28º Domingo del Tiempo Ordinario (C)
Lucas 17,11-19

De camino a Jerusalén, pasó por los confines entre Samaría y Galilea. Al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!» Al verlos, les dijo: «Id y presentaos a los sacerdotes.» Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios. Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz, y, postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano. Tomó la palabra Jesús y dijo: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?» Y le dijo: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado.»
Invocar, caminar, agradecer.
Papa Francisco
«Tu fe te ha salvado» (Lc 17,19). Es el punto de llegada del evangelio de hoy, que nos muestra el camino de la fe. En este itinerario de fe vemos tres etapas, señaladas por los leprosos curados, que invocan, caminan y agradecen.
En primer lugar, invocar. Los leprosos se encontraban en una condición terrible, no sólo por sufrir la enfermedad que, incluso en la actualidad, se combate con mucho esfuerzo, sino por la exclusión social. En tiempos de Jesús eran considerados inmundos y en cuanto tales debían estar aislados, al margen (cf. Lv 13,46). De hecho, vemos que, cuando acuden a Jesús, “se detienen a lo lejos” (cf. Lc 17,12). Pero, aun cuando su situación los deja a un lado, dice el evangelio que invocan a Jesús «a gritos» (v. 13). No se dejan paralizar por las exclusiones de los hombres y gritan a Dios, que no excluye a nadie. Es así como se acortan las distancias, como se vence la soledad: no encerrándose en sí mismos y en las propias aflicciones, no pensando en los juicios de los otros, sino invocando al Señor, porque el Señor escucha el grito del que está solo.
Como esos leprosos, también nosotros necesitamos ser curados, todos. Necesitamos ser sanados de la falta de confianza en nosotros mismos, en la vida, en el futuro; de tantos miedos; de los vicios que nos esclavizan; de tantas cerrazones, dependencias y apegos: al juego, al dinero, a la televisión, al teléfono, al juicio de los demás. El Señor libera y cura el corazón, si lo invocamos, si le decimos: “Señor, yo creo que puedes sanarme; cúrame de mis cerrazones, libérame del mal y del miedo, Jesús”. Los leprosos son los primeros, en este evangelio, en invocar el nombre de Jesús. Después lo harán también un ciego y un malhechor en la cruz: gente necesitada invoca el nombre de Jesús, que significa Dios salva. Llaman a Dios por su nombre, de modo directo, espontáneo. Llamar por el nombre es signo de confianza, y al Señor le gusta. La fe crece así, con la invocación confiada, presentando a Jesús lo que somos, con el corazón abierto, sin esconder nuestras miserias. Invoquemos con confianza cada día el nombre de Jesús: Dios salva. Repitámoslo: es rezar, decir “Jesús” es rezar. La oración es la puerta de la fe, la oración es la medicina del corazón.
La segunda palabra es caminar. Es la segunda etapa.. En el breve evangelio de hoy aparece una decena de verbos de movimiento. Pero, sobre todo, impacta el hecho de que los leprosos no se curan cuando están delante de Jesús, sino después, al caminar: «Mientras iban de camino, quedaron limpios», dice el Evangelio (v. 14). Se curan al ir a Jerusalén, es decir, cuando afrontan un camino en subida. Somos purificados en el camino de la vida, un camino que a menudo es en subida, porque conduce hacia lo alto. La fe requiere un camino, una salida, hace milagros si salimos de nuestras certezas acomodadas, si dejamos nuestros puertos seguros, nuestros nidos confortables. La fe aumenta con el don y crece con el riesgo. La fe avanza cuando vamos equipados de la confianza en Dios. La fe se abre camino a través de pasos humildes y concretos, como humildes y concretos fueron el camino de los leprosos y el baño en el río Jordán de Naamán (cf. 2 Re 5,14-17). También es así para nosotros: avanzamos en la fe con el amor humilde y concreto, con la paciencia cotidiana, invocando a Jesús y siguiendo hacia adelante.
Hay otro aspecto interesante en el camino de los leprosos: avanzan juntos. «Iban» y «quedaron limpios», dice el evangelio (v. 14), siempre en plural: la fe es también caminar juntos, nunca solos. Pero, una vez curados, nueve se van y sólo uno vuelve a agradecer. Entonces Jesús expresa toda su amargura: «Los otros nueve, ¿dónde están?» (v. 17). Casi parece que pide cuenta de los otros nueve al único que regresó. Es verdad, es nuestra tarea —de nosotros que estamos aquí para “celebrar la Eucaristía”, es decir, para agradecer—, es nuestra tarea hacernos cargo del que ha dejado de caminar, de quien ha perdido el rumbo: todos nosotros somos protectores de nuestros hermanos alejados. Somos intercesores para ellos, somos responsables de ellos, estamos llamados a responder y preocuparnos por ellos. ¿Quieres crecer en la fe? Tú, que hoy estás aquí, ¿quieres crecer en la fe? Hazte cargo de un hermano alejado, de una hermana alejada.
