23º Domingo del Tiempo Ordinario (C)
Lucas 14, 25-33

25 Lo acompañaban por el camino grandes multitudes; él se volvió y les dijo:
26 – Si uno quiere venirse conmigo y no me prefiere a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a sí mismo, no puede ser discípulo mío. 27Quien no carga con su cruz y se viene detrás de mí, no puede ser discípulo mío.
28 Ahora bien, si uno de vosotros quiere construir una casa, ¿no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? 29 Para evitar que, si echa los cimientos y no puede acabarla, los mirones se pongan a burlarse de él a coro 30 diciendo: “Este empezó a construir y no ha sido capaz de acabar”.
31 Y si un rey va a dar batalla a otro, ¿no se sienta primero a deliberar si le bastarán diez mil hombres para hacer frente al que viene contra él con veinte mil? 32 Y si ve que no, cuando el otro está todavía lejos, le envía legados para pedir condiciones de paz.
SENTARSE Y CALCULAR
Dolores Aleixandre
Es tan fuerte el tema central de este evangelio (…) que resulta casi imposible abordarlo de frente. Por eso, lo mejor es poner en práctica el consejo que recibimos en él: sentarnos a pensar. Tenemos la sensación de que el seguimiento de Jesús implica siempre el dinamismo de moverse, desplazarse y caminar pero a veces lo más aconsejable resulta ser eso de sentarse. He probado más de una vez en grupos cristianos a hacer esta pregunta: ¿cuál fue la primera acción de Jesús de la que dan cuenta los evangelios, el primer verbo del que Jesús aparece como sujeto? Las respuestas suelen ser; “curar”, “anunciar el reino”, “llamar…” y nadie se acuerda de este texto de Lucas cuando narra la escena del niño Jesús perdido en el templo: “Al cabo de tres días, lo encontraron en el templo sentado en medio de los doctores, escuchándolos y haciéndoles preguntas” (Lc 2,46). Los epígrafes de las Biblias y los títulos de los cuadros que representan la escena suelen ser engañosos: vemos a Jesús de pie con el dedito en alto en actitud de maestro y un grupo de sabios sentados escuchándole: “Jesús niño enseñando en el Templo”, o, “El Niño enseñando a los doctores”. Nada de eso: él estaba sentado, escuchando y preguntando.
En las dos parábolas de hoy se nos proponen como modelo a dos personajes que supieron sentarse y calcular. Este segundo verbo tiene también poco predicamento porque parece ser lo contrario de ser generoso y dar sin medida que parecen sintonizar mejor con el talante de Jesús. Sí, pero no siempre porque en estas parábola lo sensato no es arriesgarse a emprender algo (una construcción, una empresa militar…), sino algo muy distinto: sacarla calculadora, hacer cuentas, acudir a expertos, estudiar costos, prever resultados Seguir a Jesús es una tarea de construcción y para eso hay que estudiar qué espacios hay que cavar, a qué profundidad hay que echar los cimientos, qué materiales serán necesarios, cuántos obreros harán falta. El seguimiento tiene también mucho de combate: habrá que enfrentarse con enemigos, hará falta valentía, se correrán riesgos, habrá que afrontar fatigas, hambre, sed y cansancio.
Nos viene bien sentarnos. Y levantarnos después si la reflexión nos ha hecho más conscientes de la gravedad de la decisión que hemos tomado. Y también de su dicha.
REALISMO RESPONSABLE
José A. Pagola
No puede ser discípulo mío.
Los ejemplos que emplea Jesús son muy diferentes, pero su enseñanza es la misma: el que emprende un proyecto importante de manera temeraria, sin examinar antes si tiene medios y fuerzas para lograr lo que pretende, corre el riesgo de terminar fracasando.
