5º Domingo de Cuaresma (ciclo C)
Juan 8,1-11


VquaresimaC

1Jesús se dirigió al Monte de los Olivos. 2Por la mañana volvió al templo. Todo el mundo acudía a Él y, sentado, los instruía. 3Los letrados y fariseos le presentaron una mujer sorprendida en adulterio, la colocaron en el centro, 4y le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en adulterio. 5La ley de Moisés ordena que mujeres como ésta sean apedreadas; tú, ¿qué dices?”. 6Decían esto para ponerlo a prueba, para tener de qué acusarlo. Jesús se agachó y, con el dedo, se puso a escribir en el suelo. 7Como insistían en sus preguntas, se incorporó y les dijo: “El que no tenga pecado, tire la primera piedra”. 8De nuevo se agachó y seguía escribiendo en el suelo. 9Los oyentes se fueron retirando uno a uno, empezando por los más ancianos hasta el último. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí en el centro. 10Jesús se incorporó y le dijo: “Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?”. 11“Ella contestó: Nadie, Señor”. Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Ve y en adelante no peques más”.

Según su costumbre, Jesús ha pasado la noche a solas con su Padre querido en el Monte de los Olivos. Comienza el nuevo día, lleno del Espíritu de Dios que lo envía a “proclamar la liberación de los cautivos […] y dar libertad a los oprimidos”. Pronto se verá rodeado por un gentío que acude a la explanada del templo para escucharlo.

De pronto, un grupo de escribas y fariseos irrumpe trayendo a “una mujer sorprendida en adulterio”. No les preocupa el destino terrible de la mujer. Nadie le interroga de nada. Está ya condenada. Los acusadores lo dejan muy claro: “En la Ley de Moisés se manda apedrear a las adúlteras. Tú, ¿qué dices?”

La situación es dramática: los fariseos están tensos, la mujer, angustiada; la gente, expectante. Jesús guarda un silencio sorprendente. Tiene ante sí a aquella mujer humillada, condenada por todos. Pronto será ejecutada. ¿Es esta la última palabra de Dios sobre esta hija suya?

Jesús, que está sentado, se inclina hacia el suelo y comienza a escribir algunos trazos en tierra. Seguramente busca luz. Los acusadores le piden una respuesta en nombre de la Ley. Él les responderá desde su experiencia de la misericordia de Dios: aquella mujer y sus acusadores, todos ellos, están necesitados del perdón de Dios.

Los acusadores sólo están pensando en el pecado de la mujer y en la condena de la Ley. Jesús cambiará la perspectiva. Pondrá a los acusadores ante su propio pecado. Ante Dios, todos han de reconocerse pecadores. Todos necesitamos su perdón.

Como le siguen insistiendo cada vez más, Jesús se incorpora y les dice: “Aquel de vosotros que no tenga pecado puede tirarle la primera piedra”. ¿Quiénes sois vosotros para condenar a muerte a esa mujer, olvidando vuestros propios pecados y vuestra necesidad del perdón y de la misericordia de Dios?

Los acusadores se van retirando uno tras otro. Jesús apunta hacia una convivencia donde la pena de muerte no puede ser la última palabra sobre un ser humano. Más adelante, Jesús dirá solemnemente: “Yo no he venido para juzgar al mundo, sino para salvarlo”.

El diálogo de Jesús con la mujer arroja nueva luz sobre su actuación. Los acusadores se han retirado, pero la mujer no se ha movido. Parece que necesita escuchar una última palabra de Jesús. No se siente todavía liberada. Jesús le dice “Tampoco yo te condeno. Vete y, en adelante no peques más”.

