34º Domingo del Tiempo Ordinario (C)
FIESTA DE CRISTO REY
Lucas 23,35-43


Cristo Re

35En aquel tiempo el pueblo estaba mirando a Jesús y los jefes se burlaban de él diciendo: “Ha salvado a otros; que se salve a sí mismo, si es el Mesías, el predilecto de Dios.” 36También los soldados se burlaban de él. Se acercaban a ofrecerle vinagre 37y le decían: “Si eres el rey de los judíos, sálvate.” 38Encima de él había una inscripción que decía: «Éste es el rey de los judíos». 39Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti y a nosotros.” 40Pero el otro lo reprendió diciendo: “¿No tienes temor de Dios, tú, que sufres la misma pena? 41Lo nuestro es justo, recibimos la paga de nuestros delitos; pero él, en cambio, no ha cometido ningún crimen.” 42Y añadió: “Jesús, cuando llegues a tu reino acuérdate de mí”.43Jesús le contestó: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso.

ACUERDATE DE
José Antonio Pagola

Según el relato de Lucas, Jesús ha agonizado en medio de las burlas y desprecios de quienes lo rodean. Nadie parece haber entendido su vida. Nadie parece haber captado su entrega a los que sufren ni su perdón a los culpables. Nadie ha visto en su rostro la mirada compasiva de Dios. Nadie parece ahora intuir en aquella muerte misterio alguno.
Las autoridades religiosas se burlan de él con gestos despectivos: ha pretendido salvar a otros; que se salve ahora a sí mismo. Si es el Mesías de Dios, el “Elegido” por él, ya vendrá Dios en su defensa.
También los soldados se suman a las burlas. Ellos no creen en ningún Enviado de Dios. Se ríen del letrero que Pilatos ha mandado colocar en la cruz: “Este es el rey de los judíos”. Es absurdo que alguien pueda reinar sin poder. Que demuestre su fuerza salvándose a sí mismo.
Jesús permanece callado, pero no desciende de la cruz. ¿Qué haríamos nosotros si el Enviado de Dios buscara su propia salvación escapando de esa cruz que lo une para siempre a todos los crucificados de la historia? ¿Cómo podríamos creer en un Dios que nos abandonara para siempre a nuestra suerte?
De pronto, en medio de tantas burlas y desprecios, una sorprendente invocación: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. No es un discípulo ni un seguidor de Jesús. Es un de los dos delincuentes crucificados junto a él. Lucas lo propone como un ejemplo admirable de fe en el Crucificado.
Este hombre, a punto de morir ajusticiado, sabe que Jesús es un hombre inocente, que no ha hecho más que bien a todos. Intuye en su vida un misterio que a él se le escapa, pero está convencido de que Jesús no va a ser derrotado por la muerte. De su corazón nace una súplica. Solo pide a Jesús que no lo olvide: algo podrá hacer por él.
Jesús le responde de inmediato: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Ahora están los dos unidos en la angustia y la impotencia, pero Jesús lo acoge como compañero inseparable. Morirán crucificados, pero entrarán juntos en el misterio de Dios.
En medio de la sociedad descreída de nuestros días, no pocos viven desconcertados. No saben si creen o no creen. Casi sin saberlo, llevan en su corazón una fe pequeña y frágil. A veces, sin saber por qué ni cómo, agobiados por el peso de la vida, invocan a Jesús a su manera. “Jesús, acuérdate de mí” y Jesús los escucha: “Tú estarás siempre conmigo”. Dios tiene sus caminos para encontrarse con cada persona y no siempre pasan por donde le indican los teólogos. Lo decisivo es tener un corazón que escucha la propia conciencia.

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PARADOJAS
Dolores Aleixandre RSCJ

“Jesús, dándose cuenta de que pensaban venir para llevárselo y proclamarlo rey, se retiró de nuevo al monte, él solo” (Jn 6,15). Qué poco hemos aprendido de ese gesto de huída y de qué poco le sirvió a él realizarlo: cargados de buena voluntad e incapaces de encajar el rechazo del Maestro hacia todo lo que tiene que ver con honores y pompas tal como nosotros las imaginamos, celebramos la solemnidad de Jesucristo REY DEL UNIVERSO evitando, milagrosamente, añadirle el título de EMPERADOR como quizá algunos hubieran deseado.

