “hoy no, creo que mañana”, “mañana seré mejor, mañana rezaré, haré el bien, pero mañana”. Y esta astucia nos aleja del sí, nos aleja de Dios y nos lleva al no, al no del pecado, al no de la mediocridad. Es el famoso “sí, pero…”; “Sí, Señor, pero…”. Así cerramos la puerta al bien, y el mal se aprovecha de estos sí que faltan. ¡Cada uno de nosotros  tiene una colección de ellos dentro! Pensemos, encontraremos muchos síes que faltan. En cambio cada sí pleno a Dios da origen a una historia nueva: decir sí a Dios es verdaderamente “original”, es origen, no el pecado, que nos hace viejos por dentro. ¿Habéis  pensado que el pecado nos envejece por dentro? ¡Nos envejece pronto! Cada sí a Dios origina historias de salvación para nosotros y para los demás. Como María con su propio sí.

En este camino de Adviento, Dios desea visitarnos y espera nuestro sí. Pensemos: Yo, hoy, ¿qué sí debo decir a Dios? reflexionemos, nos hará bien. Y encontraremos la voz del Señor dentro de Dios que nos pide algo, un paso adelante. “Creo en Ti, espero en Ti, Te amo; que se haga en mí tu voluntad de bien”. Este es el  sí. Con generosidad y confianza, como María, digamos hoy, cada uno de nosotros, este sí personal a Dios”.

Angelus 8.12.2016 

UN ANUNCIO SORPRENDENTE
José A. Pagola

El ángel le dijo: Alégrate.

Lucas narra el anuncio del nacimiento de Jesús en estrecho paralelismo con el del Bautista. El contraste entre ambas escenas es tan sorprendente que nos permite entrever con luces nuevas el Misterio del Dios encarnado en Jesús.

El anuncio del nacimiento del Bautista sucede en «Jerusalén», la grandiosa capital de Israel, centro político y religioso del pueblo judío. El nacimiento de Jesús se anuncia en un pueblo desconocido de las montañas de Galilea. Una aldea sin relieve alguno, llamada «Nazaret», de donde nadie espera que pueda salir nada bueno. Años más tarde, estos pueblos humildes acogerán el mensaje de Jesús anunciando la bondad de Dios. Jerusalén por el contrario lo rechazará. Casi siempre, son los pequeños e insignificantes los que mejor entienden y acogen al Dios encarnado en Jesús.

El anuncio del nacimiento del Bautista tiene lugar en el espacio sagrado del «templo». El de Jesús en una casa pobre de una «aldea». Jesús se hará presente allí donde las gentes viven, trabajan, gozan y sufren. Vive entre ellos aliviando el sufrimiento y ofreciendo el perdón del Padre. Dios se ha hecho carne, no para permanecer en los templos, sino para «poner su morada entre los hombres» y compartir nuestra vida.

El anuncio del nacimiento del Bautista lo escucha un «varón» venerable, el sacerdote Zacarías, durante una solemne celebración ritual. El de Jesús se le hace a María, una «joven» de unos doce años. No se indica donde está ni qué está haciendo. ¿A quién puede interesar el trabajo de una mujer? Sin embargo, Jesús, el Hijo de Dios encarnado, mirará a las mujeres de manera diferente, defenderá su dignidad y las acogerá entre sus discípulos.

Por último, del Bautista se anuncia que nacerá de Zacarías e Isabel, una pareja estéril, bendecida por Dios. De Jesús se dice algo absolutamente nuevo. El Mesías nacerá de María, una joven virgen. El Espíritu de Dios estará en el origen de su aparición en el mundo. Por eso, «será llamado Hijo de Dios». El Salvador del mundo no nace como fruto del amor de unos esposos que se quieren mutuamente. Nace como fruto del Amor de Dios a toda la humanidad. Jesús no es un regalo que nos hacen María y José. Es un regalo que nos hace Dios.

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La fiesta de la Inmaculada, celebrada en pleno Adviento, el tiempo litúrgico que prepara la celebración cristiana de la Navidad, nos invita a ver hoy a María como madre de la esperanza.