Le ofrece su perdón, y, al mismo tiempo, le invita a no pecar más. El perdón de Dios no anula la responsabilidad, sino que exige conversión. Jesús sabe que “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva”

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Los domingos anteriores han tratado el tema de la conversión con distintos enfoques: amenazando con un final trágico a los que no se conviertan, pero concediendo un año de plazo para evitar la desgracia (domingo 3º); acogiendo al hijo pródigo, que se convierte por puro egoísmo, pero que da una inmensa alegría al padre con su vuelta (domingo 4º). En este quinto domingo habla del mejor recurso para convertirse: el contacto con Jesús, como lo demuestran una adúltera y un fariseo radical y violento.

¿Qué hacemos con la adúltera?

El evangelio parte de un hecho concreto: una mujer sorprendida en adulterio. Se trata de un pecado condenado en todas las legislaciones antiguas y en el Decálogo. El problema que plantean a Jesús es qué hacer con la adúltera. Del tema ya se habían ocupado los legisladores antiguos. (…)

La apedreamos (los escribas y fariseos)

Es lo que proponen escribas y fariseos invocando la Ley de Moisés. Es el procedimiento más frecuente en la Biblia para ejecutar a un culpable. (…)

La perdonamos (Jesús)

Jesús no precipita su respuesta. Le piden una opinión (“¿qué dices tú?”) pero se calla la boca y escribe en el suelo. Ellos insisten. Buscan lana y salen tranquilados. “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”. El principal pecado de escribas y fariseos no es la ignorancia, ni el rigorismo, sino la hipocresía. Cuando se retiran, solo quedan Jesús y la mujer, ella de pie en el centro. Una imagen de gran impacto, digna de la mejor película. Por suerte para la mujer, Jesús no es un confesor a la vieja usanza. No le pregunta cuántas veces ha cometido adulterio, con quién, dónde, cuándo. Se limita a dos preguntas breves (“¿dónde están?, ¿nadie te ha condenado?”) y a la absolución final: “Yo tampoco te condeno. Ve y en adelante no peques más”.

A veces se habla de la actitud de Jesús con los pecadores de forma muy ligera, como si los abrazase y aceptase su forma de vida. Pero a la mujer no le dice: “No te preocupes, no tiene importancia; ya sabes a quién tienes que acudir la próxima vez”. Lo que le dice es: “en adelante no peques más”. Se lo dice por su bien, no porque corra peligro de ser apedreada. A este caso, cambiando de género, se puede aplicar el proverbio bíblico: “El adúltero es hombre sin juicio, el violador se arruina a sí mismo” (Prov 6,32). Eso es lo que Jesús no quiere, que la mujer se arruine a sí misma.

El buen ejemplo de los escribas y fariseos

A pesar de su hipocresía y mala idea, hay que reconocerles algo bueno: se van retirando poco a poco, empezando por los más viejos. Hoy día, somos muchos los que conocemos la opinión de Jesús pero seguimos considerándonos buenos y no vacilamos en apedrear (más con palabras y juicios condenatorios que con piedras) a quien hemos elegido como víctima.

Nota: Un texto escandaloso

Este pasaje del evangelio es de los más desconcertantes para los especialistas. Forma parte del evangelio de Juan, pero falta en los mejores manuscritos, códices y leccionarios; otros lo trasladan al final del evangelio de Juan; y algunos lo traen en el evangelio de Lucas (después de 21,38s o de 24,53). Como si hubiese sido una hoja suelta que muchos dudaban de incluir, y otros no sabían dónde meterla.

No es raro que este pasaje provocase dificultades. Con el criterio “quien esté libre de pecado que tire la primera piedra” podrían verse libres desde los terroristas hasta los ladrones de guante blanco. Naturalmente, no es eso lo que pretende Jesús. Sus palabras finales a la mujer, “no peques más”, dejan claro que no defiende un mundo en el que cada cual hace lo que quiere.

