Cuéntanos,
María: ¿qué has visto en el camino?

Juan 20, 11–18
“María estaba fuera, junto al sepulcro, llorando. Mientras lloraba, se inclinó hacia el sepulcro y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno a la cabecera y otro a los pies. Ellos le preguntaron: «Mujer, ¿por qué lloras?». Ella les respondió: «Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto». Dicho esto, se volvió y vio a Jesús allí, de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dijo: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?». Ella, pensando que era el jardinero, le respondió: «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a recogerlo». Jesús le dijo: «¡María!». Ella se volvió y le dijo en hebreo: «¡Rabbuní!», que quiere decir: «¡Maestro!». Jesús le dijo: «No me retengas, porque aún no he subido al Padre; pero ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y Padre vuestro, a mi Dios y Dios vuestro». María Magdalena fue a anunciar a los discípulos: «¡He visto al Señor!» y contó lo que él le había dicho.”
Cuéntanos, María: ¿qué has visto en el camino?
«La tumba de Cristo viviente, la gloria de Cristo resucitado,
y a los ángeles como testigos, el sudario y sus vestiduras.
¡Cristo, mi esperanza, ha resucitado!»
(Secuencia Pascual)
Creo que uno de los grandes personajes bíblicos del Nuevo Testamento que hay que colocar en “el candelero de nuestra casa” (Mateo 5,15) es precisamente María Magdalena, la mujer de la aurora gloriosa, la primera anunciadora de la resurrección de Cristo. Ella es la imagen perfecta de la Iglesia, esposa apasionada que pasa la noche buscando a su Amado. María Magdalena permanece íntima y estrechamente unida al acontecimiento que está en el origen y en el centro de nuestra profesión de fe: la fiesta de Pascua.
En efecto, para los cristianos, la Pascua marca su nacimiento y, en la medida de lo posible, es durante esta fiesta que los nuevos cristianos renacen al agua bautismal. ¡En ella se vencen todos nuestros miedos y se cumplen todos nuestros deseos! Quien acoge sin reservas el anuncio pascual no puede permanecer indiferente al grito del exultet que rompe el silencio de una asamblea expectante para invitar al cielo y a la tierra a alegrarse por la gran y gozosa noticia de la victoria de Cristo.
La Pascua es el triunfo inesperado de la Vida que hace renacer la Esperanza segura.
La Pascua es la estrella de la mañana que ilumina la noche profunda y abre el camino al sol del mediodía.
La Pascua es la explosión de la primavera que inaugura un tiempo de Belleza, estación de colores, de cantos y de flores.
¡Un cristiano cerrado a la Pascua es un derrotado del que se huye por el olor a muerte que desprende!
El cristiano pascual es mensajero de una alegría contagiosa, una unción perfumada capaz de resucitar el corazón de los moribundos.
María, la mujer de la aurora
La primera testigo de la Pascua es María Magdalena (Juan 20, 11–18). Su amor apasionado por el Maestro mantuvo su corazón en vela durante toda la noche del gran “paso”: “Yo dormía, pero mi corazón velaba” (Cantar de los Cantares 5,2). Y porque el amor la mantuvo despierta, el Amado se le muestra primero a ella.
A ella queremos preguntarle: Cuéntanos, María: ¿qué has visto en el camino? (Secuencia del Domingo de Pascua). Sí, interrogar a los testigos sobre lo que han visto. Por desgracia, hoy nuestra sociedad, impregnada de una cultura del recelo y la transgresión, atraída por el prurito de la “novedad” y empeñada en satisfacer sus propios deseos, se rodea de maestros y fabuladores (2 Timoteo 4,1–5).
Pablo VI afirmaba que “el mundo escucha mejor a los testigos que a los maestros”, pero hoy eso ya no está tan claro. Aquellos “que ven con ojos capaces de penetrar lo invisible” (Hebreos 11,27) suelen ser ridiculizados y tachados de visionarios o cuentistas, mientras que los que “no ven” —y por ello niegan la realidad espiritual invisible a los ojos miopes de los nuevos maestros— son considerados iluminados y aplaudidos por las grandes masas.
María, la amante
Hijos como somos también nosotros de una sociedad “incrédula”, se hace necesaria una presentación de esta testigo privilegiada. Desmintamos, en primer lugar, una confusión: María Magdalena no es la “mujer pecadora” de la que se habla en Lucas (7,36–50) ni la adúltera del Evangelio de Juan (8,1–11). En realidad, en los Evangelios se habla de varias Marías que siguen a Jesús: además de María, madre de Jesús, están María de Betania, María esposa de Cleofás, María madre de Santiago el Menor, y, por supuesto, nuestra María Magdalena. Esta procede de Magdala, un pueblo a orillas del lago de Tiberíades que da origen a su nombre. Se trata de una mujer que había sufrido mucho, pero fue liberada de siete demonios (Lucas 8,2), y sigue a Jesús desde la Galilea, desde el principio.