Ningún labrador se pone a construir una torre para proteger sus viñas, sin tomarse antes un tiempo para calcular si podrá concluirla con éxito, no sea que la obra quede inacabada, provocando las burlas de los vecinos. Ningún rey se decide a entrar en combate con un adversario poderoso, sin antes analizar si aquella batalla puede terminar en victoria o será un suicidio.
A primera vista, puede parecer que Jesús está invitando a un comportamiento prudente y precavido, muy alejado de la audacia con que habla de ordinario a los suyos. Nada más lejos de la realidad. La misión que quiere encomendar a los suyos es tan importante que nadie ha de comprometerse en ella de forma inconsciente, temeraria o presuntuosa.
Su advertencia cobra gran actualidad en estos momentos críticos y decisivos para el futuro de nuestra fe. Jesús llama, antes que nada, a la reflexión madura: los dos protagonistas de las parábolas «se sientan» a reflexionar. Sería una grave irresponsabilidad vivir hoy como discípulos de Jesús, que no saben lo que quieren, ni a dónde pretenden llegar, ni con qué medios han de trabajar.
¿Cuándo nos vamos a sentar para aunar fuerzas, reflexionar juntos y buscar entre todos el camino que hemos de seguir? ¿No necesitamos dedicar más tiempo, más escucha del evangelio y más meditación para descubrir llamadas, despertar carismas y cultivar un estilo renovado de seguimiento a Jesús?
Jesús llama también al realismo. Estamos viviendo un cambio sociocultural sin precedentes. ¿Es posible contagiar la fe en este mundo nuevo que está naciendo, sin conocerlo bien y sin comprenderlo desde dentro? ¿Es posible facilitar el acceso al Evangelio ignorando el pensamiento, los sentimientos y el lenguaje de los hombres y mujeres de nuestro tiempo? ¿No es un error responder a los retos de hoy con estrategias de ayer?
Sería una temeridad en estos momentos actuar de manera inconsciente y ciega. Nos expondríamos al fracaso, la frustración y hasta el ridículo. Según la parábola, la “torre inacabada” no hace sino provocar las burlas de la gente hacia su constructor. No hemos de olvidar el lenguaje realista y humilde de Jesús que invita a sus discípulos a ser “fermento” en medio del pueblo o puñado de “sal” que pone sabor nuevo a la vida de las gentes.
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NO PODEMOS CAMINAR EN DOS DIRECCIONES
Fray Marcos
Sigue en camino hacia Jerusalén y Jesús advierte a la multitud, que le seguía alegremente, de las dificultades que entraña un auténtico seguimiento. Les hace reflexionar sobre la sinceridad de su postura. Solo en el contexto del seguimiento de Jesús, podemos entender las exigencias que nos propone. Hace unos domingos, Jesús decía al joven rico: Si quieres llegar hasta el final… Hoy nos dice: si no piensas llegar hasta el final, es mejor que no emprendas el camino. Si no eres capaz de concluir la obra has fracasado. Si decides caminar con él, deja de caminar en otra dirección.
Una de las interpretaciones equivocadas de este radicalismo, es entender el mensaje como dirigido a unos cuantos privilegiados, que serían cristianos de primera. Jesús no se dirige a unos pocos, sino a la multitud que le seguía. Pero lo hace personalmente. “Si uno quiere…” La respuesta tiene que ser también personal. No hay cristianismo a dos velocidades; una la de los clérigos, y otra la de los laicos. Esta visión no puede ser más contraria al mensaje. Todos los seres humanos estamos llamados a la misma meta.
No se trata de machacar o anular el instinto (es lo que hemos predicado con frecuencia). Sería una tarea inútil porque el instinto es anterior a mi voluntad y escapa a su control. Se trata de que el instinto no sea manipulado por la voluntad, torciéndolo hacia una chata obtención de placer o seguridades. El fin que el instinto quiere garantizar es bueno en sí. El placer que ha desplegado la evolución es un medio para garantizar el objetivo. Si nuestra voluntad convierte el placer en fin, estamos tergiversando el instinto.
