El profeta Jonás
Espejo de nuestras huidas

Hay momentos particulares en los que se hace urgente replanificar nuestra vida y nuestra misión. Por ejemplo, al comienzo de un nuevo año pastoral. La figura de Jonás puede ofrecer un buen punto de partida… Puede parecer algo extraño presentar a este profeta como un “modelo”, dada su resistencia a partir en obediencia a la Palabra de Dios. Pero ¿no será precisamente Jonás el espejo de nuestras resistencias y de nuestras huidas? (Jonás, capítulos 1–4).
«Todo tiene su momento oportuno, y hay un tiempo para cada cosa bajo los cielos: tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado» (Eclesiastés 3,1). Aunque hay un tiempo para todo, el tiempo de recomenzar, de relanzar la vida, es de suma importancia.
Como, por ejemplo, el mes de octubre, cuando regresamos a nuestras tareas y responsabilidades después del verano y las vacaciones. Con el otoño, la vida se reanuda. Comenzamos un nuevo año escolar, pastoral o profesional… Es tiempo de partir de nuevo, de replanificar el camino de nuestra vida y de nuestra misión. La existencia implica un continuo recomenzar, no porque estemos condenados a repetir el pasado, sino porque se nos concede una nueva oportunidad para el futuro.
¿Qué sentimientos nos animan al inicio de un nuevo año?
Octubre es también el mes de las Misiones, con la celebración del Día Mundial de las Misiones en el penúltimo domingo del mes. Es una buena ocasión para reflexionar sobre nuestra vocación misionera como enviados. ¡Una invitación a partir!…
En este contexto, propongo meditar sobre la figura de Jonás, un profeta invitado a levantarse para emprender un largo viaje. Puede parecer extraño presentarlo como ejemplo, dada su resistencia a obedecer la Palabra de Dios.
Pero ¿no será precisamente Jonás el espejo de nosotros mismos?
Partir para huir
La vocación de Jonás aparece en el pequeño libro que lleva su nombre, uno de los doce profetas menores. Un libro singular, de carácter narrativo, un midrash, es decir, una historia ejemplar. Su mensaje constituye una de las cumbres del Antiguo Testamento, un anuncio anticipado del mensaje de Jesús, del Padre misericordioso que quiere salvar a todos.
La historia es conocida. El profeta Jonás (cuyo nombre significa «paloma») recibe de Dios una orden de misión: «Levántate, ve a la gran ciudad de Nínive y proclama contra ella, porque su maldad ha llegado hasta mí». El texto bíblico dice que Jonás se puso en camino, pero en dirección contraria, para huir del Señor. Bajó a Jope, donde encontró un barco que partía hacia Tarsis; pagó el pasaje y se embarcó. Una vez a bordo, se refugió en la bodega del barco y allí se quedó profundamente dormido.
En lugar de dirigirse al oriente, hacia Nínive, capital de Asiria y enemiga histórica de su pueblo Israel, huye muy lejos. La “paloma” se niega a llevar el mensaje. En efecto, Tarsis se encuentra hacia occidente, tal vez en Italia (algunos incluso dicen que en Gibraltar), es decir, en las antípodas del lugar al que debía ir. Lejos de Nínive y de su gente, lejos de Dios y de su incómoda misión.
¿Cuántas veces nosotros también huimos de nuestras responsabilidades, eligiendo una vida que evita el sacrificio y la cruz, refugiándonos en la comodidad y la tranquilidad, lejos del compromiso y de la lucha?
Jonás, misionero en fuga, es el espejo de tantos de nuestros falsos comienzos, que son huidas de nuestro deber y de nuestra misión. ¿Hacia dónde camino yo? ¿Hacia Nínive o hacia Tarsis?
Sin “responsabilidad” (es decir, sin disponibilidad para responder), no crecemos, permanecemos eternamente infantiles. ¡Tal vez sea este uno de los grandes males que afligen a la sociedad actual!
Alejarse o acercarse
La mentalidad religiosa de Jonás consiste en… mantener las distancias. Se aleja de Nínive porque sus habitantes son paganos y enemigos: “distantes”, y así deben permanecer. También se aleja de Dios porque no comparte su actitud de compasión y de cercanía hacia Nínive. Jonás parte, sí, pero para alejarse, para reafirmar su distancia.
