2º Domingo de Adviento (A)
Mateo 3,1-12


1 Por aquellos días se presentó Juan Bautista en el desierto de Judea proclamando:
2 – Enmendaos, que está cerca el reinado de Dios.
3 A él se refería el profeta Isaías cuando dijo: Una voz grita desde el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus senderos (Is 40,3).
4 Este Juan iba vestido de pelo de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. 5 Acudía en masa la gente de Jerusalén, de todo el país judío y de la comarca del Jordán, 6 y él los bautizaba en el río Jordán, a medida que confesaban sus pecados.
7 Al ver que muchos fariseos y saduceos venían a que los bautizara, les dijo:
– ¡Camada de víboras!, ¿quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente? 8 Pues entonces, dad el fruto que corresponde a la enmienda 9 y no os hagáis ilusiones pensando que Abrahán es vuestro padre; porque os digo que de las piedras estas es capaz Dios de sacarle hijos a Abrahán.
10 Además, el hacha está ya tocando la base de los árboles, y todo árbol que no da buen fruto será cortado y echado al fuego.
11 Yo os bautizo con agua, en señal de enmienda; pero llega detrás de mí el que es más fuerte que yo, y yo no soy quién para quitarle las sandalias. Ése os va a bautizar con Espíritu Santo y fuego, 12 porque trae el bieldo en la mano para aventar su parva y reunir el trigo en su granero; la paja, en cambio, la quemará con fuego inextinguible.


Por los años 27 o 28 apareció en el desierto del Jordán un profeta original e independiente que provocó un fuerte impacto en el pueblo judío: las primeras generaciones cristianas lo vieron siempre como el hombre que preparó el camino a Jesús.

Todo su mensaje se puede concentrar en un grito: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”. Después de veinte siglos, el Papa Francisco nos está gritando el mismo mensaje a los cristianos: Abrid caminos a Dios, volved a Jesús, acoged el Evangelio.

Su propósito es claro: “Busquemos ser una Iglesia que encuentra caminos nuevos”. No será fácil. Hemos vivido estos últimos años paralizados por el miedo. El Papa no se sorprende: “La novedad nos da siempre un poco de miedo porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos y planificamos nuestra vida”. Y nos hace una pregunta a la que hemos de responder: “¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido capacidad de respuesta?“.

Algunos sectores de la Iglesia piden al Papa que acometa cuanto antes diferentes reformas que consideran urgentes. Sin embargo, Francisco ha manifestado su postura de manera clara: “Algunos esperan y me piden reformas en la Iglesia y debe haberlas. Pero antes es necesario un cambio de actitudes”.

Me parece admirable la clarividencia evangélica del Papa Francisco. Lo primero no es firmar decretos reformistas. Antes, es necesario poner a las comunidades cristianas en estado de conversión y recuperar en el interior de la Iglesia las actitudes evangélicas más básicas. Solo en ese clima será posible acometer de manera eficaz y con espíritu evangélico las reformas que necesita urgentemente la Iglesia.

El mismo Francisco nos está indicando todos los días los cambios de actitudes que necesitamos. Señalaré algunos de gran importancia. Poner a Jesús en el centro de la Iglesia: “una Iglesia que no lleva a Jesús es una Iglesia muerta”. No vivir en una Iglesia cerrada y autorreferencial: “una Iglesia que se encierra en el pasado, traiciona su propia identidad”. Actuar siempre movidos por la misericordia de Dios hacia todos sus hijos: no cultivar “un cristianismo restauracionista y legalista que lo quiere todo claro y seguro, y no haya nada”. “Buscar una Iglesia pobre y de los pobres”. Anclar nuestra vida en la esperanza, no “en nuestras reglas, nuestros comportamientos eclesiásticos, nuestros clericalismos”.

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PARAÍSO, CONVERSIÓN, ACOGIDA
José Luis Sicre

1. Injusticia ‒ paraíso (Isaías 11,1-10)

La lectura de Isaías del primer domingo de Adviento hablaba de la experiencia de la guerra y la esperanza de un mundo sin conflictos militares ni carrera de armamentos. Este segundo domingo se dedica a la experiencia de la injusticia y su contrapartida de un mundo feliz, una vuelta al paraíso. Los profetas fueron quienes denunciaron la situación de injusticia con más energía. Aunque no veían fácil solución al problema, estaban convencidos de que el remedio dependía de unos jueces y monarcas justos, que implantaran la justicia en el país. El texto más claro y utópico en esta línea es el que se lee en el segundo domingo de Adviento.

