Un místico del siglo 17, Ángelo Silesio, de Silesia, como su nombre lo indica, que se sitúa admirablemente en la tradición de la mística alemana, escribió estas palabras, este pequeño cuarteto inagotable:

“El abismo de mi mente,
en un grito, invoca siempre el abismo de Dios.
De estos dos abismos,
dime: ¿cuál es más profundo?”

Compara pues la profundidad del abismo del hombre con la profundidad del abismo de Dios. Y se pregunta cuál de los dos es más profundo. En esta expresión audaz hay algo admirable, porque este cuarteto nos hace sentir de inmediato la grandeza del hombre. Porque a través de la grandeza del hombre es como se revela la grandeza de Dios.

Si no hubiera en nosotros un aspecto de inmensidad, algo infinito, no podríamos tener ningún conocimiento real de la infinitud de Dios. Sin duda podríamos pronunciar la palabra infinito, pero sería una palabra vacía. Si podemos sentir la grandeza divina, si podemos sentir el carácter inagotable de la hermosura divina, es porque en nosotros hay algo infinito que está enraizado en Dios. Hay una especie de frontera, de punto de contacto en que tocamos a Dios, en que Dios nos toca. Y cuando llegamos a este punto, cuando llegamos al centro, entonces estamos al mismo tiempo más cerca de Dios y más cerca de nosotros mismos. Entonces alcanzamos nuestra plena verdad y conocemos– en cuanto nos es posible – la plena Verdad de Dios.

Ustedes saben que así sucede también con los seres que amamos. Una madre puede mirar a su hijo toda la vida, y; aunque lo mire bien, jamás podrá conocer hasta el fondo su secreto, porque el secreto de un ser humano escapa a todos los que lo aman, como a él mismo; y al mismo tiempo, alimenta el amor porque en ese secreto hay un descubrimiento siempre nuevo.

Y eso es lo que importa subrayar, con Ángelo Silecio: la Revelación de Dios, la Revelación auténtica y viva de Dios se realiza siempre, finalmente, a través de la grandeza y de la gloria del hombre. Todos los milagros, todos los carismas, todas las gracias, todos los sistemas, todas las filosofías, todas las teologías, se juzgan bajo esa luz abismal, bajo esa luz interior, bajo esa luz que brilla en el punto de contacto entre el alma y Dios.

Por eso la Encarnación, única posibilidad de manifestarse Dios, la Encarnación supone siempre el crecimiento, la promoción del hombre. Los profetas, los verdaderos profetas, son hombres que viven en un nivel superior. Y el Profeta de los profetas, Cristo nuestro Señor, es la humanidad más elevada, más libre, más universal que pueda concebirse. Y a través del esplendor de esta humanidad es como brilla la luz eterna.

Hay que ver en el cristianismo justamente, la grandeza del hombre, imposible de separar de la grandeza de Dios. Y por eso nada hiere más que el querer glorificar a Dios en menoscabo del hombre, como si estableciendo la nada del hombre se hiciera resaltar la gloria de Dios. ¡No! ¡Es falso!

La gloria de Dios está en la grandeza del hombre. Y cuando Dios aparece, el hombre se transfigura. Y cuado Dios está verdaderamente presente, la vida alcanza su plenitud; y por eso todos los que son discípulos del verdadero Dios llevan en sí una vocación a la grandeza. En el fondo, es lo mismo escuchar dentro de sí mismo el llamado del verdadero Dios y encaminarse hacia la grandeza.

No te contentes, decía san Juan de la Cruz, no te contentes con migajas que caen de la mesa de tu Padre, anda, glorifícate en tu propia gloria y lograrás lo que desea tu corazón.

Claro que si estamos llamados a la grandeza, y si es en la grandeza misma donde brillará en nosotros la luz de la Presencia de Dios, no podemos alcanzar inmediatamente esas cumbres. La vida es crecimiento, la vida es movimiento, y por eso siempre se puede progresar, más aún, se puede progresar eternamente; jamás agotaremos la profundidad del abismo de Dios ni la profundidad del abismo del hombre.

