P. Manuel João, Comboniano
Reflexión dominical
de la boca de mi ballena, ela
Nuestra cruz es el púlpito de la Palabra

Año C – 15º Domingo del Tiempo Ordinario
Lucas 10,25-37: “¿Quién es mi prójimo?”

El pasaje evangélico de este domingo (Lucas 10,25-37) narra la parábola del llamado Buen Samaritano. Un doctor de la Ley pregunta a Jesús qué debe hacer para heredar la vida eterna. Jesús lo invita a responder por sí mismo, y el escriba ofrece una síntesis perfecta de la Ley: amar a Dios y al prójimo. Pero ante la pregunta: “¿Quién es mi prójimo?”, Jesús responde con una parábola.

Un hombre, bajando de Jerusalén a Jericó, es atacado por bandidos. El trayecto de 27 km, con un desnivel de unos mil metros (de Jerusalén, a +750 m, hasta Jericó, a -250 m), era muy peligroso, ya que atravesaba una zona escarpada y árida del desierto de Judea, ideal para emboscadas. Por ello, normalmente se recorría en caravana.

En la parábola, Jesús presenta la actitud de tres personajes ante el hombre herido: un sacerdote, un levita y un samaritano. El sacerdote y el levita, ambos relacionados con el culto en el Templo, lo ven y pasan de largo. En ese momento, los oyentes probablemente esperarían un tercer personaje “laico”, con una cierta crítica velada al clericalismo —una crítica que quizás no habría desagradado ni a ellos ni a nosotros hoy.

Pero Jesús introduce a un samaritano, es decir, un hereje, un extranjero, un enemigo. Todos esperan ver qué hará. Y entonces, el samaritano “al verlo, se conmovió profundamente”. Supongo que todos se habrán quedado desconcertados. La parábola toma un giro de denuncia profética, desenmascarando una religiosidad vacía y formal. Hoy podríamos vernos reflejados en el sacerdote y el levita: los “creyentes”, los practicantes. Mientras que el samaritano representaría a aquellos que, sin apelar a Dios ni a su Ley, actúan con generosidad y altruismo. En este sentido, la parábola nos interpela profundamente.

“¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué es lo que lees?”

La primera lectura (Deuteronomio 30,10-14), elegida en correspondencia con el Evangelio, y el salmo responsorial (Salmo 18) hablan de ley, mandamientos, preceptos y decretos. Usan verbos como: ordenar, obedecer, observar, cumplir… Conceptos que hoy nos cuesta acoger. Aunque sabemos que las leyes son necesarias para la convivencia social, nos cuesta aceptar límites a nuestra libertad. Y cuando descubrimos que la Palabra de Dios regula también nuestra relación con Él, puede surgir un malestar. ¿Con cuánta sinceridad hemos repetido con el salmista: “Los preceptos del Señor alegran el corazón”?

Debemos entonces reflexionar sobre la contra-pregunta que Jesús plantea al doctor de la Ley: “¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué es lo que lees?”. Como diciendo que no basta con conocer lo que está escrito, también es necesario preguntarse cómo entendemos esa Palabra. El “¿Qué es lo que lees?” también va dirigido a nosotros. Es necesario situarse ante la Escritura con la intención de pasar del “qué está escrito” al “cómo lo comprendo y lo vivo”.

Es interesante notar que la primera lectura, el salmo y el Evangelio implican todas las facultades del ser humano: corazón, alma, mente, ojos, manos… “Te convertirás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma”; “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo”. Si no se involucran todas estas dimensiones, la lectura de la Palabra queda abstracta, teórica, parcial o incluso distorsionada.

Cercanía y lejanía

La parábola surge de la pregunta del escriba: “¿Y quién es mi prójimo?”. Era una cuestión debatida en la época. En el mejor de los casos, el prójimo era solo el compatriota judío practicante. Jesús cambia de perspectiva: a la pregunta “¿Quién es mi prójimo?”, responde de hecho: “No te preguntes quién merece tu amor, sino sé tú un prójimo para quien lo necesite”.

Una clave de lectura de este domingo es precisamente el concepto de cercanía. En la primera lectura leemos: “Esta palabra está muy cerca de ti, en tu boca y en tu corazón, para que la cumplas”. El verdadero signo de que la Palabra está cerca es la compasión, que nos hace capaces de acercarnos al necesitado, como hace el samaritano: “Al verlo, se conmovió profundamente”. ¡Y se acercó! Esa cercanía se traduce en gestos concretos: “Le vendó las heridas, derramando en ellas aceite y vino; luego lo subió a su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y cuidó de él”.

El samaritano “se conmovió”. El verbo que usa Lucas es splanchnizomai, que significa conmoverse, “sentir en las entrañas”. En el Evangelio de Lucas aparece solo tres veces: cuando Jesús se conmueve ante la viuda de Naín (7,13), en nuestro pasaje (10,33), y en la parábola del padre misericordioso (15,20). En los tres casos, la compasión se expresa en acercarse y tocar. Conmoverse es un verbo que se atribuye especialmente a Dios. No por casualidad, el escriba no usa este verbo para describir al samaritano, sino la expresión “hacer misericordia”.

La conclusión de la parábola es clara y directa: “Ve y haz tú lo mismo”. Hazte prójimo. Practica la misericordia. Y te harás hijo o hija del Dios de la Compasión, como Jesús, el verdadero “Buen Samaritano”.

Para la reflexión personal

Entonces se revela la verdad: hay personas consideradas impuras, no ortodoxas en la fe, despreciadas, que saben ‘hacer misericordia’, saben practicar un amor inteligente hacia el prójimo. No necesitan apelar a la Ley de Dios, ni a su fe, ni a su tradición, sino que, simplemente como seres humanos, saben ver y reconocer al otro en la necesidad y por tanto se ponen al servicio de su bien, lo cuidan, le hacen el bien necesario. ¡Eso es hacer misericordia! En cambio, hay hombres y mujeres creyentes y religiosos, que conocen bien la Ley y son celosos en observarla minuciosamente, que, precisamente porque miran más a lo que ‘está escrito’, a lo que ha sido transmitido, y no a la vida vivida, a lo que les sucede o a quién tienen delante, no logran captar la intención de Dios al dar la Ley: y esa única intención, al servicio de la cual está la Ley, es la caridad hacia los demás. ¿Pero cómo es posible? ¿Cómo es posible que precisamente las personas religiosas, que asisten a la iglesia cada día, rezan y leen la Biblia, no solo omitan el bien, sino que incluso no saluden a los hermanos y hermanas, algo que hasta los paganos hacen? ¡Es el misterio de la iniquidad que también actúa en la comunidad cristiana! No hay que escandalizarse, sino interrogarse a sí mismo, preguntándose si a veces no se está más del lado del comportamiento omisivo propio de esos justos empedernidos, de esos legalistas y devotos que no ven al prójimo pero creen ver a Dios, que no aman al hermano que ven pero están convencidos de amar al Dios que no ven (cf. 1 Jn 4,20); de esos militantes celosos para quienes pertenecer a la comunidad o a la Iglesia es garantía, pero que están cegados, incapacitados para ver al otro necesitado”.
(Enzo Bianchi)

P. Manuel João Pereira Correia, mccj