La mejor forma de entender este poema es verlo como un tríptico. La primera tabla ofrece un paisaje desolador: un bosque arrasado y quemado. Pero en medio de esa desolación, en primer plano, hay un tronco del que brota un vástago: el tronco es Jesé, el padre de David, y el vástago un rey semejante al gran rey judío.

En la segunda tabla, como en un cuento maravilloso, el vástago vegetal adquiere forma humana y se convierte en rey. Pero lo más importante es que él vienen todos los dones del Espíritu de Dios. En tres binas se describen las cualidades del jefe futuro: prudencia y sabiduría, consejo y valentía, ciencia y respeto del Señor. Y todas ellas las pone al servicio de la administración de la justicia. El enemigo no es ahora una potencia invasora. Lo que disturba al pueblo de Dios es la presencia de malvados y violentos, opresores de los pobres y desamparados. El rey dedicará todo su esfuerzo a la superación de estas injusticias.

La tercera tabla del tríptico da por supuesto que tendrá éxito, consiguiendo reimplantar en la tierra una situación paradisíaca. Y esto se describe uniendo parejas de animales fuertes y débiles (lobo-cordero, pantera-cabrito, novillo-león) en los que desaparece toda agresividad. Porque nos encontramos en el paraíso, y todos los animales aceptan una modesta dieta vegetariana («el león comerá paja con el buey»), como proponía el ideal de Gn 1,30. Y como ejemplo admirable de la unión y concordia entre todos, aparece un pastor infantil de lobos, panteras y leones, además de ese niño que introduce la mano en el escondite de la serpiente. El miedo, la violencia, desaparecen de la tierra. Y todo ello gracias a que «está lleno el país del conocimiento del Señor». Ya no habrá que anhelar, como en el antiguo paraíso, comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. Hay una ciencia más profunda, el conocimiento de Dios, y ésa no queda recluida dentro de unos límites prohibidos, sino que inunda la tierra como las aguas inundan el mar.

Esta esperanza del paraíso no se ha hecho todavía realidad. En la conferencia pueden verse algunos datos actuales. Pero el Adviento nos anima a mantener la esperanza y hacer lo posible por remediar la situación de injusticia.

2. Conversión (Mateo 3,1-12)

El evangelio del primer domingo nos invitaba a la vigilancia. El del segundo domingo exhorta a la conversión, basándose en la predicación de Juan Bautista.

l evangelio de Mt es muy impreciso con respecto al momento histórico en que comienza la actuación de Juan («por aquel tiempo»), y también con respecto a lugar de su predicación: «en el desierto de Judea». El hecho de que predique en el desierto significa que está en desacuerdo con el sacerdocio de Jerusalén y la religión oficial. No es en el templo, ni en la ciudad santa, donde se puede anunciar el mensaje del Reinado de Dios. Tiene que ser en un ambiente distinto. Y el signo de la conversión no serán sacrificios de animales, sino el reconocimiento de los pecados y el bautismo. 

El mensaje de Juan lo resume el evangelio en pocas palabras: «Arrepentíos, porque el Reinado de Dios está cerca». La llamada a la conversión es típicamente profética, pero Juan aduce un motivo típicamente apocalíptico: «el reinado de Dios está cerca». En el siglo XXI, esta frase puede resultarnos exagerada y ridícula. En el siglo I, a gente pobre, sencilla, oprimida por los romanos y sus colaboradores, Juan le anuncia un mundo nuevo, de justicia, paz, tranquilidad, amor, en el que Dios será el verdadero rey. Así se comprende el éxito que encuentra entre sus contemporáneos: acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán. La gente busca y encuentra en él hago algo que no encuentra entre los dirigentes religiosos.

El evangelio continúa con un duro enfrentamiento de Juan con los fariseos y saduceos. Las palabras de Juan constan de saludo y dos partes. El saludo no habría ganado un premio en un concurso de retórica: ¡Camada de víboras! Juan no quiere ganarse a sus oyentes sino provocarlos para que se conviertan. La primera parte aduce un nuevo motivo para convertirse: la inminencia del castigo, que se compara con un hacha dispuesta a talar los árboles. Y añade que la conversión debe ser práctica, acompañada de obras, como el árbol que da buen fruto, de lo contrario es cortado. En medio de esta amenaza, fariseos y saduceos pueden pensar en una escapatoria: «Somos israelitas, hijos de Abrahán, y no podrá ocurrirnos nada malo, Dios no nos castigará». Pero Juan, igual que los antiguos profetas, les advierte que esta falsa confianza no les servirá de nada.