Invocar, caminar y agradecer: es la última etapa. Sólo al que agradece Jesús le dice: «Tu fe te ha salvado» (v. 19). No sólo está sano, sino también salvado. Esto nos dice que la meta no es la salud, no es el estar bien, sino el encuentro con Jesús. La salvación no es beber un vaso de agua para estar en forma, es ir a la fuente, que es Jesús. Sólo Él libra del mal y sana el corazón, sólo el encuentro con Él salva, hace la vida plena y hermosa. Cuando encontramos a Jesús, el “gracias” nace espontáneo, porque se descubre lo más importante de la vida, que no es recibir una gracia o resolver un problema, sino abrazar al Señor de la vida. Y esto es lo más importante de la vida: abrazar al Señor de la vida.
Es hermoso ver que ese hombre sanado, que era un samaritano, expresa la alegría con todo su ser: alaba a Dios a grandes gritos, se postra, agradece (cf. vv. 15-16). El culmen del camino de fe es vivir dando gracias. Podemos preguntarnos: nosotros, que tenemos fe, ¿vivimos la jornada como un peso a soportar o como una alabanza para ofrecer? ¿Permanecemos centrados en nosotros mismos a la espera de pedir la próxima gracia o encontramos nuestra alegría en la acción de gracias? Cuando agradecemos, el Padre se conmueve y derrama sobre nosotros el Espíritu Santo. Agradecer no es cuestión de cortesía, de buenos modales, es cuestión de fe. Un corazón que agradece se mantiene joven. Decir: “Gracias, Señor” al despertarnos, durante el día, antes de irnos a descansar es el antídoto al envejecimiento del corazón, porque el corazón envejece y se malacostumbra. Así también en la familia, entre los esposos: acordarse de decir gracias. Gracias es la palabra más sencilla y beneficiosa.
13/10/2019
VOLVER A JESÚS DANDO GRACIAS
José Antonio Pagola
Los otros nueve, ¿dónde están?
Diez leprosos vienen al encuentro de Jesús. La ley les prohíbe entrar en contacto con él. Por eso, se paran a lo lejos y desde allí le piden la compasión que no encuentran en aquella sociedad que los margina: Ten compasión de nosotros.
Al verlos allí, lejos, solos y marginados, pidiendo un gesto de compasión, Jesús no espera a nada. Dios los quiere ver conviviendo con todos: Id a presentaros a los sacerdotes. Que los representantes de Dios os den autorización para volver a vuestros hogares. Mientras iban de camino quedaron limpios.
El relato podía haber terminado aquí. Pero al evangelista le interesa destacar la reacción de uno de ellos. Este hombre ve que está curado: comprende que acaba de recibir algo muy grande; su vida ha cambiado. Entonces, en vez de presentarse a los sacerdotes, se vuelve hacia Jesús. Allí está su Salvador.
Ya no camina como un leproso, apartándose de la gente. Vuelve exultante. Según Lucas, hace dos cosas. En primer lugar, alaba a Dios a grandes gritos: Dios está en el origen de su salvación. Luego, se postra ante Jesús y le da gracias: éste es el Profeta bendito por el que le ha llegado la compasión de Dios.
Se explica la extrañeza de Jesús: Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Siguen entretenidos con los sacerdotes cumpliendo los ritos prescritos?, ¿no han descubierto de dónde llega a su vida la salvación? Luego dice al samaritano: Tu fe te ha salvado.
Todos los leprosos han sido curados físicamente, pero sólo el que ha vuelto a Jesús dando gracias ha quedado «salvado» de raíz. Quien no es capaz de alabar y agradecer la vida, tiene todavía algo enfermo en su interior. ¿Qué es una religión vivida sin agradecimiento? ¿Qué es un cristianismo vivido desde una actitud crítica, pesimista, negativa, incapaz de experimentar y agradecer la luz, la fuerza, el perdón y la esperanza que recibimos de Jesús?
¿No hemos de reavivar en la Iglesia la acción de gracias y la alabanza a Dios? ¿No hemos de volver a Jesús para darle gracias? ¿No es esto lo que puede desencadenar en los creyentes una alegría hoy desconocida por muchos?