Tres son las exigencias que propone Jesús: 1ª.- Posponer a toda su familia. 2ª.- Cargar con su cruz. 3ª.- Renunciar a todos sus bienes. Las tres se resumen en una sola: total disponibilidad. Sin ella no puede haber seguimiento. No es fácil entender bien lo que Jesús propone. La manera de hablar nos puede despistar. En una lengua que carece de comparativos y superlativos, tiene que valerse de exageraciones para expresar la idea. Lo notable es que se haya mantenido la literalidad en el texto griego, que dice “misei” = odia, aborrece, ten horror. No podemos entenderlo al pie de la letra.
Tampoco podemos ignorarlas. Son como los famosos “koan” del zen. Tienen que hacernos trascender la formulación y meternos por el camino de la intuición. Fallamos estrepitosamente cuando queremos comprenderlas racionalmente. La verdad que quieren trasmitir no es una verdad lógica, sino ontológica. No podemos entenderla con la razón, pero podemos intuir por dónde van los tiros. Para la primera exigencia la clave está en: “incluso a sí mismo”. El amor a sí mismo puede ser nefasto si se refiere al falso yo que lleva al egoísmo. El ego tiene también su padre y su madre, sus hijos y hermanos.
El amor a la familia puede ser la manifestación de un egoísmo amplificado, que busca afianzar el individualismo en los “yoes” de los demás. Lo que se busca en ese amor es mi egoísmo, sumado al egoísmo de los demás. Ese yo ampliado es mucho más fuerte y asegura mejor el pequeño yo de cada uno. El seguir a Jesús está basado en el amor. Perro el amor que nos pide no está reñido con el verdadero amor al padre o a la madre. Si el seguimiento es incompatible con el amor a la familia es que ese amor está mal planteado. Seguir a Jesús nos enseñará a amar más también a nuestros familiares.
Otro problema muy distinto es que ese seguimiento provoque en los familiares la oposición y el rechazo, como le pasó al mismo Jesús. Entonces no se puede ceder a las exigencias del instinto, porque está maleado. Si los familiares, muy queridos, te quieren apartar de tu verdadera meta, está claro que no puedes ceder. El hombre alcanza su plenitud cuando despliega su capacidad de amor, que es lo específicamente humano. Este amor no puede estar limitado, tiene que llegar a todos. Por eso, el profesar un verdadero amor a una persona no puede impedir ni condicionar la entrega a otros.
Cargar con la cruz hace referencia al trance más difícil y degradante del proceso de ajusticiamiento de una condenado a muerte de cruz. El reo tenía que transportar él mismo el travesaño de la cruz. Jesús va a Jerusalén precisamente a ser crucificado. No olvidemos que los evangelios están escritos mucho después de la muerte de Jesús, y la tienen siempre presente. Está haciendo referencia a lo que hizo Jesús, pero a la vez, es un símbolo de las dificultades que encontrará el que se decide a seguirle. Una vez emprendido el camino de Jesús, todo lo que pueda impedirlo, hay que superarlo.
Renunciar a todos sus bienes. Recordemos que a los que entraban a formar parte de la primera comunidad cristiana se les exigía que pusieran a disposición de todos lo que tenían. No se tiraban por la borda los bienes. Solo se renunciaba a disponer de ellos al margen de la comunidad. El objetivo era que en la comunidad no hubiera pobres ni ricos. Hoy sería imposible llevar a la práctica este desprendimiento. Pero podemos entender que la acumulación de riquezas se hace siempre a costa de otros seres humanos. Hoy tendríamos que descubrir que lo que yo poseo puede ser causa de miseria para otros.
