Benedicto XVI sugirió a los cristianos que se comprometieran con más convicción en la evangelización, que recuperaran la “alegría de creer” y reencontraran el “entusiasmo de comunicar la fe” (Porta Fidei, n.º 7). Una mirada a la figura de Lucas puede ayudarnos a vivir al servicio de “creer y evangelizar” y a experimentar la alegría del Evangelio, a la que nos invita el papa Francisco.

El papa Benedicto XVI proclamó un Año de la Fe a partir del 11 de octubre de 2012, 50.º aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, hasta el 24 de noviembre de 2013, solemnidad de Cristo Rey del Universo. En octubre de 2012 se celebró en Roma el Sínodo de los Obispos sobre el tema “La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana”.

En aquella ocasión, el papa afirmó que “hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido a favor de una nueva evangelización, para redescubrir la alegría de creer y reencontrar el entusiasmo de comunicar la fe” (Porta Fidei, n.º 7). Nos invitó, por tanto, a vivir “al servicio del creer y del evangelizar” (n.º 12).

¿A quién podríamos escoger como modelo para este tiempo? Os propongo la figura del evangelista san Lucas, cuya fiesta celebramos el 18 de octubre. No ha llegado hasta nosotros el relato de su vocación, pero su clara figura de discípulo y misionero de la Iglesia apostólica aparece en filigrana en sus dos escritos —el Evangelio y los Hechos de los Apóstoles (una única obra concebida en dos partes)— y en las referencias que san Pablo hace de él en algunas de sus cartas.

Una figura simpática

Según la tradición, Lucas era originario de Siria (Antioquía), de cultura griega y procedente del paganismo. Era médico de profesión (“el querido médico”: Colosenses 4,14). Fue colaborador de Pablo (Filemón 24) a partir de su segundo viaje apostólico, hacia el año 49 (cf. Hechos 16,10, donde Lucas comienza a narrar usando “nosotros”, la primera persona del plural). Permaneció fiel junto a Pablo en sus últimos días antes del martirio en Roma (2 Timoteo 4,11). Según la tradición, también era pintor (¡habría pintado el primer icono de la Virgen María!).

Estas cualidades ya delinean a una persona que inspira simpatía desde el primer momento. Pero es sobre todo su sensibilidad humana y de fe, que se refleja en sus escritos, lo que lo convierte en una figura atractiva, luminosa y actual. Analizando libremente la personalidad de Lucas, percibo algunos rasgos que ofrecerían un excelente retrato del “nuevo evangelizador”. ¡Elijo cuatro de ellos!

Heraldo de la alegría

Una de las características del Evangelio de Lucas es la alegría. Si “evangelio” significa “buena noticia”, el primer anuncio (del ángel Gabriel a Zacarías) ya es un “evangelio”: “Tendrás gozo y alegría, y muchos se alegrarán…” (1,14). El mismo ángel dice a María: “Alégrate, llena de gracia” (1,28). El Magníficat de María es una explosión de alegría (1,47). Pero la “gran alegría”, “que será para todo el pueblo”, es el nacimiento del Mesías (2,10).

Todo el Evangelio de Lucas es un relato sembrado de alegría. Con su palabra nueva, su acción prodigiosa y su cercanía a todos, Jesús suscita admiración y alabanza allí donde pasa. El Evangelio concluye diciendo que los apóstoles regresaron a Jerusalén “con gran alegría”, alabando a Dios (24,52-53).

El misionero, el evangelizador, es ante todo un heraldo de la alegría, portador de un mensaje que calienta el espíritu, hace renacer la esperanza en el corazón y provoca una sonrisa en los labios. Por eso debe ser una persona alegre, que toma en serio su misión de “mensajero de buenas noticias” (Isaías 40,9).

“La nueva evangelización se hace con una sonrisa, no con un rostro serio”, recordaba recientemente el cardenal de Nueva York, Timothy Dolan, al papa y al Colegio Cardenalicio. Y evocaba el llamamiento de otro cardenal, John Wright, quien durante una misa en San Pedro dijo a los seminaristas de los ateneos romanos: “Seminaristas, hacedme un favor, a mí y a la Iglesia: cuando caminéis por las calles de Roma, ¡SONREÍD!”

¡Esto es lo que a menudo nos falta: la SONRISA! No es el “clériman” lo que debe distinguir al “nuevo evangelizador”, sino su gran sonrisa abierta, sincera y contagiosa.

Cantor de la bondad de Dios

El libro de Lucas es el “Evangelio de la Misericordia”. Y no solo por el célebre capítulo 15, el de las tres parábolas de la misericordia. Jesús vino a “proclamar el año de gracia del Señor” (4,19). La salvación está ahora al alcance de todos: “Toda carne verá la salvación de Dios” (3,6). Una oportunidad que debe aprovecharse sin demora, hoy. El “hoy” es una palabra clave en el Evangelio de Lucas, desde el nacimiento de Jesús, pasando por su discurso inaugural en la sinagoga de Nazaret y el encuentro con Zaqueo, hasta su palabra al “buen ladrón” en la cruz (2,11; 4,21; 13,32; 19,9; 23,43). En el gran banquete del Reino están invitados “pobres, lisiados, ciegos y cojos” (14,21-23): toda clase de personas, incluso aquellas que la antigua Ley excluía del culto.