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SABER DECIR “GRACIAS”
Inma Eibe
El relato de hoy, propio de Lucas, nos sitúa junto a Jesús en camino hacia Jerusalén. Lucas describe, a lo largo de su libro, el acontecimiento salvífico de Jesús como un “viaje”. No es indiferente, por tanto, la indicación del camino, como no lo son tampoco las referencias geográficas de Samaría y Galilea, aunque éstas son más simbólicas que exactas.
En ese camino van a salir al encuentro de Jesús (y por tanto de todos los que iban –o vamos- con Él) diez leprosos. Diez leprosos, que como dictaba su condición de enfermos contagiosos (inhabilitados para la convivencia social), se paran a lo lejos y se comunican con Jesús a gritos.
Jesús, antes de oírlos, los ve.
Todos hemos experimentado que poner en alguien nuestra mirada, cuando ésta va cargada de respeto y cariño, es uno de los medios que más rehabilita a la persona cuando está enferma. Aún más, si sufre exclusión y experimenta continuamente cómo la gente desvía ante ella la mirada. Mirar cara a cara a alguien, poner en alguien nuestros ojos y dejarnos mirar por él, nos compromete y nos impide pasar de largo.
Jesús ve a los leprosos y al mirarlos, los coloca como protagonistas, en el centro de atención de todos. Ellos le han gritado suplicándole compasión y eso es lo que han recibido ya de Él, una mirada com-padecida y atenta, que percibe las necesidades del otro, antes incluso de que las pronuncie. Jesús les indica que se presenten ante los sacerdotes. La curación de la lepra sólo podía llevarse a cabo a través de un “milagro”, una especial acción de los sacerdotes o de otros hombres de Dios. Lucas presenta, por tanto, este milagro de curación como fruto de la confianza y de la disponibilidad de unos hombres que se fían de Jesús y realizan lo que les ha dicho, poniéndose de nuevo en camino.
Realmente aquí podría haber acabado el relato. Si este continúa es porque lo más relevante va a ser descrito a continuación. De los diez, uno de ellos, viéndose curado, no llega a presentarse a los sacerdotes, sino que deshace el camino realizado para echarse por tierra a los pies de Jesús y darle las gracias, al tiempo que alaba a Dios. Con este gesto reconoce a Jesús no sólo como su “maestro”, tal y como lo había nombrado antes, sino como su sanador y Salvador.
El subrayado del agradecimiento de este samaritano se convierte para nosotros hoy en una invitación a ser agradecidos. Quien se siente agradecido hacia alguien, mantiene una relación cercana con esa persona, está atenta a ella, le escucha y desea mostrarle su gratitud. Vivir como creyentes agradecidos es reconocer que todo es don, que nada nos es debido, que todo parte de un Dios misericordioso que se abaja para hacerse uno de tantos (Flp 2, 6-7), pero cuya grandeza y bondad es insondable (Rom 11,33-36). Intuir esto es reconocer que sólo podemos vivir ante Él dándole gracias. Y ello genera un modo nuevo de situarnos no sólo ante Dios, sino también ante los demás y ante nosotros mismos.
El agradecimiento del samaritano denota con mayor claridad la desaparición de los otros nueve y hoy nos hace preguntarnos con quién o quiénes nos identificamos nosotros. El samaritano regresará a su casa con la certeza de que la sanación manifestada en su piel ha atravesado, en realidad, todo su ser. Las palabras de Jesús “levántate, anda, tu fe te ha salvado”, serán motor para emprender una vez más el camino, y el profundo agradecimiento experimentado le hará vivir de un modo nuevo.
“Exclusión”: palabra prohibida por el Evangelio y por la Misión
Romeo Ballan, mccj
Con un milagro Jesús sana y purifica a diez leprosos, aunque ¡solamente uno -un samaritano, un extranjero!– regresa para alabar a Dios y agradecer a Jesús (v. 18). El primer mensaje evidente del Evangelio de hoy es sobre los buenos modales: aprendemos cómo decir “gracias” a una persona que nos hace un favor o un gesto amable. En varias ocasiones el Papa Francisco ha dado enseñanzas pastorales partiendo de tres palabras sencillas y comunes: Gracias – Disculpe – Por favor. Cada uno, en su experiencia diaria, sabe de la importancia de estas tres palabras en la vida de familia y en las relaciones sociales. La gratitud es lo contrario del intercambio comercial, porque hace entrar en una relación de amor. A menudo pensamos que todo se nos debe; incluso de parte de Dios. El domingo pasado hemos visto cómo el don precioso de la fe exige claramente el homenaje de nuestra gratitud hacia Dios, que se hace concreta con un compromiso misionero, compartiendo nuestra fe, sosteniendo el trabajo misionero de la Iglesia.
