Reflexiones del Papa Francisco sobre la vida consagrada
Homilías para la Jornada de la Vida Consagrada (2024-2014-2015)

LA ESPERA DE DIOS
Mientras el pueblo esperaba la salvación del Señor, los profetas anunciaban su venida, como afirmaba el profeta Malaquías: «entrará en su Templo el Señor que ustedes buscan; y el Ángel de la alianza que ustedes desean ya viene, dice el Señor de los ejércitos» (3,1). Simeón y Ana son imagen y figura de esta espera. Ellos ven al Señor entrar en su templo e, iluminados por el Espíritu Santo, lo reconocen en el Niño que María lleva en brazos. Llevaban toda la vida esperándolo: Simeón, «que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel» (Lc 2,25); Ana, que «no se apartaba del Templo» (Lc 2,37).
Nos hace bien mirar a estos dos ancianos pacientes en la espera, vigilantes en el espíritu y perseverantes en la oración. Sus corazones permanecen velando, como una antorcha siempre encendida. Son de edad avanzada, pero tienen la juventud del corazón; no se dejan consumir por los días que pasan porque sus ojos permanecen fijos en Dios, en la espera (cf. Sal 145,15). Fijos en el Señor, en la espera, siempre en la espera. A lo largo del camino de la vida experimentaron dificultades y decepciones, pero no se rindieron al derrotismo: no “jubilaron” la esperanza. Y así, contemplando al Niño, reconocieron que se había cumplido el tiempo, la profecía se había hecho realidad, había llegado Aquel a quien buscaban y por quien suspiraban, el Mesías de las naciones. Habiendo mantenido despierta la espera del Señor, se hicieron capaces de acogerlo en la novedad de su venida.
Hermanos y hermanas, la espera de Dios también es importante para nosotros, para nuestro camino de fe. Cada día el Señor nos visita, nos habla, se revela de maneras inesperadas y, al final de la vida y de los tiempos, vendrá. Por eso Él mismo nos exhorta a permanecer despiertos, a estar vigilantes, a perseverar en la espera. Lo peor que nos puede ocurrir, en efecto, es caer en el “sueño del espíritu”: dejar adormecer el corazón, anestesiar el alma, almacenar la esperanza en los rincones oscuros de la decepción y la resignación.
Pienso en ustedes, hermanas y hermanos consagrados, y en el don que representan; pienso en cada uno de nosotros, los cristianos de hoy: ¿somos todavía capaces de vivir la espera? ¿No estamos a veces demasiado atrapados en nosotros mismos, en las cosas y en los ritmos intensos de cada día, hasta el punto de olvidarnos de Dios que siempre viene? ¿No estamos demasiado embelesados por nuestras buenas obras, corriendo incluso el riesgo de convertir la vida religiosa y cristiana en las “muchas cosas que hacer” y de descuidar la búsqueda cotidiana del Señor? ¿No corremos a veces el peligro de programar nuestra vida personal y la vida comunitaria sobre el cálculo de las posibilidades de éxito, en lugar de cultivar con alegría y humildad la pequeña semilla que se nos confía, con la paciencia de quien siembra sin esperar nada, y de quien sabe esperar los tiempos y las sorpresas de Dios? A veces —hay que reconocerlo— hemos perdido esta capacidad de esperar. Esto se debe a diversos obstáculos, y de entre ellos quisiera destacar dos.
El primer obstáculo que nos hace perder la capacidad de esperar es el descuido de la vida interior. Es lo que ocurre cuando el cansancio prevalece sobre el asombro, cuando la costumbre sustituye al entusiasmo, cuando perdemos la perseverancia en el camino espiritual, cuando las experiencias negativas, los conflictos o los frutos, que parecen retrasarse, nos convierten en personas amargadas y resentidas. No es bueno masticar amargura, porque en una familia religiosa -—como en cualquier comunidad y familia— las personas amargadas y con “cara sombría” hacen pesado el ambiente; estas personas que parecer tener vinagre en el corazón. Es necesario entonces recuperar la gracia perdida, es decir, volver atrás y, mediante una intensa vida interior, retornar al espíritu de humildad gozosa y de gratitud silenciosa. Y esto se alimenta con la adoración, con el empeño de las rodillas y del corazón, con la oración concreta que combate e intercede, que es capaz de avivar el deseo de Dios, el amor de antaño, el asombro del primer día, el sabor de la espera.
El segundo obstáculo es la adaptación al estilo del mundo, que acaba ocupando el lugar del Evangelio. Y el nuestro es un mundo que a menudo corre a gran velocidad, que exalta el “todo y ahora”, que se consume en el activismo y en el buscar exorcizar los miedos y las ansiedades de la vida en los templos paganos del consumismo o en la búsqueda de diversión a toda costa. En un contexto así, en el que se destierra y se pierde el silencio, esperar no es fácil, porque requiere una actitud de sana pasividad, la valentía de bajar el ritmo, de no dejarnos abrumar por las actividades, de dejar espacio en nuestro interior a la acción de Dios, como enseña la mística cristiana. Cuidemos, pues, de que el espíritu del mundo no entre en nuestras comunidades religiosas, en la vida de la Iglesia y en el camino de cada uno de nosotros, pues de lo contrario no daremos fruto. La vida cristiana y la misión apostólica necesitan de la espera, madurada en la oración y en la fidelidad cotidiana, para liberarnos del mito de la eficiencia, de la obsesión por la productividad y, sobre todo, de la pretensión de encerrar a Dios en nuestras categorías, porque Él viene siempre de manera imprevisible, viene siempre en tiempos que no son los nuestros y de formas que no son las que esperamos.
