No tenemos palabras suficientes, ni lo bastante elocuentes, para expresar la grandeza e importancia de Saulo de Tarso, “el decimotercer apóstol”, Pablo, el gran heraldo del Evangelio, el mayor misionero de todos los tiempos. Se calcula que Pablo recorrió unos 20.000 km por tierra y mar, una hazaña verdaderamente extraordinaria dadas las condiciones de la época. Pero su grandeza no proviene tanto de la distancia recorrida, sino del carisma extraordinario de su vocación y su apostolado (Hechos de los Apóstoles 9,1-30; 22,1-21; 26,1-32).

Un vaso de elección

Tenemos abundante información sobre Pablo tanto en los Hechos de los Apóstoles como en sus cartas. Permítanme recordar algunos datos. Nacido en Tarso, en la diáspora, de la tribu de Benjamín, ciudadano romano, estudió la Ley (Torá) en la escuela del célebre Rabino Gamaliel, en Jerusalén, a comienzos de los años 30. Allí, en Jerusalén, conoció a los seguidores del nuevo “camino”, los discípulos del Nazareno, quienes ponían en cuestión la centralidad de la Torá al sustituirla por la adhesión a Jesús, a quien consideraban el Mesías y Salvador, muerto y resucitado. Celoso defensor de la Ley, con el ardor propio de su juventud (poco más de veinte años), Saulo pronto se convirtió en un feroz perseguidor de los discípulos de Jesús. Fue testigo privilegiado del martirio de San Esteban, muerte que él mismo aprobó, pensando: “¡Conviene que un solo hombre muera por el bien de toda la nación!”

Después de eso, algo inimaginable sucedió en el camino a Damasco (Siria), donde se dirigía con la intención de perseguir a la comunidad cristiana. Saulo fue literalmente deslumbrado por una aparición de Jesús. Quedó ciego, y llevado de la mano, entró en Damasco, donde vivió durante tres días su propio “misterio pascual”, pasando por una transformación radical. Ananías, un anciano de la comunidad, fue enviado para curarlo de su ceguera y guiar sus primeros pasos en la fe. Se convirtió en un “vaso de elección”, elegido por el Señor para ser el apóstol de los gentiles (Hechos 9,15). Vacío del “vinagre” de su fanatismo legalista, su corazón sería llenado con la “miel” del amor de Cristo. Era alrededor del año 36. Bernabé se convertiría en el promotor de este nuevo y ferviente converso en la comunidad de Jerusalén, disipando dudas y divisiones hacia él. Juntos, por revelación del Espíritu, iniciaron el primer viaje misionero desde la comunidad de Antioquía. Fue el inicio de la gran epopeya misionera de Pablo, que durante unos veinte años, junto con su grupo de colaboradores, recorrería incansablemente los centros estratégicos del mundo helenístico de Oriente Medio. En su deseo de llevar a Cristo a todas partes, incluso se propuso evangelizar la península ibérica. Su amor por Cristo y el Evangelio culminó con el testimonio supremo del martirio, en Roma, hacia el año 67.

Una persona que marca la diferencia

Difícilmente alguien igualará algún día a Pablo en su pasión por Cristo y el Evangelio. Un “abortivo” como apóstol, el último de todos, que se declara indigno de ser llamado así (1 Corintios 15,8-10), se convirtió en realidad en el primero, “el primero y único” (Benedicto XVI). Su figura apostólica y las palabras inspiradas de sus Cartas son un faro que sigue iluminando a la Iglesia a lo largo de los siglos. Es sorprendente cómo una persona, con sus ideas y su personalidad, puede cambiar el rumbo de la historia y prolongar su influencia durante siglos. Esto puede suceder tanto para bien como para mal. La historia está llena de ejemplos (también recientes), algunos tristemente elocuentes.

La historia bíblica recuerda particularmente a dos figuras únicas y opuestas que han tenido una influencia extraordinaria sobre toda la humanidad: Adán y Cristo. Pablo lo expresa con fuerza en la Carta a los Romanos: “Por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres… así, por la falta de uno solo vino la condena para todos los hombres” (5,12.18). Pero del mismo modo, la gracia de Dios y el don gratuito de un solo hombre, Jesucristo, se difundieron a todos los hombres… “por la obediencia de uno solo, todos fueron constituidos justos” (5,15.19).