Pero la enseñanza del Evangelio de hoy va mucho más allá de una lección de buena educación para aprender a decir ‘gracias’. Jesús realiza el milagro en favor de las personas más excluidas de la sociedad civil y religiosa. La legislación de ese tiempo era muy rígida y detallada sobre los leprosos (Lev 13-14), a los que se les consideraba impuros, malditos, castigados por Dios con el peor azote. Se les obligaba a vivir apartados de la familia, lejos de los centros poblados, y a gritar a los que pasaban que se alejasen de ellos. Con su milagro, Jesús invierte esa mentalidad excluyente: en los tiempos nuevos la salvación de Dios es para todos, sin exclusión de nadie; los leprosos no son gente maldita. Es más, su sanación es signo de la presencia del Reino: el hecho de que “los leprosos quedan limpios” (Mt 11,5; Lc 7,22) es un signo claro de que el Mesías está presente y actúa, como lo indica Jesús a los enviados del amigo Juan el Bautista desde la cárcel. Desde el comienzo de su vida pública, Jesús se compadece, extiende la mano, toca a un leproso y lo cura (Mc 1,40-42). El proyecto de Dios no es nunca excluyente: es inclusión, comunión, agregación, compartir. Esta apertura se manifiesta también en la curación de un ilustre leproso extranjero, Naamán (I lectura), jefe del ejército de Aram (Siria).
Nueve de los diez leprosos eran judíos y uno era samaritano. Jesús cura de la misma manera a todos, pero no todos alcanzan la salvación plena. “Este hecho nos dice que no siempre la curación física es salvación completa y definitiva… Los nueve judíos siguen su camino hacia el templo para reincorporarse a la vida civil y religiosa de Israel… Muy diferente es la actitud del único samaritano del grupo. Él vuelve atrás, solo, para dar las gracias al Maestro, porque comprende que en Jesús puede encontrar algo nuevo y diferente a lo que le ofrece la vieja comunidad a la que pertenecía… Jesús le ofrece una salvación mayor que la simple salud física: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado» (v. 19)… El samaritano no se ha dirigido al templo (como los otros nueve), sino que ha vuelto donde Jesús, «a dar gloria a Dios» (v. 18), dando prueba, de esta manera, de comprender que el Dios que salva no se encuentra y ya no se le honra en el templo, sino uniéndose a Cristo” (Corrado Ginami). El escritor y poeta búlgaro Elías Canettidecía: “La cosa más dura para el que no cree en Dios, es no tener a nadie a quien poderle decir gracias”. Ese leproso que regresa donde Jesús nos enseña que a veces la verdadera fe nace de un gesto sencillo, de un ‘gracias’ murmurado tímidamente pero con amor.
Agarrarse a Cristo, seguir el camino nuevo que Él ha inaugurado, es la ferviente exhortación de S. Pablo a su discípulo Timoteo (II lectura): “Haz memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos” (v. 8). Pablo le es fiel, aunque tenga que sufrir hasta llevar cadenas, y lo anuncia con ardor, con la certeza de que “la Palabra de Dios no está encadenada” (v. 9). Es bueno fiarse de Él hasta dar la vida, porque “Él permanece fiel” (v. 11-13). A ese mismo nivel de madurez espiritual llegó también San Daniel Comboni, cuya fiesta celebramos el 10 de octubre. A los futuros misioneros él señalaba con insistencia el ideal de Cristo crucificado-resucitado, exhortándolos a “tener siempre los ojos fijos en Jesucristo, amándolo tiernamente y procurando entender cada vez mejor qué significa un Dios muerto en la cruz por la salvación de las almas. Si con viva fe contemplan y gustan un misterio de tanto amor, serán felices de ofrecerse a perderlo todo y a morir por Él y con Él… ofreciéndose hasta el martirio” (Reglas de 1871).
Jesús ha ido en busca de los impuros, herejes, excluidos, marginados: ha venido para “reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11,52). Siguiendo su ejemplo, los cristianos están llamados a ser personas de comunión con todos; ser hombres y mujeres que rechazan cualquier motivación y praxis excluyente; personas que escogen los caminos de la comunión, solidaridad, inclusión; personas que trabajan desde dentro de la comunidad para aliviar el sufrimiento de los que de hecho han sido alejados o excluidos en cualquier sector de la vida cristiana o civil por leyes y restricciones, vengan de donde vinieren. La misión tras las huellas de Jesús nos compromete a ¡trabajar por la más plena comunión de todos con todos!