La conversión del fariseo radical y violento (2ª lectura: Filipenses 3,8-14))

La lectura de Pablo a los Filipenses no cuenta su conversión, pero hace un balance de su vida antes y después de ella. Antes se gloriaba de ser israelita de pura cepa, de la tribu de Benjamín, circuncidado a los ocho días, estrictísimo en la observancia de la Ley, perseguidor de los cristianos. De todo estaba enormemente orgulloso hasta que descubrió a Cristo. A partir de ese momento, su vida cambia. Todo lo anterior lo considera basura. Él estaba obsesionado con salvarse, pero la Ley de Moisés no puede salvarlo, solo la fe en Cristo. Por eso, lo único importante es conocerlo cada vez mejor, compartir sus sufrimientos, resucitar con él. Pablo ve su vida como una extraña carrera. Ya le ha concedido el primer premio, pero debe seguir corriendo hacia la meta, sin mirar atrás.

La adúltera y el fariseo

A pesar de las diferencias, hay algo común a la conversión de estas dos personas: el contacto con Jesús. Lo cual supone una gran novedad con respecto al mensaje de los domingos anteriores. Ahora, lo que provoca la conversión no es el miedo, ni el hambre, sino la relación personal con el Señor. Relación a la que se llega por caminos muy diversos: en el caso de la adúltera, son sus enemigos quienes la llevan ante Jesús; en el caso de Pablo, es Jesús quien le sale al encuentro. Este encuentro personal con él es la única garantía de una conversión auténtica y duradera.

El éxodo antiguo y el nuevo (1ª lectura: Isaías 43,16-21)

La primera lectura sigue recordando momentos capitales de la Historia de la salvación: Abrahán, Moisés, Josué. Hoy se contraponen el éxodo de Egipto, con la gran victoria sobre el ejército del faraón, y el nuevo éxodo de Babilonia, en el que Dios protegerá a su pueblo durante la marcha por el desierto. El peligro de los israelitas es seguir soñando con lo antiguo. Y el profeta le dice: “no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo”. Curiosamente, coincide con lo que dice Pablo en la segunda lectura: “olvidándome de lo que queda atrás, me lanzo a lo que está por delante”.

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El Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma (cf. Jn 8, 1-11), es tan bonito, a mí me gusta mucho leerlo y releerlo. Nos presenta el episodio de la mujer adúltera, poniendo de relieve el tema de la misericordia de Dios, que nunca quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. La escena ocurre en la explanada del Templo. Imagináosla allí, en el atrio [de la basílica de San Pedro]. Jesús está enseñando a la gente, y llegan algunos escribas y fariseos que conducen delante de Él a una mujer sorprendida en adulterio. Esa mujer se encuentra así en el medio entre Jesús y la multitud (cf. v. 3), entre la misericordia del Hijo de Dios y la violencia, la rabia de sus acusadores. En realidad ellos no fueron al Maestro para pedirle su opinión —era gente mala—, sino para tenderle una trampa. De hecho, si Jesús siguiera la severidad de la ley, aprobando la lapidación de la mujer, perdería su fama de mansedumbre y bondad que tanto fascina al pueblo; si en cambio quisiera ser misericordioso, debería ir contra la ley, que Él mismo dijo que no quería abolir sino dar cumplimiento (cf. Mt 5, 17). Y Jesús está en medio de esta situación.

Esta mala intención se esconde bajo la pregunta que le plantean a Jesús: «¿Tú que dices?» (v. 5). Jesús no responde, se calla y realiza un gesto misterioso: «inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra» (v. 7). Quizás hacía dibujos, algunos dicen que escribía los pecados de los fariseos… de cualquier manera, escribía, estaba en otro lado. De este modo invita a todos a la calma, a no actuar inducidos por la impulsividad, y a buscar la justicia de Dios. Pero aquellos malvados insisten y esperan de él una respuesta. Parecía que tenían sed de sangre. Entonces Jesús levanta la mirada y les dice: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra» (v. 7). Esta respuesta desubica los acusadores, los desarma a todos en el sentido estricto de la palabra: todos depusieron las «armas», o sea las piedras listas para ser arrojadas, tanto las visibles contra la mujer, como las escondidas contra Jesús. Y mientras el Señor sigue escribiendo en la tierra, haciendo dibujos, no sé…, los acusadores se van uno tras otro, con la cabeza baja, comenzando por los más ancianos que eran más conscientes de no estar sin pecado. ¡Qué bien nos hace ser conscientes de que también nosotros somos pecadores! Cuando hablamos mal de los otros —todas estas cosas que nosotros conocemos bien—, ¡qué bien nos hará tener el coraje de hacer caer en el suelo las piedras que tenemos para arrojárselas a los demás y pensar un poco en nuestros pecados!