Afortunadamente el Evangelio está ahí, como una barrera inexpugnable que obliga a detenerse a todo aquello que suena a triunfo mundano, ostentación, oropeles o coronas, y por eso la liturgia de hoy se convierte en una gran paradoja. Según el diccionario, “idea extraña y opuesta a la opinión común; dicho o hecho que parece contrario a la lógica; figura de pensamiento que emplea expresiones aparentemente contradictorias”. Y nada tan contradictorio como contemplar al Rey en una cruz, coronado de espinas y cargando con un título de burla que aludía al ridículo de su falsa realeza.

Pero la incongruencia absoluta nos espera al final de la escena: aquel hombre impotente que agonizaba promete el paraíso a otro ajusticiado colgado a su derecha que se había dirigido así a él: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”.

Es el único personaje de todo el Evangelio que se dirige a Jesús llamándole sencillamente por su nombre, sin añadir ningún otro título como SeñorMaestroHijo de David o Mesías. Sin saberlo, estaba acertando con lo que el hombre crucificado al que invocaba había venido a hacer: aproximarse, acortar distancias, vivir entre nosotros como uno de tantos, entregarnos su nombre y su amistad, compartir nuestro desvalimiento, estar tan cerca como para escuchar el susurro de aquel hombre sin aliento que moría a su lado .

Y en eso consistió, paradójicamente, su gloria, su realeza y su triunfo.

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Cristo centro de la creación, del pueblo y de la historia
Papa Francisco

Las lecturas bíblicas que se han proclamado tienen como hilo conductor la centralidad de Cristo. Cristo está en el centro, Cristo es el centro. Cristo centro de la creación, del pueblo y de la historia.

1. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, tomada de la carta a los Colosenses, nos ofrece una visión muy profunda de la centralidad de Jesús. Nos lo presenta como el Primogénito de toda la creación: en él, por medio de él y en vista de él fueron creadas todas las cosas. Él es el centro de todo, es el principio: Jesucristo, el Señor. Dios le ha dado la plenitud, la totalidad, para que en él todas las cosas sean reconciliadas (cf. 1,12-20). Señor de la creación, Señor de la reconciliación.

Esta imagen nos ayuda a entender que Jesús es el centro de la creación; y así la actitud que se pide al creyente, que quiere ser tal, es la de reconocer y acoger en la vida esta centralidad de Jesucristo, en los pensamientos, las palabras y las obras. Y así nuestros pensamientos serán pensamientos cristianos, pensamientos de Cristo. Nuestras obras serán obras cristianas, obras de Cristo, nuestras palabras serán palabras cristianas, palabras de Cristo. En cambio, La pérdida de este centro, al sustituirlo por otra cosa cualquiera, solo provoca daños, tanto para el ambiente que nos rodea como para el hombre mismo.

2. Además de ser centro de la creación y centro de la reconciliación, Cristo es centro del pueblo de Dios. Y precisamente hoy está aquí, en el centro. Ahora está aquí en la Palabra, y estará aquí en el altar, vivo, presente, en medio de nosotros, su pueblo. Nos lo muestra la primera lectura, en la que se habla del día en que las tribus de Israel se acercaron a David y ante el Señor lo ungieron rey sobre todo Israel (cf. 2S 5,1-3). En la búsqueda de la figura ideal del rey, estos hombres buscaban a Dios mismo: un Dios que fuera cercano, que aceptara acompañar al hombre en su camino, que se hiciese hermano suyo.

Cristo, descendiente del rey David, es precisamente el «hermano» alrededor del cual se constituye el pueblo, que cuida de su pueblo, de todos nosotros, a precio de su vida. En él somos uno; un único pueblo unido a él, compartimos un solo camino, un solo destino. Sólo en él, en él como centro, encontramos la identidad como pueblo.

3. Y, por último, Cristo es el centro de la historia de la humanidad, y también el centro de la historia de todo hombre. A él podemos referir las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias que entretejen nuestra vida. Cuando Jesús es el centro, incluso los momentos más oscuros de nuestra existencia se iluminan, y nos da esperanza, como le sucedió al buen ladrón en el Evangelio de hoy.