El 10 de octubre se celebra a San Daniel Comboni, apóstol de África. La fiesta de Comboni nos ofrece un ejemplo de un buen partir. Convencido de haber sido enviado a África, lucha por superar todos los obstáculos que se interponen para impedirle partir. Ante el fracaso de la primera expedición, que lleva a muchos a abandonar la empresa, él no desespera y vuelve a la carga: «Si el Papa, la Congregación de la Propagación de la Fe y todos los obispos del mundo están en mi contra, bajaré la cabeza durante un año y luego presentaré un nuevo plan; pero dejar de pensar en África, ¡nunca, nunca!»
La suya es una espiritualidad misionera de la proximidad. Deja su tierra, su familia, sus seres y realidades más cercanos para hacerse “prójimo” de los lejanos. Parte hacia las periferias del mundo, hacia tierras y pueblos distantes y desconocidos, para acercarse a los alejados. Y, de este modo, se acerca al Corazón de Dios.
¿Y la mía? ¿Es una espiritualidad misionera de cercanía o una religiosidad de alienación que cava distancias y fosas entre mí y los demás, entre mi corazón y el Corazón de Dios?
El Dios de las mil emboscadas
Ante la “orden de misión”, Jonás calla y huye. Dios también calla, pero se lanza en su persecución. El Señor es “el Dios de las mil emboscadas”, dice un teólogo italiano (véase Amós 5,18-19). Él nos precede incluso en los caminos que nos alejan de Él, para tendernos una “trampa” y que así caigamos en sus brazos.
Dios envía a su primer mensajero: el viento, que levanta tal tempestad que el barco amenaza con romperse. Este mensajero convierte a los pasajeros, que se ponen todos a rezar. Todos, excepto Jonás. Es el capitán quien lo encuentra, escondido en la oscuridad de la bodega del barco, profundamente dormido, ajeno a la angustia y al esfuerzo de los demás. Lo despierta bruscamente: «¡Dormilón! ¿Qué haces aquí? ¡Levántate e invoca a tu Dios!…»
¡Extraño sueño letárgico el de Jonás, que revela su intento de silenciar la voz de la conciencia! No es el sueño sereno de Jesús, dormido en la proa de la barca de Pedro mientras la tormenta azotaba el lago de Galilea. Una letargia que no nos resulta desconocida. Quizás también nosotros tengamos nuestro refugio, donde intentamos distraernos y cerrar los ojos a la realidad dolorosa, en vano intento de ignorar la llamada a la responsabilidad.
Una evasión que, en realidad, viene de lejos, de los tiempos de Adán y Eva, cuando se escondieron de la mirada de Dios tras su desobediencia. Pero ningún lugar podrá ocultarnos del rostro de Dios. Como dice bellamente el salmo 139: «¿Adónde iré, lejos de tu espíritu? ¿Adónde huiré, lejos de tu presencia? Si subo a los cielos, allí estás tú; si bajo al abismo, allí te encuentro. Si tomo las alas de la aurora para habitar en los confines del mar, allí también tu mano me guía y tu diestra me sostiene. Si dijera: “Que al menos me cubra la oscuridad, que la noche me rodee”, ni siquiera la tiniebla es oscura para ti: la noche brilla como el día.»
Los pasajeros del barco, entregados a la tempestad, deciden averiguar de quién es la culpa echando suertes. Y la suerte cae sobre Jonás. Es el segundo mensajero, a través del cual el largo brazo de Dios alcanza a su profeta para llamarlo a la responsabilidad. Jonás, sorprendido, reconoce su culpa y pide a sus compañeros que lo arrojen al mar. ¿Se trata de un acto supremo de abandono en las manos de Dios? Tal vez, aunque todo indica más bien que fue un gesto desesperado, dictado por el remordimiento.
«Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» (Ezequiel 33,11). Dios envía un tercer mensajero para rescatar a su profeta: «un gran pez». Jonás permanece tres días y tres noches en su vientre. Es una experiencia pascual, que convierte su corazón y finalmente lo lleva a orar. Desde las entrañas del pez, Jonás eleva una oración profunda y sincera a Dios. «Entonces el Señor ordenó al pez, y éste vomitó a Jonás en tierra firme.»