La segunda parte del discurso acentúa el tono amenazador. Juan cumple ahora otro aspecto de su misión de precursor del Mesías: habla de este personaje, acentuando su dignidad («no merezco ni llevarle las sandalias») y su poder («yo bautizo con agua, él con fuego»). El verbo bautizar significa «lavar» (en el evangelio se dice que los fariseos «bautizan» los platos y vasos). Juan considera que su lavado es suave, con agua; el del Mesías será una purificación con fuego. Basándose en el salmo 2, algunos textos concebían al Mesías con un cetro en la mano para triturar a los pueblos rebeldes y desmenuzarlos como cacharros de loza. Juan no lo presenta con un cetro, utiliza una imagen más campesina: lleva un bieldo, con el que separará el trigo de la paja, para quemar ésta en una hoguera inextinguible.

Sumando los datos anteriores, tenemos dos imágenes terribles para exhortar a la conversión: la del hacha dispuesta a talar los árboles inútiles y la del bieldo echando a la hoguera a quienes son como la paja.

3. Acogida (Romanos 15,4-9)

Las primeras comunidades cristianas estaban formadas por dos grupos de origen muy distinto: judíos y paganos. El judío tendía a considerarse superior. El pagano, como reacción, a rechazar al cristiano de origen judío. En este contexto se mueve la lectura de Pablo. Hoy día no existe este problema, pero pueden darse otros parecidos, que dividen a los cristianos por motivos raciales, políticos o culturales.

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Relanzar la esperanza es siempre una tarea difícil. Tres personajes típicos del tiempo de Adviento lo lograron. Hoy relanzan para nosotros la esperanza y nos preparan al encuentro con Cristo: son el profeta Isaías, Juan el Bautista y María. Cada uno de ellos tiene una relación misionera especial con el Salvador que viene: Isaías lo preanuncia, Juan lo señala ya presente, María lo posee y lo dona. También otros “pobres de Yahvé” del Primer Testamento vivían a la espera de un Mesías, aunque para muchos la espera resultaba confusa y mezclada de esperanzas humanas. El mensaje de esos tres personajes es actual y necesario también para nosotros hoy.

En efecto, también hoy la esperanza es un valor en crisis de contenidos, porque muchos desconocen lo que más necesitan para conseguir el crecimiento y desarrollo integral de su persona. En una pieza teatral emblemática de nuestro tiempo, el escritor irlandés Samuel Beckett, Premio Nobel de Literatura (1969), denuncia lo absurdo de la condición humana: la obra Esperando a Godot se desarrolla en la larga espera de un personaje importante, pero desconocido. Se imagina el encuentro, se sueña sobre lo que podría ocurrir. Sin embargo, cuando ya se anuncia que ese personaje está a punto de llegar, la espera baja de tensión, se pierden las ganas de prepararse y su presencia se desvanece. El encuentro no se da. La larga espera ha sido en vano. ¡Pura ilusión!

La esperanza cristiana es diferente; esta es un dinamismo de apertura y de encuentro con una Persona conocida, de la cual uno se siente profundamente amado: es el Salvador de todos, con un nombre y un rostro bien definidos. Se llama Jesucristo. Él es el centro del anuncio misionero de la Iglesia. El Papa Francisco invita a todos a no quedar presos de las cosas terrenas, sean muchas o pocas, porque estas provocan solo tristeza y cerrazón egoísta; mientras el encuentro personal con Jesucristo trae gozo y esperanza, abre a la misión. (*)