En la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María hacemos presente la preparación para la venida del Salvador y el feliz inicio de la Iglesia sin mancha ni arruga. Ante la inminencia de la salvación mesiánica que celebraremos en Navidad, nos alegramos de que la Madre de Jesucristo haya recibido por anticipado la salvación de su Hijo, y, además, plenamente, mostrándonos la sobreabundancia generosa del plan salvador de Dios para la humanidad.

Los cristianos somos invitados a contemplar simultáneamente la pequeñez y la grandeza de María. Dos son las alas con las que María ha volado a través de la historia de la humanidad. Sabemos que volar con una sola ala es imposible. En épocas pasadas se acentuó tanto la grandeza de María que, a veces, se llegó a olvidar su pequeñez. En nuestro tiempo, podemos irnos al otro extremo: verla tan cercana a nosotros, tan pequeña como nosotros, que olvidemos su extraordinaria grandeza. Debemos mantener pequeñez y grandeza, porque así fue la realidad histórica de María, y así continúa haciendo presente el misterio del amor de Dios. Santa Teresita de Lisieux subrayó la pequeñez de María. El día de su profesión religiosa escribía: «¡Nacimiento de María! ¡Qué hermosa fiesta para llegar a ser esposa de Jesús! En efecto, era ella, la pequeña, efímera Virgen santa, la que presentó su pequeña flor al pequeño Jesús». Pero nunca cesó Teresita de cantar las glorias y grandezas de María. Por ejemplo, en su última poesía titulada ¿Por qué te amo, oh María?, dice que la gloria de María es más brillante que la de todos los elegidos, y la llama «reina de los ángeles y de los santos». La misma Virgen María estará contenta si contemplamos su pequeñez sin olvidar su grandeza, si nos sobrecogemos ante su grandeza en medio de su humildad.

Por todo ello, María es admirable e imitable, ambas cosas son inseparables: Porque Dios ha realizado en ella obras grandes es admirable. Porque nunca ha dejado de ser pequeña como nosotros, en medio de su excelsitud, es imitable. Como cristianos debemos admirar a María, la mujer más excelsa salida de las manos del Creador, árbol en el que fructifican la ciencia de Dios y la vida divina. Pero María es también una madre y una hermana que está junto a nosotros, que nos acompaña en nuestro camino, cuyas virtudes tan humanas son accesibles a todos. En el jardín de su vida vemos florecidas todas las flores más bellas. Con palabras cariñosas de madre nos dice que nuestra vida es también un jardín. Si sembramos virtudes, como María, también florecerán en nuestra vida.

Meditando en la vida de la Virgen bienaventurada y principalmente en el mensaje de su Inmaculada Concepción, profundizaremos en la conversión que se nos pide en el tiempo de Adviento. Una conversión del día a día. Que el “Sí” de María sea la razón de nuestra esperanza en las promesas del Señor, que no tardarán en cumplirse.

P. Joaquim
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Introducción

Hay una manera de presentar la figura de María que desalienta en lugar de animar. Se la conoce como la mujer absolutamente excepcional, exenta del pecado original y sus consecuencias trágicas –no por su propio mérito sino por un privilegio divino único que la hizo «llena de gracia», preservada de cometer errores, bendecida en todas sus obras.

Nos preguntamos qué tiene en común esta maravillosa mujer con nosotros. Nosotros, los pobres descendientes de Adán, obligados a soportar, sin ninguna culpa, un castigo por el pecado que no hemos cometido. Sentimos envidia por ella, pero poco amor. Ella está demasiado lejos de nuestra condición; ella no es nuestra compañera de viaje en el camino de la fe que, con arduo trabajo, tenemos que andar. Ella no comparte con nosotros dudas, incertidumbres, y también momentos de desconcierto ante la voluntad de Dios.

