Año C – 33º Domingo del Tiempo Ordinario
Lucas 21,5-19: “Con vuestra perseverancia salvaréis vuestra vida”

Estamos en el penúltimo domingo del Tiempo Ordinario y el año litúrgico llega a su fin. La liturgia aprovecha para hablarnos de las “realidades últimas” (éschata en griego). El fin del tiempo, el fin de este mundo, el fin de las cosas, el fin de nuestra vida… La Palabra quiere evangelizar nuestros miedos y liberarnos tanto de la angustia como de una despreocupación insensata. Nos invita al discernimiento, a reflexionar sobre el fin y el sentido de la existencia, a cultivar la esperanza y una visión positiva de la vida.

Jesús está hacia el final de sus días. Poco antes había llorado al ver Jerusalén y había predicho su fin: “No dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no reconociste el tiempo en que fuiste visitada”. Jesús ama su ciudad, como ama hoy también nuestra “ciudad”. Pero – ¡ay! – cuántas veces nos dice también a nosotros, con tristeza: “¡Si también tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz!” (Lc 19,42).

El fin del templo

Nos encontramos en el Templo de Jerusalén, reconstruido por Herodes el Grande, una maravilla arquitectónica y orgullo de Israel. La explanada medía unos 500 metros de largo y 300 de ancho, con una superficie equivalente a 22 campos de fútbol. Las obras comenzaron alrededor del año 19/20 a.C. y el complejo arquitectónico completo se concluyó hacia el año 63/64 d.C., pocos años antes de la destrucción romana del año 70. El historiador judeo-romano Flavio Josefo (37/38–100 d.C.) cuenta que trabajaron en él 10.000 obreros y que 1.000 sacerdotes fueron preparados como canteros y carpinteros para trabajar en las partes sagradas donde solo los sacerdotes podían entrar. El templo era considerado la octava maravilla del mundo. Su magnífica construcción impresionaba tanto a quienes llegaban a Jerusalén que se decía: “Quien no ha visto Jerusalén, la resplandeciente, no ha visto la belleza”.

Podemos imaginar la sorpresa y el desconcierto cuando Jesús profetiza la destrucción del templo. Para los oyentes era realmente el “fin del mundo”.

La destrucción del templo nos hace reflexionar. Es símbolo también de nuestras obras humanas. Tantos años de sueños y proyectos, de trabajo e inversiones, de esfuerzos y sacrificios… destruidos de golpe, irreparablemente. La magnífica construcción del templo, terminada tras unos ochenta años, poco después sería arrasada. Y esto sucedió porque el pueblo de Dios había depositado su seguridad en ese templo.

En vano el profeta Jeremías había advertido siglos antes, antes del exilio y de la destrucción del templo de Salomón: “No confiéis en palabras engañosas repitiendo: ‘Éste es el templo del Señor, el templo del Señor, el templo del Señor’ […]. Si no practicáis la justicia […], trataré este templo sobre el cual se invoca mi nombre y en el que confiáis… como traté a Silo”, el templo del Reino del Norte destruido por la invasión asiria en 721 a.C. (cf. Jer 7,1-15). ¡El templo se había convertido en un ídolo, una falsa seguridad!

También la Iglesia ha puesto muchas veces su seguridad en sus “templos”: sus instituciones, su poder e influencia social, sus tradiciones y dogmas… más que en la fe en Jesucristo. Por eso hoy nos sentimos desorientados ante el fin de la “cristiandad” y los desafíos inéditos del futuro.

¿Y yo? ¿Dónde deposito mi confianza? ¿Cuál es el “templo” en el que confío? ¿Me siento seguro porque voy a la iglesia, o porque soy religioso o me declaro cristiano?

El fin del mundo

En el contexto del fin de Jerusalén y del templo aparece también el tema del “fin del mundo”. Jesús habla con lenguaje apocalíptico, un género literario que utiliza imágenes simbólicas muy fuertes. Basta ver el libro del Apocalipsis. Pero su finalidad es infundir esperanza a los creyentes. Su significado en griego es revelación, es decir, “quitar el velo” de la historia para comprender su sentido.