De la sanación a la fe
Fernando Armellini
Introducción
Podemos correr el riesgo de reducir el mensaje del Evangelio de hoy a una lección de buenos modales, recordar de dar las gracias a quienes nos ayudan. El leproso Samaritano es presentado a veces como un modelo de gratitud y nada más. Interpretado de esta manera, la escena con la que concluye la historia—un grupo de personas inexplicablemente descorteses y un Jesús no muy contento—comunica más tristeza que alegría, mientras que cada página del Evangelio nos habla de alegría. El tema de este pasaje, por tanto, no es la gratitud.
Jesús se sorprende: un samaritano, un hereje, un no creyente, posee una visión teológica que los nueve judíos, hijos de su pueblo, educados en la fe y conocedores de las escrituras, no tuvieron. En el camino, los diez fueron conscientes de que Jesús era un sanador. Los guías espirituales de Israel estaban bien enterados. Dios había visitado a su pueblo y enviado a un profeta a la par de Eliseo. Hasta aquí, los diez leprosos estaban de acuerdo.
Pero una nueva luz iluminó únicamente la mente y el corazón del samaritano: comprendió que Jesús era más que un curandero. Al quedar limpio, el leproso capturó el mensaje de Dios. Él, el hereje que no creía en los profetas, sorprendentemente había intuido que Dios había enviado a quien los profetas anunciaron: es Jesús—“abre los ojos de los ciegos, los sordos oyen, los cojos andan, los muertos resucitan a la vida y los leprosos quedan limpios” (Lc 7:22).
Es el primero en comprender verdaderamente que Dios no está lejos de los leprosos; no los rechaza ni se escapa. Jesús venía a decir a quienes habían institucionalizado, en nombre de Dios, la marginación de los leprosos: ¡Acaben con la religión que excluye, juzga y condena las personas impuras! En Jesús, el Señor se apareció en medio de ellos; Jesús los toca y los sana.
El mensaje de alegría es el siguiente: los impuros, los herejes, los marginados no están alejados de Dios, sino que llegan a él y a Cristo en primer lugar y de una manera más auténtica que los demás.
Primera Lectura: 2 Reyes 5,14-17
En aquellos días, Naamán bajó al Jordán y se bañó siete veces, como había ordenado el profeta, y su carne quedó limpia, como la de un niño. 5,15: Volvió con su comitiva y se presentó al hombre de Dios, diciendo: –Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra más que el de Israel. Acepta un regalo de tu servidor. 5,16: Eliseo contestó: –¡Por la vida del Señor, a quien sirvo! No aceptaré nada. Y aunque le insistía, lo rehusó. 5,17: Naamán dijo: –Entonces que a tu servidor le dejen llevar tierra, la carga de un par de mulas; porque en adelante tu servidor no ofrecerá holocaustos ni sacrificios de comunión a otros dioses fuera del Señor. – Palabra de Dios
Estamos en la segunda mitad del siglo IX A.C. Damasco ha extendido su dominio en las mayores partes de Siria y Palestina. El personaje más famoso y apreciado en el reino es Naamán, el comandante en jefe del ejército. Hubiera sido el hombre más feliz y afortunado sólo si no hubiera sido afectado por la lepra, la terrible enfermedad tenida como uno de los peores castigos de Dios. Un día una chica de Israel, capturada durante el ataque, le revela que en su tierra hay un profeta que hace curaciones extraordinarias. Es Eliseo, el discípulo de Elías.
Naamán va a verlo. Cuando está a punto de llegar a la casa del hombre de Dios, un siervo viene a su encuentro y le pide que se lave siete veces en el río Jordán. Naamán está indignado. Él está esperando que le salga al encuentro Eliseo y haga algún rito, una invocación a su Dios, una imposición de las manos. Nada de eso. Eliseo ni siquiera sale a saludarlo. Maldiciendo, está a punto de alejarse cuando sus siervos se acercan y le dan un consejo elemental: Si el profeta le hubiera pedido que hiciera algo difícil, seguramente lo habría hecho. ¿Por qué no sigue una simple orden?
Nuestra lectura se inserta en este momento de la historia. Naamán baja al río Jordán, se lava siete veces y su carne se convierte como la de un niño; queda completamente sano (v. 14). Regresa para agradecer a Eliseo con un regalo, pero Eliseo se niega a aceptarlo: no quiere que pueda surgir algún malentendido. La curación no debe ser atribuida a él, sino al Señor. Naamán entiende y exclama: “Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra ,más que el de Israel” (v. 15). Como Eliseo no aceptó ningún regalo, Naamán dijo: “Entonces, que a tu servidor le dejen llevar tierra…” (v. 17) para construir un altar a Yahvé.
Naamán se curó no sólo de la lepra corporal sino también del alma. Del paganismo pasa a la fe en el único Dios. Recibió dos curaciones gratuitamente: son un regalo de Dios.
