P. Manuel João, Comboniano
Reflexión dominical
de la boca de mi ballena, ela
Nuestra cruz es el púlpito de la Palabra

Año C – Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo
Lucas 9,11-17: «Dadles vosotros de comer»

Sesenta días después de Pascua, el jueves siguiente a la Santísima Trinidad, la Iglesia celebra la Solemnidad del «Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo» (Misal de Pablo VI), también llamada la fiesta del «Corpus Christi» (Misal de Pío V). Se trata de uno de los tres jueves más solemnes del año litúrgico: Jueves Santo, Jueves de la Ascensión y Jueves de Corpus Christi. Por razones pastorales, en muchos países la fiesta del Corpus Christi se traslada al domingo siguiente a la Santísima Trinidad. Aunque el tiempo pascual ya ha concluido, esta referencia cronológica establece un vínculo entre esta fiesta y la Pascua, así como con la solemnidad de la Santísima Trinidad.

Los orígenes de esta festividad se remontan al siglo XIII. Nacida en Bélgica, fue extendida a toda la Iglesia por el Papa Urbano IV en 1264, impulsado también por los milagros eucarísticos de Bolsena y de Lanciano. Con estos signos prodigiosos, el Señor quiso fortalecer la fe de la Iglesia en su presencia real en el sacramento de la santa Eucaristía, en tiempos en los que algunos comenzaban a dudar. Los milagros eucarísticos son numerosos (136 documentados), y varios de ellos bastante recientes. El beato Carlo Acutis, un adolescente que murió a los 15 años (1991–2006) y que será canonizado próximamente, fue un entusiasta difusor de estos milagros. Era un gran amante de la Eucaristía, a la que llamaba «la autopista al Cielo».

La riqueza del relato de la multiplicación de los panes

El pasaje evangélico de hoy es uno de los más conocidos: el relato de la multiplicación de los panes y los peces. Aparece en los cuatro evangelios. Mateo y Marcos lo narran dos veces, por lo que aparece seis veces en total. Esto muestra la importancia que los evangelistas conceden a este milagro.

Cada evangelista, tomando el milagro como base, presenta particularidades, lo enriquece con alusiones bíblicas, subraya o añade elementos, a menudo simbólicos (véanse los números: 5 panes + 2 peces = 7: la totalidad; 5000 hombres: el número de creyentes, cf. Hechos 4,4; grupos de 50: orden, posible referencia a Éxodo 18,21-25; 12 canastas: el número de las tribus de Israel, la totalidad). Esto explica las divergencias en los detalles y las aparentes incongruencias. A los evangelistas les interesa menos la fidelidad histórica que el mensaje catequético para sus respectivas comunidades.

Así, el milagro se convierte en una «parábola», un referente no solo de la Eucaristía, sino de una nueva visión del mundo: donde el pan se comparte fraternalmente, sentados y en grupos, es decir, con orden y dignidad; donde todos pueden saciarse y nada se desperdicia. Es una forma de presentar el Reino de Dios (cf. Isaías 25,6-9).

La multiplicación de los panes nos invita a pasar de una economía del «comprar», donde cada uno debe arreglárselas por sí mismo, a una del «dar»: «¡Dadles vosotros de comer!». De lo contrario, terminamos devorándonos unos a otros: «Comen el pan de mi pueblo como quien come pan» (Salmo 14,4).

Celebrar la Eucaristía sin adherirse a este proyecto divino, considerándolo quizá una utopía, es ser infiel al mandato del Señor: «Haced esto en memoria mía». La separación entre la Eucaristía y el compartir el alimento hace que nuestras misas reciban la severa advertencia de san Pablo: «Cuando os reunís, eso no es comer la Cena del Señor» (1 Corintios 11,20).

Al salir de la Eucaristía, el cristiano debería retomar el grito de san Juan Pablo II durante su visita a Perú, cuando, ante un millón de pobres reunidos en la periferia de Lima, el 5 de febrero de 1985, después de comentar el Evangelio de la multiplicación de los panes, exclamó con vehemencia al concluir el encuentro: «¡Hambre de Dios: sí! – ¡Hambre de pan: no!»

De la cuna de Belén a la mesa de la Eucaristía

La Eucaristía es, ante todo, el misterio de una Presencia singular de Jesús en su Iglesia y en el mundo, que expresa su voluntad de permanecer siempre con nosotros. Toda la vida de Jesús revela este deseo suyo de estar siempre entre nosotros.

Todos los evangelios lo subrayan. Mateo comienza anunciando la venida de Jesús como el Emmanuel («Dios con nosotros») y concluye con la afirmación del Resucitado: «Yo estaré con vosotros todos los días». Marcos lo presenta en su bautismo en el Jordán, solidario con sus hermanos, hasta la cruz compartida con los malhechores. Lucas narra su nacimiento en Belén («casa del pan») y dice que María «lo acostó en un pesebre» (Lucas 2,7) y, resucitado, se da a conocer en el partir el pan (24,35). Juan dice: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (1,14).

Este deseo del Señor lo lleva a ser un peregrino que llama a la puerta del corazón de cada uno de nosotros: «Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa, cenaré con él y él conmigo» (Apocalipsis 3,20). ¡Este es el mensaje profundo de la Eucaristía!

Propuesta de oración

Alaba y da gracias al Señor por el don de la Eucaristía con este himno final de la Pascua judía:

«Aunque nuestra boca estuviera llena de himnos como el mar está lleno de agua,
nuestra lengua de cánticos tan numerosos como las olas,
nuestros labios de alabanzas tan amplias como el firmamento,
nuestros ojos brillantes como el sol y la luna,
nuestros brazos extendidos como las alas de las águilas del cielo,
y nuestros pies veloces como los de los ciervos,
no podríamos darte gracias, oh Señor nuestro Dios, ni bendecir tu Nombre, oh nuestro Rey,
ni siquiera por uno solo de los miles y miríadas de beneficios, prodigios y maravillas
que has hecho por nosotros y por nuestros padres a lo largo de la historia…
Por eso, los miembros que has distribuido en nosotros,
el aliento y el espíritu que has soplado en nosotros,
la lengua que has colocado en nuestra boca,
te den gracias, te bendigan, te alaben, te exalten y canten tu nombre, oh nuestro Rey, por siempre…»

P. Manuel João Pereira Correia, mccj