Se quedaron allí solos la mujer y Jesús: la miseria y la misericordia, una frente a la otra. Y esto cuántas veces nos sucede a nosotros cuando nos detenemos ante el confesionario, con vergüenza, para hacer ver nuestra miseria y pedir el perdón. «Mujer, ¿dónde están?» (v. 10), le dice Jesús. Y basta esta constatación, y su mirada llena de misericordia y llena de amor, para hacer sentir a esa persona —quizás por primera vez— que tiene una dignidad, que ella no es su pecado, que ella tiene una dignidad de persona, que puede cambiar de vida, puede salir de sus esclavitudes y caminar por una senda nueva.

Queridos hermanos y hermanas, esa mujer nos representa a todos nosotros, que somos pecadores, es decir adúlteros ante Dios, traidores a su fidelidad. Y su experiencia representa la voluntad de Dios para cada uno de nosotros: no nuestra condena, sino nuestra salvación a través de Jesús. Él es la gracia que salva del pecado y de la muerte. Él ha escrito en la tierra, en el polvo del que está hecho cada ser humano (cf. Gén 2, 7), la sentencia de Dios: «No quiero que tu mueras, sino que tú vivas». Dios no nos clava a nuestro pecado, no nos identifica con el mal que hemos cometido. Tenemos un nombre y Dios no identifica este nombre con el pecado que hemos cometido. Nos quiere liberar y quiere que también nosotros lo queramos con Él. Quiere que nuestra libertad se convierta del mal al bien, y esto es posible —¡es posible!— con su gracia.

Que la Virgen María nos ayude a confiarnos completamente a la misericordia de Dios, para convertirnos en criaturas nuevas.

Angelus, 13.03.2016

La “nueva vida” es el tema de las tres lecturas de este domingo. Jesús en el Evangelio devuelve la vida a la mujer adúltera: “Anda, y en adelante no peques más” (v. 11). Ya el profeta Isaías (I lectura) hablaba de vida a los exiliados en Babilonia prediciendo el retorno a la patria: “Miren que realizo algo nuevo, ya está brotando”. Dos signos elocuentes acompañan la promesa: un camino en el desierto y ríos en la estepa (v. 19). Para San Pablo (II lectura) la vida nueva es una persona, Jesucristo, el único tesoro, ante el cual todo lo demás es pérdida y basura (v. 8). Él es la única meta hacia la cual hay que correr con tesón. Pablo no siente este compromiso como un peso, sino como una respuesta de amor hacia Cristo que por él se ha entregado (v. 12.14). De esta experiencia nace el impulso misionero de Pablo.

“Al amanecer” (Evangelio), sobre la explanada del templo de Jerusalén, comenzó la vida nueva también para una mujer “sorprendida en flagrante adulterio” (v. 2.4). Una mujer que, según la ley, debía ser lapidada, es arrojada como un guiñapo delante de Jesús, la única acusada de una culpa que, por definición, supone la existencia de un cómplice, el cual, sin embargo, se ha volatilizado hábilmente… Jesús la salva de las pedradas con gestos sorprendentes, que provocan un cambio total de la situación. Ante todo, el silencio desarmante de Jesús, luego esos signos escritos con el dedo en el suelo, que la historia nunca logrará descifrar (v. 6.8), y por fin el desafío a lanzar la primera piedra (v. 7). Son gestos que desenmascaran la hipocresía de esos acusadores legalistas con corazón de piedra.