La lectura termina aquí, pero la historia no termina y creo que vale la pena recordar cómo concluye el diálogo entre Eliseo y Naamán. Este hombre—como hemos visto—ha decidido adorar al Señor pero está solo al comienzo de su aventura en la fe. Inmediatamente se da cuenta que hay dificultades. Un problema moral lo perturba y no le deja la conciencia tranquila y quiere compartir su problema con Eliseo a quien ya considera su guía espiritual. Escuchemos su confesión conmovedora. En mi país—dice—tengo la tarea de acompañar al rey durante ceremonias paganas en el templo de Rimón. “Y que el Señor me perdone: si al entrar mi señor en el templo de Rimón para adorarlo se apoya en mi mano, y yo también me postro ante Rimón, que el Señor me perdone ese gesto” (v. 18). Entiende que tiene que hacer un gesto idólatra… pero ve esta situación como inevitable.
Naamán no reclama que Eliseo apruebe su acción sino sólo pide comprensión por su debilidad. Apreciamos la sinceridad con la que Naamán acepta su debilidad pero, ¿qué responderle? ¿Cómo poner de acuerdo la coherencia con los principios morales y la misericordia hacia el pecador?
La solución más fácil para Eliseo sería la de recordarle las disposiciones jurídicas, fríamente, y aplicar las normas y—si esto sucede—amenazar a quien lleva una vida incoherente. Pero Eliseo, que es un verdadero pastor de almas, no se comporta de esta manera. Conoce las normas, pero sabe cómo comportarse frente a una persona que está en una situación difícil y comprometida y que sería absurdo pretender en Naamán una perfección inmediata. Por eso le dice: “Vete en paz”. Podemos imaginar estas palabras, dichas con una sonrisa, esa sonrisa de quien entiende la angustia y el drama espiritual de esta persona.
Segunda Lectura: 2 Timoteo 2,8-13
Querido hermano: Acuérdate de Jesucristo, resucitado de la muerte, y descendiente de David. Ésta es la Buena Noticia que yo predico 2,9: por la que sufro y estoy encadenado como malhechor, pero la Palabra de Dios no está encadenada. 2,10: Yo todo lo sufro por los elegidos de Dios, para que, por medio de Cristo Jesús, también ellos alcancen la salvación y la gloria eterna. 2,11: Esta doctrina es digna de fe: Si morimos con él, viviremos con él; 2,12: si perseveramos, reinaremos con él; si renegamos de él, renegará de nosotros; 2,13: si le somos infieles, el se mantiene fiel, porque no puede negarse a sí mismo. – Palabra de Dios
Cuando Pablo escribe la segunda carta a Timoteo, está en prisión en Roma. Pablo ya experimentó un primer proceso durante el cual nadie tuvo el coraje de presentarse a declarar en su favor (2 Tim 4,16). Muchos amigos lo abandonaron o dieron testimonios contra él (2 Tim 4,9-15). Los paganos lo consideraban un malhechor y los judíos un traidor. ¡Esta es la suerte que le espera quien se dedica fielmente a la causa del Evangelio!
¿Qué le consuela al apóstol en esta difícil situación? La idea de que también Cristo pasó por los mismos sufrimientos y malos entendidos antes de entrar en la gloria del padre. Por esto dice a Timoteo y se dice a sí mismo: “Acuérdate de Cristo Jesús” (v. 8). Para llegar a la salvación es necesario caminar por el mismo camino. “Si hemos muerto con él, también viviremos con él. Si sufrimos con él, también reinaremos con él” (vv. 11-12).
Lo que le pasó a Pablo y a Jesús se repite en la vida de cada auténtico discípulo. Aquellos que se comprometen a favor de su propia comunidad deben aceptar también las críticas, los malentendidos y hasta las persecuciones y, pese a las dificultades, deben cultivar la serenidad y alegría, convencidos de que el mensaje de amor y de paz que anuncian traerá abundantes frutos. “La palabra de Dios no está encadenada” (v. 9).
Evangelio: Lucas 17,11-19
Había un dicho en tiempo de Jesús: “Cuatro categorías de personas son como los muertos: los pobres, el leproso, los ciegos y los que no tienen hijos”.
Los leprosos no podían aproximarse a las aldeas y lugares habitados porque eran considerados impuros, igual que los cementerios. Algunos rabinos decían que si se encontraban con un leproso le tirarían una piedra y le gritarían: “Vuelve a tu lugar y no contamines a otras personas”. Todas las enfermedades eran consideradas un castigo por los pecados pero la lepra era el símbolo del pecado mismo. Decían que Dios castigaba sobre todo a las personas envidiosas, arrogantes, a los ladrones, a los asesinos, a los que hacían falsas promesas y a los incestuosos. La curación de la lepra era considerada como un milagro comparable a la resurrección de un muerto. Sólo el Señor podía curarla. En primer lugar, el leproso debía expiar todos los pecados que había cometido. Por eso los leprosos se sentían rechazados por todos: por la gente y por Dios.
