
P. Manuel João, Comboniano
Reflexión dominical
de la boca de mi ballena, ela
Nuestra cruz es el púlpito de la Palabra
El creyente: irradiación de la Shekiná de Dios
Año C – Tiempo Pascual – 6º Domingo
Juan 14,23-29: «Vendremos a él y haremos morada en él».
Nos acercamos a las fiestas de la Ascensión y de Pentecostés. El Evangelio de este domingo, como el del anterior, nos ofrece un fragmento del largo discurso de despedida de Jesús durante la Última Cena. Ante el anuncio de su partida, el ambiente se carga de tristeza. Entre los discípulos cunden la confusión, el desaliento y el miedo. Jesús los consuela, invitándolos a no temer (cf. Jn 14,1.27), y promete que su tristeza se convertirá en alegría (Jn 16,20.22).
El don de la paz y el Paráclito
Jesús busca asegurar la unidad del grupo de discípulos. El domingo pasado, el Señor les entregó –y nos entregó– el mandamiento del amor. Hoy ofrece la paz: «Les dejo la paz, les doy mi paz».
Atención: ¡Jesús no desea la paz, la da! La paz que fue suya, ahora nos la entrega. Una paz tan fuerte y profunda que ni siquiera la persecución puede vencerla.
Además, Jesús promete otro don: el Espíritu Santo. «El Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, les enseñará todo y les recordará lo que yo les he dicho».
En varias ocasiones durante este discurso, Jesús repite esta promesa del envío del Espíritu (cf. Jn 14,16–17; 14,26; 15,26; 16,7–11; 16,13–15), cada vez añadiendo nuevos detalles sobre su misión, que es continuar la obra de Jesús.
Es el Espíritu Santo quien hace que la paz del cristiano sea firme y duradera, porque él es nuestro Paráclito –Paráklētos en griego–, es decir, el «abogado», el defensor y consolador que está a nuestro lado. Si ese pequeño y desorientado grupo de apóstoles, humildes e ignorantes, logró transformar el mundo, solo puede explicarse por la intervención de una fuerza divina: ¡el Espíritu Santo!
La angustia de una ausencia
El discurso de despedida gira en torno al anuncio de la inminente partida de Jesús, que inquieta profundamente al grupo. Cuatro apóstoles le hacen cuatro preguntas. El número cuatro simboliza totalidad y universalidad (como los cuatro puntos cardinales). Estos cuatro –Pedro, Tomás, Felipe y Judas– nos representan a todos. Las preguntas que hacen a Jesús también son nuestras preguntas, las que habríamos hecho entonces y seguimos haciendo hoy.
Estamos viviendo una etapa crítica de «cambio de época», cuyos contornos aún son inciertos; un desafío inédito: estimulante para algunos, desconcertante para otros. En nuestra cultura occidental, muchos creyentes viven esta crisis como un «invierno eclesial» y una «noche oscura» de la fe. La atmósfera de aquella noche en el Cenáculo puede representar simbólicamente nuestro presente, marcado por una aparente «eclipse» de Dios.
1. Pedro: generosidad y fragilidad. Pedro es el primero en preguntar. Ante el anuncio de la partida, dice: «Señor, ¿a dónde vas?». Jesús responde: «Adonde yo voy, ahora no puedes seguirme; me seguirás más tarde». Pedro insiste: «Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? ¡Daré mi vida por ti!»
Pedro representa al discípulo decidido y generoso, que ama al Señor pero no reconoce su propia fragilidad (cf. Jn 13,36–38). ¿Cuántas veces hemos hecho promesas semejantes, para luego actuar con cobardía en el momento decisivo? Pero el Señor no se escandaliza de nuestra debilidad. Él espera: «¡Me seguirás más tarde!».
2. Tomás: voluntad e incertidumbre. Jesús aclara el sentido de su «viaje»: «Voy a prepararles un lugar». Y añade: «Y ustedes conocen el camino».
