[…] Lo que sucedió aquí en Nazaret, lejos de la mirada del mundo, fue un acto singular de Dios, una poderosa intervención en la historia, a través de la cual un niño fue concebido para traer la salvación al mundo entero. El prodigio de la Encarnación continúa desafiándonos a abrir nuestra inteligencia a las ilimitadas posibilidades del poder transformador de Dios, de su amor a nosotros, de su deseo de estar unido a nosotros. Aquí el Hijo eterno de Dios se hizo hombre, permitiéndonos a nosotros, sus hermanos y hermanas, compartir su filiación divina. Ese movimiento de abajamiento de un amor que se vació a sí mismo, hizo posible el movimiento inverso de exaltación, en el cual también nosotros fuimos elevados para compartir la misma vida de Dios (cf. Flp 2, 6-11).

El Espíritu que «vino sobre María» (cf. Lc 1, 35) es el mismo Espíritu que aleteó sobre las aguas en los albores de la creación (cf. Gn 1, 2). Esto nos recuerda que la Encarnación fue un nuevo acto creador. Cuando nuestro Señor Jesucristo fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de María, Dios se unió con nuestra humanidad creada, entrando en una nueva relación permanente con nosotros e inaugurando la nueva creación. El relato de la Anunciación ilustra la extraordinaria cortesía de Dios (cf. Madre Juliana de Norwich,Revelaciones 77-79). Él no impone su voluntad, no predetermina sencillamente el papel que María desempeñará en su plan para nuestra salvación: él busca primero su consentimiento. Obviamente, en la creación original Dios no podía pedir el consentimiento de sus criaturas, pero en esta nueva creación lo pide. María representa a toda la humanidad. Ella habla por todos nosotros cuando responde a la invitación del ángel.

San Bernardo describe cómo toda la corte celestial estuvo esperando con ansiosa impaciencia su palabra de consentimiento gracias a la cual se consumó la unión nupcial entre Dios y la humanidad. La atención de todos los coros de los ángeles se redobló en ese momento, en el que tuvo lugar un diálogo que daría inicio a un nuevo y definitivo capítulo de la historia del mundo. María dijo: «Hágase en mí según tu palabra». Y la Palabra de Dios se hizo carne.

Reflexionar sobre este misterio gozoso nos da esperanza, la esperanza segura de que Dios continuará penetrando en nuestra historia, actuando con poder creativo para realizar objetivos que serían imposibles para el cálculo humano. Esto nos impulsa a abrirnos a la acción transformadora del Espíritu Creador que nos renueva, que nos hace uno con él y nos llena de su vida. Nos invita, con exquisita cortesía, a consentir que él habite en nosotros, a acoger la Palabra de Dios en nuestro corazón, capacitándonos para responderle con amor y para amarnos los unos a los otros.

[…] Dirijámonos ahora a nuestro Padre celestial, que en este lugar miró la humildad de su esclava, y cantemos sus alabanzas en unión con la santísima Virgen María, con todos los coros de los ángeles y los santos, y con la Iglesia en el mundo entero.

Homilía, 25-03-2006

[…] En la encarnación del Hijo de Dios reconocemos los comienzos de la Iglesia. De allí proviene todo. Cada realización histórica de la Iglesia y también cada una de sus instituciones deben remontarse a aquel Manantial originario.

Deben remontarse a Cristo, Verbo de Dios encarnado. Es él a quien siempre celebramos: el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, por medio del cual se ha cumplido la voluntad salvífica de Dios Padre. Y, sin embargo (precisamente hoy contemplamos este aspecto del Misterio) el Manantial divino fluye por un canal privilegiado: la Virgen María. Con una imagen elocuente san Bernardo habla, al respecto, de aquaeductus (cf. Sermo in Nativitate B. V. Mariae: PL183, 437-448). Por tanto, al celebrar la encarnación del Hijo no podemos por menos de honrar a la Madre. A ella se dirigió el anuncio angélico; ella lo acogió y, cuando desde lo más hondo del corazón respondió: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38), en ese momento el Verbo eterno comenzó a existir como ser humano en el tiempo.