El primer personaje del Adviento, el profeta Isaías (I lectura), ocho siglos antes de Cristo, en tiempos de violencia y desolación, fue capaz de cantar la esperanza en un futuro de vida, reconciliación y prosperidad para su pueblo. En situaciones análogas de sufrimiento, también otro joven profeta, Jeremías, fue capaz de ver el almendro en ciernes (Jer 1,11). Allí donde todos ven solo negatividad, los profetas ven más allá, lejos, una historia y una esperanza diferente: la historia de Dios que lleva a todos a la salvación. Isaías veía despuntar un retoño, que en seguida fue lleno del multiforme espíritu del Señor (v. 1-3). Y describe el estupendo jardín de la convivencia pacífica de los seres vivientes (animales y personas humanas) entre sí y con la creación (v. 5-9). Tan solo un pueblo que vive así, en la justicia y armonía de relaciones, tiene algo positivo que decir a los otros, puede llegar a ser un “estandarte de pueblos” (v. 10). Tan solo así tendrá algo hermoso y verdadero que compartir en el concierto de las naciones. ¡Y se convierte en comunidad misionera! Entre las notas de ese pueblo en paz dentro y fuera, S. Pablo (II lectura) incluye la capacidad de acogerse mutuamente como nos acogió Cristo (v. 7), por su misericordia (v. 9).

El segundo personaje del Adviento, Juan el Bautista (Evangelio), profeta austero e interiormente libre, con palabras de fuego prepara el camino del Señor que viene detrás de él, bautiza “con agua para la conversión”, anunciando la presencia de uno que es más fuerte que él, el cual “bautizará en el Espíritu Santo y en el Fuego” (v. 11). Por eso, Juan grita: “Conviértanse” (v. 2).

María es la criatura ya plenamente convertida, es decir, totalmente orientada hacia Dios, llena de Espíritu Santo; María es la toda pura, sin mancha; es la Inmaculada (fiesta el 8 de diciembre). En el centro de Vietnam, donde he trabajado durante seis años como misionero, he visitado el santuario mariano de La Vang: allí la Virgen se apareció en 1798, en tiempo de persecuciones contra los cristianos, llevando un mensaje de consuelo y de esperanza. Es un mensaje que va bien igualmente para nosotros en el camino hacia la Navidad: “Tengan fe, hijos míos, acepten los sufrimientos con paciencia. Yo escucho siempre vuestras peticiones. Si alguien viene a rezar conmigo, escucharé sus oraciones”. María ha acogido a su Señor y le ha dado un cuerpo humano; ahora lo ofrece a todos, incluso a aquellos que todavía no lo conocen.

El Adviento es un tiempo privilegiado para vivir la misión: en Adviento y en Navidad el Señor llega a nosotros; no faltará a la cita. Pero Él quiere que otros también -¡todos!- lo conozcan y lo acojan; quiere llegar a otros también por medio de nosotros. ¿Cómo hacerlo? Haciéndonos sus discípulos-misioneros.

FLORECERÁ COMO LA PALMERA,
CRECERÁ COMO CEDRO DEL LÍBANO
Fernando Armellini

Israel era un árbol que el Señor había plantado y después cultivado. Luego vinieron los enemigos quienes, armados de hoces y hachas, le asestaron golpes sin piedad reduciéndolo a un tronco despojado (Sal 74,5-6).
Esta es nuestra historia. A merced de las fuerzas del mal que nos oprimen, fuerzas que nos quitan la luz y la respiración y nos convierten en ramas secas, incapaces de dar frutos.
¡Pero no hay que perder la esperanza!
“Llegará el día, aseguran los profetas, en que Israel echara raíces, brotes y flores y sus frutos cubrirán la tierra” (Is 27,6). “Yo seré como rocío para Israel –dice el Señor–, que florecerá como azucena y arraigará como álamo; echará brotes y tendrá el esplendor del olivo y el aroma del Líbano” (Os 14,6-7).
“Nada es imposible para Aquel que ha hecho florecer hasta el bastón seco de Aarón” (Núm 17,23).
Según las promesas del Señor, de la raíz de Jesé ha surgido un árbol vigoroso –Cristo– en el cual todos los pueblos serán injertados. De Él saldrá la savia que mantendrá frondoso, y que hará producir frutos abundantes, a todo árbol plantado en el jardín de Dios.
No existen situaciones desesperadas para quien cree en el amor del Señor.