Al final, quedan solos la mujer y Jesús: ‘la mísera y la misericordia’, comenta San Agustín. Jesús habla a la mujer: nadie le había hablado, la habían llevado a empujones y con acusaciones. Jesús le habla no con el lenguaje de la calle, sino con respeto, reconociendo su dignidad; la llama ‘mujer’, como Él solía llamar a su madre (Jn 2,4; 19,26). Jesús distingue entre ella -mujer frágil, ciertamente- y su error, que Él no aprueba: el adulterio es y sigue siendo un pecado (Mt 5,32), incluso en el caso de un deseo deshonesto (Mt 5,28; y el IX mandamiento). Él condena el pecado, pero no a la pecadora; no se detiene a analizar el pasado; relanza la vida, la abre nuevamente al futuro. El meollo de la narración no es el pecado, sino el corazón de Dios que ama y quiere que nosotros vivamos. Esta es la imagen de Dios-amor que Jesús quiere transmitir: que la mujer experimente que Dios la ama como es. De este modo, sintiéndose respetada, amada, protegida, la mujer está en condiciones de acoger la invitación de Jesús a no pecar más (v. 11). Dios salva amando, no a pedradas. ¡Solo el amor convierte y salva!

Este incómodo pasaje evangélico ha tenido una historia atormentada: varios códices antiguos lo omiten, otros lo desplazan de lugar. Algunos piensan que el autor no es Juan sino Lucas, debido al estilo y al mensaje muy similares a la parábola del padre misericordioso (ver Lucas 15, en el Evangelio del domingo pasado), con los diferentes personajes: la mujer en el papel del hijo menor; los escribas y los fariseos alineados con el hijo mayor; y Jesús en el perfecto rol del Padre. Lo subraya también un conocido autor moderno: “Un texto insoportable, que falta en varios manuscritos. La conciencia moral y la conciencia religiosa de los hombres no pueden admitir que Cristo se niegue a condenar a la mujer… Ella ha sido sorprendida en flagrante delito; ha cometido uno de los pecados más graves que la Ley conozca… Cristo confunde a los acusadores recordándoles la universalidad del mal: ellos también, espiritualmente, son unos adúlteros; ellos también, de una u otra manera, han traicionado el amor. ‘El que esté sin pecado…’ Nadie está sin pecado, y Él concluye diciendo: «Anda y en adelante no peques más»: una frase que abre un nuevo porvenir” (Olivier Clément).

Este pasaje evangélico constituye una intensa página de metodología misionera para el anuncio, la conversión, la educación a la fe y a los valores de la vida. El amor genera y regenera a la persona, la hace libre; Jesús educa al amor vivido en libertad y gratuidad. Tan solo con estas condiciones se entiende por qué debemos dejar caer de nuestras manos las piedras que quisiéramos arrojar a otros. El hecho de que los más viejos se vayan escabullendo (v. 9), ¿revela en ellos un sentido de culpa, de vergüenza, o de haber aprendido la lección? Finalmente, queda claro que todo el que trabaja o lucha honestamente por la igualdad de oportunidades entre mujeres y hombres, en los diferentes ámbitos, tiene en Jesús a un precursor ideal, a un pionero y a un aliado.

Introducción

La creencia en un juicio de Dios es prácticamente idéntica en todas las religiones, en cuanto que todas expresan el concepto de justicia común a todos los hombres. La famosa escena de la balanza con sus dos platos en perfecto equilibrio se reproduce en todos los sarcófagos del antiguo Egipto. En uno de ellos hay una pluma, símbolo de Maat, diosa de la sabiduría; en el otro, el corazón del fallecido llevado de la mano por el dios Anubis. La felicidad o la futura ruina del que fue sometido a juicio la decidirá el peso que incline la balanza a un lado o al otro.