De generación en generación sigue vivo el asombro ante este misterio inefable. San Agustín, imaginando que se dirigía al ángel de la Anunciación, pregunta: «¿Dime, oh ángel, por qué ha sucedido esto en María?». La respuesta, dice el mensajero, está contenida en las mismas palabras del saludo: «Alégrate, llena de gracia» (cf. Sermo 291, 6). De hecho, el ángel, «entrando en su presencia», no la llama por su nombre terreno, María, sino por su nombre divino, tal como Dios la ve y la califica desde siempre: «Llena de gracia (gratia plena)», que en el original griego es ( ) «llena de gracia», y la gracia no es más que el amor de Dios; por eso, en definitiva, podríamos traducir esa palabra así: «amada» por Dios (cf. Lc 1, 28).

Orígenes observa que semejante título jamás se dio a un ser humano y que no se encuentra en ninguna otra parte de la sagrada Escritura (cf. In Lucam 6, 7). Es un título expresado en voz pasiva, pero esta «pasividad» de María, que desde siempre y para siempre es la «amada» por el Señor, implica su libre consentimiento, su respuesta personal y original: al ser amada, al recibir el don de Dios, María es plenamente activa, porque acoge con disponibilidad personal la ola del amor de Dios que se derrama en ella. También en esto ella es discípula perfecta de su Hijo, el cual realiza totalmente su libertad en la obediencia al Padre y precisamente obedeciendo ejercita su libertad.

En la segunda lectura hemos escuchado la estupenda página en la que el autor de la carta a los Hebreos interpreta el salmo 39 precisamente a la luz de la encarnación de Cristo: «Cuando Cristo entró en el mundo dijo: (…) «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad»» (Hb 10, 5-7). Ante el misterio de estos dos «Aquí estoy», el «Aquí estoy» del Hijo y el «Aquí estoy» de la Madre, que se reflejan uno en el otro y forman un único Amén a la voluntad de amor de Dios, quedamos asombrados y, llenos de gratitud, adoramos.

¡Qué gran don, hermanos, poder realizar esta sugestiva celebración en la solemnidad de la Anunciación del Señor! ¡Cuánta luz podemos recibir de este misterio para nuestra vida de ministros de la Iglesia! En particular vosotros, queridos nuevos cardenales, ¡qué apoyo podréis tener para vuestra misión de eminente «Senado» del Sucesor de Pedro!

Esta coincidencia providencial nos ayuda a considerar el acontecimiento de hoy, en el que resalta de modo particular el principio petrino de la Iglesia, a la luz de otro principio, elmariano, que es aún más originario y fundamental. La importancia del principio mariano en la Iglesia fue puesta de relieve de modo particular, después del Concilio, por mi amado predecesor el Papa Juan Pablo II, coherentemente con su lema Totus tuus. En su enfoque espiritual y en su incansable ministerio resultaba evidente a los ojos de todos la presencia de María como Madre y Reina de la Iglesia.

Esta presencia materna la sintió más que nunca en el atentado del 13 de mayo de 1981, aquí, en la plaza de San Pedro. Como recuerdo de aquel trágico suceso, quiso que dominara la plaza de San Pedro, desde lo alto del palacio apostólico, un mosaico con la imagen de la Virgen, para acompañar los momentos culminantes y la trama ordinaria de su largo pontificado, que hace precisamente un año entraba en su última fase, dolorosa y al mismo tiempo triunfal, verdaderamente pascual.

El icono de la Anunciación, mejor que cualquier otro, nos permite percibir con claridad cómo todo en la Iglesia se remonta a ese misterio de acogida del Verbo divino, donde, por obra del Espíritu Santo, se selló de modo perfecto la alianza entre Dios y la humanidad. Todo en la Iglesia, toda institución y ministerio, incluso el de Pedro y sus sucesores, está «puesto» bajo el manto de la Virgen, en el espacio lleno de gracia de su «sí» a la voluntad de Dios. Se trata de un vínculo que en todos nosotros tiene naturalmente una fuerte resonancia afectiva, pero que tiene, ante todo, un valor objetivo. En efecto, entre María y la Iglesia existe un vínculo connatural, que el concilio Vaticano II subrayó fuertemente con la feliz decisión de poner el tratado sobre la santísima Virgen como conclusión de la constitución Lumen gentium sobre la Iglesia.

El tema de la relación entre el principio petrino y el mariano podemos encontrarlo también en el símbolo del anillo, que dentro de poco os entregaré. El anillo es siempre un signo nupcial. Casi todos vosotros ya lo habéis recibido el día de vuestra ordenación episcopal, como expresión de fidelidad y de compromiso de custodiar la santa Iglesia, esposa de Cristo (cf. Rito de la ordenación de los obispos). El anillo que hoy os entrego, propio de la dignidad cardenalicia, quiere confirmar y reforzar dicho compromiso partiendo, una vez más, de un don nupcial, que os recuerda que estáis ante todo íntimamente unidos a Cristo, para cumplir la misión de esposos de la Iglesia.