Primera Lectura: Isaías 11,1-10

1Retoñará el tocón de Jesé, de su cepa brotará un vástago 2sobre el cual se posará el Espíritu del Señor: espíritu de sensatez e inteligencia, espíritu de valor y de prudencia, espíritu de conocimiento y respeto del Señor. 3Lo inspirará el respeto del Señor. No juzgará por apariencias ni sentenciará sólo de oídas; 4juzgará con justicia a los desvalidos, sentenciará con rectitud a los oprimidos; ejecutará al violento con el cetro de su sentencia y con su aliento dará muerte al culpable. 5Se terciará como banda la justicia y se ceñirá como fajín la verdad. 6Entonces el lobo y el cordero irán juntos, y la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león engordarán juntos; un chiquillo los pastorea; 7la vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas, el león comerá paja como el buey. 8El niño jugará en el agujero de la cobra, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente. 9No harán daño ni estrago por todo mi Monte Santo, porque se llenará el país de conocimiento del Señor, como colman las aguas el mar. 10Aquel día la raíz de Jesé se levantará como una bandera para los pueblos: a ella acudirán las naciones y será gloriosa su morada.

Como ya vimos el domingo pasado, Isaías nos introduce en una realidad idílica de paz, de hermandad, de amor universal. Con una imagen tomada del reino animal, la segunda parte de la lectura (vv. 6-9) describe un mundo del que han sido eliminadas las enemistades, los odios, la hostilidad; un mundo en el que las fieras se han convertido en animales mansos y domesticados: el lobo habita con el cordero, la pantera con el cabrito, el león y el novillo pacen juntos y son tan dóciles que se dejan guiar por un niño.

La armonía no se reduce solo al reino animal sino también a los vínculos entre Dios y el hombre y de los hombres entre sí: no existirá nadie que cometa maldad; el pobre y el débil no sufrirán injusticias ni abusos; todos estarán movidos por sentimientos de amor “porque la sabiduría del Señor cubrirá el país como las aguas cubren el mar” (v. 9).

El oráculo es todavía más sorprendente si se tiene en cuenta que ha sido pronunciado en un momento dramático de la historia de Israel, cuando la dinastía de David en la que se habían puesto tantas esperanzas, no era ya fuerte y vigorosa como un cedro del Líbano, sino que había quedado reducida a un tronco reseco y sin vida. Con este anuncio, el profeta intentaba despertar en su pueblo la confianza y la esperanza: Fiel a sus promesas, Dios habría iniciado una era de paz semejante a la que existía en el paraíso terrenal antes del pecado.

En este punto, surge espontánea la pregunta: ¿Cuándo se realizará esta profecía? La respuesta viene dada en la primera parte de la lectura (vv. 1-5).

Con una imagen tomada del reino vegetal, el profeta anuncia el destino de la dinastía de David. Había florecido de una raíz insignificante, de un tronco que nadie tenía como digno de consideración: de Jesé, un humilde pastor de Belén.

Bendecido por Dios, este árbol había crecido y se había hecho vigoroso. “Las montañas se cubrieron con su sombra y sus ramas alcanzaron los cedros altísimos” (Sal 80,11). Después llegó la ruina, el tronco fue despedazado, quemado y reducido a un tizón humeante. ¿Era el final de todo? Disgustado por la infidelidad de esta familia, ¿habría quizás Dios revocado la promesa hecha por boca de Natán? (2 Sam 7).

El profeta responde: ¡No! ¡De ninguna manera! Del tronco reseco de la familia de Jesé surgirá prodigiosamente un nuevo brote por medio del cual todas las promesas de Dios se cumplirán.

Las capacidades del brote de la raíz de Jesé serán extraordinarias. Estará lleno del Espíritu del Señor: poseerá en plenitud aquella fuerza divina que se cernía sobre las aguas en la aurora del mundo (Gén 1,2), que animó a héroes como Sansón e inspiró a los profetas, comenzando por Moisés (Nm 11).

Cuatro veces se alude a este “espíritu” y el número 4 indica la universalidad. Es como si este “viento impetuoso” proveniente de los cuatro puntos cardinales confluyera con toda su energía en este “Hijo de Jesé”.

Son seis los dones ofrecidos por el “espíritu del Señor” y el profeta los enumera en tres pares:

Sabiduría e inteligencia: Son los dones que caracterizaron a Salomón, el rey sabio “como ninguno lo fue antes ni lo será después” (1 Re 3,12).

Consejo y fortaleza: Integran la capacidad de gobernar con prudencia y valor militar, cualidades de las que David estaba colmado.

Conocimiento y temor del Señor: Se refieren a la docilidad y obediencia a Dios, virtudes de las que los patriarcas eran modelos.

