P. Manuel João, Comboniano
Reflexión dominical
de la boca de mi ballena, ela
Nuestra cruz es el púlpito de la Palabra

Año C – Cuaresma – 4ª Domingo (Laetare)
Lucas 15,1-3, 11-32: ¡Es necesario hacer fiesta y alegrarse!

El cuarto domingo de Cuaresma tiene un carácter especial en el camino cuaresmal, marcado por la alegría. Se le llama el domingo “Laetare” (“Alégrate”), por la primera palabra de la liturgia: “Alégrate, Jerusalén, y todos los que la amáis, reuníos. Regocijaos con ella, los que estuvisteis en duelo. Así os alegraréis y quedaréis satisfechos con los pechos de su consolación.” (Isaías 66,10-11)

El Evangelio nos ofrece la parábola más conocida y bella de Jesús: la parábola del hijo pródigo. En realidad, en el centro de la parábola está la figura del padre benevolente y misericordioso. Esta parábola se encuentra en el capítulo 15 del Evangelio de San Lucas, el “capítulo de los perdidos”: la oveja perdida en el desierto, la moneda perdida en casa, el hijo menor que se fue lejos y el hijo mayor “perdido” aunque permaneció en casa. Este capítulo está dedicado enteramente a la misericordia de Dios. Uno de los elementos distintivos del Evangelio de San Lucas es precisamente el énfasis que pone en la misericordia divina, y el capítulo 15 puede considerarse un “Evangelio dentro del Evangelio”, con la parábola del Padre misericordioso como su clímax.

El contexto de la parábola lo encontramos en los primeros versículos del capítulo (vv. 1-3):
“Se acercaban a él todos los publicanos y pecadores para escucharlo. Los fariseos y los maestros de la ley murmuraban diciendo: ‘Este acoge a los pecadores y come con ellos.’ Y les dijo esta parábola.”
Jesús se dirige entonces a los fariseos y a los maestros de la ley, aquellos que se creían justos y criticaban su apertura hacia los pecadores, considerándolo permisivo y laxo.

Para responder a esta mentalidad, Jesús cuenta tres parábolas. Las dos primeras, más breves, tienen como protagonistas a un hombre y a una mujer: un pastor que, habiendo perdido una de sus cien ovejas, va en su busca (vv. 4-7) y una mujer que, habiendo perdido una de sus diez monedas, la busca cuidadosamente en su casa hasta encontrarla (vv. 8-10). Ambos se alegran al encontrar lo perdido y llaman a sus amigos y vecinos para que se alegren con ellos. Jesús concluye ambas parábolas con una afirmación significativa: habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte.

La contraposición entre el hombre y la mujer, entre lo que está fuera y dentro de la casa, entre los pecadores y los justos… subraya la universalidad de la misericordia de Dios, que une en la alegría la tierra y el cielo.

La tercera parábola es la del Evangelio de hoy: la parábola del Padre misericordioso. Una lectura atenta de la parábola nos permite comprender mejor el corazón de Dios Padre y su amor incondicional por cada ser humano.

Una lectura de la parábola con la mirada puesta en el Padre

Cuando leemos o escuchamos la parábola, generalmente nuestra atención se centra en el comportamiento de los dos hijos: nos comparamos con ellos, tratando de entender con cuál de los dos nos identificamos más, si con el joven que se alejó de casa o con el mayor, “perdido” aunque se quedó en casa.

Hoy les invito a leer nuevamente la parábola con la mirada fija en el Padre. Los hijos siguen siendo hijos, pero están llamados a recibir la herencia del padre y de la madre, convirtiéndose en el alma de la casa y de la familia. De lo contrario, ¿quién acogerá al hijo o hija perdidos cuando regresen? Si encuentran una casa fría y vacía, se sentirán doblemente perdidos. Hoy, nuestra sociedad tiene una necesidad extrema de padres y madres capaces de “quedarse en casa” para acoger a los que regresan.
“Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio, se conmovió, corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó.” La parábola utiliza cinco verbos para describir la acogida del padre hacia el hijo menor que, “volviendo en sí”, decidió regresar a casa: ver, conmoverse, correr, abrazar y besar.

¿Está nuestra acogida caracterizada por estos cinco verbos? ¿Cuáles son nuestros sentimientos y nuestras acciones hacia aquellos que han fallado?

Luego el padre dijo a los sirvientes: “Rápido, traed la mejor túnica y ponedla sobre él, ponedle el anillo en el dedo y las sandalias en los pies. Matad el ternero engordado, comamos y hagamos fiesta.”
Así el padre rehabilita plenamente a su hijo: con la túnica le devuelve la dignidad; con el anillo —sello de la familia— lo hace copropietario de los bienes de la casa; con las sandalias en los pies, prerrogativa de las personas libres, reafirma su estatus de hijo libre. La fiesta es el signo supremo de la acogida.

La actitud del Padre es un gran desafío para nosotros, para nuestras familias, para las comunidades cristianas y para la Iglesia. A menudo somos reacios a volver a confiar en quienes han traicionado nuestra confianza. Antes de reconstruir una relación rota, imponemos pruebas, mantenemos el rostro duro, porque tememos ser engañados o heridos de nuevo. Pecamos de demasiada prudencia y nos falta la audacia del amor. ¡Qué difícil es ser verdaderamente hijos de este Padre con un corazón demasiado bueno, demasiado compasivo, demasiado… ingenuo!

En este punto llega el hijo mayor, que no comparte el comportamiento del padre y se niega a entrar en la fiesta. ¿Qué hace el padre? “Su padre salió entonces a suplicarle.” El padre suplica, no regaña, no manda, no se enoja, sino que intenta convencer al hijo mayor para que comparta sus sentimientos. El padre quiere reparar las relaciones porque no quiere perder a ninguno de sus hijos.

La reconciliación con el Padre no es suficiente. Es necesario que también los hermanos se reconcilien entre sí. Hoy, en la Iglesia, existen grandes tensiones, a menudo debido a la intolerancia y la falta de respeto hacia aquellos que piensan de manera diferente. En la segunda lectura de hoy (2 Corintios 5,17-21), San Pablo dice: “Dios nos reconcilió consigo mismo por medio de Cristo y nos dio el ministerio de la reconciliación.” En cierto modo, este ministerio de la reconciliación está confiado a cada uno de nosotros. El Papa Francisco sigue repitiendo que en la Iglesia hay espacio para todos. Sin embargo, hasta que nuestro corazón no se haga como el del Padre y la Iglesia no tenga un corazón de madre, esto no podrá realizarse.

Más allá de la parábola

Para concluir, me parece oportuno dirigir nuestra mirada hacia Cristo, que nos ha revelado el corazón del Padre. Él encarna el verdadero espíritu del hermano mayor. Partiendo de la Casa del Padre, se alejó llevándose las riquezas del Padre, que despilfarró con prostitutas, publicanos y pecadores, para luego regresar con una multitud de hermanos y hermanas que estaban perdidos y él había encontrado. De él dijo el Padre: “Tú eres mi Hijo, el amado; en ti he puesto todo mi complacencia.” (Lucas 3,22).

P. Manuel João Pereira Correia, MCCJ