Mientras todos se dirigen a Jesús con desprecio -«Si tú eres el Cristo, el Mesías Rey, sálvate a ti mismo bajando de la cruz»- aquel hombre, que se ha equivocado en la vida pero se arrepiente, al final se agarra a Jesús crucificado implorando: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23,42). Y Jesús le promete: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43): su Reino. Jesús sólo pronuncia la palabra del perdón, no la de la condena; y cuando el hombre encuentra el valor de pedir este perdón, el Señor no deja de atender una petición como esa. Hoy todos podemos pensar en nuestra historia, nuestro camino. Cada uno de nosotros tiene su historia; cada uno tiene también sus equivocaciones, sus pecados, sus momentos felices y sus momentos tristes. En este día, nos vendrá bien pensar en nuestra historia, y mirar a Jesús, y desde el corazón repetirle a menudo, pero con el corazón, en silencio, cada uno de nosotros: “Acuérdate de mí, Señor, ahora que estás en tu Reino. Jesús, acuérdate de mí, porque yo quiero ser bueno, quiero ser buena, pero me falta la fuerza, no puedo: soy pecador, soy pecadora. Pero, acuérdate de mí, Jesús. Tú puedes acordarte de mí porque tú estás en el centro, tú estás precisamente en tu Reino.” ¡Qué bien! Hagámoslo hoy todos, cada uno en su corazón, muchas veces. “Acuérdate de mí, Señor, tú que estás en el centro, tú que estas en tu Reino.”

La promesa de Jesús al buen ladrón nos da una gran esperanza: nos dice que la gracia de Dios es siempre más abundante que la plegaria que la ha pedido. El Señor siempre da más, es tan generoso, da siempre más de lo que se le pide: le pides que se acuerde de ti y te lleva a su Reino.

Jesús es el centro de nuestros deseos de gozo y salvación. Vayamos todos juntos por este camino.

24/11/2013

Existen las “Siete Palabras de Jesús en la cruz”. Pero existen también las “siete palabras dichas a Jesús en la cruz”. Las primeras son tema de abundantes sermones y textos espirituales. Pero también las segundas se prestan a oportunos comentarios y reflexiones. En el pasaje del Evangelio de Lucas encontramos hoy cuatro palabras dichas a Jesús: por las autoridades (v. 35), por los soldados (v. 36-37) y por los dos malhechores crucificados junto a Jesús (v. 39-42). Estas palabras tienen en común, salvo ligeras diferencias, el reto lanzado a Jesús: ‘demuestra quién eres (el Cristo, el rey…), sálvate a ti mismo, baja de la cruz’. Las palabras de las autoridades, de los soldados y de uno de los dos malhechores son injuriosas, despectivas, sin piedad, demuestran una total incomprensión y tergiversación de la identidad de Cristo.

El letrero sobre la cabeza de Jesús habla por sí solo: “Este es el rey de los judíos” (v. 38). Lo dice todo sobre esa condena. Pero ¿cómo descifrar ese letrero?, ¿quién lo entiende en su verdad plena? Para las autoridades religiosas y políticas son palabras de burla; sin embargo, para Dios y para el cristiano de corazón sincero son palabras que dicen la verdad, que se ajustan plenamente a la identidad de ese condenado tan singular. Ese letrero es un reto que atraviesa los siglos: o se acepta o se rechaza. ¡Con el éxito consiguiente! “El pueblo estaba mirando” (v. 35): mudo y perplejo, entre curiosidad e impotencia, no entendía nada de lo que estaba ocurriendo, no sabía qué hacer… Poco después, sin embargo, cuando el espectáculo acabó en horrible tragedia, “se volvieron golpeándose el pecho” (v.48).