Debemos aclarar otro concepto. El seguimiento de Jesús no puede consistir en una renuncia, es decir, en algo negativo. Se trata de una oferta de plenitud. Mientras sigamos hablando de renuncia, es que no hemos entendido el mensaje. No se trata de renunciar a nada, sino de elegir lo mejor. No es una exigencia de Dios, sino una exigencia de nuestro ser. Jesús vivió esa exigencia. La profunda experiencia interior le hizo comprender a dónde podía llegar el ser humano si despliega todas sus posibilidades de ser. Esa plenitud fue también el objetivo de su predicación. Jesús nos indica el camino mejor.
En cuanto a las dos parábolas, lo que propone Jesús es que no se puede nadar y guardar la ropa. Queremos ser cristianos, pero a la vez, queremos disfrutar de todo lo que nos proporciona la sociedad de consumo. No tenemos más remedio que elegir. Preferir el hedonismo es un error de cálculo. Las parábolas quieren decirnos que se trata de la cuestión más importante que nos podemos plantear, y no debemos tratarla a la ligera. Para que un avión despegue debe alcanzar una velocidad crítica. Si no la consigue, seguirá rodando por la pista indefinidamente. Es lo que hacemos nosotros.
Antes de poner los cimientos de un edificio debemos calcular si podré terminarlo con los medios que tengo. Si no me alcanza, es mejor que no empiece a construir porque será perder lo que tengo. Si declaro la guerra a otro y no calculo bien mis fuerzas, está claro que el que va a salir perdiendo soy yo. Los cristianos nos conformamos con rodar y rodar por la pista sin darnos cuenta de que estamos haciendo el ridículo. Estamos diseñados para despegar. Si nos conformamos con rodar, nuestro diseño no ha servido para rada. Bien entendido que lo logrado no va ser el resultado de nuestro esfuerzo.
LA CRUZ, UNA IGNOMINIA CONVERTIDA EN SIGNO DE “GLORIA
Fernando Armellini
Introducción
Es famoso el dicho de un padre del desierto: “Llegará un día en que los hombres enloquecerán. Y al ver a uno que es cuerdo, se volverán contra él diciendo: «¡Tú estás loco!», por ser diferente de ellos.” Pablo ha pasado por esta experiencia: “Los judíos piden milagros, los griegos buscan sabiduría mientras que nosotros anunciamos un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos” (1 Cor 22-23). ¿Dónde está la verdadera sabiduría? La lógica de la cruz no es la del mundo… y el hombre crece asimilando la lógica del mundo. Cuando se le anuncia “la locura de la cruz” es normal, e incluso saludable, que se enfrente con la duda y la perplejidad y que se detenga a reflexionar sobre la decisión a tomar.
Nosotros buscamos la vida, no la muerte; tratamos de evitar todo lo que nos hace sufrir. La cruz no evoca, desgraciadamente, la idea de Salvación. Ciertas formas de mortificación, de penitencias, de prácticas ascéticas han hecho un flaco servicio a la hora de comprender la invitación del Señor a tomar la cruz.
El cristiano no aspira al dolor (tampoco Jesús lo ha buscadosino al amor. No obstante, cuando el amor es vivido “hasta el extremo” (Jn 13,1), llega hasta el don de la vida. Es ésta la razón por la que la cruz, signo de muerte, se convierte en símbolo de Vida.
Hasta finales del siglo III, los símbolos cristianos eran el ancla, el pescador, el pez… nunca la cruz. Será a partir del siglo IV, con el célebre descubrimiento del instrumento de suplicio de Jesús por parte de Santa Elena, que la cruz se convertirá en símbolo de victoria, no sobre los enemigos del emperador Constantino antes de la batalla del Puente Milvio sino sobre la muerte y sobre todo lo que hace morir. Tomar partido por la cruz es tomar partido por la Vida… Pero esto es difícil comprenderlo.
• Para interiorizar el mensaje, repetiremos:
“Danos, Señor, la sabiduría de la Cruz.”