El Corán da a Dios el maravilloso título de «el mejor de los que perdonan». Pero también en el Islam el día del juicio es el momento de la separación entre justos y malvados. Los primeros son introducidos en el paraíso, los otros conducidos al infierno. “Dios premia a los buenos y castiga a los malos, porque es la Justicia infinita”, decía también el antiguo Catecismo de la Doctrina Cristiana.

¡Ardua tarea la de armonizar la justicia de Dios con su misericordia! Los rabinos del tiempo de Jesús argumentaban que la misericordia solo interviene cuando, a la hora de la verdad, las buenas y las malas acciones están equilibradas. Este enigma solo puede resolverse a la luz de la Palabra de Dios que hoy nos pide, ante todo, alejarnos de las creencias antiguas, aunque estén profundamente enraizadas en nosotros. En la primera lectura, el profeta recomienda: “No recuerden lo de antaño, no piensen en lo antiguo; miren que realizo algo nuevo”.

En el comportamiento de Jesús que nos presenta el Evangelio, aparece la nueva, la sorprendente, la “escandalosa” justicia de Dios. Él no condena a nadie, salva a todos.

Evangelio: Juan 8,1-11

Si leyendo un libro descubrimos que una página fue arrancada, lo primero que pensamos es que contenía material escabroso o inconveniente y que una mano piadosa, para evitar problemas a lectores inmaduros, eliminó el texto ofensivo. Pues bien, en los primeros siglos de la Iglesia, cuando se transcriben los libros del Nuevo Testamento, esta página del Evangelio de hoy desapareció de casi todas las copias.

Debe haberla escrito Lucas (el tema, el estilo, el lenguaje son suyos) y su lugar natural es al final del capítulo 21. Es allí, en efecto, donde la colocan un número importante de manuscritos antiguos. Desde luego, este relato no es de Juan y nadie sabe cómo pasó al octavo capítulo del cuarto evangelio. Tal vez porque, algunos versículos más abajo, se encuentra la frase de Jesús: “Yo no juzgo a nadie” (Jn 8,15). En cualquier caso, está claro que este texto ha tenido una historia bastante turbulenta.

¿La razón? San Agustín dio la suya un poco expeditiva y obvia: “Algunos fieles de poca fe, o más bien enemigos de la verdadera fe, probablemente temían que la acogida de Jesús a la pecadora diera patente de inmunidad a sus mujeres”. Dicho de otra manera: maridos, padres, líderes de la comunidad deben haber pensado que las palabras de Jesús –“Yo no te condeno”–podrían ser mal interpretadas y, por tanto…, era mejor ignorar el relato.

El verdadero motivo, sin embargo, de esta sospechosa página censurada, sea tal vez otro: la práctica penitencial que se había establecido en los primeros siglos de la Iglesia.

Con el aumento del número de cristianos en los primeros siglos, había decaído la calidad moral de la comunidad dando paso a un cierto laxismo que justificaba cualquier comportamiento como lícito. Como reacción, se había extendido la creencia de que la Iglesia, tratándose de pecados graves, podía perdonar al pecador, sí, pero solo una vez en la vida. A los reincidentes no les quedaba otra alternativa que esperar al severo juicio de Dios. Es lógico, pues, que los rigoristas prefirieran soslayar y no dar ninguna importancia al episodio de la adúltera.

Quienes, por otra parte, favorecían una actitud más benévola y comprensiva, recurrían de buena gana a este relato. En las Constituciones apostólicas –un importante libro del siglo IV– se recomienda al obispo que, en el trato con los pecadores, imite lo que Jesús hizo “con aquella mujer que había pecado y a quien los viejos habían arrastrado ante Él”.

El caso es que, con sospecha o simpatía, el relato permaneció después de todo en los evangelios, pero a costa de buscarle una explicación a la ‘frase infractora’ que algunos hubieran preferido que Jesús no hubiese pronunciado: “Yo no te condeno”. Se recurrió a explicaciones como esta: “¡Vean lo bueno que es el Señor! La mujer tenía que ser lapidada, pero, gracias a su gran arrepentimiento, Jesús la defendió y después la perdonó”. Explicación inútil porque no hay absolutamente nada en el texto evangélico que nos haga suponer que la adúltera se había arrepentido. Y es justamente ésta la razón del tortuoso recorrido histórico de esta página del relato.