Por tanto, que recibir el anillo sea para vosotros como renovar vuestro «sí», vuestro «aquí estoy», dirigido al mismo tiempo al Señor Jesús, que os ha elegido y constituido, y a su santa Iglesia, a la que estáis llamados a servir con amor esponsal. Así pues, las dos dimensiones de la Iglesia, mariana y petrina, coinciden en lo que constituye la plenitud de ambas, es decir, en el valor supremo de la caridad, el carisma «superior», el «camino más excelente», como escribe el apóstol san Pablo (1 Co 12, 31; 13, 13).

Todo pasa en este mundo. En la eternidad, sólo el Amor permanece. Por eso, hermanos, aprovechando el tiempo propicio de la Cuaresma, esforcémonos por verificar que todas las cosas, tanto en nuestra vida personal como en la actividad eclesial en la que estamos insertados, estén impulsadas por la caridad y tiendan a la caridad. Para ello, nos ilumina también el misterio que hoy celebramos. En efecto, lo primero que hizo María después de acoger el mensaje del ángel fue ir «con prontitud» a casa de su prima Isabel para prestarle su servicio (cf.Lc 1, 39). La iniciativa de la Virgen brotó de una caridad auténtica, humilde y valiente, movida por la fe en la palabra de Dios y por el impulso interior del Espíritu Santo. Quien ama se olvida de sí mismo y se pone al servicio del prójimo.

He aquí la imagen y el modelo de la Iglesia. Toda comunidad eclesial, como la Madre de Cristo, está llamada a acoger con plena disponibilidad el misterio de Dios que viene a habitar en ella y la impulsa por las sendas del amor. Este es el camino por el que he querido comenzar mi pontificado, invitando a todos, con mi primera encíclica, a edificar la Iglesia en la caridad, como «comunidad de amor» (cf. Deus caritas est, segunda parte). Al buscar esta finalidad, venerados hermanos cardenales, vuestra cercanía espiritual y activa es para mí un gran apoyo y consuelo. Os doy las gracias por ello, a la vez que os invito a todos, sacerdotes, diáconos, religiosos y laicos, a unirnos en la invocación del Espíritu Santo, a fin de que la caridad pastoral del Colegio de cardenales sea cada vez más ardiente, para ayudar a toda la Iglesia a irradiar en el mundo el amor de Cristo, para alabanza y gloria de la santísima Trinidad.

Amén.

1. […] He deseado volver a la ciudad de Jesús para sentir una vez más, en contacto con este lugar, la presencia de la mujer de quien san Agustín escribió: «Él eligió a la madre que había creado; creó a la madre que había elegido» (Sermo69, 3, 4). Aquí es muy fácil comprender por qué todas las generaciones llaman a María bienaventurada (cf. Lc 1, 48)…

2. Nos hallamos reunidos para celebrar el gran misterio realizado aquí hace dos mil años. El evangelista san Lucas sitúa claramente el acontecimiento en el tiempo y en el espacio: «A los seis meses, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José; (…) la virgen se llamaba María» (Lc 1, 26-27). Pero para comprender lo que sucedió en Nazaret hace dos mil años, debemos volver a la lectura tomada de la carta a los Hebreos. Este texto nos permite escuchar una conversación entre el Padre y el Hijo sobre el designio de Dios desde toda la eternidad: «Tú no has querido sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo. No has aceptado holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: (…) «Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad»» (Hb 10, 5-7). La carta a los Hebreos nos dice que, obedeciendo a la voluntad del Padre, el Verbo eterno viene a nosotros para ofrecer el sacrificio que supera todos los sacrificios ofrecidos en la antigua Alianza. Su sacrificio eterno y perfecto redime el mundo.

El plan divino se reveló gradualmente en el Antiguo Testamento, de manera especial en las palabras del profeta Isaías, que acabamos de escuchar: «El Señor, por su cuenta, os dará una señal. Mirad: la virgen está encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel» (Is 7, 14).

Emmanuel significa «Dios-con-nosotros». Con estas palabras se anuncia el acontecimiento único que iba a tener lugar en Nazaret en la plenitud de los tiempos, y es el acontecimiento que estamos celebrando aquí con alegría y felicidad intensas.