Esta imagen de la Madre de Jesús, derivada del afecto y no de la profunda meditación de los textos sagrados, divide a los hermanos en la fe en lugar de unirlos. Es una fuente de fricción en el diálogo ecuménico, especialmente con los protestantes y los ortodoxos. La fiesta de hoy nos ofrece la oportunidad de acercarnos a la auténtica figura de María. Ella brilla claramente en los relatos del Evangelio, liberándonos de continuar con una devoción no siempre sana que dio lugar a varios malentendidos.

El dogma de la Inmaculada Concepción, definido por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854, se ha formulado con un lenguaje vinculado a las categorías filosóficas y teológicas de su época, en un lenguaje difícil de entender para el hombre y la mujer del siglo XXI. Si el dogma quiere tener algo que decirnos hoy, debemos releerlo a la luz de la revelación bíblica.

La María del Evangelio está muy cerca de nosotros: es una niña nacida en las montañas de la Baja Galilea, enamorada del joven José con quien planeó una familia según la tradición de su pueblo. Fue madre, mujer de fe, que cada día tuvo que enfrentar dificultades y tentaciones similares a las nuestras. Ella no es una excepción sino una persona en particular en la que Dios ha encontrado la plena disponibilidad para realizar su plan de Salvación.

Dios no otorga sus dones para despertar en el favorecido el placer narcisista de sentirse privilegiado, sino para darle una misión que cumplir. María estaba llena de gracia porque todos tenemos que crecer en gracia. En ella, el Señor ha manifestado una voluntad que es para todos nosotros: entregarnos su gracia con cada bendición.

María está perfectamente insertada en este plan. Usó todos los dones que recibió libremente de Dios para que también nosotros podamos alcanzar la Salvación. Ella aceptó con gusto la Palabra del Señor y cumplió su difícil vocación. Los evangelios nos recuerdan sus dudas, preguntas y su conmovedor viaje de fe. Al igual que nosotros, como su Hijo, ella fue tentada. Pero en todo momento siempre pudo responder, como Jesús (2 Cor 1,19), «sí» a Dios.

Evangelio: Lucas 1,26-38

Desde los primeros siglos, el saludo del ángel a María ha inspirado a multitud de artistas cristianos y es un tema figurativo presente en cada iglesia. Las ‘anunciaciones’ del Beato Angélico destilan gracia y dulzura; celebérrima es la de Simone Martini con el ángel Gabriel, criatura incorpórea, que casi se disuelve en la luz del fondo dorado, mientras que María, turbada, se retrae sin perder la serenidad de su espléndido rostro. Son encantadoras las sensaciones suscitadas por estas obras maestras, como es intensa la emoción que se siente leyendo esta página evangélica. No obstante, después de un primer acercamiento al misterio sublime de la encarnación del Hijo de Dios, es necesario proceder a la búsqueda del mensaje que el evangelista quiere trasmitirnos. Para que esto sea posible, hay que separar, ante todo, el relato de Lucas de los evangelios apócrifos en que aparecen muchos detalles legendarios que, a partir del siglo V, los artistas reprodujeron en sus lienzos. A continuación, hay que precisar con exactitud el género literario del relato, poniendo en evidencia que no tiene nada que ver con las fábulas.

Partamos de una constatación: no es la primera vez que, en la Biblia, se anuncia el nacimiento extraordinario de un niño. Si se confrontan estas anunciaciones, queda claro que los personajes llamados a desarrollar una misión extraordinaria nacen frecuentemente de manera anormal. Isaac es concebido cuando su madre, estéril, tiene noventa años y su padre, Abrahán, cien (cf. Gén 17,17); la madre de Sansón (cf. Jue 13,3) y la de Samuel (1 Sam 1,5) son estériles; los padres del Bautista son ancianos e Isabel es estéril; no sorprende, que en los evangelios apócrifos, el nacimiento de María sea presentado según el mismo esquema: Ana y Joaquín son ancianos y ella es estéril. También el nacimiento de Jesús ocurre de modo extraordinario: María es virgen y no ha tenido relaciones con su marido.