¿Tiene algo de extraño que Jesús perdone a un pecador arrepentido? La mujer del relato, sin embargo, fue perdonada por Jesús sin esperar a que pidiera perdón. No nos confundamos con el episodio de la pecadora de quien Lucas habla en otra parte de su evangelio: la que lloró, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos (cf. Lc 7,36-50); la adúltera del evangelio de hoy no ha hecho nada de eso. Ha sido sorprendida in fraganti, apresada, amenazada, tal vez golpeada y después arrojada ante Jesús. Nada más. Por supuesto que ella estaría traumatizada, asustada, avergonzada. Pero suponer que en esas condiciones haya pensado a un ‘acto de contrición perfecto’ ¡es pura fantasía!

¿Por qué la preocupación de excusar y defender a Jesús? Él no tiene necesidad de nuestras justificaciones y defensas. ¿Nos sorprende? ¿Nos desconcierta? Muy bien. Quizás no estemos de acuerdo con su manera de actuar, pero no se puede negar, modificar ni minimizar el desafiante alcance de un comportamiento como el suyo.

Una mujer es sorprendida… ¡no precisamente cuando está rezando el rosario! No es de extrañar que no molestaran a su pareja o cómplice, pues siempre ocurre lo mismo: la agresividad, la violencia, la pasión se desahoga siempre contra los más débiles; en este caso, la mujer; los fuertes, como el hombre del relato, siempre logran escabullir el bulto.

La Ley castigaba el adulterio con la muerte (cf. Lev 20,10). En la práctica, sin embargo, los jueces solían siempre cerrar un ojo y nunca condenaban a la pena capital. Por otra parte, cuando la Biblia impone esta pena, no pretende la ejecución real. Lo hace para poner de relieve la gravedad del delito. Basta con pensar que también la pena de muerte era prevista para quien pegaba a su propio padre (cf. Éx 21,15).

No sabemos quiénes eran entonces los ‘guardianes’ de las ‘buenas costumbres’ de Jerusalén, pero una cosa es cierta: entonces, como ahora, había gente obsesionada con los pecados sexuales cometidos por otros. ¿Cómo se explica este fanatismo en la defensa de la decencia pública? ¿Son realmente puros e inocentes estos moralizantes? ¿Por qué disfrutan sacando a la luz pública los pecados ajenos? Tal vez se trate de gente enferma que desearía hacer las mismas cosas pero, al no poder, se ensañan contra quienes las hacen.

A uno de estos vigilantes de la moralidad se le debe haber ocurrido la idea: ¿Qué tal si llevamos a esta p…, pecadora, al maestro galileo, a ese tal que siempre está a favor de los corruptos? ¡A ver si es capaz de defenderla! ¡A ver qué cara pone cuando no tenga más remedio que pronunciarse contra una ‘de los suyos’! (cf. Mt 11,19).

Encuentran a Jesús sentado en el patio del templo, rodeado de mucha gente escuchándolo atentamente. Arrastran a la mujer en medio de ellos y la dejan ahí, “de pie delante de todos”. Después, con malévola sonrisa, le preguntan: “Maestro… la Ley de Moisés ordena que mujeres como ésta sean apedreadas. Tú ¿qué dices?”

Jesús no responde. Se inclina y comienza a escribir en el suelo. ¿Qué escribe? La opinión –que se extendió a partir de San Jerónimo– según la cual Jesús habría escrito los pecados de los acusadores, no tiene sentido y ya nadie la acepta. Sin embargo, está bien documentada la costumbre entre los pueblos semitas de escribir garabatos en el suelo mientras piensan o para descargar la tensión o controlar la irritación ante preguntas absurdas o provocadoras.