3. […] Dios hace a [María] una maravillosa promesa… Se convertiría en madre de un Hijo que sería el Mesías, el Ungido. Gabriel le dice: «Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo. (…) El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, (…) y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 31-33).

… Para María la promesa divina es algo completamente inesperado. Dios altera el curso diario de su vida, modificando los ritmos establecidos y las expectativas comunes. La promesa le parece imposible. María no estaba aún casada: «¿Cómo será eso -pregunta-, pues no conozco varón?» (Lc 1, 34).

4. A María se le pide que diga «sí» a algo que nunca antes había sucedido… Gabriel habla de Isabel para tranquilizar a María: «Ahí tienes a tu parienta Isabel, que, a pesar de su vejez, ha concebido un hijo» (Lc 1, 36).

María debe caminar en la oscuridad, confiando plenamente en Aquel que la ha llamado. Sin embargo, incluso su pregunta: «¿Cómo será eso?», sugiere que María está dispuesta a decir «sí», a pesar de su temor y de su incertidumbre. María no pregunta si la promesa es posible, sino únicamente cómo se cumplirá. Por eso, no nos sorprende que finalmente pronuncie su «sí»: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Con estas palabras, María se presenta como verdadera hija de Abraham, y se convierte en Madre de Cristo y en Madre de todos los creyentes.

5. […] Hemos llegado a Nazaret para alabar a la mujer «por quien la luz ha brillado en el mundo» (himno Ave Regina caelorum).

6. Pero hemos venido también a implorarle. ¿Qué pedimos nosotros, peregrinos a la Madre de Dios? Aquí, en la ciudad que Pablo VI, cuando visitó Nazaret, definió «la escuela del Evangelio», donde «se aprende a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido, tan profundo y misterioso, de aquella simplicísima, humildísima y bellísima manifestación del Hijo de Dios» (Homilía en Nazaret, 5 de enero de 1964), pido, ante todo, una gran renovación de la fe de todos los hijos de la Iglesia. Una profunda renovación de la fe: no sólo una actitud general de vida, sino también una profesión consciente y valiente del Credo: «Et incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine, et homo factus est».

En Nazaret, donde Jesús «crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52), pido a la Sagrada Familia que impulse a todos los cristianos a defender la familia contra las numerosas amenazas que se ciernen actualmente sobre su naturaleza, su estabilidad y su misión. A la Sagrada Familia encomiendo los esfuerzos de los cristianos y de todos los hombres de buena voluntad para defender la vida y promover el respeto a la dignidad de todo ser humano.

A María, la Theotókos, la gran Madre de Dios, consagro las familias de Tierra Santa, las familias del mundo.

En Nazaret, donde Jesús comenzó su ministerio público, pido a María que ayude a la Iglesia por doquier a predicar la «buena nueva» a los pobres, como él hizo (cf. Lc 4, 18). En este «año de gracia del Señor», le pido que nos enseñe el camino de la obediencia humilde y gozosa al Evangelio para servir a nuestros hermanos y hermanas, sin preferencias ni prejuicios.

«No desprecies mis súplicas, oh Madre del Verbo encarnado, antes bien dígnate aceptarlas y favorablemente escucharlas. Así sea» (Memorare).

San Bernardo
Homilía 4 sobre «Missus est », n. 8-9
«No temas, María» (Lc 1,30)

Oíste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no era por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo envió. También nosotros, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, esta palabra de misericordia. Se pone entre tus manos el precio de nuestra salvación; en seguida seremos librado si consientes. Por la Palabra eterna de Dios fuimos todos creados, y a pesar de eso morimos; mas por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para ser llamados de nuevo a la vida…

No tardes, Virgen María, da tu respuesta. Señora Nuestra, pronuncia esta palabra que la tierra, los abismos y los cielos esperan. Mira: el rey y señor del universo desea tu belleza, desea no con menos ardor tu respuesta. Ha querido suspender a tu respuesta la salvación del mundo. Has encontrado gracia ante de él con tu silencio; ahora él prefiere tu palabra. El mismo, desde las alturas te llama: «Levántate, amada mía, preciosa mía, ven…déjame oír tu voz» (Cant 2,13-14) Responde presto al ángel, o, por mejor decir, al Señor por medio del ángel; responde una palabra y recibe al que es la Palabra; pronuncia tu palabra y concibe la divina; emite una palabra fugaz y acoge en tu seno a la Palabra eterna…

Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Criador. Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta. Si te demoras en abrirle, pasará adelante, y después volverás con dolor a buscar al amado de tu alma. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento. «Aquí está la esclava del Señor, -dice la Virgen- hágase en mí según tu palabra.» (Lc 1, 38).