Poseyendo en plenitud el espíritu del Señor, el esperado descendiente de David será un rey que llevará a cumplimiento la misión que Dios le confió: restaurará la justicia, tomará la defensa de los débiles y oprimidos; con la fuerza de su Palabra, reducirá a la impotencia a los violentos y hará desaparecer a los impíos. La justicia y la fidelidad lo acompañarán por todas partes, y serán como los ornamentos de su vestido.

¿De qué rey nos habla Isaías? Ningún descendiente de David había poseído nunca todas estas cualidades ni había realizado estos sueños. La promesa se ha cumplido en Jesús, que ha surgido como brote de la familia de David.

Aun cuando después del nacimiento de Jesús –lo constatamos cada día– los fuertes continúan oprimiendo a los débiles, los derechos humanos son ignorados y pisoteados, las discordias, los odios y la violencia están todavía presentes, sin embargo, la rama de la familia de David ha aparecido, se está desarrollando, se ha convertido en un pueblo –la Iglesia– encargado de hacer presente en el mundo la sociedad nueva anunciada por Isaías.

Segunda Lectura: Romanos 15,4-9

4Lo que entonces se escribió fue para nuestra instrucción; para que, por la paciencia y el consuelo de la Escritura, tengamos esperanza. 5El Dios de la paciencia y el consuelo les conceda tener los unos para con los otros los sentimientos de Cristo Jesús, 6de modo que, con un solo corazón y una sola voz, glorifiquen a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo. 7Por tanto, acójanse unos a otros, como Cristo los acogió para gloria de Dios. 8Quiero decir que Cristo se hizo servidor de los circuncisos para confirmar la fidelidad de Dios, cumpliendo las promesas de los patriarcas; 9mientras que los paganos glorifican a Dios por su misericordia, como está escrito: “Te confesaré ante los paganos y cantaré en tu honor”.

Pablo estaba preocupado por las tensiones que existían dentro de la comunidad de Roma entre dos grupos de cristianos. El grupo menos numeroso estaba constituido por aquellos que el Apóstol llama débiles, gente ligada a las tradiciones religiosas de los antiguos. Llevaban una vida austera, se privaban hasta de placeres lícitos, observaban numerosas prescripciones como la circuncisión y la abstinencia de comida impura. El otro grupo, llamado de los fuertes, sostenía que las observancias impuestas por la antigua Ley habían perdido su valor; bastaba creer en Cristo.

Los débiles juzgaban a los fuertes y los consideraban frívolos, superficiales. A su vez, estos despreciaban a los débiles, los trataban como obtusos mentales, retrógrados y nostálgicos.

Pablo –que se coloca entre los fuertes– recomienda a todos practicar la caridad y el respeto recíproco. Como argumento decisivo cita el ejemplo de Cristo: Jesús nunca ha tenido en cuenta el propio interés egoísta sino que se ha olvidado de sí mismo y se ha puesto totalmente al servicio de los demás.

Sus discípulos no pueden comportarse de otra manera; no pueden buscar el propio interés sino que deben pensar solamente en el bien de los hermanos, dispuestos incluso a poner límites a la propia libertad si esto lo pide el amor hacia los otros.

Evangelio: Mateo 3,1-12

1En aquel tiempo se presentó Juan el Bautista en el desierto de Judea, 2proclamando: “Arrepiéntanse, que está cerca el reino de los cielos.” 3Éste es a quien había anunciado el profeta Isaías, diciendo: “Una voz grita en el desierto: Preparen el camino al Señor, enderecen sus senderos.” 4Juan llevaba un manto hecho de pelo de camello, con un cinturón de cuero en la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. 5Acudían a él de Jerusalén, de toda Judea y de la región del Jordán, 6y se hacían bautizar por él en el río Jordán, confesando sus pecados. 7Al ver que muchos fariseos y saduceos acudían a que los bautizara, les dijo: “¡Raza de víboras! ¿Quién les ha enseñado a escapar de la condena que llega? 8Muestren frutos de sincero arrepentimiento 9y no piensen que basta con decir: ‘Nuestro padre es Abrahán’. Pues yo les digo que de estas piedras puede sacar Dios hijos para Abrahán. 10El hacha ya está apoyada en la raíz del árbol: árbol que no produzca frutos buenos será cortado y arrojado al fuego.