Es posible captar el significado de esa muerte por las palabras del segundo de los malhechores, el famoso ‘buen ladrón’, el único que reconoce el sentido del letrero y la identidad de Jesús. No le pide una clamorosa liberación, sino estar con Él en la última fase de su vida: “Acuérdate de mí…” (v. 42). Una petición aceptada inmediatamente: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (v. 43). ¡Es la primera sentencia del nuevo Rey! Jesús tiene tan solo palabras de salvación plena: ¡hoy, en el paraíso! El silencio de Jesús, su gesto de perdón, las pocas palabras (con el Padre, la madre, los amigos…) revelan el misterio de un rey espléndido y poderoso, que, sin embargo, acaba en una cruz. La suya es una realeza atípica: ha dejado boquiabiertos a Herodes, a Pilatos, a Tiberio, a las autoridades, al pueblo… Es una realeza difícil de comprender y más aún de aceptar. ¡Una realeza a menudo incomprendida y tergiversada! Sin embargo, para el que la acepta, es una realeza auténtica, que da sentido pleno a la vida.

La clave del misterio de esa muerte radica en la respuesta a las ‘lógicas’ preguntas de todos: “¿Por qué no bajas de la cruz? ¿Por qué no lo aclaras todo cumpliendo el milagro? Has hecho muchos y extraordinarios milagros, para otros… Si tú bajaras de la cruz, todos te creerían”. Sin embargo, ¿en qué creerían? “En el Dios fuerte y poderoso, en el Dios que vence y humilla a los enemigos, que devuelve golpe tras golpe a las provocaciones de los impíos, que infunde temor y respeto, que no bromea… Este no es el Dios de Jesús. Si bajara de la cruz, desvirtuaría su mensaje anterior, traicionaría su misión: avalaría la idea falsa de Dios que los guías espirituales del pueblo tienen en su cabeza. Confirmaría que el Dios verdadero es el que los poderosos de este mundo siempre han adorado, porque es semejante a ellos: fuerte, arrogante, opresor, vengativo, humano. Este Dios fuerte es incompatible con el Dios que Jesús nos revela en la cruz: un Dios que ama a todos, aun a los que se oponen a Él, un Dios que perdona siempre, que salva, que se deja derrotar por amor” (F. Armellini).

Esta reflexión tiene repercusiones inmediatas en el terreno de la misión: ¿Qué Dios anunciamos? ¿Qué rostro de Dios revela la misión que realizamos: un Dios que opta por la pobreza y la debilidad o un Dios en busca de reconocimientos y poder? Un Dios así estaría en sintonía con la lógica humana y con los reyes de la tierra. En la manera de hacer misión, a veces hay concesiones, se tiene miedo a anunciar, con las palabras y con los hechos, a un Dios derrotado, que pierde, sufre, perdona… Y, por tanto, no se favorece el crecimiento de una Iglesia pobre, humilde, dispuesta a perder… La abundancia de medios humanos puede, a veces, quitar transparencia al anuncio. Es más evangélica una misión que se realiza con medios débiles, que anuncia a Dios desde la pobreza, humillación, expulsión, persecución, destrucción… Porque ¡es la lógica del Rey que vence y reina desde la cruz! Un rey así estorba nuestros planes, porque nos exige un cambio de vida, capacidad de perdón, acogida para todos, tiempos más largos, perspectivas incómodas… Las condiciones son exigentes, pero, al lado de Él, el éxito de la misión está garantizado.

Introducción

En Roma gobernaba el emperador Tiberio cuando en la orilla del río Jordán apareció el Bautista. Lo que dice provoca entusiasmo, despierta expectativas, suscita esperanzas. Las autoridades políticas y religiosas se preocupan porque consideran subversivo su mensaje. Dice: “¡El reino de los cielos está cerca!” (Mt 3,2). Después de él, Jesús comienza a recorrer ciudades y pueblitos anunciando en todas partes: “¡El tiempo se ha cumplido, el reino de Dios es inminente!” (Mc 1,15). A veces dice también: “El Reino de Dios está ya en medio de ustedes”(Lc 17,21). El reino es el centro de la predicación de Jesús; baste pensar que, en el Nuevo Testamento, el tema del reino de Dios está presente 122 veces y 90 en boca de Jesús.

Pocos años después de su muerte, encontramos a sus discípulos en todas las provincias del imperio y en la misma Roma, anunciando el reino de Dios (cf. He 28,31). Hubiéramos querido que Jesús y los apóstoles nos hubiesen explicado el significado de esta expresión, pero ninguno de ellos lo ha hecho. Notamos sin embargo que Jesús se distancia de aquellos que dan a su misión una interpretación político-nacionalista (Mt 4,8-9); no obstante su mensaje contiene una innegable carga subversiva para las estructuras existentes en la sociedad. Es considerado un mensaje peligroso por los detentores del poder, tanto político como religioso.