En el régimen de la Encarnación estamos pues en un régimen de crecimiento, en un régimen de progreso, en un régimen de continuo descubrimiento que hace de la vida cristiana profundamente vivida una perpetua admiración.

Einstein lo decía en su propio terreno: “El hombre que ha perdido la capacidad de admirar y de sentir respeto es como si estuviera muerto”. Estas palabras se verifican de manera incomparable en el plano de la fe, justamente en la medida en que nos dejamos guiar por la vocación a la grandeza, y en que llegamos a las raíces divinas, en el momento en que tocamos silenciosamente la Presencia que, al revelarse, nos revela a nosotros mismos.

Y todo eso se realiza en una discreción perfecta, porque el régimen de la Encarnación es el régimen del símbolo, el régimen del sacramento, el régimen en que el encuentro se hace bajo el velo. Y eso es algo absolutamente admirable: estamos juntos en esta iglesia, participamos en la misma liturgia, decimos las mismas palabras, cantamos los mismos cánticos, escuchamos las mismas palabras. Dentro de poco vamos a entrar en el misterio de la visitación divina: “Esto es mi Cuerpo, Esto es mi Sangre”. Y así estamos verdaderamente juntos, reunidos unánimes en una misma espera, y sin embargo cada uno de nosotros realizará la espera a su manera. Bajo los signos comunes, bajo las palabras que resuenan lo mismo en los oídos, bajo los signos que contienen todos una alusión prodigiosa, cada uno de nosotros reconocerá a Dios en la medida en que es capaz de conocerlo, es decir en la medida en que es capaz de identificarse con Él. Y esa es la maravilla de las maravillas: ¡estar juntos y al mismo tiempo solos!

No podemos vivir solos. Necesitamos absolutamente compañía, presencia, alguien a quien amar. No le podemos dar nuestra ternura a un muro. Y al mismo tiempo, necesitamos secreto, necesitamos ser únicos, porque sentimos que somos irremplazables.

Si fuéramos intercambiables la vida no tendría sentido. La vida sólo tiene sentido, la vida sólo es tan grande, sólo es tan necesaria porque cada uno de nosotros es una voz única, una mirada única, un rostro único, una revelación única de Dios. Y el equilibrio admirable de ese doble movimiento: juntos y solos, tiene su fundamento en el régimen de la Encarnación, justamente por la comunidad del signo que es un velo que recubre el rostro divino pero que cada uno de nosotros debe atravesar, a su manera, para hacer un encuentro único.

Juntos y solos, comulgando todos en la misma dirección, en el mismo secreto, en la misma Presencia. Pero nos unimos a ella, cada uno a su manera, cada uno a su nivel, cada uno con su mirada y con su corazón, de manera que Dios sea a la vez el Padre de todos y el Padre de cada uno, el Amor de todos y al mismo tiempo el Amor único de cada uno, el descubrimiento común y al mismo tiempo el único descubrimiento mío, hoy y todos los días de la vida.

Dilatemos pues el alma esta noche ante esta vocación. Comprendamos que Cristo nos abre un horizonte infinito, que es imposible acercarse a Dios sin alcanzar la verdadera grandeza humana, y que es imposible estar juntos sin entrar al mismo tiempo en el secreto más personal e incomunicable.

Y sumerjámonos justamente en el silencio abismal de nuestro ser, sumerjámonos en el silencio a medida que avanzamos en el corazón de la divina liturgia, para llegar al punto central donde nuestro ser se enraíza en Dios, y donde solo nuestra grandeza puede recibir la impronta de la grandeza divina. Entonces podremos comprender toda la sabiduría que hay en ese maravilloso cuarteto que nos invita a ir en alta mar, y que nos pide que no nos limitemos, para que jamás limitemos a Dios:

“El abismo de mi mente
en un grito invoca sin cesar el abismo de Dios.
De estos dos abismos,
dime, ¿cuál es el más profundo?”

Lausana, en 1955
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