El 29 de junio celebramos la solemnidad de los santos Pedro y Pablo. Una buena ocasión para volver a visitar la vocación del apóstol por excelencia. Aunque conocemos bien a Pedro, su figura sigue ejerciendo un atractivo especial. ¡Es el gran Pedro, el hombre entusiasta y generoso que también ha experimentado nuestra fragilidad y pequeñez!

Cuando pienso en Pedro, me viene a la mente lo que dice el libro de los Hechos de los Apóstoles sobre su… ¡sombra! Los habitantes de Jerusalén y de los alrededores sacaban a los enfermos y los ponían en las calles sobre camillas y esteras, con la esperanza de que, al pasar Pedro, al menos su sombra los cubriera y quedaran sanos (Hechos 5,15).

Sombra misteriosa

¿Qué hay más discreto e impalpable, más humilde y silencioso que una sombra? Y la de Pedro era especialmente viva y activa… ¡Una sombra misteriosa que dejaba tras de sí un rayo de luz y de vida! Sombra benéfica y luminosa que, por donde pasaba, hacía danzar de alegría a la humanidad sufriente. ¡Nos recuerda a Jesús que “pasaba haciendo el bien y sanando a todos” (Hechos 10,38)! Sí, ¡aquella era sin duda la sombra de Jesús! No existe sombra sin luz. El sol de Jesús iluminaba a Pedro, envolvía toda su vida, acompañaba cada uno de sus pasos, fecundaba y ampliaba cada una de sus acciones. Era Jesús quien se ocultaba en la sombra de su amigo predilecto.

Pero esta sombra tiene una larga historia, que descubrimos en los pliegues del Evangelio. ¡Sigámosla y tendrá mucho que contarnos!

La sombra de Jesús

Todo comenzó poco menos de tres años antes, tal vez durante una peregrinación a Jerusalén. Siguiendo el recorrido del río Jordán, Pedro y sus amigos decidieron aprovechar para oír la “Voz” de Juan que venía del desierto. En realidad, parece que su hermano Andrés ya era simpatizante suyo. Fue allí donde conocieron a Jesús.

Él también había bajado al Jordán, siguiendo un impulso interior que lo llevaba a ese lugar donde resonaba la palabra profética del Bautista. Andrés fue el primero en encontrarse con Jesús. Fascinado y convencido de haber descubierto al Mesías, quiso compartir la gran noticia con su hermano. ¡Fue un encuentro fulminante! Jesús miró a Pedro a los ojos, lo llamó por su nombre, Simón, y por su firme carácter le dio un nuevo nombre: Pedro, la Roca (Juan 1,40–42).

Fue el inicio de una gran amistad. Jesús se convirtió en amigo de la familia (Marcos 1,29). Pero un día, el “hijo del carpintero” sorprendió a Simón, el pescador, con una “pesca milagrosa” que lo hizo caer a sus pies, confesándose pecador (Lucas 5,1–11). Así comenzó su gran y fascinante aventura como discípulo del “profeta de Nazaret”.

El gran sueño de Israel estaba por realizarse. Jesús hablaba de la venida del Reino de Dios. Los signos portentosos que obraba con su Palabra llena de autoridad encantaban a las multitudes (Marcos 1,27) y hacían crecer las expectativas sobre Él.

Pedro se convirtió en jefe del grupo, el hombre de confianza del Maestro, unido a Él como su sombra. Al asociarlo de forma singular a su misión, Jesús le confirió su autoridad, confiándole incluso “las llaves del Reino de los Cielos” (Mateo 16,19). En los Evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), Pedro aparece como el discípulo y apóstol preferido de Jesús.

Sombra tenebrosa

Pero en cierto momento, algo comenzó a no encajar. Jesús resistía a las multitudes que querían proclamarlo Rey. Las condiciones que imponía a sus seguidores alejaron a muchos.