Primera Lectura: Sabiduría 9,13-18b
13¿Qué hombre conoce los planes de Dios? ¿Quién comprende lo que Dios quiere? 14Los pensamientos de los mortales son mezquinos y nuestros razonamientos son inseguros; 15porque el cuerpo mortal es un peso para el alma y la tienda terrestre abruma la mente que reflexiona. 16A duras penas adivinamos lo que hay en la tierra y con trabajo encontramos lo que está a nuestro alcance: ¿quién podrá rastrear las cosas del cielo? 17¿Quién conocerá tu designio, si tú no le das la Sabiduría enviando tu santo Espíritu desde el cielo? 18Sólo así fueron rectos los caminos de los que están sobre la tierra; así los hombres aprendieron lo que te agrada y la Sabiduría los salvó.
El capítulo 9 del libro de la Sabiduría contiene una estupenda oración para pedir a Dios la sabiduría. La lectura nos ofrece la tercera y la última parte.
La sabiduría de la que habla la Biblia no hay que confundirla con la erudición, el saber, la instrucción recibida en escuelas y universidades. El autor del libro de la Sabiduría era un hombre muy inteligente y preparado: había estudiado las ciencias, la aritmética, la física; conocía los movimientos de las estrellas, el comportamiento de los animales, las hierbas medicinales (cf. Sab 7,16-21) y, sin embargo, sentía la necesidad de pedir a Dios la sabiduría porque solo Él puede concederla.
Las nuevas técnicas de la crianza de animales, del cultivo de los campos para producir más y de mejor calidad, son problemas serios y urgentes, pero no son los más importantes. Hay interrogantes existenciales que es necesario afrontar porque de su solución depende el éxito o fracaso de toda una vida… y la ciencia es, y siempre lo será, impotente para dar una repuesta. ¿Qué valor dar al dinero, al éxito, al prestigio social, a la familia, a la profesión? Todo esto puede ser minusvalorado, pero también peligrosamente supervalorado.
Para poder tomar decisiones justas y ponderadas, es necesaria la “sabiduría”, es decir, la luz que viene de Dios porque –dice la lectura– siguiendo los propios impulsos y las propias intuiciones, la persona humana es incapaz de descubrir aquello que es bueno y justo. No puede conocer la voluntad de Dios, porque sus razonamientos son inciertos y titubeantes. Está demasiado condicionada por el cuerpo corruptible que carga la mente. Si ya le cuesta comprender las cosas de la tierra, ¿cómo podrá descubrir los pensamientos de Dios? (vv. 13-16).
Son demasiados los ponderables que condicionan los razonamientos y decisiones de los hombres: la educación recibida, las tradiciones asimiladas, ciertas voces persuasivas, la propaganda de los detentores del poder, la opinión dominante. No es fácil decidir libre y sabiamente, caminar por senderos justos, si Dios no envía su luz, si no comunica su sabiduría (vv. 17-18).
Los pensamientos de los humanos son con frecuencia débiles, frágiles, inconsistentes. No es de extrañar que la Palabra de Dios los contradiga tantas veces.
Segunda Lectura: Filemón 9b-17
9Yo, este anciano Pablo, y ahora prisionero por Cristo Jesús, 10te suplico en favor de un hijo mío que engendré en la prisión: Onésimo, 11antes, él no te prestó ninguna utilidad, pero ahora será de gran provecho para ti y para mí. 12Ahora te lo envío y con él mi corazón. 13Habría querido retenerlo junto a mí, para que, en tu lugar, me sirviese en esta prisión que sufro por la Buena Noticia. 14Pero sin tu consentimiento no quise hacer nada, para que tu buena acción no sea forzada sino voluntaria. 15Quizás se alejó de ti por breve tiempo para que puedas recobrarlo definitivamente; 16y no ya como esclavo, sino como algo mucho mejor que esclavo: como hermano muy querido para mí y más aun para ti, como hombre y como cristiano. 17Si te consideras compañero mío, recíbelo como a mí.