La Biblia pone de relieve el componente prodigioso de estos nacimientos para mostrar que no fueron fruto natural de la fecundidad humana sino un don del cielo. La Salvación, la liberación o la esperanza que estos personajes son destinados a introducir en el mundo, provienen de Dios.

Si a estos anuncios de nacimientos extraordinarios añadimos también las vocaciones de Moisés (cf. Éx 2,2-12), de Gedeón (cf. Jue 6,12-22) descubrimos otro dato significativo: todos estos relatos están estructurados de la misma manera, siguen el mismo esquema, contienen los mismos elementos, en una palabra, se asemejan los unos a los otros como ladrillos salidos del mismo molde. En primer lugar, es introducido en escena el ángel del Señor; después, el destinatario del mensaje experimenta miedo o turbación; el ángel anuncia el nacimiento de un niño, indicando el nombre y especificando la misión para la que ha sido llamado; seguidamente, el destinatario presenta una objeción o dificultad a la que el ángel responde dando una señal que, puntualmente, se cumple.

La Anunciación a María sigue detalladamente este esquema, por lo que resulta difícil establecer cuáles son, en el relato, los datos históricos reales y cuáles son los elementos que dependen del artificio literario. Los hechos podrían haberse desarrollado exactamente como son presentados y, en ese caso, el evangelista no los podría haber narrado de distinta manera; pero incluso si la Anunciación hubiera sido una experiencia mística e interna de María, el relato hubiera sido el mismo. Para hacerse comprender de sus lectores, al evangelista Lucas no le quedaba otra alternativa que recurrir a esquema de nacimientos milagrosos fijado por la tradición bíblica.

Lo que sí se puede afirmar sin la menor duda es que Lucas no tenía la intención de ofrecernos un frío reportaje sobre lo sucedido y que, a diferencia de los artistas que parecen orientar la atención sobre María y el mensajero celeste, el evangelista quería que las miradas se concentraran en el hijo de María. A los creyentes, más que las emociones interiores de la Virgen, les interesa saber quién era Jesús. Hechas estas aclaraciones, vayamos al mensaje.

El solemne oráculo pronunciado por Natán ha marcado profundamente la historia y la espiritualidad de Israel. A este oráculo se han referido, en las horas más oscuras, los profetas Isaías, Jeremías, Amós, Zacarías y –hecho todavía más sorprendente– justo cuando la dinastía davídica había desaparecido y el templo había sido arrasado, un salmista propone de nuevo al pueblo la promesa de Dios: “Pacté una alianza con mi elegido, jurando a David mi siervo: su linaje será perpetuo y su trono como el sol ante mí; se mantendrá siempre como la luna, testigo fidedigno en las nubes” (Sal 89,4.37-38).

En una situación irremediablemente desesperanzada como ésta, ¿cómo seguir creyendo que el Señor cumpliría su promesa? Y, sin embargo, el salmista estaba convencido de que, de la misma manera que el Señor había mostrado su poder haciendo fecunda a Sara, sería ciertamente capaz de hacer nacer el Mesías prometido del seno estéril de la virgen Israel.

Sin embargo, he aquí la sorpresa: mientras que los ojos de todos aquellos que esperaban la intervención salvadora del Señor se dirigían hacia Jerusalén, Dios puso su mirada en un minúsculo pueblito, perdido entre las montañas de Galilea, una aldea tan insignificante que ni siquiera es nombrada en el Antiguo Testamento. Estaba habitada por gente simple, poco instruida y considerada, además, impura por su contacto con los paganos. A Felipe, que declaraba entusiasmado su admiración por Jesús de Nazaret, Natanael responde con sorna e ironía: “¿Acaso puede salir algo bueno de Nazaret?” (Jn 1,46).