Comenzando como una pequeña semilla, el reino está destinado a crecer y a convertirse en un árbol (Mt 13,31-32); está dotado de una fuerza irresistible y provocará una transformación radical del mundo y del hombre. La realeza de Jesús es difícil de entender; ha puesto en peligrohasta la cabeza de Pilatos (Jn 18,33-38). La realeza de Jesús es demasiado diferente a las realezas de este mundo. ¡Cuántas veces a lo largo de la historia ha sido malentendida!

• Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“¡Venga a nosotros tu reino!”

Primera Lectura: 2 Samuel 5,1-3

1Todas las tribus de Israel fueron a Hebrón a decirle a David: “Aquí nos tienes. Somos de la misma sangre. 2Ya antes, cuando todavía Saúl era nuestro rey, tú eras el verdadero general de Israel. El Señor te dijo: «Tú pastorearás a mi pueblo, Israel; tú serás jefe de Israel.»” 3Todos los ancianos de Israel fueron a Hebrón para visitar al rey. El rey David hizo un pacto con ellos, en Hebrón, ante el Señor, y ellos ungieron a David rey de Israel.

David era un pobre pastor de Belén. Desde joven tuvo una vida muy aventurera: se puso a la cabeza de una banda de rezagados, se refugió en el desierto y luchó contra los filisteos y contra su mismo rey, Saúl.

Impresionados por su capacidad –su inteligencia, su fuerza, y su valor– los miembros de la tribu de Judá lo proclaman rey. Al principio su reino es más bien reducido: se extiende sobre un pequeño territorio al sur de Israel. Todo el norte está ocupado por las otras tribus, que permanecen fieles a Saúl.

La lectura de hoy narra cómo un día los ancianos de las tribus del norte se presentan a David en la ciudad de Hebrón y le dicen: “Hemos comprendido que Dios te ha elegido como feje no solo de una tribu sino de todo Israel. Ya antes, cuando reinaba Saúl sobre nosotros, eras tú quien nos guiaba contra los enemigos y nos hacías salir victorioso de todas las batallas. Considéranos ahora súbditos tuyos; nosotros somos «como tus huesos y tu carne»”.

David acepta y es ungido como rey de todo Israel. Así comienza el reino de David, un reino grande y poderoso admirado, temido y respetado por decenios por todos los pueblos del mundo.

Cuando David muere, lo sucede en el trono su hijo Salomón. Este logra conservar unido el reino de su padre pero muy pronto las tribus se separan de nuevo e Israel vuelve a ser un pueblo insignificante, la burla de las grandes naciones vecinas.

Reconstruir un día el gran reino de David, llegar a ser dominadores del mundo: este es el sueño de los Israelitas del tiempo de Jesús. Por eso todos los días piden al Señor que envíe su Mesías.

¿Cómo es que esta pequeña historia se convierte en la primera lectura de la fiesta de Cristo Rey? Simplemente porque Jesús es la respuesta de Dios a las oraciones y a las expectativas de su pueblo. Él es el Mesías, el rey que “dominará de mar a mar, del río al confín de la tierra” (Sal 72,8).

Si es así ¿por qué entonces los israelitas no lo escucharon? ¿Por qué los ancianos del pueblo quisieron que fuera crucificado en vez de ungirlo como rey, tal como hicieron sus antepasados con David en Hebrón? El Evangelio nos dirá la razón.

Segunda lectura: Colosenses 1,12-20

Hermanos, 12con alegría, den gracias al Padre que los ha preparado para compartir la suerte de los consagrados en el reino de la luz; 13porque él los arrancó del poder de las tinieblas y los hizo entrar al reino de su Hijo querido, 14por quien obtenemos el rescate, el perdón de los pecados. 15Él es imagen del Dios invisible, primogénito de toda la Creación, 16porque por él fue creado todo, en el cielo y en la tierra: lo visible y lo invisible, majestades, señoríos, autoridades y potestades. 17Todo fue creado por él y para él, él es anterior a todo y todo se mantiene en él. 18Él es la cabeza del cuerpo, es decir, de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de los muertos, para ser en todo el primero. 19En él decidió Dios que residiera la plenitud; 20por medio de él quiso reconciliar consigo todo lo que existe, restableciendo la paz por la sangre de la cruz tanto entre las criaturas de la tierra como en las del cielo.