Si los Colosenses han conservado con devoción este corto mensaje dirigido por Pablo a un cristiano de sus comunidades, significa que, no obstante su brevedad, lo han considerado como una preciosa herencia. El episodio que lo ha originado es conmovedor. Si a esto se añade el tono afectuoso, delicado y dulce con que Pablo lo ha redactado (basta considerar las palabras con que comienza nuestra lectura: “Yo, este anciano Pablo, y ahora prisionero por Cristo Jesús”) secomprende la razón de la estima y veneración que han rodeado siempre a esta carta. Pero vayamos al asunto.
Pasando por la provincia del Asia, Pablo ha encontrado y convertido a Cristo a un joven y rico comerciante de Colosas, de nombre Filemón, quien se ha trasformado en un cristiano ejemplar. Pablo lo llama “nuestro querido colaborador Filemón” (Flm 1) y lo elogia encarecidamente: “he oído hablar de tu fe y amor a Dios y a todos los consagrados (Flm 5); “tu caridad me proporcionó gran alegría y consuelo porque, gracias a ti, los consagrados han sido aliviados” (Flm 7).
Filemón está casado (Apia, citada en el v. 2, es probablemente su esposa) y tiene a su servicio trabajadores, sirvientes, etcétera, siendo propietario de una casa lo suficientemente grande como para acomodar a toda la comunidad para los encuentros y la celebración semanal de la Eucaristía. Un día, uno de sus esclavos, un cierto Onésimo (que significa “útil”) le roba una buena suma y desaparece. Eran bastantes los esclavos que se daban a la fuga y que, generalmente, se perdían en las grandes ciudades, viviendo de chapuzas, limosnas o pequeños hurtos, tratando siempre de pasar desapercibidos porque, quien era devuelto a su amo, corría peligro de muerte.
No sabemos cómo haya podido este hombre conocer a Pablo; considerando que éste estaba en Éfeso, en prisión, los hechos han debido desarrollarse más o menos así: el fugitivo Onésimo llega a la gran metrópolis de Asia, se ve envuelto en alguna fechoría, es atrapado y da con sus huesos en la cárcel. Allí se encuentra con Pablo. Se hacen amigos y Pablo le habla a Onésimo del Señor Jesús. Después de algunos meses, Onésimo pide el bautismo y cuando recobra la libertad, quiere regresar a casa de su amo, pero no se atreve. El Apóstol, entonces, escribe una carta de presentación para que se la entregue personalmente a su amo y a toda la comunidad. Éste es el origen de la breve y estupenda Carta a Filemón que se nos propone hoy.
Pablo invita al amigo y a los cristianos de Colosas a no dejarse guiar por consideraciones humanas y pensar que Onésimo se ha hecho cristiano por oportunismo. Estos razonamientos son con frecuencia síntoma de un mezquino deseo de venganza. El Apóstol les recomienda recibir bien Onésimo, como si se tratara de su mismo hijo (v. 10), como si con él les enviara su corazón (v. 12), es decir, como a un hermano querido (v. 16). ¿Qué significa la pérdida de un poco de dinero comparada con la alegría de recibir a un hermano? (vv. 17-18). Quien ha cometido algún error no puede ser mirado con desconfianza para toda la vida.
¿Cómo terminó el asunto de Onésimo? No tenemos noticias seguras, pero todo hace suponerque fue muy bien recibido porque, algunos años después, en su Carta a los Colosenses, Pablo habla una vez más de “Onésimo, el fiel y querido hermano que es uno de ustedes” (Col 4,9). Cincuenta años más tarde, Ignacio de Antioquía recuerda a un cierto Onésimo, obispo de Éfeso. Podría tratarse de la misma persona.
Evangelio: Lucas 14,25-33
En el terreno religioso, las estadísticas, proyecciones, porcentajes, percepciones son útiles si ayudan a reflexionar sobre la propia responsabilidad y estimulan a evaluar las decisiones eclesiales a la luz del Evangelio. Son opinables y tendenciosas cuando culpan al hedonismo, allaicismo y al secularismo… de todas las culpas y fracasos de la comunidad eclesial. Pueden llegar a ser deletéreas si inducen a interpretar el aumento de adeptos como un motivo de orgullo, de vanidad, de autocomplacencia.