¿Qué caracteriza a María Magdalena? ¡Un gran amor! Es una mujer apasionada por Jesús, que no se resigna a perderlo, y se aferra a aquel cuerpo inerte como última oportunidad de tocar a “Aquel a quien su corazón ama” (Cantar 3,1–4). De ahí surge una nueva confusión, reciente, creada por otro “maestro del engaño”, Dan Brown, escritor norteamericano que escribió El Código Da Vinci, un éxito editorial mundial (2003). Según Brown, Magdalena sería en realidad la amante de Jesús… Sí, María Magdalena es la gran amante de Jesús, pero no en sentido carnal, como propone Brown.
Si el “discípulo amado” (quizás el apóstol Juan, según la tradición, aunque en el Evangelio no se lo identifique así) es el prototipo del discípulo, María Magdalena es, de algún modo, su equivalente femenino (sin eclipsar por ello la figura de la Virgen María). María Magdalena es la “discípula preferida” y la “primera apóstol” del Cristo resucitado. Ella, llamada dos veces “mujer”, representa a la nueva humanidad sufriente y redimida, a la Eva transformada por el Amor del Esposo, ese amor perdido en el jardín del Edén y recuperado ahora en el nuevo jardín (Juan 19,41) donde descendió su Amado (Cantar 5,1).
Cuéntanos, María: ¿qué has visto en el camino?
Cuéntalo con el fuego de tu pasión. ¡Déjanos contemplar en tus ojos lo que ha visto tu corazón! Porque la vocación de un apóstol no tiene valor si no se vive con la misma pasión que tú.
Permanecer y llorar
La vocación de María Magdalena está animada por el amor y, al mismo tiempo, por la fe. Ambas son necesarias: la fe da fuerza para caminar, el amor da alas para volar. La fe sin amor no arriesga; el amor sin fe puede perderse. La esperanza es hija de las dos. Son el amor y la fe los que empujan a María Magdalena a permanecer junto al sepulcro, a llorar y a esperar. Aunque no sepa exactamente por qué. A diferencia de los dos apóstoles, Pedro (figura de la fe) y Juan (figura del amor), que se alejan del sepulcro, la mujer, que encarna ambas dimensiones, “permanece” y “llora”. Su permanencia es fruto de la fe; su llanto, fruto del amor. Permanece porque su fe persevera en la búsqueda, no se desanima ante el fracaso, interroga (a los ángeles, al jardinero), como la Amada del Cantar. ¡Espera contra toda esperanza! Hasta que, al reencontrar al Amado, se lanza a sus pies en vano intento de no dejarlo partir nunca más (Cantar 3,1–4).
Hoy nosotros, apóstoles y amigos de Jesús, al contrario, nos alejamos del “sepulcro” con facilidad. Nos falta fe para esperar que de una situación de muerte, vacío o derrota pueda renacer la vida. Ya no creemos en los milagros, no hay espacio en nosotros para esperar en un Dios capaz de resucitar a los muertos. Nos apresuramos a cerrar esos “sepulcros” con la “piedra muy grande” (Marcos 16,4) de nuestra incredulidad. Nuestra misión se convierte entonces en una lucha desesperada contra la muerte. Pero esa empresa está condenada al fracaso, porque la muerte reina desde el principio. Terminamos conformándonos con la obra de misericordia de “enterrar a los muertos”, olvidando que fuimos enviados para resucitarlos (Mateo 10,8). Enfrentar el sepulcro es el Rubicón del apóstol, su travesía del Mar Rojo (Éxodo 14–15). Sin remover la piedra de nuestra incredulidad, no veremos la gloria de Dios: “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?” (Juan 11,40).
No nos gusta llorar, sin duda porque amamos poco. “Llorar es propio del genio femenino”, decía san Juan Pablo II. Tal vez las mujeres sepan amar más. “Donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mateo 6,21). El corazón de María Magdalena está siempre en aquel jardín donde despidió al Maestro, y por eso está allí y llora. Nuestro corazón olvida demasiado pronto a sus muertos; preocupado por las “muchas cosas que hacer”, no tiene tiempo para quedarse y llorar con los que sufren.
Pero la audacia de permanecer y llorar no es estéril. A las lágrimas de María Magdalena responden los ángeles. No le devuelven el cadáver que busca, sino que le anuncian que “Aquel a quien su corazón ama” está vivo. Pero sus ojos necesitan ver y sus manos tocar al Amado, y Jesús, cediendo a la insistencia de su corazón, va a su encuentro.
Cuando la llama por su nombre: “¡María!”, su corazón se estremece al reconocer la voz del Maestro. Ser llamado por su nombre: ese es el deseo más profundo (y a menudo inconfesado) que llevamos dentro. Solo entonces la persona alcanza la plenitud de su ser y de su conciencia. Solo entonces podrá decir, con el fuego de un corazón enamorado:
«¡He visto al Señor!»
Y ese día, como María, también nosotros seremos testigos de primera mano:
“Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo que han tocado nuestras manos, esto les anunciamos: la Palabra de la vida. Porque la vida se manifestó, y nosotros la hemos visto, y damos testimonio, y les anunciamos la vida eterna, que estaba con el Padre y se nos manifestó.
Les anunciamos lo que hemos visto y oído, para que también ustedes estén en comunión con nosotros. Nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo.
Les escribimos esto para que nuestra alegría sea completa.”
(1 Juan 1,1–4)
Manuel João Pereira Correia, mccj