Luego ocurrió algo inesperado: Jesús comenzó a decir que debía ir a Jerusalén, donde lo esperaban el sufrimiento y la muerte, para después “resucitar al tercer día”. El grupo de los Doce se sintió confundido y casi perdido. ¡Pedro se sintió obligado a intervenir para alejar esa sombra!

La reacción de Jesús, sin embargo, fue inesperada y severa: “¡Apártate de mí, Satanás, porque eres para mí piedra de tropiezo!” (Marcos 8,31–33).

Pedro quedó atónito, humillado y triste. ¿Pedro… “piedra de tropiezo”? ¿De pronto su sombra se había vuelto “siniestra” para Jesús? ¿Qué había sucedido? Pedro pensaba que estaba “protegiendo” al Maestro, poniéndose delante de Él, pero se olvidaba de que debía ser su “sombra”, y por tanto estar detrás. Ese ponerse delante en su camino oscurecía el Plan del Padre y recordaba a Jesús al tentador que quiso cubrirlo con su sombra lúgubre y tenebrosa.

El camino hacia Jerusalén fue duro para todos (Marcos 10,32).

La experiencia privilegiada de contemplar a Jesús transfigurado, y de ser “cubierto por la sombra de la nube luminosa” (Marcos 9,7), disipó un poco el velo de tristeza que se había apoderado del corazón de Pedro. Pero luego vino la entrada triunfal en Jerusalén.

Los Apóstoles respiraron aliviados y gritaron a pleno pulmón con la multitud de peregrinos galileos: “¡Hosanna! ¡Bendito el Reino que viene!” (Marcos 11,9–10).

Sin embargo, no contaban con la resolución de los jefes de la nación judía, que ya habían decidido la muerte de Jesús. Todo se precipitó cuando Judas les ofreció una oportunidad inesperada para arrestarlo por sorpresa, durante la noche, en un lugar solitario, lejos de la multitud y sin defensa.

Sombra paralizante

Durante la última cena, Jesús anunció que su hora estaba próxima. Una nube de tristeza e inquietud volvió a descender sobre el grupo. Pedro, que había recuperado su autoestima, inflamado de celo, se declaró dispuesto a luchar por Jesús, a sacrificar su vida y morir con Él. ¡La sombra seguiría fielmente unida al Maestro, incluso en la noche!

Pero cuando Jesús, con una sonrisa triste, predijo que todos lo abandonarían y que Pedro lo negaría tres veces antes de que cantara el gallo (Juan 13,36–38), ese espectro tenebroso se apoderó furtivamente del corazón de Pedro, congelando su entusiasmo. ¿Acaso dudaba el Maestro de su amistad y fidelidad?

Luego ocurrió lo que todos ya sabemos. Un Pedro inseguro y torpe intenta aún defender al Maestro con la espada (Juan 18,10–11), pero acaba huyendo como los demás. Llega entonces el momento fatídico, junto al fuego, en el campo enemigo.

Ese fuego, que poblaba la noche de fantasmas, proyectó en el corazón de Pedro la sombra paralizante del miedo, una sombra que no era la del Maestro: “No conozco a ese hombre” (Lucas 22,56).

Es la mirada de Jesús la que lo despierta de golpe de su letargo. Entonces escucha cantar al gallo y recuerda las palabras de Jesús… “Y, saliendo afuera, lloró amargamente” (Lucas 22,62).

Así se rompía trágicamente el gran sueño de “liberar a Israel” (Lucas 24,21). Aquella Pascua, que debería haber celebrado la tan deseada liberación, se convirtió en una pesadilla. ¡El mal había vencido una vez más y la tiranía de los “faraones” seguía triunfando!

¡Los sueños se habían desvanecido y el mundo seguía igual! ¡Quizás nunca cambiaría!

Sombra luminosa

Jesús resucitado sale a buscar a su rebaño disperso (Marcos 14,27). Con atención especial, va a liberar a Pedro de la sombra paralizante que había atenazado fatalmente su corazón y su ministerio.

Jesús interviene de forma tan elegante como discreta. En un momento de intimidad, alrededor del fuego encendido, en la mañana de la pesca milagrosa, lleva a Pedro a confesar tres veces su amistad, y lo confirma, también tres veces, en su ministerio.