La imaginación popular cree que era una ballena. Una tradición judía dice que los ojos de la ballena eran como dos ventanas a través de las cuales Jonás contemplaba la realidad exterior. Pero como los ojos de la ballena están a los lados, cada uno ofrece una visión diferente, uno a la izquierda y otro a la derecha. Desde estas dos perspectivas, Jonás se ve obligado a considerar una doble visión de la realidad: la suya, dirigida a occidente, hacia Tarsis; y la de Dios, dirigida a oriente, hacia Nínive. Y la visión de Dios termina por prevalecer.
¿Cuántas veces nos ha ocurrido también a nosotros ser obligados a “entrar en nosotros mismos”, a enfrentar nuestra realidad, y a rezar precisamente en el momento de la aflicción, cuando nos encontramos en las entrañas de la ballena?
El profeta sobre la colina
Jonás es enviado por segunda vez: «Ve a Nínive, la gran ciudad, y comunícale el mensaje que te he ordenado.» Esta vez, Jonás obedece, de buena o mala gana. Comienza a recorrer la ciudad (¡se necesitaban tres días para atravesarla!) proclamando: «Dentro de cuarenta días, Nínive será destruida.»
Terminada su misión, la “paloma”, Jonás, se refugia en una colina fuera de la ciudad para ver lo que ocurriría. Vemos aquí que su “cercanía” a ese pueblo es solo física y momentánea: no toca su corazón. Tan pronto como puede, huye de la ciudad, se aleja. Se convierte en un simple espectador. No se solidariza con aquella gente. ¡No son su pueblo!
Esta no es la actitud de Comboni. Solidario con “su” pueblo, hace “causa común” con los africanos. Los contempla desde la colina del Calvario, con la mirada del Corazón traspasado de Cristo Buen Pastor, dispuesto a dar su vida por ellos. Ese es su lugar privilegiado de observación, a la sombra de la Cruz.
¿Desde qué colina contemplamos nosotros el mundo? ¿Desde la colina fortificada de nuestro egoísmo (¡y Dios no quiera que con mirada de buitre!), o desde la colina de la solidaridad donde fue plantada la cruz de Cristo, con la mirada mansa de la paloma que vuela para anunciar la paz?
Una ciudad y un profeta por salvar
La predicación de Jonás, sin embargo, tiene un éxito inesperado. El rey decreta un ayuno de penitencia y conversión. Y Dios perdona. En efecto, la amenaza de su justicia no era más que un “arma” al servicio de su misericordia.
Hay gran alegría en el cielo y regocijo en Nínive. Pero no en el corazón de Jonás. El éxito que él esperaba era otro: que descendiera fuego del cielo, como en tiempos de Elías. Jonás se irrita tanto con Dios que pide la muerte. En el fondo, es el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo, que se niega a compartir la alegría del Padre y a acoger al hermano perdido.
Pero el Padre, que salvó a Nínive, quiere también salvar a su profeta. Jonás, en lo alto de la colina, se protege del sol bajo unas ramas. Entonces Dios hace crecer un arbusto para darle sombra y aliviar su mal humor. Jonás se alegra por ello.
Al día siguiente, sin embargo, el Señor envía un pequeño mensajero, un simple gusano, que roe la raíz del arbusto. Luego envía el ardor del sol que golpea la cabeza del pobre profeta, el cual, irritado y desfallecido, invoca de nuevo la muerte.
El libro termina con una pregunta, dirigida al profeta pero también a nosotros, que tantas veces nos desesperamos por pequeñas cosas que nos ocurren, sin preocuparnos por el destino de los demás:
«Tú has tenido compasión de una planta por la cual no hiciste nada… ¿Y no voy a tener yo compasión de la gran ciudad de Nínive, donde hay más de ciento veinte mil personas que no saben distinguir entre su derecha y su izquierda, y una multitud de animales?»
¿Cuál será mi respuesta?
P. Manuel João Pereira Correia, mccj