11Yo los bautizo con agua en señal de arrepentimiento; pero detrás de mí viene uno con más autoridad que yo, y yo no soy digno de quitarle sus sandalias. Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego. 12Ya empuña la horquilla para limpiar su cosecha: reunirá el trigo en el granero, y quemará la paja en un fuego que no se apaga.”

En tiempos de Jesús se pensaba que Elías no había muerto sino que había sido llevado al cielo para reaparecer un día. De hecho, el profeta Malaquías había anunciado: “He aquí que Yo envío a mi mensajero a preparar el camino delante de mí…. Yo les enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor, grande y terrible” (Mal 3,1.23).

Cuando, después de la Pascua, los primeros cristianos reconocieron “el día del Señor” –el día en que Jesús se entregó y manifestó su gloria para nuestra salvación– comprendieron que Elías, el enviado del que hablaron los profetas, era Juan, el Bautista, a quien Dios encomendara preparar a su pueblo para la venida del Mesías.

Y se acordaron también de las palabras del Maestro: “¿Qué salieron a contemplar en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? ¿Qué salieron a ver? ¿Un hombre elegantemente vestido? Entonces, ¿que salieron a ver? ¿Un profeta? Les digo que sí, y más que profeta. A este se refiere lo que está escrito: ‘Mira, yo envío por delante a mi mensajero para que te prepare el camino’ ” (Lc 7,25-27). “Hasta Juan, todos los profetas y la ley eran profecía. Y, si ustedes están dispuestos a aceptarlo, él es Elías, el que debía venir” (Mt 11,13-14; 17,13).

¿Quién era Juan? Un personaje más bien enigmático. Flavio Josefo—el famoso historiador de aquel tiempo—lo presenta así: “Era un hombre bueno que exhortaba a los hebreos a vivir una vida recta, a tratarse recíprocamente con justicia y a someterse con devoción a Dios, y los invitaba a hacerse bautizar. En verdad, Juan era de la idea de que esta purificación para el perdón de los pecados solo purificaba el cuerpo siempre que el alma estuviera purificada gracias a una conducta recta” (Antigüedades judaicas 18.5.2 —116-119).

En el evangelio de hoy, Mateo lo describe como un hombre austero (v. 4). Su alimento era la simple comida de los habitantes del desierto; su vestido era tosco. Llevaba el cinto de cuero que distinguía a Elías (2 Re 1,8) y el manto de pelo, la divisa de los profetas (Zac 13,4).

Toda la persona del Bautista era denuncia y condena de la sociedad opulenta que –entonces como ahora– apuntaba a lo efímero, a lo frívolo y a los falsos valores del lujo y la ostentación.

Su mensaje lo resume el evangelista en una simple frase: “Conviértanse, porque el Reino de Dios está cerca” (v. 2).

La esperanza en un futuro mejor era uno de los temas centrales del mensaje de los profetas. A diferencia de otros pueblos, que colocaban la edad de oro en el pasado, Israel colocaba el “Reino de Dios” en el futuro. Esperaba un mundo en el que el Señor haría triunfar la armonía y abundar la paz; un mundo donde las relaciones interpersonales se basarían en el amor, en la reconciliación con la naturaleza, de los hombres entre sí y de los hombres con Dios.

Los predicadores apocalípticos habían descrito la historia de la humanidad como una sucesión de reinos de bestias. “Bestias surgidas del mar” habían sido los grandes imperios de Babilonia, Media, Persia, Grecia (Dan 7). Eran tiempos difíciles, pero no había que perder el ánimo: el mundo antiguo tocaba a su fin y el alba de un mundo nuevo estaba a punto de aparecer…

Los sufrimientos presentes no podían ser interpretados como signos de muerte sino como el sufrimiento de un parto difícil: anunciaban el nacimiento de una nueva era.

Siendo esta la esperanza del pueblo, es fácil intuir que la predicación del Bautista suscitara un enorme entusiasmo. Todos corrían a hacerse bautizar para ser los primeros en entrar en este “Reino de Dios”. El bautismo con agua no era, sin embargo, suficiente. El Jordán no era una piscina de la que se salía milagrosamente purificado de los pecados. Para disponerse a entrar en el “Reino” era necesario “convertirse”, es decir invertir el camino, cambiar de ruta, modificar completamente el modo de pensar y de obrar. No bastaba corregir algún que otro comportamiento moral; era necesario ponerse en camino hacia un nuevo éxodo.