Pablo está en prisión (Col 4,3.10.18) cuando, del valle del Lico, en Asia Menor, lo viene a visitar Epafras, el gran apóstol que ha fundado y mantiene viva la comunidad en aquella región. Las noticias que trae son alarmantes. Los cristianos se han dejado seducir por falsas doctrinas: creen que los cielos están poblados de potencias, de espíritus que mueven el universo; sostienen que estos espíritus están dotados de una fuerza misteriosa capaz de condicionar la vida de la gente, dan miedo y están convencidos de que son superiores a Cristo. Pablo escribe a los colosenses y les recomienda que hagan circular su Carta también a la comunidad vecina (Col 4,16).

Comienza con un himno a Cristo que es el texto de la lectura de hoy. En la primera parte (vv. 12-17) celebra el primado de Cristo sobre todo lo creado.

En la segunda (vv. 18-20) proclama que Cristo es el primero incluso en la nueva Creación, porque Él fue el primero en vencer a la muerte y abrir para todos el camino hacia Dios. Así ha sometido a su poder a los Tronos, las Dominaciones, los Principados y la Potestad (estos eran los nombres con que los colosenses nombraban a los espíritus misteriosos que les infundían temor). El miedo a los malos espíritus, a los hechizos, a los maleficios, la creencia en los ritos mágicos, en las supersticiones, no son compatibles con la fe en la victoria y el dominio de Cristo sobre todas las creaturas.

Evangelio: Lucas 23,35-43

Los israelitas esperaban un gran rey. Lo imaginaban rico, envuelto en ropas preciosas, fuerte, sentado en un trono de oro. Lo querían ver dominando a todos los pueblos y humillando a los enemigos, obligándolos a postrarse a sus pies y a morder el polvo (Sal 72,9-11). Nutrían la esperanza de que su reino fuera eterno y universal.

En la lectura evangélica se ofrece la respuesta a estas expectativas. Estamos sobre el Calvario. Jesús está clavado en la cruz, con dos bandidos a sus lados. Sobre su cruz está escrito: “Este es el rey de los judíos” (v. 38). ¿Será este el hijo esperado de David? No, no es posible: este es solo un desdichado. ¿Dónde están las señales de su realeza?

No está dominando desde lo alto de un trono de oro, se encuentra clavado en una cruz; no está rodeado de siervos que lo sirven, que se inclinan a sus pies; no hay soldados listos paraacatar sus órdenes. Se encuentra frente a gente que lo insulta, se burla de él; no lleva un manto lujoso; está completamente desnudo.

No amenaza a nadie, habla palabras de amor y de perdón para todos; no obliga a sus enemigos a morder el polvo; es él el que bebe el vinagre. A sus lados no tiene a sus ministros, los generales de su ejército, sino a dos criminales.

Un día Santiago y Juan le habían pedido: “Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda” (Mt 10,37). No sabían lo que estaban pidiendo.

¡Qué extraña preeminencia la de Jesús! Es lo opuesto a aquella que la gente está habituada a imaginar. Desgraciadamente muchos cristianos no han cultivado una esperanza distinta a la que tenían los judíos: han identificado el reino de Cristo con las victorias y los triunfos y con el respeto que los jefes de la Iglesia lograron imponer a los grandes de este mundo.

La inscripción puesta sobre la cruz proclama «rey de los judíos» a un hombre derrotado, incapaz de defenderse, privado de todo poder. Un rey así hace fracasar todos nuestros proyectos. Vuelve entonces, con insistencia, la misma pregunta: ¿Cómo es posible que sea el Mesías prometido? Veamos primero las tres escenas que se describen en el evangelio de hoy.

En la primera (vv. 35-37) aparecen tres grupos de personas que se encuentran al pie de la cruz, al pie del ‘rey’.