Jesús podía haber salido del paso de una manera muy simple: invitando a los acusadores a presentar el caso ante los jueces legítimos. El tribunal del Sanedrín se encontraba a escasos cien metros de distancia. Pero esto significaba abandonar a aquella mujer en manos de los ‘vigilantes de la moral pública’ que la exhibían ya como un trofeo, como una presa. Por eso levanta la cabeza y dice: “El que no tenga pecado tire la primera piedra”. Luego se inclina de nuevo y continúa trazando líneas en el suelo.

Los acusadores, ante estas palabras, comienzan a sentirse incómodos: han sido desenmascarados; su hipocresía está a la vista de todos. Bajan los ojos y, con gesto desenvuelto como para ocultar el bochorno y la vergüenza, se van alejando, comenzando por los más viejos, por los ‘presbíteros’ –dice el texto griego. Solo se queda Jesús a solas con la mujer.

Consideremos la posición de ambos. La mujer está de pie, como los acusados durante los juicios (v. 3) y Jesús, sentado (v. 2). Durante todo el diálogo ninguno de los dos cambia de posición: Jesús se inclina (v. 6), levanta la cabeza (v. 7), se inclina de nuevo (v. 8), pero permanece siempre sentado y la mujer de pie… “allí en el centro” (v. 9).

A continuación, el versículo 10 de nuestro texto dice que “Jesús se incorporó”, dando la idea de que, para juzgar, se puso de pie. No es así. El verbo utilizado es el mismo que en el versículo 7 y ha sido traducido como “alzó la cabeza”. Jesús se quedó como estaba, abajo, en la posición del sirviente, no del juez que mira desde arriba a los acusados. Solo ha levantado la cabeza para derramar sobre la mujer, con la dulzura de su mirada, la ternura de Dios, que no condena nunca a nadie. Todos se han marchado, los acusadores, la multitud e incluso los discípulos. Solo Jesús ha permanecido para pronunciar la sorprendente sentencia: no hay condena.

El evangelio hace hincapié en que los primeros en alejarse fueron los más viejos. Tal vez sean las personas más maduras de la comunidad las que deban ser invitadas a hacer un examen de conciencia. A menudo son estas personas las que se deleitan en “tirar piedras” con chismes y difamaciones.

Si Jesús no juzga ni condena, entonces, ¿quiere decir que el pecado es cosa de poca importancia? ¿Lo mismo da comportarse bien que mal? ¡No! El pecado es un mal muy grave porque destruye la vida de quien lo comete. Jesús no dice a la mujer: “Vete en paz; has hecho bien en traicionar a tu marido; sigue haciendo lo mismo”, sino que le dice: “Deja de hacerte daño a ti misma; no repitas el error de arruinarte la vida por un momento de placer”.

Nadie aborrece tanto el pecado como Jesús, porque nadie ama al hombre más que Él. Sin embargo, no condena a quien se equivoca (y no permite que nadie le arroje piedras) para no añadir otro quebranto al mal que el pecador ya se ha hecho a sí mismo. Tal vez Él no condene ahora, pero ¿juzgará y castigará un día a sus hijos e hijas que han cometido el mal? Prestemos atención. Jesús no dice a la mujer pecadora: “Por esta vez no te condeno”. Esto hubiera satisfecho a los rigoristas de los primeros siglos. Jesús dice: “Yo no te condeno”, ni hoy, ni mañana, ni nunca.

Esta página del Evangelio sigue incomodando hoy tanto como lo hizo entonces. Sigue inquietando a quienes continúan arrogándose, desde la roca inexpugnable de su respetabilidad, el derecho a lanzar piedras, no ya con las manos, sino difamando, marginando, pronunciando juicios severos, alimentando desconfianzas, difundiendo habladurías. Jesús no tolera que nadie arroje estas piedras dolorosas y crueles contra quienes apenas se sostienen de pie, doblegados bajo el peso de los propios errores.

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