Dadas estas costumbres y esta mentalidad, uno entiende la razón por la que los diez leprosos se detuvieron a una distancia y gritaban desde lejos: “Jesús, maestro, ten piedad de nosotros” (v. 13).
Cabe destacar que los leprosos no le pedían a Jesús que los sanara, sino que solo tuviera compasión de ellos y quizás que les diera alguna limosna. Tan pronto como los ve Jesús les dice: “Vayan y preséntense a los sacerdotes” (v. 14). Los diez leprosos partieron y a lo largo del camino se encontraron sanos.
Hay algo especial en este milagro: la curación no ocurre inmediatamente. La lepra desaparece más tarde, cuando los leprosos van por el camino. Esto es similar al episodio de la historia en la primera lectura. Naamán se curó después de partir de Eliseo.
Viéndose curado, uno de los diez leprosos vuelve, encuentra al Maestro y cae de rodillas para darle las gracias. Es un samaritano. Jesús se maravillas que sólo un desconocido, sintió la necesidad de dar gloria a Dios. Lo levanta y le dice: “Levántate y vete; tu fe te ha salvado”.
Nos damos cuenta ante todo que la historia no habla de uno, sino diez leprosos. Lucas no subraya este particular como dato pasajero. El número diez en la Biblia tiene un valor simbólico: indica la totalidad (las manos tienen diez dedos). Los leprosos del Evangelio representan por lo tanto, a toda la gente, la humanidad entera lejos de Dios. Todos nosotros—nos viene a decir Lucas—somos leprosos y necesitamos encontrar a Jesús. Nadie es puro; todos llevamos en nuestra piel los signos de muerte que sólo la palabra de Cristo puede curar.
Quien no es consciente de su condición de ser un pecador termina considerándose a si mismo como justo y con la obligación de condenar a otros a la marginación. Dios no ha creado dos mundos: uno para los buenos y el otro para los malvados, sino un mundo único en el cual llama a todos sus hijos e hijas a vivir juntos, siendo todos pecadores salvados por su amor.
El mismo mensaje está contenido en una segunda paradoja: la lepra pone juntos judíos y samaritanos, une a las personas que, gozando de buena salud, se desprecian, odian y luchan entre sí. La conciencia de la común desgracia y sufrimiento hace amigos y hace entrar en solidaridad.
Y esto es exactamente lo que sucede en el campo espiritual: Si uno se considera justo y perfecto, inevitablemente pone barreras y vallas de protección delante de los “leprosos”. Quien se siente a sí mismo como leproso no se sentirá superior, no juzgará, no pondrá distancia, no mirará a otros despectivamente sino que estará en solidaridad con los buenos y con los malos.
Jesús no tiene miedo de ser considerado un pecador. No es un “fariseo” que se distancia de los impuros. Al final de la historia del leproso curado, el evangelista Marcos señala que, después de tocar y curar al leproso Jesús ya no podía entrar públicamente en la aldea sino que debió quedarse fuera en lugares apartados (Mc 1,45). Jesús sabía que al tocar al leproso quedaba impuro y por eso tuvo que distanciarse de la sociedad de los puros. Sabiendo esto lo tocó y decidió compartir la condición de los marginados y excluidos.
La tercera paradoja tiene que ver con la solidaridad entre las personas: los diez leprosos no tratan de acercarse a Jesús cada uno por su cuenta. Van juntos en busca de Jesús. Su oración común es: “Jesús, Maestro, tu que comprendes nuestra condición, ten piedad de nosotros”.
Esta oración es una condenación de la invocación seudo-espiritual, individualista, intimista predicada por los que buscan “la salvación de su alma”. La salvación puede llegar solamente junto con la de los hermanos. Los grandes personajes de la Biblia están siempre en solidaridad con su pueblo. Azarías, un joven de vida ejemplar, reza: “Porque hemos cometido toda clase de pecados, alejándonos de ti, rebelándonos contra ti, hemos cometido toda clase de pecados, hemos quebrantado los preceptos de la lay; no hemos puesto por obra lo que nos has mandado para nuestro bien” (Dan 3,29-30). Moisés se vuelve al señor diciendo: “Ahora, o perdonas su pecado o me borras de tu registro” (Ex 32,32). Pablo incluso pronuncia la frase paradójica: “Hasta desearía ser aborrecido de Dios y separado de Cristo si así pudiera favorecer a mis hermanos, los de mi linaje” (Rom 9,3).