Está presente, primeramente, el pueblo. ¿Cómo se comporta? No hace nada, nada de bien o de mal: están mirando (v. 35). Están asombrados, sin darse cuenta de lo que está acaeciendo. No entienden cómo un hombre que muere sin responder pueda ser el rey tanto tiempo esperado. Es un justo, pero ¿por qué ahora no interviene Dios para salvarlo?

Hemos notado otras veces en este año litúrgico que Lucas muestra mucha simpatía hacia los pobres, hacia los últimos, hacia la gente sencilla. Este evangelista presenta al pueblo mudo y perplejo a los pies de la cruz: quiere decir que no son responsables de la muerte de Cristo. Algunos versículos más adelante dice: “Toda la multitud que se había congregado para el espectáculo, al ver lo sucedido, se volvía dándose golpes de pecho” (Lc 23,48).

El pueblo asombrado representa a toda esa gente bien dispuesta que buscaba entender el proyecto de Dios, pero no lo logra, porque los que deben iluminarlo están, a su vez, ciegos.

Junto al pueblo, al pie de la cruz se encuentran los jefes. ¡Ellos son los verdaderos responsables! Ellos, como los ancianos de Israel que han ungido a David en Hebrón, deberían reconocer en Jesús al Mesías prometido. Pero en cambio lo ultrajan: no es el rey que les agrada; es un vencido; es incapaz de salvarse a sí mismo; no desciende de la cruz (v. 35).

¿Por qué Jesús no les da la prueba que estaban buscando? ¿Por qué no desciende de la cruz? ¿Por qué no produce el milagro? Si lo hiciera, convencería a todos y evitaría un enorme crimen. Si descendiese de la cruz, todos creerían. ¿Pero en qué cosa? En el Dios fuerte y potente, en el Dios que derrota y humilla a los enemigos, que responde culpa por culpa a las provocaciones de los impíos, que infunde temor y respeto… Pero este no es el Dios de Jesús.

Si descendiese de la cruz traicionaría su misión: reforzaría la falsa idea de Dios que los guías espirituales del pueblo tenían en mente. Confirmarían que el verdadero Dios es aquel que los poderosos de este mundo han adorado siempre porque es similar a ellos: fuerte, arrogante, opresor, vengativo, armado.

Este Dios fuerte es incompatible con el que se ha revelado con Jesús en la cruz: el Dios que ama a todos, aun a los que lo persiguen, que perdona siempre, que salva, que se deja vencer… por Amor.

Dios no es omnipotente porque con su inmenso poder pueda hacer lo que quiere, sino porque ama de forma inmensa, porque se pone sin límites ni condiciones al servicio del hombre. La suya no es una omnipotencia de dominio sino de servicio. Lo hemos visto en Jesús que se inclina para lavar los pies de los discípulos: ese el verdadero rostro de Dios omnipotente, del rey del universo.

El tercer grupo que se encuentra al pie de la cruz es el de los soldados. Se trata de hombres pobres, separados de sus familias y enviados, por poco dinero, a cometer violencia contra un pueblo de idioma, costumbres y religión diferente. Lejos de sus esposas, de sus hijos, de sus amigos, han suprimido todos los sentimientos humanos y se desenfrenan con aquellos que son más débiles que ellos. Más que culpables, son víctimas de la locura de otros superiores a ellos.

Solo pueden seguir órdenes, no cuenta su opinión personal, repiten las palabras que han oído decir a sus superiores: “Si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo” (v. 36).

Por miedo, por poco dinero, por ignorancia han vendido su conciencia; colaboran con las injusticias, con la violencia contra los más débiles. Han sido educados para creer solamente en la fuerza y el que confía en las armas respeta al que vence y desprecia al que pierde. Ahora Jesús está de parte de los vencidos.

La segunda escena (v. 38) ocupa el centro del relato. Presenta lo que está escrito sobre la cabeza de Jesús.

Lucas presenta una invitación a sus cristianos y también a nuestras comunidades: ¡Contemplen lo que está escrito sobre la cruz! Delante de esto, es ridículo todo deseo de gloria, toda voluntad de dominio, todo deseo de ocupar los primeros puestos. Desde lo alto de la cruz Jesús indica a todos que es el rey escogido por Dios: es Él el que acepta la humillación, que sabe que la única manera de dar gloria a Dios es buscar el último puesto para servir al pobre.

