¡Curados… pero no salvados!
Año C – Tiempo Ordinario – 28o Domingo
Lucas 17,11-19: “¡Levántate y vete; tu fe te ha salvado!”
En tiempos de Jesús, los leprosos representaban la figura del marginado absoluto. Otras enfermedades de la piel también se identificaban con frecuencia, de forma genérica, como “lepra”. En la Ley mosaica (cf. Levítico 13–14), se consideraba una impureza ritual, no solo una enfermedad física. El sacerdote tenía la tarea de comprobar la dolencia. El leproso era declarado “impuro” y debía vivir aislado de la comunidad. Ese aislamiento no era solo sanitario, sino también religioso y social: se pensaba que la lepra era signo del pecado o del castigo divino. Vivían fuera de los pueblos, a menudo en grupos o en cuevas, sobreviviendo gracias a la caridad o a las limosnas que se les dejaban desde lejos.
Curados, pero no salvados
Cuando el grupo grita desde lejos: “¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!”, los leprosos no especifican qué desean de él — quizás esperan solo una limosna. Pero cuando Jesús les dice que vayan a presentarse a los sacerdotes, comprenden que su intención es curarlos. En efecto, los sacerdotes eran quienes debían certificar oficialmente la curación. Así pues, confiando en la palabra de Jesús, se ponen en camino.
¿Por qué Jesús se lamenta, con tristeza y desilusión —tan evidentes en la triple pregunta que formula— de que solo el samaritano vuelva atrás? No porque esperara un agradecimiento. ¡No! Jesús esperaba que el milagro fuera reconocido como un signo mesiánico (cf. Mt 11,5; Lc 7,22), es decir, que condujera a una “conversión”, como en el caso de Naamán el sirio en la primera lectura: “Ahora sé que no hay Dios en toda la tierra fuera de Israel” (2 Re 5,15).
Podríamos preguntarnos: ¿qué mal hicieron los otros nueve? Obedecían a Jesús y estaban yendo a los sacerdotes. Habrían “alabado a Dios” en el Templo con un sacrificio, celebrado con la familia y, tal vez después, habrían vuelto a dar gracias a Jesús. Entonces, ¿dónde se equivocaron?
En realidad, solo el samaritano —el más marginado del grupo, considerado un hereje— es el que, como la samaritana en el pozo, reconoce que ha llegado la hora en que ni en el monte Garizín ni en Jerusalén se adorará al Padre (Jn 4,21). Solo el samaritano se “convierte”. Jesús es el nuevo Templo donde se alaba a Dios, aquel que no solo cura el cuerpo, sino que salva a la persona en toda su profundidad. Los otros nueve son curados, pero su proceso de sanación se detiene en lo físico. Permanecen ligados al antiguo Templo y a su culto. Solo uno es salvado. Llega a la fe y reconoce en Jesús al Mesías. Por eso Jesús le dice: “¡Levántate y vete; tu fe te ha salvado!”
Este episodio es como una parábola que refleja nuestra realidad cotidiana. Todos acudimos a Jesús para ser curados de nuestros males, pero pocos emprenden el camino nuevo que Él señala. Preferimos los senderos ya conocidos, los que no nos cuestionan.
Algunas reflexiones sobre el Evangelio
1. La vida y la fe en camino
El pasaje del Evangelio de hoy está lleno de movimiento: contiene nada menos que diez verbos de acción. Es, en cierto modo, una imagen de la vida misma, vivida como un camino que va desde el nacimiento hasta la partida de este mundo. Tal vez ninguna otra metáfora exprese mejor el recorrido de la existencia y de la historia.
La vida de fe también es un camino, que comienza con el bautismo y avanza —por senderos y caminos diversos, a menudo imprevisibles— hacia la meta celestial. Todo en la fe se vive y se experimenta “en camino”, paso a paso, con esfuerzo y perseverancia.
El relato de hoy puede leerse como una alegoría de la humanidad y de la fe cristiana. Los leprosos son diez —un número que representa la totalidad—. Todos son curados, agraciados, pero solo uno es salvado por la fe. Todos disfrutan de los dones de Dios, pero pocos vuelven para alabar y marcharse salvados. Donde no hay gratitud, el don se pierde, dice el teólogo Bruno Forte.
2. Un camino de “gracias”
La vida y la fe se caracterizan, ante todo, por la gratuidad: son dones. El desarrollo de estos dones requiere la colaboración de muchas manos amorosas. Por eso “gracias” es una de las palabras más frecuentes en nuestro lenguaje cotidiano. Es un gesto espontáneo, aunque a veces pueda volverse mecánico. Decir “gracias” no es solo una cuestión de cortesía, sino una actitud de vida: significa concebir la existencia no como un “tomar”, sino como un “recibir”.
Si esto es cierto en la vida diaria, lo es aún más en la vida de fe. El texto griego dice que el samaritano se postró a los pies de Jesús “dándole gracias”: eucharistōn. En este verbo aparece la palabra cháris (gracia), de la cual deriva eucaristía. Decir “gracias” se convierte así en acción de gracias, en “eucaristía”.
En la Biblia, el agradecimiento acompaña cada paso del creyente: el mismo Jesús actúa continuamente dando gracias al Padre. Según san Pablo, la Iglesia está llamada a ser un pueblo que abunda en acción de gracias. En sus cartas encontramos innumerables exhortaciones a dar gracias a Dios en todo momento y por todo: “Dad gracias siempre por todo al Dios y Padre” (Ef 5,20).
3. Una vida sin “gracias” es desgraciada
Dice la tradición judía: “Quien disfruta de cualquier bien en este mundo sin decir antes una oración o una bendición de agradecimiento comete una injusticia.”
La ingratitud nos vuelve insatisfechos, críticos, quejosos, pesimistas. De la lógica del don y de la acogida pasamos a la lógica de la conquista voraz, que exige, reclama, desconfía…
Una vida sin “gracias” es desgraciada; y con el tiempo se convierte en una desdicha; finalmente se transforma en un “infierno”: el lugar —o mejor dicho, la condición— de quien no reconoce la gracia, se hace incapaz de acoger el don y, por tanto, se niega a dar gracias.
4. “¿Y los otros nueve dónde están?”
Es la pregunta que Jesús también nos dirige a nosotros. A nosotros que, por gracia, “estamos aquí”, regresados para hacer “eucaristía”. Pienso en las multitudes alejadas del Padre de todo don (Santiago 1,17), en nuestras iglesias vacías, en las familias desorientadas… Acoger esta pregunta significa tener el valor y el amor de responder a Jesús: “¡Aquí estoy, también en nombre de ellos, para decirte: gracias!”
Para cultivar la gracia y la bendición
La capacidad de dar gracias debe cultivarse. He aquí un ejercicio para fortalecerla:
Entrar cada mañana en el día no por la puerta exterior de la prisa —de los problemas que afrontar, de las mil preocupaciones que nos asaltan—, sino por la puerta interior del corazón: la de la conciencia del don de un nuevo día, del agradecimiento y de la alabanza. Este primer paso marca el ritmo del día y determina su calidad y su color —gris o luminoso. Hay, en efecto, dos maneras muy distintas de retomar cada día el camino de la vida: entrar en el nuevo día bendecido y salir de él agradeciendo, o bien entrar y salir de él sin gracia, “desgraciado”.
P. Manuel João Pereira Correia, mccj

P. Manuel João, Comboniano
Reflexión dominical
de la boca de mi ballena, ela
Nuestra cruz es el púlpito de la Palabra