Las sorpresas no han terminado. ¿A quién se dirige Dios? ¿A quién escoge? No a un libertador valeroso como Gedeón, no a un héroe como Sansón, sino a una mujer, a una virgen. La virginidad para nosotros es un signo de dignidad y motivo de honor, pero en Israel era apreciada antes del matrimonio, no después. Era una infamia para una joven permanecer virgen por toda la vida; era juzgada como incapaz de atraer hacia ella la mirada de un hombre. La mujer sin hijos era como un árbol seco, sin frutos. El término virgen tenía resonancias despreciativas: en los momentos más dramáticos de su historia, Jerusalén derrotada, humillada, destruida y sin esperanza, era llamada virgen Sión (cf. Jer 31,4; 14,13), porque en ella se había interrumpido la vida, era incapaz de engendrar.

María es virgen no solamente desde el punto de vista biológico, como la Iglesia ha creído siempre, sino también en sentido bíblico: es pobre y es consciente de serlo, se encuentra en la condición de aquella que solo puede ser “llena de gracia” por Dios. En la Anunciación no celebramos su integridad moral, de lo que ciertamente nadie duda, sino que contemplamos “las grandes cosas” que en ella ha realizado aquel que es Poderoso y Santo es su nombre.

Quien considera las maravillas llevadas a cabo por el Señor en ‘su sierva’, no puede permanecer en el abatimiento a causa de la propia indignidad, porque comprende que todos están destinados a llegar a ser, en las manos de Dios, obras maestras de su gracia.

Lucas es el evangelista de los pobres a quienes quiere infundir alegría y esperanza; es por esto que, desde la primera página de su evangelio, pone de relieve la preferencia de Dios por los últimos, por los que nada cuentan, por todo lo que es despreciado por los hombres. Volviendo fecundo el seno desértico de la virgen Sion y de María, ha mostrado que no existe condición de muerte que el Señor no sepa recuperar para la vida. Incluso los corazones áridos como las arenas del desierto serán convertidos en frondosos jardines e, irrigados por el agua del Espíritu Santo; los jardines se transformarán en selvas (cf. Is 32,15). A este punto estamos ya en grado de captar el mensaje central de este pasaje evangélico.

“Alégrate, llena de gracia (amada de Dios) el Señor está contigo” (v. 28). Son las palabras que el mensajero celestial ha dirigido a María. No las ha improvisado a su llegada a Nazaret ni las ha aprendido en el cielo antes de partir. Este saludo era bien conocido por María puesto que había sido ya dirigido por los profetas a la virgen Sion. El primero en formularlo fue Sofonías. Indignado por la corrupción existente, había pronunciado oráculos terribles de condena contra los pueblos extranjeros y contra la ciudad santa que se había vuelto “rebelde, manchada y opresora” (Sof 3,1). La sorpresa vino después: un día cambia de tono y de las amenazas de castigo pasa a un lenguaje dulce, a palabras de consolación: “¡Grita, ciudad de Sion; lanza vítores, Israel; festéjalo exultante, Jerusalén capital! … no temas” (Sof 3,14-18; Zac 9,9).

¿Por qué este cambio repentino? ¿Se había convertido quizás la ciudad? En realidad, solo un pequeño resto, un pueblo humilde y pobre se había dirigido al Señor y había comenzado a confiar en Él; la mayoría continuaba alejada de Dios. Si se hubiera limitado a considerar el propio pecado, Sión habría tenido todas las razones para desanimarse totalmente y esperar solo la ruina. Sofonías, sin embargo, la invita a alzar los ojos y contemplar el amor de su Dios. Esta es la razón de la alegría: “El Señor está contigo, Salvador poderoso”.

Poniendo en la boca del ángel la invitación a alegrarse, Lucas identifica a María con la virgen Sión que se alegra porque en ella está presente el Señor. Si recorremos la Biblia notaremos que, cuando el Señor se dirige a alguien, lo llama por el nombre. En nuestro relato, el nombre de María es substituido por un epíteto: amada de Dios (llena de gracias). Si Dios le cambia el nombre quiere decir que la destina para una misión particular. Abram se convirtió en Abrahán porque sería padre de una multitud de pueblos (cf. Gén 17,4-5) y Sarai fue llamada Sara, princesa, porque estaba destinada a ser madre de reyes (cf. Gén 17,15-16).

