P. Manuel João, Comboniano
Reflexión dominical
de la boca de mi ballena, ela
Nuestra cruz es el púlpito de la Palabra

Año C – 17º Domingo del Tiempo Ordinario
Lucas 11,1–13: “Señor, enséñanos a orar”

El evangelio de este domingo nos ofrece la versión lucana del Padre Nuestro. Nosotros conocemos de memoria la versión del Evangelio según san Mateo, estructurada en siete peticiones (Mt 6,9–13). La de san Lucas, más breve, contiene solo cinco. Sin embargo, esta diferencia no altera su esencia.

«Jesús estaba orando en cierto lugar; cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: Señor, enséñanos a orar». Este discípulo anónimo nos representa a todos. Contemplar a Jesús sumido en la oración despierta en nosotros el deseo de entrar en su experiencia de profunda intimidad con el Padre, nosotros que tantas veces encontramos difícil orar.

El pasaje del evangelio se compone de tres partes:
– la oración de Jesús y la enseñanza del Padre Nuestro (vv. 1–4);
– la parábola del amigo insistente (vv. 5–8), que nos invita a orar sin desanimarnos;
– y, finalmente, la comparación con la relación padre-hijo (vv. 9–13), para despertar en nosotros la confianza de un niño:
«Si vosotros, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan!»

¿Dios: Padre o padrastro?

Jesús habla desde su experiencia como Hijo. Pero, ¿por qué la nuestra a menudo es tan diferente? A veces —de forma inconsciente— pensamos que el Padre celestial es más severo que nuestro padre terrenal. Voltaire escribía: «Nadie querría tener a Dios como padre terrenal», y F. Engels concluía: «Cuando un hombre conoce a un Dios más severo y cruel que su propio padre, entonces se vuelve ateo» (citas tomadas de Enzo Bianchi).

¿De dónde proviene esta imagen tan distorsionada de Dios? ¿Quizás de nuestras decepciones en la oración? ¿Y no serán estas fruto de una idea equivocada de la oración? De hecho, muchas de nuestras oraciones son peticiones de… ¡milagros! Pedir milagros es posible, pero arriesgado. La Escritura considera que esto puede ser una manera de “tentar a Dios” (cf. Lc 4,12), porque se termina reduciendo a Dios a un ídolo —y los ídolos siempre decepcionan.
La oración, en cambio, es la máxima expresión del ejercicio de la fe, la esperanza y la caridad. Y cuando se reza con confianza, esperanza y amor filial, entonces sí, ocurre el milagro: no tanto fuera, sino dentro de nosotros, mediante la acción transformadora del Espíritu Santo.

Algunas reflexiones sobre el Padre Nuestro

Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino

“Padre” es un nombre atribuido a Dios en muchas religiones. Lo original del cristianismo es la conciencia de ser “hijos en el Hijo”. La naturaleza de esta oración —hecha en primera persona del plural— es profundamente misionera, ya que el “nosotros” abarca no solo a la comunidad cristiana, sino a toda la humanidad.

Al Padre le pedimos, ante todo, la santificación de su Nombre. Pero comenzando por nosotros: «No profanaréis mi santo nombre» (Lv 22,32). Cada uno de nosotros puede ser el “lugar” donde se santifica continuamente el Nombre de Dios, revelando su paternidad, o bien el lugar de su profanación.

La segunda petición es la venida del Reino de Dios. Era una necesidad muy sentida en tiempos de Jesús. En el Nuevo Testamento aparece 122 veces la expresión “Reino de Dios”, 90 de ellas en boca de Jesús (F. Armellini). Reino y Evangelio parecen coincidir en la predicación de Jesús (cf. Mc 1,15). Los hijos del Reino son fermento de “unos cielos nuevos y una tierra nueva, en los que habite la justicia” (2Pe 3,13).

Danos cada día nuestro pan cotidiano

La petición más humilde se encuentra en el centro de la oración del Padre Nuestro: es la tercera de cinco en la versión de Lucas, la cuarta de siete en la de Mateo. Tal vez no sea casualidad. Es en el compartir el pan donde se revela nuestro sentido de filiación y fraternidad.

En tiempos de Jesús, el pan tenía un valor simbólico muy fuerte: se consideraba sagrado. Partirlo y compartirlo, después de la bendición del jefe de familia, representaba el gesto más elevado de comunión doméstica. El pan se partía con las manos, con delicadeza, nunca con cuchillo.

Pedir el pan cotidiano a Dios significa reconocer que todo proviene de su paternidad, e implica un profundo sentido de fraternidad: quien reza el Padre Nuestro lo hace en plural, pidiendo pan para todos, no solo para sí mismo. Además, esta petición conlleva un llamado a la sobriedad, recordando la experiencia del maná en el desierto: debía recogerse día a día, sin acumular para el día siguiente (Éx 16,19–21). Acumular lo hacía pudrirse.

Vivimos en un mundo en el que las desigualdades sociales se han vuelto dramáticas e intolerables. Hace pocos días, un estudio de la ONG Oxfam revelaba que cuatro multimillonarios africanos poseen más de la mitad de la riqueza del continente. Hoy se necesitan voces proféticas como la de san Juan Crisóstomo —y de muchos otros Padres de la Iglesia— capaces de gritar como él: «¡El rico es un ladrón o heredero de ladrones!». Por eso, la petición del “pan de cada día” es la más revolucionaria e incómoda del Padre Nuestro.

perdona nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación

La petición de perdón es la forma más auténtica de ponerse ante Dios. Pedimos perdón por nuestros pecados: los míos, los nuestros, los de toda la humanidad. Esta petición presupone en nosotros un vivo sentido del pecado —lo cual no es nada obvio— y un encuentro constante y sincero con la Palabra de Dios. También nosotros, muchas veces, somos como los fariseos: hábiles para “colar el mosquito y tragarnos el camello” (Mt 23,24), listos para confesar “pecadillos” y ciegos ante graves injusticias de las que somos, en alguna medida, corresponsables.

A la petición de perdón se une también la que se refiere a la tentación. ¿Pero qué tentación? La palabra griega puede también significar “prueba”. La prueba forma parte necesaria del camino de la fe: puede purificar, pero también poner en peligro. Por eso pedimos al Padre que nos sostenga. Hay pruebas extraordinarias, pero también las hay cotidianas, que son las más insidiosas. A veces basta con la monotonía de la vida, el desgaste de lo diario o simplemente el paso del tiempo para apagar el entusiasmo y enfriar la fe.

En el Padre Nuestro se habla de “tentación” o “prueba” en singular, y para entender su significado podemos mirar la experiencia de Jesús. Él afronta dos momentos de prueba: en el desierto, donde debe elegir entre seguir la Palabra de Dios o ceder a la lógica del mundo; y en la Pasión, especialmente en Getsemaní, donde se enfrenta a un rostro de Dios desconcertante y misterioso, representado por la cruz. Estas dos pruebas, aunque distintas, están profundamente unidas: ambas ponen en cuestión la fidelidad a la misión según la lógica del Reino de Dios.
Así pues, la prueba —o tentación— de la que se habla en el Padre Nuestro no es simplemente la tentación del ser humano enfrentado a las dificultades de la vida. Es la tentación del discípulo, del misionero que ha hecho del Reino su mayor anhelo, la única razón de su vida. (Bruno Maggioni)

Para la reflexión personal

Meditar e interiorizar esta afirmación sorprendente y extraordinaria de Jesús:
«Así pues, yo os digo: pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; quien busca encuentra; y al que llama, se le abrirá.»

P. Manuel João Pereira Correia, mccj