San Aelredo de Rielvaux,
Sermón 59, III sobre la Anunciación
«Nueva Eva : Eva se cambia en Ave» (cf. Lc 1,28)

Hoy, el Padre soberano nos envió al verdadero José «ve a ver cómo están tus hermanos y el ganado» (Gn 37,14). Ciertamente, José era amado por su padre «más que todos sus hermanos» (v. 3)… Este es, el más amado, el más sabio, el mejor de todos; es él a quien Dios, el Padre, ha enviado hoy… «¿A quién pues enviaré, dice Dios, quién irá por nosotros?» (Is 6,8). El Hijo responde: «yo mismo iré en busca de mis ovejas» (Ez 34,11). Descendiendo de lo más alto de los cielos, baja «hasta el valle de Hebrón» (Gn 37,14).

Adán había escalado el monte de la soberbia; el Hijo de Dios ha querido descender al valle de la humildad. Ha encontrado un valle donde descender. ¿Dónde se encuentra éste? No en ti, Eva, madre de nuestra desgracia, no en ti, sino en la bienaventurada María. Ella es exactamente este valle de Hebrón por su humildad y por su fuerza. Es fuerte por su participación en la fuerza sobre la que se ha escrito: “El Señor es fuerte y poderoso” (Sal 24,8). Es esta mujer fuerte de quien dice Salomón: “Una mujer fuerte ¿quién la encontrará?” (Prov. 31,10).

Eva, aunque creada en el paraíso sin corrupción ni suciedad, sin enfermedad ni dolor, se ha mostrado muy débil, muy enferma. “La mujer fuerte ¿quién la encontrará?” ¿Se la puede encontrar en esta tierra de miseria, siendo así que no se la ha podido hallar en la felicidad del paraíso?… Puesto que una mujer se ha revelado tan débil en el paraíso, ¿quién podrá encontrar aquí, en la tierra una mujer valiente?

Hoy, Dios, el Padre, ha encontrado a esta mujer para santificarla; el Hijo la ha encontrado para habitarla; el Espíritu Santo la ha encontrado para iluminarla… El ángel la ha encontrado para saludarla así: “Dios te salve, llena de gracia, el Señor está contigo”. Ahí tenéis a la mujer valiente, aquella en quien la ponderacion reemplaza a la curiosidad, en quien la humildad excluye toda vanidad, en quien la virginidad se mantiene libre de toda voluptuosidad. Está escrito: «El ángel entró en su casa». No la encontró, pues volcada hacia el exterior, hacia fuera; estaba en el interior, en su cuarto oculto, donde oraba a su Padre en el secreto (Mt 6,6).

San Juan Damasceno
Homilía para la Natividad de la Virgen
«Ahora hago el universo nuevo» (Ap 21,5)

Hoy, el Creador de todas las cosas, el Verbo de Dios, ha hecho una obra nueva, salida del corazón del Padre para ser escrita, como con una caña, por el Espíritu que es la lengua de Dios… Hija santísima de Joaquín y Ana, que has escapado a las miradas de los Principados y de las Fuerzas y «de las flechas incendiarias del Maligno» (Col 1,16; Ef 6,16), has vivido en la cámara nupcial del Espíritu, y has sido guardada intacta para ser la esposa de Dios y Madre de Dios a través de la naturaleza… Hija amada de Dios, honor de tus padres, generaciones y generaciones te llamaran bienaventurada, como con verdad lo has afirmado (Lc 1,48). ¡Digna hija de Dios, belleza de la naturaleza humana, rehabilitación de Eva nuestra primera madre! Porque por tu nacimiento se ha levantado la que había caído… Si por la primera Eva «entró el pecado en el mundo» (Sab 2,24; Rm 5,12), porque se puso al servicio de la serpiente, María, que se hizo la servidora de la voluntad divina, engañó a la serpiente engañosa e introdujo en el mundo la inmortalidad.

Tú eres más preciosa que toda la creación, porque sólo de ti compartió las primicias de nuestra humanidad. Su carne fue hecha de tu carne, su sangre de tu sangre; Dios se alimentó de tu leche, y tus labios tocaron los labios de Dios… En la presciencia de tu dignidad, el Dios del universo te amó; tal como te amó, te predestinó y «al final de os tiempos» (1P 1,20) te llamó a la existencia…
Que Salomón, el gran sabio, se calle; que ya no vuelva a decir:«No hay nada nuevo bajo el sol» (Ecl 1,9).