¿Cuál era, pues, la misión confiada a la «Amada de Dios»? La de proclamar al mundo lo que Dios hace en los pobres que confían en su Amor. Después del saludo, el ángel anuncia a María el nacimiento de un hijo a quien “el Señor le dará el trono de David, su padre, para que reine sobre la Casa de Jacob por siempre y su reino no tenga fin” (vv. 32-33). Tampoco estas palabras han sido inventadas por Lucas; se encuentran, casi idénticas en boca de Natán (cf. 2 Sam 7,12-17). Poniéndolas en los labios del ángel, el evangelista declara que, en el Hijo de María, se ha cumplido la profecía hecha a David: Jesús es el esperado Mesías destinado a reinar eternamente.

Aparece de nuevo en las palabras del mensajero celeste el tema de los pequeños convertidos en grandes por la misericordia de Dios. David era un pastor, el más pequeño de sus hermanos; Dios lo tomó de los pastos donde custodiaba las ovejas e hizo de él un rey glorioso. Ahora el Señor vuelve a actuar desde una situación de pobreza: la familia de David ha caído en decadencia, el reino ha sido destruido, pero el “Poderoso” interviene, toma un retoño, un hijo de David, y a Él le entrega el reino que no tendrá fin.

Es una invitación a no dejarse seducir por otros Mesías, a no esperar otros salvadores porque ninguno, jamás, podrá substituir a Jesús. Muchos vendrán después de Él y se presentarán diciendo: “soy yo el Cristo” (Mt 24,5); “harán milagros y prodigios, hasta el punto de engañar, si fuera posible, también a los elegidos” (Mt 24,24). Tendrán su momento de éxito pero, asegura el evangelista, solo a Jesús le ha sido prometido un reino eterno.

A la objeción de María, el ángel responde: “La fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra” (v. 35). En el Antiguo Testamento la sombra y la nube son signos de la presencia de Dios. Durante el éxodo, Dios precedía a su pueblo en una columna de humo (cf. Éx 13,21), una nube cubría la tienda donde Moisés entraba para encontrarse con Dios (cf. Éx 40,34-35), y cuando el Señor descendía sobre el Sinaí para hablar con Moisés, el monte se cubría con una densa nube (cf. Éx 19,16).

Afirmando que sobre María se ha posado la sombra del Altísimo, Lucas declara que en ella se ha hecho presente el mismo Dios. Estamos frente a una profesión de fe de este evangelista en la divinidad del Hijo de María.

Las últimas palabras del ángel son: “nada es imposible para Dios” (v. 37), las mismas que Dios dirigió a Abrahán cuando le anunció el nacimiento de Isaac (cf. Gén 18,14). Es una afirmación frecuentemente usada y que se dirige, con ternura, especialmente a aquellos que se sienten demasiado pobres, demasiado indignos, los que han perdido la esperanza de recuperación y de salvación. “Nada es imposible para Dios”.

“Yo soy la esclava del Señor, que se cumpla en mí según tu palabra” (v. 38). Es la respuesta de María a la llamada de Dios. Muchos pintores han expresado en sus lienzos la sorpresa y, a veces, casi el desconcierto en el rostro de la Virgen; pero la sorpresa es seguida por la aceptación de la voluntad del Señor.

“Que se cumpla”, sin embargo, no significa aceptación resignada. El verbo griego genoito es un optativo y expresa el deseo gozoso de María, el ansia de ver pronto realizado en ella el proyecto del Señor. A donde llega Dios, allí siempre llega también la alegría. El relato, iniciado con ‘Alégrate’, se concluye con el grito de gozo de la Virgen.

Ninguno había entendido el proyecto de Dios, no lo habían entendido David, Natán, Salomón, los reyes de Israel. Todos habían antepuesto sus propios sueños y solo esperaban de Dios la ayuda para realizarlos. María no se comporta como ellos, no antepone a Dios ningún proyecto suyo, le pregunta solamente cuál es el rol que quiere confiarle y, gozosa, acoge su iniciativa.

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