Interviene Tomás, el discípulo práctico, testarudo y bienintencionado: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo vamos a conocer el camino?». También nosotros, muchas veces, quisiéramos que el Señor fuese más claro en nuestra vida. Ante tantos caminos seductores, nos sentimos desorientados.
Jesús responde: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,2–6). El Padre es la meta, y Jesús el camino para llegar a ella, mediante su palabra y su ejemplo.
3. Felipe: idealismo y concreción. Jesús añade: «Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto».
Imagino que el grupo se quedó desconcertado con esta afirmación del Maestro, preguntándose cuándo habrían visto al Padre. Ciertamente, Jesús hablaba continuamente del Padre, incluso afirmando que él y el Padre eran uno (Jn 10,30). Pero el Padre, en realidad, nunca lo habían visto…
Entonces interviene Felipe: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14,8–10). Felipe es el tipo de discípulo bueno, idealista y sencillo. También nosotros, a veces, querríamos «ver» sin mediaciones. Pero Jesús insiste: hay que pasar por la mediación del Hijo. «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre»; «Créanme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí».
4. Judas: pragmatismo e impaciencia. El cuarto en intervenir es Judas, no el Iscariote, tal vez Judas Tadeo o un pariente de Jesús. Cuando Jesús habla de manifestarse a los discípulos, Judas pregunta sorprendido: «Señor, ¿qué ha sucedido para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?».
Judas representa al discípulo pragmático e impaciente por el curso de los acontecimientos. Su observación parece muy sensata. Ellos ya creían en Jesús; lo necesario era manifestarse a los que no creían.
Lo mismo le habían dicho sus parientes: «Si haces estas cosas, manifiéstate al mundo» (Jn 7,3–5). Muchos de nosotros hoy decimos lo mismo. Con creciente preocupación vemos disminuir el número de creyentes, a menudo ridiculizados u obstaculizados. Los valores evangélicos cada vez influyen menos en la sociedad. La guerra y la injusticia se propagan… ¡Y Dios guarda silencio!
La sorpresa de una nueva presencia
El Evangelio de hoy nos presenta la respuesta de Jesús a Judas.
Empieza con una revelación extraordinaria: «Si alguien me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él».
Aquel que los cielos no podían contener; que en el pasado solo visitaba a sus amigos Abraham, Jacob, Moisés…; que se hacía presente en el Arca de la Alianza; que había consentido en estabelecer su morada (Shekiná) en el Templo; que en los últimos tiempos se había hecho Emmanuel, Dios-con-nosotros… ahora da un paso más: establece su Shekiná en el corazón del creyente.
Se trata de algo inaudito, una realidad misteriosa, íntima y profunda, que quizás no hemos interiorizado del todo. San Pablo lo expresó con claridad al afirmar que somos templo de Dios (cf. 1 Cor 3,17 y 6,19; también 2 Cor 6,16; Ef 3,17; Rom 8,11).
Tal vez lo consideramos demasiado grande para creerlo. ¿O tememos ser tildados de pietistas, intimistas o espiritualistas? Y sin embargo, no hay un «evangelio» más bello y al mismo tiempo más revolucionario: el corazón del creyente –movido por el amor y una fe activa– se convierte en una especie de red de comunión e interacción entre la humanidad y Dios.
Pero no pensemos que Dios espera una acogida de cinco estrellas. Le basta un corazón sencillo y abierto: con una mesa, un mantel y una flor fresca; pan y una jarra de agua fresca (o mejor aún, ¡una botella de vino!) sobre la mesa; algunas sillas alrededor; y la puerta entreabierta, invitando al caminante.
A cada uno de nosotros nos corresponde la creatividad para traducir todo esto en gestos concretos y en un estilo de vida. Entonces seremos irradiación de la Shekiná, de la Morada de Dios, testigos de la Resurrección.
P. Manuel João Pereira Correia, mccj