Homilía sobre la Natividad de la Virgen, n. 9; SC 80
«Alégrate, llena de gracia» (Lc 1,28)

Esta mujer será Madre de Dios, puerta de la luz, fuente de vida; destruirá la acusación que pesaba sobre Eva. Esta mujer, «los ricos de entre los pueblos buscarán su rostro», los reyes de las naciones se prosternarán ante ella ofreciéndole obsequios… pero la gloria de la Madre de Dios es interior: es el fruto de su vientre. Mujer tan digna de ser amada, tres veces bienaventurada, » eres bendita entre las mujeres y el fruto de tu vientre es bendito». Hija del rey David y Madre de Dios Rey del universo, la obra maestra en la que el Creador se regocija…, serás la cumbre de la naturaleza. Porque tu vida no será para ti, no has nacido para ti misma, sino que tu vida será para Dios.

Viniste al mundo para él, servirás para la salvación de todos los hombres, cumpliendo el designio de Dios fijado desde antiguo: la encarnación del Verbo, su Palabra, y nuestra divinización. Todo tu deseo es alimentarte de la palabra de Dios, fortalecerte con su sabia, «como verde olivo en la casa de Dios», «un árbol plantado al borde de la acequia», tú «el árbol de la vida» que «dio fruto a su tiempo»… El que es infinito, ilimitado, vino para quedarse en tu seno; Dios, el niño Jesús, se alimentó de tu leche. Eres la puerta siempre virginal de Dios; tus manos tienen a tu Dios; tus rodillas son un trono más elevado que los querubines… Eres la cámara nupcial del Espíritu, «la ciudad del Dios vivo, en la que se regocijan las aguas del río», es decir el efluvio de los dones del Espíritu. Eres «toda hermosa, la amada» de Dios.

San Andrés de Creta,
Sermón 1 para la Natividad de la Virgen María
PG 97, pag. 812-816
«Dios te salve, llena de gracia» (Lc 1,28)

La degeneración causada por el pecado había oscurecido la belleza y la gracia de nuestra nobleza original. Pero cuando nace la madre de la belleza suprema, nuestra naturaleza recobra su pureza y queda restaurada según el modelo perfecto y digno de Dios. Todos nosotros habíamos preferido el mundo de abajo al de arriba. No quedaba esperanza alguna de salvación. El estado de nuestra naturaleza clamaba auxilio al cielo. Por fin, según su beneplácito, el divino artesano del universo decidió crear un mundo nuevo, un mundo distinto- todo hecho de armonía y de juventud.

¿No era necesario que una virgen purísima y sin mancha se pusiera al servicio de este plan misterioso?…Y esta virgen ¿dónde encontrarla sino en esta mujer única entre todas, elegida por el creador del univer so antes de todas las generaciones? Sí, ésta es la Madre de Dios, María, cuyas entrañas dieron a luz al Dios encarnado…

Así, pues, el designio del Redentor de nuestra raza consistía en un nacimiento y una creación nuevos para reemplazar lo caducado. También, del mismo modo que en el paraíso había cogida de la tierra virgen, sin mancha, un poco de barro para formar al primer Adán, en el momento de realizar su propia encarnación, se sirvió de otra tierra, es decir, de esta Virgen pura e inmaculada, elegida entre todas las criaturas. En ella nos restauró a partir de nuestra misma sustancia y creó al nuevo Adán, él el creador de Adán, para que el primer Adán fuese salvado por el segundo y eterno.

Beato Guerrico de Igny,
Sermón 3 para la Anunciación, 2-4
«El Señor mismo va a daros una señal» (Is 7,14)

«Dijo el Señor a Ajaz: ‘Pide una señal’. Respondió Acaz: ‘No la pido, no quiero tentar al Señor» (Is 7,10-12)… Pues bien, este signo rechazado… nosotros lo acogemos, con entera fe y un respeto lleno de amor. Reconocemos que el hijo concebido por la Virgen es para nosotros «en las profundidades» del abismo, signo de perdón y de libertad, y «en lo más alto de los cielos» signo de esperanza, de exultación y de gloria… Desde entonces, el Señor eleva este signo, primero sobre el patíbulo de la cruz, después sobre su trono real…

Sí, esta madre virginal que concibe y da a luz es un signo para nosotros: signo que este hombre concebido y dado a luz, es Dios. Este hijo que hace obras divinas y soporta sufrimientos humanos, es para nosotros signo que llevará a Dios estos hombres para los cuales fue concebido y dado a luz, y para los cuales, sufre también.