Hemos contemplado lo que sucede al pie de la cruz, y luego hemos considerado la inscripción que pusieron arriba.

La tercera escena (vv.39-43) se desarrolla a los costados de Jesús, donde están crucificados dos malhechores. Igual que el pueblo, como los jefes, como los soldados, uno de ellos no comprende nada. Lo único que espera del Mesías es la liberación del suplicio al que está sometido; Jesús no lo ayuda, se muestra incapaz de escuchar su pedido.

El segundo criminal es el único que reconoce en Jesús al rey esperado: “Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu reino”. Lo llama por su nombre. Ha entendido que, con Él, puede usar esta confidencia. Lo siente amigo, el amigo de quien ha tenido una vida devastada. No lo considera un ‘señor’, sino un compañero de viaje, uno que ha aceptado seguir, aunque siendo justo, la suerte de los impíos.

No espera de Jesús una liberación milagrosa; quiere solamente consumar con Él el último paso de la vida, de esa vida que ha sido una sucesión de errores y de crímenes.

Jesús le promete: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.

La historia de este criminal es la historia de todos: ¿Quién no se ha comportado como él? ¿Quién alguna vez no ha truncado la vida de algún hermano con el odio, la calumnia, la injusticia? ¿Quién no ha provocado pequeños o grandes desastres en la sociedad, en la familia, en la comunidad cristiana?

En el fondo muchos continúan pensando que, sobre la cruz, la realeza de Jesús no ha sido la correcta. Piensan que eso fue solamente un momento infausto; que la verdadera manifestación vendrá más tarde, al fin del mundo, en el momento de rendir cuenta. Allí se verá brillar la gloria de Cristo: Él resurgirá con su ejército de ángeles y mostrará a todos su potencia, especialmente a aquellos que lo han crucificado.

Antes de morir, Jesús pronunció una sentencia de absolución frente a sus torturadores. ¿Será válida hasta el final o se trata de una afirmación provisoria y susceptible de ser revisada? ¿Será cierto que aquellos que lo condenaron y lo mataron “no sabían lo que estaban haciendo” (Lc 23, 34)? Quizás alguno piense que, en el calvario, Jesús no estaba en condición ideal para valorar objetivamente la responsabilidad de aquellos que lo estaban crucificando y, mucho menos, demanifestar toda su gloria.

Pues bien, si todavía cultivamos pensamientos semejantes, es porque no hemos captado el rostro de Dios que Jesús ha revelado.

El proceso contra los que mataron a Jesús –¡que quede bien claro!– no será reabierto; no se hará una revisión de la sentencia. Jesús ha pronunciado su juicio definitivo: ha absuelto a sus torturadores, los ha salvado en el momento más glorioso de su vida: cuando, sobre la cruz, ha manifestado su máximo Amor. Para nosotros, un rey triunfa cuando vence, derrota, humilla. Tratamos de muchas maneras de adecuar la imagen de Cristo-rey a aquella de los reyes de este mundo. No queremos creer que Él triunfa en el momento que pierde, en el momento que dona su vida. Este soberano que reina desde lo alto de una cruz nos perturba porque exige un cambio radical de opciones en nuestra vida. Exige, por ejemplo, que se ofrezca el perdón incondicional a todos aquellos que hacen el mal.

En esta perspectiva el juicio final no debe ser temido sino que debe ser esperado con alegría porque… estará invertido. Al final no será Dios quien nos juzgue sino nosotros quienes lo ’juzguemos’…

Despojados de la miseria, mezquindad, avaricia que han aquejado nuestra mente y obstinado nuestro corazón, curados de la ceguera espiritual que nos ha impedido comprender la Escritura (Lc 24,25), “contemplaremos su rostro” (Ap 22,4), “lo veremos como Él es” (1 Jn 3,2). Entonces estaremos en condición de hacer un ‘juicio’ objetivo sobre Él. Asombrados, estaremos forzados a admitir: “Dios es más grande que nuestro corazón” (1 Jn 3,20).

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