“¿Cuándo sucederá todo esto?”, preguntan los apóstoles. Jesús no responde directamente. En otra ocasión dirá incluso que no lo sabe. Hoy podríamos preguntárselo a Google y encontraríamos incluso fechas precisas. Pero eso nos interesa poco. Nos preocupan más la amenaza atómica, de la que se habla cada vez más, y la crisis climática. En realidad, somos nosotros quienes determinamos el fin de este mundo y preparamos el mundo nuevo que deseamos.

San Ignacio, en uno de los momentos más fuertes de los Ejercicios Espirituales, invita a meditar sobre las “Dos Banderas”. Es una meditación de discernimiento para comprender a qué “señor” queremos servir. Ignacio presenta una escena simbólica: dos “jefes” que reúnen a sus ejércitos. Lucifer convoca a los suyos en la gran llanura de Babilonia. Cristo, en cambio, reúne a sus seguidores en la llanura de Jerusalén. Sus estrategias son totalmente opuestas.

Aunque muchas veces sin darnos cuenta, seguimos a uno de estos “señores”: o pertenecemos al equipo que intenta retomar la construcción de la torre de Babel, quedada inconclusa (Gn 11), para alcanzar el “cielo”; o pertenecemos al equipo que trabaja para preparar la Nueva Jerusalén. Esta obra se realiza aquí y ahora, en nuestras pequeñas y grandes decisiones, y continúa en la eternidad.

El conocido filósofo católico Jacques Maritain, en su libro Las cosas del cielo, dice que los condenados son “activos” que trabajan todo el tiempo: “Harán ciudades en el infierno, torres, puentes; librarán batallas; intentarán gobernar el abismo, ordenar el caos”. Pero todo está destinado a derrumbarse.

En el cielo, en cambio, se trabaja para preparar la Jerusalén celestial, que Juan, el vidente del mundo futuro, contempla mientras desciende del cielo: “Vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una novia adornada para su esposo” (Ap 21).

Entonces, ¿por qué equipo alentamos? Mejor dicho, ¿en qué equipo jugamos? ¿Intentamos reconstruir el viejo mundo, a pesar de los fracasos repetidos? ¿O queremos hacer de nuestra vida un ladrillo de la ciudad futura?

El fin de nuestra vida

Para cada uno de nosotros el mundo termina el día de nuestra muerte. Es el día del gran viaje, si se nos permite decirlo simbólicamente. De repente, atravesamos miles de millones de años y nos encontramos en otra dimensión, la de los resucitados. Es inútil intentar imaginarlo.

Sabio es aquel que da sentido a su vida en vista de este fin.

Una de las imágenes más bellas y elocuentes que usa Jesús para hablar del mundo nuevo es el trabajo de parto: “La mujer, cuando da a luz, siente dolor porque ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del sufrimiento por la alegría de que ha nacido un hombre en el mundo” (Jn 16,21). Este trabajo es el de la persecución, del testimonio y de la perseverancia, dice el Evangelio de hoy.

Pero existe también un trabajo de parto que no genera vida: “Como una mujer encinta a punto de dar a luz se retuerce y grita en sus dolores, así hemos sido nosotros ante ti, Señor. Hemos concebido, hemos sentido dolores, como si fuéramos a dar a luz: era solo viento; no hemos traído la salvación a la tierra, ni han nacido habitantes en el mundo” (Is 26,17-18).

¿Nuestro trabajo es fecundo, generador de vida, o sufrimiento estéril, inútil, desperdiciado? Todo depende de lo que alimenta el seno de nuestro corazón: la “palabra y sabiduría” que Jesús promete darnos en el Evangelio de hoy, o inutilidades, vanagloria, vanidad. Dice el Qohelet: “¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!” (Qo 1,2). Entonces, ¿estamos gestando vida o vanidad?

P. Manuel João Pereira Correia, mccj



P. Manuel João, Comboniano
Reflexión dominical
de la boca de mi ballena, ela
Nuestra cruz es el púlpito de la Palabra