Frente a los ‘grandes números’, a las ‘muchedumbres oceánicas’ Jesús, en vez de alegrarse,se preocupa. Él siempre imagina a sus discípulos como ‘un pequeño rebaño’ (cf. Lc 12,32), como un poco de ‘sal’ (cf. Mt 5,13), como ‘levadura’ (cf. Mt 13,33), como un grano de ’mostaza’ (cf. Mt 13,31). No hay que maravillarse pues –como ocurre en el evangelio de hoy– de que Jesús quedara sorprendido al ver que “lo seguía una gran multitud” (v. 25). Temiendo que se tratase de un equívoco, de que las gentes hubieran malinterpretado sus palabras, se vuelve hacia ellas y comienza a explicarles qué implicaciones tiene el ser discípulos suyo (v. 25).
Jesús presenta tres exigencias, muy duras, que terminan, las tres, con el mismo, severo estribillo: “No puede ser mi discípulo” (vv. 26.27.33). Parece como si quisiera alejar en vez de atraer a aquellas personas. Este pasaje ha sido frecuentemente aplicado a la vocación monástica. En realidad, se dirige a todos los que vienen a Él con la intención de hacerse cristianos.
Comencemos con una precisión. Jesús dice exactamente: “Si uno viene a mí”. No: “Si uno quiere venir detrás de mí” (v. 26). Se trata de una diferencia sutil pero significativa, que revela la intención del evangelista. Lucas quiere dirigir las palabras de Jesús a los numerosos convertidos de sus comunidades que han experimentado la atracción del Maestro, sienten simpatía por Él y por su mensaje, pero también tratan de “domesticar” el Evangelio, de hacerlo más llevadero.
Las condiciones que pone Jesús no son negociables.
■ La primera condición: “Si alguien viene a mí y no me ama más que a su padre y su madre, a su mujer y sus hijos, y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo” (v. 26). Cuando presenta los requisitos de la vocación cristiana, Jesús usa siempre imágenes muy fuertes. No quiere que nadie se haga ilusiones. Hace algunos domingos le escuchamos decir a quien quería seguirlo: “Los zorros tienen madriguera, las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza”… “Deja que los muertos entierren a sus muertos” (Lc 9,57-62). En otra ocasión ha hablado de la necesidad de sacarse el ojo y de cortarse la mano o el pie que escandaliza (cf. Mc 9,43-47). Nunca, sin embargo, había llegado a afirmar que es necesario odiar (como se traduce a veces este versículo) a los propios familiares e incluso a la propia vida. ¿Cómo es esto posible, siendo que el cristiano debe amar incluso hasta a sus enemigos?
Hay quienes tratan de soslayar la dificultad diciendo que, en la lengua de Jesús, el verbo odiar también significa ‘amar menos’, ‘poner en segundo lugar’. Es cierto, pero quizás no sea ésta la solución justa. En primer lugar, el amor no tiene límites; por tanto, cuanto más ama una persona, mejor persona es. Dios no es celoso y considera como dirigido a Él mismo todo el amor con que amamos a los demás (cf. Mt 25,40). No hay que tener miedo a exagerar. Por otra parte, reducir las palabras a mera cuestión de cantidad (“amarlo un poco más o un poco menos”) quiere decir que no comprendemos a Dios.
Cuando Jesús habla de odio se refiere a los cortes netos que es necesario hacer cuando está en juego la fidelidad al Evangelio. Odiar significa tener el coraje de romper los vínculos más queridos cuando constituyen un impedimento para seguirlo. Es la invitación dirigida a los cristianos de las comunidades de Lucas a desasociarse, a oponerse de todas las maneras posibles,a aquello que es contrario al Evangelio, aun cuando esto signifique enfrentarse a un amigo, herir la sensibilidad de algún familiar, romper compromisos. Estos comportamientos radicales, este posicionamiento íntegro, pueden ser clasificados como “odio”; sin embargo, son gestos valientes de auténtico amor.