La “tercera vez” despierta la sombra de la tristeza anidada en el corazón de Pedro, pero produce un efecto terapéutico eficaz: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo” (Juan 21,17).

Y Jesús, que pocos días antes le había dicho que no podía “seguirlo” de inmediato, ahora lo invita con un solemne: “¡SÍGUEME!” Además, le anuncia que compartiría su mismo destino y martirio (Juan 21,19).

¡Pedro volverá a ser la sombra fiel de Jesús! Crucificado, a su tiempo, como Él, pedirá ser colocado con la cabeza hacia abajo, para ser simplemente la sombra del Maestro en la cruz.

Me pregunto cómo pudo Pedro convivir serenamente con esa sombra de su martirio, que a nuestros ojos habría flotado como una amenaza constante.

¡Solo su gran amistad y su identificación con Jesús podían dar un aspecto luminoso a esa sombra! Era la del Maestro (1 Pedro 2,21). Por eso, obraba los mismos prodigios (Marcos 6,56), haciendo el bien por donde pasaba.

¿Y nuestra sombra?

Como Pedro, hemos sido llamados – por medio del bautismo – a dejarnos iluminar por la Luz de Cristo: “¡Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará!” (Efesios 5,14). Él expulsará las “sombras tenebrosas” de los “demonios” y las “sombras paralizantes” de los “fantasmas” escondidos en nuestro corazón.

Como Pedro, estamos invitados, por vocación, a vivir a la sombra del Señor: “El Señor es tu guardián, el Señor es tu sombra, está a tu derecha” (Salmo 121,5). Una sombra refrescante, protectora, amiga y al mismo tiempo discreta, que te abraza sin sofocarte. No es como la de Alejandro Magno, que le quitaba el sol a Diógenes. Quien no vive a la sombra del Señor fácilmente será víctima de sombras malignas y tiránicas, como la del espino de Abimélec (Jueces 9,15).

Como Pedro, estamos llamados a ser la sombra de Jesús. Una sombra benéfica que ofrece frescor y protección: “como la sombra de una gran roca en tierra árida” (Isaías 32,2); como el manzano a cuya sombra desea sentarse la esposa (Cantar 2,3).

¡Hay tanta gente que se siente desprotegida bajo el sol abrasador del hambre, de la injusticia, de la angustia y de la soledad! No serán los grandes discursos, ni los gestos espectaculares, los que comunicarán consuelo y esperanza a quien sufre; sino la sombra discreta y amiga de la persona que se le pone al lado.

Esa sombra consoladora está habitada por el Espíritu y rebosa de fecundidad, como aquella que cubría a la Virgen María (Lucas 1,35). ¡Que el Señor nos conceda ser su sombra bendita!

Para concluir, conviene que nos preguntemos: ¿Cómo es nuestra sombra? ¿Qué está haciendo detrás de nosotros? Conviene, de vez en cuando, echarle un vistazo furtivo, para sorprenderla en acción. ¿Está sembrando el bien o está destruyendo, detrás de nosotros, lo que intentamos construir delante? ¿Es luminosa, como una proyección de Cristo resucitado?

¿O, por el contrario, está oscurecida por la nube tenebrosa del egoísmo, por la avidez de ganancia, por la sed de poder o por la esclavitud del placer? Todos sabemos, por experiencia, cuán terribles son esas nubes. Nada crece debajo ni alrededor de ellas.

Nosotros, misioneros, podemos comprobar muchas veces cómo son auténticos monstruos que, con sus numerosos tentáculos, succionan continuamente la sangre de los pobres y de los débiles, sembrando esclavitud y muerte a su alrededor, haciendo languidecer a pueblos enteros.

¡Mira el rastro que deja tu sombra y sabrás si el sol de Cristo ilumina tu vida, o si tu corazón se ha convertido en un agujero negro que devora irremediablemente todo rayo de luz!

P. Manuel João Pereira Correia, mccj