En el paraíso no habrá nadie, ni siquiera Dios será feliz, hasta que el último ser humano se libere de la “lepra” que los separa de Dios y de los hermanos.
La cuarta paradoja de la narración es una invitación a reflexionar sobre la eficacia salvífica de la palabra pronunciada por Jesús. Los leprosos lo invocan desde la distancia (vv. 11-12). No pueden acercarse a él. ¿Será capaz Jesús de oír su grito desesperado? ¿Hará algo en su favor o la distancia lo bloqueará para intervenir? Estas son las dudas, los temores acosan no solo a los diez leprosos, sino también a la comunidad de los cristianos de Lucas. No pueden acercarse materialmente al Maestro; y también dudan lo cual es otro obstáculo. Sabemos que cuando Jesús estaba cerca, cuando estaba caminando por los caminos de Palestina, era posible acercarse a él, tocarlo, hablar con él. Prestó atención a todos, escuchando a cada solicitud de ayuda y con su palabra, curaba todas las enfermedades. ¿Pero ahora que ya no es visible en este mundo y está “muy lejos”: ¿se inclinará para escucharnos? ¿Está aun interesado en nuestra “lepra”? ¿Será capaz de sanar también “a distancia”?
La respuesta de Lucas a sus cristianos y también para nosotros es simple: no es la distancia la que puede impedir que nuestras oraciones lleguen a él. No existen circunstancias desesperadas en las que, con su palabra, aun pronunciadas “a distancia” no pueda resolver. La palabra que sana toda clase de “lepra” continúa siendo anunciada y su eficacia se mantiene intacta. Es suficiente confiar en él, como ese leproso samaritano a quien Jesús le dice: “Tu fe te ha salvado” (v. 19).
Los diez leprosos fueron curados en el camino. ¿Por qué Jesús no los curó inmediatamente—como siempre lo hace—y luego enviarlos a los sacerdotes para la verificación según prescribía la ley? ¿Quiere poner a prueba la gratitud de los leprosos? Un mensaje teológico está ciertamente ligado a este detalle del episodio. En el Nuevo Testamento, la vida cristiana se compara con un “Itinerario”, un viaje largo y tedioso. La curación de la “lepra” que hace que nos sintamos lejos de Dios, rechazados por las hermanos/as y despreciados por nuestra propia conciencia—según sabemos y lo verificamos cada día—no ocurre de repente; sucede progresivamente y requiere toda una vida. Jesús nos invita a caminar este camino con paciencia, serenidad, optimismo y guiado a cada paso por su palabra. En el camino, aquellos que tienen fe verificarán el prodigio. Poco a poco verán “su piel cada vez más como la de un niño” como sucedió a Naamán.
Llegamos al punto más difícil del relato: ¿Por qué sólo uno regresó para dar gracias? ¿Por qué Jesús se queja del comportamiento de los otros nueve cuando él les ordenó ir y mostrarse a los sacerdotes? ¿Quiénes desobedecieron? ¿No fue tal vez el samaritano?
Cabe suponer que los otros nueve regresaron también más tarde para dar las gracias. Primero fueron a los sacerdotes para las “formalidades” de verificación de su salud y para volver a ser admitidos a la vida comunitaria. Luego habrán regresado a sus familias y seguramente también regresaron a dar las gracias a Jesús. Esta es la única reconstrucción de los hechos. Pero ¿por qué se lamenta Jesús?
Aquí no se trata de acción de gracias; Jesús no está triste porque vio una la falta de gratitud. Dice Jesús que sólo el samaritano “dio gloria a Dios”, es decir, el único que comprendió inmediatamente que la salvación de Dios viene a nosotros por medio de Cristo. Es el único que reconoce no sólo el bien recibido, sino también al intermediario elegido por Dios para comunicar sus dones. El leproso samaritano curado deseaba proclamar ante todos su gratitud y su descubrimiento. Los otros no eran malos, sólo que no estaban inmediatamente conscientes de la novedad. Siguieron el camino tradicional: pensaban que uno llegaba a Dios a través de las prácticas religiosas antiguas, a través de los sacerdotes del templo.
Jesús se sigue sorprendiendo de que sus compatriotas judíos, aunque suelen leer las sagradas escrituras y están educados por los profetas, fueron precedidos por un samaritano en reconocer al Mesías de Dios.
El hecho de la curación de los diez leprosos es releído por Lucas como una parábola, como una imagen de lo que sucedió en su tiempo: los herejes, paganos, pecadores fueron los primeros en reconocer en Jesús el mediador de la salvación de Dios.