■ La segunda condición: “Quien no carga con la cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo” (v. 27). Esta frase es interpretada frecuentemente como una invitación a soportar con paciencia las contrariedades, los pequeños o grandes sufrimientos de la vida. Otras veces es comprendida como una invitación a mortificarse, a hacer sacrificios.
Jesús no hace un llamamiento a la resignación sino al compromiso de dar testimonio, incluso con la propia vida, de la propia fe. El martirio es una eventualidad con la que hay que contar, porque la propuesta de vida nueva –la de las Bienaventuranzas– es incómoda, va contracorriente, puede provocar reacciones agresivas por ser considerada peligrosa para el buen ordenamiento social o religioso, pudiendo desencadenar oposición violenta. Quizás se trate solamente de violencia verbal (insultos, injurias, difamación, desprecio), pero puede degenerar también en discriminación, marginación social o religiosa, prohibición, llegando incluso a la violencia física, a matar, como le ha sucedido a Jesús.
Esta es la cruz que debe esperar todo discípulo. Antes de introducir la tercera condición, Jesús narra dos breves parábolas. La primera habla de un hombre que, queriendo proteger su cosecha de ladrones y animales, decide construir una torre en su campo y poner un guarda. No comienza los trabajos, sin embargo, sin haber calculado antes la suma necesaria para llevar a término la obra, pues está en juego su reputación (vv. 28-30).
La segunda parábola habla de un rey que quiere emprender una guerra. También él se sienta y evalúa la fuerza de su ejército (vv. 31-32). Un dicho popular lo expresaba así: antes de ir a cazar leones, agarra tu lanza y clávala en suelo. Si no logras hacer que penetre en profundidad, renuncia a tu proyecto. ¡Los leones son demasiado fuertes para ti!
Parece como si las dos parábolas fueran más bien una invitación a renunciar a la vocación cristiana. En realidad, ambas pretender dejar en claro la seriedad y el compromiso que comporta esta elección. Quien ha escuchado el Evangelio no puede hacerse la ilusión de haberse convertido ya en discípulo; no son suficientes los arrebatos y el entusiasmo inicial; es necesaria la constancia y la fuerza para perseverar.
■ La tercera condición: “Quien no renuncie a sus bienes no puede ser mi discípulo” (v. 33). No se trata de dar algunos centavos de limosna. Es necesario renunciar a todo. ¡No es broma! Para hacer practicable esta exigencia, se ha ideado una muy pobre solución: son solamente losInstitutos de perfección (los religiosos, los monjes, las monjas) quienes –profesando los votos– se comprometen a practicar íntegramente lo que Jesús exige. Los cristianos simples puedenseguir poseyendo y administrando sus bienes, pero tienen que resignarse a ser cristianos imperfectos. Es decir, la renuncia a los bienes no sería un precepto para todos sino un “todavía más” ofrecido solamente a algunos héroes decididos a poner en práctica incluso los consejos opcionales del Evangelio.
Se trata de un torpe truco. La exigencia de renuncia total a los bienes no se dirige solamente a algunos sino a toda persona que viene a Jesús. Y para que no haya dudas, Lucas ha referido más de una vez esta condición puesta por el Maestro (cf. Lc 12,33; 18,22…).
No es fácil formular propuestas concretas. Lucas, por ejemplo, ha presentado en los Hechos de los Apóstoles a la comunidad primitiva en la que no había ningún pobre porque todos habían puesto en común sus bienes (cf. Hch 2,44-45; 4,32-35). Lo cierto es que la opción de seguir a Cristo conlleva una relación completamente nueva con los bienes de este mundo.