Dios actúa con la unidad

La unidad precede a la multiplicidad: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Génesis 1,26). Un solo hombre es imagen de toda la Trinidad (San Agustín). En el plan de Dios, esta imagen es un reflejo de la profunda solidaridad y comunión que existe en el seno de la Trinidad. Por eso, mientras los animales se dividieron en varias especies, la humanidad forma una sola, según San Agustín. Bajo esta lógica, el punto de partida de la acción de Dios suele ser la “unidad”, para llegar a la multiplicidad y reconducirla nuevamente a la unidad. “Que todos sean uno, como nosotros somos uno” (Juan 17,11). El objetivo es el expresado en la oración del Padrenuestro: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. En la historia de la salvación, cuando Dios quiere iniciar algo nuevo, una nueva etapa, elige a una persona en particular sobre la cual concentra su acción. A través de esta “levadura”, multiplica su obra y hace llegar su gracia a la “multitud”. Toda la responsabilidad pasa por una conciencia humana que, a veces de forma dramática, es llamada a responder con total confianza y disponibilidad al plan de Dios. Como ejemplos podemos recordar a Noé, Abraham, Moisés, los profetas, Jesucristo, los Doce… Es impresionante pensar que el “sí” de una multitud pasa misteriosamente por el “sí” de un individuo. A través de él, la bendición de Dios se prolongará hasta la milésima generación (Éxodo 20,6). Así como también un “no” puede influir en varias generaciones (¡esperemos que sólo hasta la tercera o cuarta! Éxodo 20,5). ¡Ahí reside la fecundidad de la vocación de Pablo! Su “sí” sigue siendo fecundo, un canal por el cual fluye ininterrumpidamente la bendición de Dios a lo largo de los siglos y milenios. ¡Misteriosa sabiduría de Dios! Feliz el “sí” de Pablo que continúa creciendo en nuestro propio “sí”, al acoger su testimonio.

En busca de “una sola persona”: ¡de mí!

Una sola persona puede marcar la diferencia—¡y qué diferencia! Por eso, Dios busca tocar y conquistar el corazón de una persona para salvar todo su entorno. Lamentablemente, no siempre la encuentra: “Busqué entre ellos un hombre que reconstruyera el muro y se pusiera en la brecha delante de mí… pero no lo hallé” (Ezequiel 22,30). Dios busca a un justo para salvar a sus hermanos, pero “no encontró a ninguno” (Romanos 3,10-12; Salmo 14,1-3). Por eso debió enviar a su Hijo. Hoy, Dios se dirige a cada uno de nosotros como lo hizo con Pablo, para ofrecernos una fecundidad de vida incalculable. Todo cristiano, en cualquier tipo de vocación eclesial, llega en algún momento a tener que tomar una decisión fundamental y radical: optar por un estilo de vida, siguiendo la estela de Pablo y de tantos otros, volando alto al soplo del Espíritu, totalmente seducido por la doble pasión por Cristo y por la humanidad; o adoptar una vida de bajo perfil, navegando a la vista, disfrutando de las pequeñas satisfacciones de la vida… ¡La apuesta es grande! ¡El destino de muchas personas depende de nuestra respuesta! ¿Encontrará Jesús en nosotros la generosidad y el coraje para aceptar ese reto?

Diez palabras de Pablo

  1. A mí, el menor de todos los santos, se me concedió la gracia de anunciar a los gentiles las insondables riquezas de Cristo (Efesios 3,8).
  2. Me he propuesto no predicar el Evangelio donde ya se haya invocado el nombre de Cristo (Romanos 15,20).
  3. Anunciar el Evangelio no es para mí motivo de orgullo: es una necesidad que se me impone. ¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio! (1 Corintios 9,16).
  4. Siendo libre respecto a todos, me hice siervo de todos para ganar al mayor número posible (1 Corintios 9,19).
  5. Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí. Y la vida que ahora vivo en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí (Gálatas 2,20).
  6. Ahora me alegro en los sufrimientos que soporto por vosotros y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, por su cuerpo que es la Iglesia (Colosenses 1,24).
  7. En cuanto a mí, no quiero gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo… llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús (Gálatas 6,14.17).
  8. Dios me es testigo de cuánto os amo a todos con el entrañable amor de Cristo Jesús (Filipenses 1,8).
  9. He servido al Señor con toda humildad, con lágrimas y en medio de pruebas… y no he dejado de anunciar nada que fuera útil para vosotros (Hechos 20,19-20).
  10. Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo (1 Corintios 11,1).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj