P. Manuel João, Comboniano
Reflexión dominical
de la boca de mi ballena, ela
Nuestra cruz es el púlpito de la Palabra

Año C – Tiempo Ordinario – Domingo 23º
Lucas 14,25-33: “… ¡No puede ser mi discípulo!”

Estamos de camino con Jesús hacia Jerusalén. Un viaje largo, no tanto por la distancia como por su duración. En este trayecto, san Lucas inserta muchos episodios, encuentros y enseñanzas de Jesús. Se trata de un recurso literario del evangelista para introducirnos en el misterio del seguimiento del Señor.

Lucas abre el relato diciendo: “Cuando se cumplían los días en que iba a ser llevado al cielo, Jesús tomó la firme decisión de ir a Jerusalén” (Lc 9,51). El viaje concluirá a las puertas de la ciudad santa, con el llanto de Jesús: “Cuando estuvo cerca y vio la ciudad, lloró por ella, diciendo: ¡Si tú también comprendieras en este día lo que conduce a la paz!” (Lc 19,41). Y el Señor sigue llorando aún hoy por su ciudad. Y quizás también por nosotros, que hemos ignorado tantas de sus visitas.

¿Jesús, un profeta irritable?

Después del almuerzo en casa de uno de los jefes de los fariseos (pasaje del domingo pasado), hoy encontramos a Jesús de nuevo en camino. Estamos ya en el corazón de su viaje (Lc 9,51–19,44). El Evangelio de hoy comienza diciendo que “una gran multitud iba con Él”: una multitud entusiasta, quizás exaltada. Y sin embargo, Jesús parece casi molesto por tanta gente. No busca seguidores, sino discípulos. Tal vez pensó: “¡Esta gente no ha entendido nada!”. Jesús se siente incomprendido. ¿Cuántas veces habrá vivido momentos de decepción, saboreando el amargo gusto del fracaso?

Jesús ya había anunciado a los apóstoles, en dos ocasiones (cf. Lc 9,22 y 9,43-45), que las cosas no terminarían bien en Jerusalén. Su viaje no era en absoluto una marcha triunfal. Después del segundo anuncio de la Pasión, el evangelista comenta: “Pero ellos no entendían esta palabra; les estaba velada para que no la comprendieran, y temían preguntarle sobre ello” (Lc 9,45). Los apóstoles no entendían. Pero se intuye que, tal vez, ni siquiera querían entender. ¡Como nosotros, que tantas veces hacemos oídos sordos ante la Palabra!

En realidad, Jesús no fue blando ni siquiera con las multitudes, desde que emprendió el camino hacia Jerusalén. Si repasamos los capítulos anteriores, encontramos palabras muy duras dirigidas al pueblo: “Esta generación es una generación malvada” (Lc 11,29); “¡Hipócritas! Sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo; ¿cómo es que no sabéis interpretar este tiempo?” (Lc 12,56). Jesús se enfrenta con casi todos. Solo con los apóstoles se muestra más tierno, a pesar de todo (cf. Lc 10,21-24; 12,4-7; 12,32).

Y sin embargo, las multitudes eran atraídas por este rabino tan singular, y seguían esperando que fuera él el Mesías esperado. ¡Quizás eran las mismas multitudes que, hasta hace algunas décadas, también llenaban nuestras iglesias!…

Jesús no teme desafiar a esta multitud de simpatizantes, como ya había hecho un día en la sinagoga de Cafarnaúm. Entonces, “muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con Él”, murmurando: “¡Esta palabra es dura! ¿Quién puede escucharla?” (Jn 6,60-66).

¿Jesús, un promotor vocacional torpe?

Él se dio vuelta y les dijo:

  • Si alguien viene a mí y no me ama más que a su padre, a su madre, a su esposa, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser mi discípulo’” (v. 26);
  • Quien no carga con su cruz y viene detrás de mí, no puede ser mi discípulo” (v. 27);
  • El que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo” (v. 33).

Jesús siempre había sido franco y claro con respecto a las exigencias del seguimiento, tanto con quienes se ofrecían a seguirlo como con aquellos a quienes Él mismo llamaba (cf. Lc 9,57-62), pero nunca como ahora. Son frases duras, chocantes, provocadoras, destinadas a sacudir la conciencia de las multitudes de ayer y la nuestra, que las escuchamos hoy.

Jesús propone exigencias paradójicas. A quien desea seguirlo, le presenta tres condiciones innegociables: 1) ponerlo por encima de la familia y de uno mismo; 2) cargar con la propia cruz; 3) renunciar a los bienes. Son tres condiciones que abarcan todas las dimensiones de la persona: la relación con los demás, consigo mismo y con el mundo. Se trata de una triple inmolación: de los afectos, de la vida y de los bienes.

¿Por qué propone Jesús estas exigencias a sus discípulos? ¡Para hacerlos libres! Todo vínculo puede convertirse en esclavitud. Pensándolo bien, Jesús no hace más que invitarnos a anticipar voluntariamente lo que la vida se encargará de hacer más adelante: despojarnos de la familia, de nuestras fuerzas, de nuestros proyectos y sueños, y de nuestros bienes. En el fondo, se trata de vivir lo que san Pablo decía a la comunidad de Corinto: los que tienen esposa, vivan como si no la tuvieran; los que usan de los bienes del mundo, como si no los usaran (cf. 1 Cor 7,29-31).

Para reforzar esta enseñanza, Jesús cuenta dos breves parábolas: la del hombre que quiere construir una torre y la del rey que se prepara para enfrentar una guerra. Ambos deben primero sentarse, reflexionar y calcular si tienen los medios para llevar a cabo la empresa. Del mismo modo, el cristiano que desea edificar su vida (cf. 1 Cor 3,12-15) o afrontar el combate espiritual (cf. 2 Tim 4,7), no puede ser superficial ni descuidado, corriendo el riesgo de fracasar en el sentido mismo de su existencia.

¿Cuál será nuestra reacción ante esta Palabra de Jesús?

Tal vez estemos demasiado acostumbrados a escucharla como para captar verdaderamente su peso. O quizá pensemos que estas palabras están dirigidas solo a unos pocos elegidos, llamados a una vocación de especial consagración. ¡Pero no es así! No existen cristianos de primera y de segunda categoría. Esta exigencia atañe a todo aquel que desea ser discípulo de Jesús.

¡Pobres de nosotros, sacerdotes y predicadores, llamados a comentar este Evangelio! La tentación es grande: bajar el listón para no incomodar a nuestras asambleas. Y en el fondo, ¿qué ejemplo damos nosotros en vivir concretamente esta Palabra?

Que nos anime lo que escribió Orígenes — escritor eclesiástico de los siglos II-III, una de las grandes mentes de la historia de la Iglesia:
“No quiero añadir al pecado de no hacerlo, el pecado de no anunciarlo.”

P. Manuel João Pereira Correia, mccj