Lucas subraya la bondad, la dulzura y la compasión de Jesús. La tradición patrística lo llama “el escriba de la mansedumbre de Cristo”. Jesús muestra una predilección particular por los más débiles. Se declara enviado a “anunciar la buena noticia a los pobres” (4,18). Se sienta a la mesa con pecadores y mujeres “de mala vida”, porque ha venido a salvar a los “perdidos” (5,32). Es el reflejo de la bondad del Padre, acogida en su profunda experiencia de oración —otro tema querido a Lucas—. Siete veces alude a la oración de Jesús (número muy simbólico) y tres veces la describe explícitamente.

He aquí una segunda característica que debe destacar en el nuevo evangelizador: la BONDAD, esencia del Evangelio. Quizá necesitemos cambiar nuestra actitud hacia la sociedad: tener un corazón seducido por el amor de Dios, sí, pero también plenamente encarnado en la realidad, apasionado por lo humano y atento a los gemidos de la humanidad. Decía recientemente el monje Enzo Bianchi: “La crisis de fe hoy, antes que una crisis de fe en Dios, es una crisis de confianza humana: es la falta de confianza en los demás, en la vida, en el futuro, y sobre todo, es debilidad para creer en el amor” (cf. 1 Juan 4,16).

La nueva evangelización será eficaz en la medida en que sea un acto de bondad: partir del Corazón de Dios, dirigirse al corazón de los hombres y mujeres de hoy para transmitirles el corazón del Evangelio a través del corazón sensible y apasionado del evangelizador.

Entusiasta de la diversidad

Lucas presenta una imagen de Jesús que acoge a todos, atrayendo las críticas de los fariseos, los “puros” y “justos” (5,30). Enseña la tolerancia: “El que no está contra vosotros, está a favor vuestro” (9,50). Incluso sus adversarios reconocen que “no hace acepción de personas” (20,21).

Pero la apertura total a la diversidad es fruto de Pentecostés. Prosélitos procedentes “de todas las naciones que hay bajo el cielo” (Hechos 2,5) acuden al Cenáculo. Y a pesar de la abundancia de la “pesca”, “las redes no se rompieron”. Lucas destaca la armonía de la primera comunidad de Jerusalén, que “tenía un solo corazón y una sola alma”, poniendo todo en común (Hechos 4,32-35) y ganándose la simpatía de todos (Hechos 2,47).

En círculos cada vez más amplios, el Evangelio traspasa fronteras: de Judea a Samaria, hasta las grandes ciudades paganas; de la sinagoga a los distintos ambientes culturales del imperio grecorromano, hasta los “confines de la tierra” (Hechos 1,8). A pesar de las dificultades inevitables (Hechos 6,1), la Iglesia optará por la apertura a la universalidad. Iniciada por Pedro (Hechos 10), encontrará en Pablo su principal defensor y será confirmada en el “concilio de Jerusalén” (Hechos 15).

Hoy la “diversidad” (en sus múltiples formas: étnica, cultural, religiosa, filosófica, ética…) ha entrado por nuestras puertas. Es un fenómeno, en cierto modo, imparable. ¡Pero da miedo! Es fuerte la tentación de construir nuevas barreras y muros de separación, para mantener al “extraño” fuera. También en la Iglesia. Enzo Bianchi advierte contra esta “tentación de adoptar posiciones defensivas, de atrincherarnos en ciudadelas que confían en el número y las fronteras: es fácil caer en esta falta de fe en el Señor de la historia, el Señor amante de los seres humanos, el Señor que ‘quiere que todos los hombres se salven’ (1 Tim 2,4)”.

En el lenguaje bíblico, “diferente” se traduce como “santo”. Dios es el “Santo de los Santos”, el “Totalmente Otro” por excelencia. Pero su “diferencia”, revelada en Jesús, no nos da miedo: es una riqueza inconmensurable compartida con generosa prodigalidad. El nuevo evangelizador debe ser un “santo” convencido de que la diversidad es un don, un enriquecimiento mutuo.

Impulsado por el viento del Espíritu

Lucas es también el hombre de la misión. Cuando la comunidad cristiana vivía aún en la expectativa del regreso inminente de Cristo, Lucas —proféticamente— subraya la tarea urgente y fundamental de la Iglesia: anunciar el Evangelio, ser testigo de Jesús “hasta los confines de la tierra”, sostenida por la fuerza del Espíritu Santo (Hechos 1,8). El libro de los Hechos es también llamado “el Evangelio del Espíritu Santo”. En él encontramos más de cincuenta referencias al Espíritu. Es Él quien impulsa a la Iglesia a salir por los caminos del mundo para mostrar “el Camino” (Hechos 19,19.23). Es Él el gran protagonista de la evangelización (Hechos 8,29.39; 13,3; 16,6-7).

Hoy se perciben signos evidentes de cierto cansancio y desaliento en las comunidades de “antigua tradición” cristiana. La “nueva evangelización” es un llamado a recuperar la valentía y dejarse guiar por el Soplo del Espíritu. La “misión en el Espíritu Santo” representa la juventud de la Iglesia, un signo de su vitalidad, la garantía de su eterna primavera. Hace nacer nuevas comunidades y rejuvenece las “antiguas”.

El nuevo evangelizador es aquel que abre las velas de su barca al Viento del Espíritu, navegando rápido y confiado hacia nuevos horizontes. Porque “los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, despliegan alas como las águilas, corren y no se fatigan, caminan y no se cansan” (Isaías 40,31). Una misión basada únicamente en estrategias humanas, en cambio, intenta avanzar a fuerza de remos, y pronto sucumbirá al cansancio de remar contra el viento.

P. Manuel João Pereira Correia, mccj