P. Manuel João, Comboniano
Reflexión dominical
de la boca de mi ballena, ela
Nuestra cruz es el púlpito de la Palabra

Año C – Pascua – 3er Domingo
Juan 21,1-19: “¡Es el Señor!”

El domingo pasado, san Juan nos relató las dos apariciones de Jesús a los discípulos en Jerusalén, ocurridas en domingo, mientras estaban encerrados en el cenáculo. Hoy nos presenta su manifestación en un contexto completamente distinto: ya no estamos en la ciudad santa, sino en la “Galilea de los gentiles”, tierra de fe incierta; no es domingo, sino un día laborable, en un entorno profano. El Resucitado no se encuentra solamente en el espacio sagrado de la Iglesia, el domingo, sino también en los ámbitos cotidianos, en el trabajo, en la rutina diaria.

Un día de trabajo

Todo comienza con la iniciativa de Simón Pedro, que decide ir a pescar. Sus compañeros se unen a él: “Vamos también nosotros contigo”. Nos preguntamos: ¿qué significa este gesto de Pedro? ¿Es por aburrimiento, por no saber qué hacer? ¿O por una sensación de desconcierto ahora que se sienten solos, sin el Maestro? ¿O se trata de un regreso al pasado, a la vida de antes, después del paréntesis de los tres años vividos siguiendo a Jesús? También a nosotros nos puede ocurrir algo parecido. Después de una experiencia apasionante que se interrumpe bruscamente, dejándonos decepcionados y desorientados, la tentación es olvidar todo y “volver a la vida de antes”.

Sin embargo, el relato sugiere algo diferente. El evangelista introduce elementos que dejan entrever un significado simbólico del acontecimiento. No se trata de una pesca cualquiera, sino de la misión que les ha sido confiada: ser “pescadores de hombres”. Se habla de la barca de Pedro (símbolo de la Iglesia); de los siete discípulos (símbolo de la totalidad de la comunidad cristiana, a diferencia de los doce que representan a Israel); del mar (símbolo de las fuerzas hostiles a la vida); y de Tiberíades, ciudad construida por Herodes Antipas en honor del emperador Tiberio, ciudad semi-pagana, que Jesús parece no haber visitado nunca, considerada impura por haber sido edificada sobre un cementerio (F. Armellini).

En resumen, una misión muy similar a la nuestra hoy. En esa barca, representados por los siete, estamos también nosotros, junto a quienes luchan por liberar al mundo de las fuerzas del mal.

Una noche de frustración

“Pero aquella noche no pescaron nada”.
¿Por qué? ¿Por falta de destreza? ¿O es quizá una confirmación de que sin Él no podemos hacer nada? Todos hemos vivido momentos similares: frustración, sensación de inutilidad, la impresión de haber desperdiciado tiempo y energías… La madurez, tanto humana como cristiana, pasa también por estos tiempos de prueba. Nuestra condición es trabajar en la “noche”, sin resultados garantizados.

Una aurora de esperanza

Pero después de cada noche, siempre amanece, y con la aurora llegan la luz y la esperanza a nuestra vida. Esa luz y esa esperanza vienen del “Desconocido” que aparece en la orilla:
“Cuando ya amanecía, Jesús se presentó en la orilla, pero los discípulos no sabían que era Jesús”.
Quizá había estado allí toda la noche, pero sus ojos no podían reconocerlo.

“Jesús les dijo: ‘Hijos, ¿no tenéis nada que comer?’. Le respondieron: ‘No’. Entonces él les dijo: ‘Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis’. La echaron, y ya no podían sacarla por la gran cantidad de peces”: 153 peces grandes, una cifra enigmática que simboliza la abundancia y, quizá, la totalidad de la humanidad que debe ser salvada.

Jesús se dirige a ellos con el apelativo cariñoso de “hijos”. Así también nos llama hoy, especialmente en los momentos de tristeza, frustración y desaliento. Y nos indica dónde echar la red: a la derecha, el lado justo, el lado bueno que existe en cada persona.

