Año C – Tiempo Ordinario – 27º domingo
Lucas 17,5-10:
«¡Auméntanos la fe!»

La fe y el servicio son los temas de la Palabra de Dios de este domingo. Podemos detenernos más en el primero o en el segundo aspecto, pero al final nos damos cuenta de que ambas virtudes van unidas. El servicio es la medida de la fe.

El poder de la fe

Los apóstoles dijeron al Señor: «¡Auméntanos la fe!». El Señor respondió: «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a esta morera: “Arráncate y plántate en el mar”, y os obedecería».

La fe está en el corazón de la Palabra de este domingo. La encontramos en las tres lecturas. En la primera lectura (Habacuc 1,2-3;2,2-4), a la oración del profeta Habacuc, que pregunta: «¿Hasta cuándo, Señor, clamaré pidiendo ayuda y no escuchas?», Dios responde: «El justo vivirá por su fe». El Evangelio subraya una fe humilde, que siempre se reconoce pequeña e insuficiente, sin la ilusión de poseer la fe de los “grandes creyentes”.

Fe (pístis) y creer (pisteúō) aparecen muchísimas veces en el Nuevo Testamento, más de 240 veces cada uno. En el Antiguo Testamento, creer se expresa con un verbo que tiene la misma raíz que la palabra AMÉN, que significa: «apoyarse en Dios», como en una roca firme y sólida.

Hoy los apóstoles hacen una oración bellísima: «¡Auméntanos la fe!». Parecida a la del padre que pide a Jesús que cure a su hijo: «Creo; ¡ayuda a mi incredulidad!» (Mc 9,24). Una oración que todos compartimos, porque es esencial para ser discípulos de Jesús. Surge espontáneamente de los labios de los Doce como reacción a su impotencia ante la exigencia de Jesús de perdonar al hermano incluso siete veces al día.

La respuesta de Jesús puede parecer desconcertante y desalentadora, casi un reproche a la poca fe de los pobres apóstoles. No tendrían ni siquiera una fe tan grande como el minúsculo grano de mostaza, considerado el más pequeño de todas las semillas. Sin embargo, yo diría que las palabras de Jesús son más bien un elogio inesperado de la fuerza de la fe. De hecho, es capaz de arrancar un árbol centenario, como la morera o (quizás) el sicómoro, ambos con raíces profundísimas y difíciles de arrancar. Son símbolo de lo que es estable e inamovible — justamente para poner de relieve el poder extraordinario de la fe. «Todo es posible para el que cree» (Mc 9,23).

Sin la fe no podemos vivir, como cristianos y como personas. La fe no es solo confianza en Dios, sino también confianza en la belleza de la vida, en la bondad de las personas, en el futuro de la historia. Es confiar en el otro, fundamento de toda relación y convivencia humana.

La fe es don. Un don natural que se manifiesta en la confianza espontánea que tenemos en la vida. Don sobrenatural que nace de la escucha de la Palabra de Dios. Sin embargo, la gracia de la fe no debe darse por supuesta. Jesús llegó a exclamar algo muy desconcertante y perturbador: «Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18,8).

Este don puede debilitarse, hacerse pequeño hasta desaparecer. Esperemos que esto no ocurra de manera irreparable, para siempre. San Pablo dice a su discípulo amado Timoteo (segunda lectura): «Te recuerdo que reavives el don de Dios que está en ti». Para decir «reavivar» usa un verbo griego (anazōpurein) que aparece solo dos veces en la Biblia y significa reavivar el fuego bajo las cenizas. Sin una atención constante, las cenizas de la incredulidad pueden sofocar la llama de la fe.

Entonces una oración brota espontáneamente de nuestro corazón: Ven, Espíritu Santo, Soplo de vida, ven y sopla sobre las cenizas que cubren nuestra fe.

¿Somos siervos inútiles?

La segunda realidad que emerge de la Palabra es el servicio. Un servicio humilde, de siervos, como dice Jesús en la segunda parte del Evangelio:
Cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: «Somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que teníamos que hacer».

La expresión «siervos inútiles» puede parecer irrespetuosa respecto a nuestro servicio. Nadie se considera un «siervo inútil». En realidad, la traducción no parece del todo exacta. Sería mejor traducir «siervos no necesarios» o «simples siervos». Todos podemos ser útiles, pero nadie es indispensable. Excepto el Siervo por excelencia, Jesús, que se presentó entre nosotros como el que sirve (Mc 10,45). Nadie puede enorgullecerse del servicio que presta. Al final, todo es don de Dios. «¿Qué tienes que no hayas recibido?», nos pregunta Pablo (1 Cor 4,7).

En realidad, es un honor para nosotros ser siervos del Señor. En la Escritura, «siervo» es un título honorífico cuando se relaciona con una gran figura. ¡Cuánto más ser siervos de Dios! Figuras como Moisés, David, los profetas, los apóstoles son llamados «siervos del Señor». Al ser siervos no perdemos nuestra dignidad, sino que la recuperamos. Jesús lo expresa bien en otro pasaje: «Dichosos aquellos siervos a quienes el Señor, al llegar, encuentre en vela; en verdad os digo que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, pasando, les servirá» (Lc 12,37).

Para la reflexión y la oración personal

Ven, Espíritu de Dios, sopla sobre las cenizas que cubren mi fe:
– las cenizas de una fe moralista y rutinaria,
– las cenizas de una fe oportunista en un «Dios-tapagujeros»,
– las cenizas de una fe caprichosa, infantil,
– una fe que hace exigencias, del «todo enseguida»,
– las cenizas de una fe derrotista, resignada, triste, desilusionada,
– una fe apagada, vivida sin pasión, que ya no espera nada.

Ven, Espíritu de Fuego, reaviva mi fe y hazla:
– una fe humilde, vivida en el servicio, como Jesús mi Señor,
– una fe en camino, que acepta límites y debilidades,
– una fe que no se escandaliza de los pecados ajenos,
– una fe que no se rinde, apasionada y contagiosa,
– una fe para tiempos de crisis, no apoyada en sostenes externos,
– una fe que se abandona al Misterio, sin pedir tantos porqués.

Espíritu, Don inefable del Padre, dame el don de la fe:
– la fe del centurión, a quien le basta una sola Palabra,
– la fe de la cananea, que no se cansa de llamar al corazón de Cristo,
– la fe de la pecadora que llora sus pecados a los pies del Maestro,
– la fe de la mujer a quien le basta tocar el borde del manto de Jesús,
– la fe de José, que obedece a Dios en silencio,
– la fe de María, que se proclama la sierva del Señor.

P. Manuel João Pereira Correia, mccj



P. Manuel João, Comboniano
Reflexión dominical
de la boca de mi ballena, ela
Nuestra cruz es el púlpito de la Palabra