Y de entre todos los sufrimientos y desgracias humanas que este Dios se dignó sufrir para nosotros, tanto la primera en el tiempo, como la más grande en su humillación, sin lugar a dudas, creo que es el hecho que esta Majestad divina haya soportado ser concebido en el seno de una mujer, y permanecer encerrado en él durante nueve meses. ¿Dónde se ha visto jamás un anonadamiento tal? ¿Cuándo se la ha visto despojarse de sí misma hasta este punto? Durante un tiempo tan largo, esta Sabiduría no dice nada, esta Omnipotencia no hace nada visible, esta Majestad escondida no se revela a través de ningún signo. En la misma cruz, Cristo nunca ha aparecido débil… Pero en el seno, es como si no estuviera; su Omnipotencia es inoperante, como si no pudiera nada; y el Verbo eterno se esconde bajo el silencio.

San Beda el Venerable,
Homilías para el Adviento, 3; CCL 122, 14-17
«Él será grande y será llamado hijo del Altísimo» (Lc 1,32)

«El ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen, desposada con un hombre llamado José, de la estirpe de David; la virgen se llamaba María». Lo que se dice de la casa de David, no se refiere solamente a José, sino también a María. Porque la Ley prescribía que cada uno debía desposarse con una mujer de su misma tribu y familia, tal como lo atestigua el apóstol Pablo al escribir a Timoteo: «Haz memoria de Jesucristo, el Señor, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David: éste es mi Evangelio» (2Tm 2,8)…

«Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor le dará el trono de David su padre». El trono de David designa aquí al poder sobre el pueblo de Israel, que David, en su tiempo, gobernó con un celo lleno de fe… Este pueblo, que David dirigió por su poder temporal, Cristo lo llevará, por una gracia espiritual, hacia el reino eterno…

«Reinará sobre la casa de Jacob para siempre». La casa de Jacob designa a la Iglesia universal que, por la fe y el testimonio dados a Cristo, se une al destino de los patriarcas, ya sea los que descienden de ella según la carne, ya sea a los que nacidos carnalmente de otra nación, han renacido en Cristo por el bautismo en el Espíritu. Es sobre esta casa de Jacob sobre la que reinará eternamente: «y su reino no tendrá fin». Sí, reina sobre ella ahora, en la vida presente, al gobernar el corazón de los elegidos en los que habita, por su fe y su amor hacia él; y los gobierna con su constante protección para que lleguen hasta ellos los dones de la retribución celeste; reina en el futuro cuando, una vez acabado el estado de exilio temporal, les introduce en las estancias de la patria celestial. Y allí se gozan de lo que su presencia visible les recuerda continuamente: que no tienen que hacer otra cosa sino cantar sus alabanzas.

San Ivo de Chartres,
Sermón 15 ; PL 162, 583
«El que ha de nacer será llamado Hijo de Dios» (Lc 1,35)

Celebramos hoy la admirable concepción de Jesús por la Virgen. Celebramos el comienzo de nuestra redención y anunciamos el designio de Dios, formado de bondad y poder. Porque si el Señor del universo hubiera venido en busca de sus siervos perdidos para juzgarlos y no para mostrarles su bondad, jamás se habría revestido de esta envoltura frágil y limitada (Gn 2,7) en la cual pudo sufrir con nosotros y por nosotros. A los paganos esto les parece, tomando palabras de san Pablo, debilidad y locura (1Co 1,23.25), porque se fundan en el razonamiento de la vana filosofía y forman juicios sobre el Creador a partir de las leyes de la creación. ¿Existe una obra más grande de poder que la de hacer concebir a la Virgen, en contra de las leyes de la naturaleza? ¿Y, después de haber tomado nuestra carne, devolver una naturaleza mortal a la gloria de la inmortalidad, pasando por la muerte? Por eso el apóstol dijo: «La debilidad de Dios es más fuerte que el hombre «(v. 25)…

Hoy el seno de la Virgen, se convierte en la puerta del cielo, por la cual Dios desciende a la casa de los hombres para hacerlos subir al cielo.