“Entonces aquel discípulo a quien Jesús amaba dijo a Pedro: ‘¡Es el Señor!’”.
Pedro y Juan son los protagonistas de este domingo, como lo fue Tomás el domingo pasado. No son antagonistas, sino complementarios: representan la institución y el carisma, la prontitud y la reflexión, la acción y la contemplación. Son los dos pilares fundamentales de nuestra vida cristiana.

Una mañana de consuelo

“Al bajar a tierra, vieron un fuego de brasas con pescado encima y pan… Jesús les dijo: ‘Venid y comed’”.
El encuentro con el Resucitado concluye alrededor del fuego pascual, en un momento de convivencia. La invitación a comer alude a la Eucaristía. El pan y el pescado son símbolos cristológicos recurrentes en la comunidad cristiana primitiva.

Pero había algo en el aire de aquella mañana primaveral que contenía la expansión de la alegría. Las llamas de aquel fuego recordaban a Pedro los fantasmas de aquella noche en la que, precisamente alrededor de un fuego, había negado tres veces al Maestro. Tampoco los demás discípulos se atrevían a mirar a Jesús a los ojos. Nadie tenía la conciencia tranquila. En cualquier momento, esperaban una reprensión de Jesús por su infidelidad. Pero nada de eso ocurrió. Jesús, con extrema delicadeza y ternura amorosa, disipó la nube oscura que flotaba sobre Simón Pedro.

“Cuando acabaron de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: ‘Simón, hijo de Juan, ¿me amas (verbo griego agapan) más que estos?’. Él respondió: ‘Sí, Señor, tú sabes que te quiero (philein)’. Le dijo: ‘Apacienta mis corderos’”.
Jesús pregunta usando el verbo agapan, que indica un amor total, incondicional (ágape), mientras que Pedro responde empleando el verbo philein, que expresa un amor de afecto y amistad (filía). A la tercera vez, Jesús se adapta al amor de Pedro y usa philein:
“‘Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?’. Pedro se entristeció de que le preguntara por tercera vez: ‘¿Me quieres?’, y le respondió: ‘Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero’. Jesús le dijo: ‘Apacienta mis ovejas’”.
A Pedro, que se había mostrado poco fiable, Jesús le confía su rebaño. Lo constituye como Pastor, un título mesiánico que hasta ese momento había reservado para sí mismo.
“Y, dicho esto, añadió: ‘Sígueme’.”
Sígueme, para ser el Pastor que da la vida por sus ovejas.

Un modelo precioso de consuelo

Concluyo con este hermoso comentario del cardenal Carlo Maria Martini:
“La actitud de Jesús es un modelo precioso de consuelo que, pasando por alto todos los defectos, capta lo mejor de la persona.”
El Resucitado no reprende a nadie. Es cierto que reprendió a los dos discípulos de Emaús y a los once por su incredulidad, pero sin mencionar nunca su infidelidad o traición (Lucas 24,25; Marcos 16,14).
“Esto es verdaderamente consuelo real: no aprovechar la humillación ajena para burlarse, aplastar o marginar, sino rehabilitar, devolver el ánimo, devolver responsabilidades. Para consolar así, creo que hay que ser como Jesús, es decir, tener dentro de uno una gran alegría, un gran tesoro, porque entonces es fácil comunicarlo. El Señor, que posee el tesoro de su vida divina, hace descender el consuelo como un bálsamo, gota a gota. Y nosotros, con la certeza de estar en comunión con Él, podemos hacer descender ese consuelo gota a gota, sin reproches ni presunción.”

Y es precisamente por este consuelo que los apóstoles, después de haber sido azotados, “salieron del Sanedrín contentos de haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el nombre de Jesús” (primera lectura).

P. Manuel João Pereira Correia, mccj