“Iban hacia Él desde Jerusalén…”. He aquí al pueblo de Israel, ya establecido en la tierra prometida, que abandonaba la propia condición de presunta libertad y regresaba al Jordán. Se creía libre, pero en realidad continuaba siendo esclavo: de las propias convicciones religiosas, de la propia obstinación, de la falsa imagen de Dios que se había fabricado.

“Confesaban sus pecados”, tomaban conciencia de vivir todavía en el exilio, de estar privados de libertad.

Todos los años, en el segundo domingo de Adviento, la Liturgia propone a los cristianos la predicación del Bautista porque, de la misma manera que entonces preparó el pueblo de Israel para la venida del Mesías, así hoy nos enseña a acoger al Señor que está viniendo.

Hoy, como entonces, el paso más difícil a dar es comprender que es necesario “salir” de la “tierra” en la que nos hemos instalado, “salir” de las falsas seguridades religiosas y teológicas que hemos construido, y acoger la novedad de la Palabra de Dios.

No todos han respondido con solicitud a la invitación del Bautista; no todos están dispuestos a un radical cambio interior. Los fariseos y saduceos, a pesar de su curiosidad por la predicación del Bautista, se resistían a cuestionarse; no se fiaban; preferían mantener sus certezas (vv. 7-10), pensaban estar a buenas con Dios por el hecho de ser hijos de Abrahán. Esta falsa seguridad será denunciada después por un famoso dicho rabínico: “Como la vid se apoya en leños secos, así los israelitas se apoyan en los méritos de sus padres”.

La recriminación con que el Bautista acoge a fariseos y saduceos es severa: “¡Raza de víboras!” Los compara a serpientes que inyectan su veneno de muerte en quien inadvertidamente se acerca a ellas. Después pasa a la amenaza, al anuncio de catástrofes a punto de caer sobre ellos: corren el riesgo de ser cortados como un árbol que no da fruto y de ser quemados como paja. Sobre ellos se cierne la ira de Dios.

Estamos frente a imágenes dramáticas que parecen desmentir el sueño de Isaías de la primera lectura. El tono es amenazador y no sorprende en la boca del Bautista; así se expresaban los predicadores de aquel tiempo y es este el lenguaje que aparece a menudo en la Biblia.

El Precursor lo emplea para poner en guardia a quienes rechazan la invitación a la conversión privándose del encuentro de amor con Cristo que viene para introducirlos en su gozo y en su paz.

En el contexto del conjunto el Evangelio, las palabras del Precursor asumen un significado que va más allá de su sentido inmediato. Sucedió lo mismo a Caifás al anunciar sin darse cuenta una profecía (Jn 11,45-51).

Cuando hablaba de la ira divina, Juan no tenía las ideas claras de cómo se manifestaría esta ira. La ira de Dios es una imagen que aparece a menudo en el Antiguo Testamento y que no debe entenderse como una explosión de enojo de la persona ofendida. Es expresión, más bien, del amor de Dios: arremete contra el mal y no contra quien lo hace; no quiere destruir al hombre sino rescatarlo del pecado.

El hacha que corta los árboles de raíz tiene la misma función atribuida por Jesús a las tijeras que podan la vid y la liberan de ramas inútiles que la privan de la preciosa savia y la sofocan (Jn 15,2). Los árboles caídos y arrojados al fuego no son los hombres —a quienes Dios ama siempre como hijos e hijas— sino las raíces del mal, que están presentes en cada persona y en cada estructura y que deben ser destruidas para que no puedan ya más germinar (Mt 13,19).

Los cortes son siempre dolorosos, pero aquellos realizados por Dios son providenciales: crean las condiciones para que surjan nuevas ramas, capaces de producir frutos abundantes.

Al final la horquilla u horca con la que el Señor realiza su juicio es una imagen viva: describe el modo que Dios usa para evaluar las obras del hombre.

En los tribunales humanos los jueces toman en consideración solo los errores y pronuncian la sentencia teniendo en cuenta el mal cometido. De las buenas obras no se preocupan. En el juicio de Dios sucede exactamente lo contrario. Él, con la horquilla de su Palabra, somete a todo hombre al soplo impetuoso de su Espíritu, que avienta la paja y deja caer al suelo solamente los preciosos granos: las obras de amor que, pocas o muchas, todos los humanos realizan.

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