San Epifanio de Salamina,
Homilía V PG 43, 491.494.502
«Alégrate, llena de gracia» (Lc 1,28)

¿Cómo hablar? ¿Qué elogio podré yo hacer de la Virgen gloriosa y santa? Ella está por encima de todos los seres, exceptuando a Dios; es, por naturaleza, más bella que los querubines y todo el ejército de los ángeles. Ni la lengua del cielo, ni la de la tierra, ni incluso la de los ángeles sería suficiente para alabarla. ¡Bienaventurada Virgen, paloma pura, esposa celestial…, templo y trono de la divinidad! Tuyo es Cristo, sol resplandeciente en el cielo y sobre la tierra. Tú eres la nube luminosa que hizo bajar a Cristo, él, el rayo resplandeciente que ilumina al mundo.

Alégrate, llena de gracia, puerta de los cielos; es de ti que habla el Cantar de los Cantares… cuando exclama: «Tú eres huerto cerrado, hermana mía, esposa mía, huerto cerrado, fuente sellada (4,12)… Santa Madre de Dios, cordera inmaculada, de ti ha nacido el Cordero, Cristo, el Verbo encarnado en ti… ¡Qué sorprendente maravilla en los cielos: una mujer, revestida de sol (Ap 12,1), llevando la luz en sus brazos!… Qué asombrosa maravilla en los cielos: el Señor de los ángeles hecho hijo de la Virgen. Los ángeles acusaban a Eva; ahora llenan de gloria a María porque ella ha levantado a Eva de su caída y hace entrar en los cielos a Adán echado fuera del Paraíso…

Es inmensa la gracia concedida a esta Virgen santa. Por eso Gabriel, le dirige primeramente este saludo: «Alégrate, llena de gracia», resplandeciente como el cielo. «Alégrate, llena de gracia», Virgen adornada con toda clase de virtudes… «Alégrate, llena de gracia», tú sacias a los sedientos con la dulzura de la fuente eterna. Alégrate, santa Madre inmaculada; tú has engendrado a Cristo que te precede. Alégrate, púrpura real; tú has revestido al rey de cielo y tierra. Alégrate, libro sellado; tú has dado al mundo poder leer al Verbo, el Hijo del Padre.

Tertuliano,
La Carne de Cristo, 17 : PL 2, 781
«He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38)

¿Por qué el Hijo de Dios ha nacido de una Virgen?… Era necesario un modo totalmente nuevo de nacimiento al que iba a consagrar un nueva manera de nacer. Isaías había profetizado que el Señor anunciaría esta maravilla por un signo. ¿Qué signo? « He aquí que una Virgen va a concebir y dar a luz un niño» Sí, la Virgen ha concebido y dado a luz al Emmanuel, Dios con nosotros (Is 7,14; Mt 1,23). Helo aquí, este nuevo orden de nacimiento: el hombre nace de Dios porque Dios nace del hombre; Dios se hace carne para regenerar la carne por la semilla nueva del Espíritu y lavar todas sus manchas pasadas. Todo este orden nuevo ha sido prefigurado en el Antiguo Testamento, porque en el designio divino el primer hombre ha nacido por Dios a través de una virgen. En efecto, la tierra estaba aún virgen, el trabajo del hombre no la había tocado, la semilla no había sido echada, cuando Dios la toma para formar el hombre y hacerle « un ser viviente » (Gn 2,5.7). Si pues el primer Adán ha sido formado de la tierra, es justo que el segundo, el que el apóstol Pablo llama «el nuevo Adán» sea él también formado por Dios con una tierra virgen, es decir de una carne cuya virginidad permanecía inviolada, para llegar a ser «Espíritu que da la vida» (1 Co 15,45)…

Cuando ha querido cubrir «su imagen y semejanza» (Gn 1,26) caída en poder del demonio, Dios ha hecho de la misma manera que en el momento en el que lo había creado. Eva era aún virgen cuando acogió la palabra que iba a producir la muerte; fue también en una virgen cómo debía descender la Palabra de Dios que iba a criar el edificio de la Vida… Eva había dado su fe a la serpiente; María tuvo fe en Gabriel. El pecado que Eva había cometido al creer, es creyendo como María lo ha borrado… La Palabra del diablo ha sido para Eva la semilla de su humillación y de sus dolores en el alumbramiento (Gn 3,16), y ella parió el asesino de su hermano (4,8). Al contrario, María alumbró un hijo que debía salvar a Israel, su hermano.

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