Como afirma la mística y filósofa francesa Simone Weil, somos la esposa que espera en la noche la llegada del esposo, y «el papel de la futura esposa es esperar […]. Desear a Dios y renunciar a todo lo demás es lo único que salva» (S. Weil, A la espera de Dios, Madrid 1996, 125-126). Hermanas, hermanos, cultivemos en la oración la espera del Señor y aprendamos la buena “pasividad del Espíritu”: así podremos abrirnos a la novedad de Dios.
Como Simeón, también nosotros carguemos en brazos al Niño, al Dios de la novedad y de las sorpresas. Cuando acogemos al Señor, el pasado se abre al futuro, lo viejo en nosotros se abre a lo nuevo que Él hace nacer. No es fácil —lo sabemos— porque, en la vida religiosa como en la vida de todo cristiano, es difícil oponerse a la “fuerza de lo viejo”: «porque no es fácil que lo viejo que hay en nosotros acoja a lo nuevo —acoger lo nuevo, acogerlo en nuestra vejez— […]. La novedad de Dios se presenta como un niño y nosotros, con todos nuestros hábitos, miedos, temores, envidias —pensemos en las envidas—, preocupaciones, nos hallamos frente a este niño. ¿Le abrazaremos, le acogeremos, le haremos espacio? ¿Entrará esta novedad de veras en nuestra vida, o más bien intentaremos casar lo viejo y lo nuevo, tratando que la presencia de la novedad de Dios nos moleste lo menos posible?». (C.M. Martini, Meditaciones sobre la oración, Madrid 2011, 32).
Hermanos y hermanas, estas preguntas son para nosotros, para cada uno de nosotros, son para nuestras comunidades, son para la Iglesia. Dejémonos interpelar, dejémonos mover por el Espíritu, como Simeón y Ana. Si como ellos sabremos vivir la espera en el cuidado de la vida interior y en coherencia con el estilo del Evangelio, si como ellos viviremos la espera, entonces abrazaremos a Jesús, que es luz y esperanza de la vida.
02/02/2024
FIESTA DEL ENCUENTRO
La fiesta de la Presentación de Jesús en el templo es llamada también fiesta del encuentro: en la liturgia, se dice al inicio que Jesús va al encuentro de su pueblo, es el encuentro entre Jesús y su pueblo; cuando María y José llevaron a su niño al Templo de Jerusalén, tuvo lugar el primer encuentro entre Jesús y su pueblo, representado por los dos ancianos Simeón y Ana.
Ese fue un encuentro en el seno de la historia del pueblo, un encuentro entre los jóvenes y los ancianos: los jóvenes eran María y José, con su recién nacido; y los ancianos eran Simeón y Ana, dos personajes que frecuentaban siempre el Templo.
Observemos lo que el evangelista Lucas nos dice de ellos, cómo les describe. De la Virgen y san José repite cuatro veces que querían cumplir lo que estaba prescrito por la Ley del Señor (cf. Lc 2, 22.23.24.27). Se entiende, casi se percibe, que los padres de Jesús tienen la alegría de observar los preceptos de Dios, sí, la alegría de caminar en la Ley del Señor. Son dos recién casados, apenas han tenido a su niño, y están totalmente animados por el deseo de realizar lo que está prescrito. Esto no es un hecho exterior, no es para sentirse bien, ¡no! Es un deseo fuerte, profundo, lleno de alegría. Es lo que dice el Salmo: «Mi alegría es el camino de tus preceptos… Tu ley será mi delicia (119, 14.77).
¿Y qué dice san Lucas de los ancianos? Destaca más de una vez que eran conducidos por el Espíritu Santo. De Simeón afirma que era un hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel, y que «el Espíritu Santo estaba con él» (2, 25); dice que «el Espíritu Santo le había revelado» que antes de morir vería al Cristo, al Mesías (v. 26); y por último que fue al Templo «impulsado por el Espíritu» (v. 27). De Ana dice luego que era una «profetisa» (v. 36), es decir, inspirada por Dios; y que estaba siempre en el Templo «sirviendo a Dios con ayunos y oraciones» (v. 37). En definitiva, estos dos ancianos están llenos de vida. Están llenos de vida porque están animados por el Espíritu Santo, dóciles a su acción, sensibles a sus peticiones…
He aquí el encuentro entre la Sagrada Familia y estos dos representantes del pueblo santo de Dios. En el centro está Jesús. Es Él quien mueve a todos, quien atrae a unos y a otros al Templo, que es la casa de su Padre.
Es un encuentro entre los jóvenes llenos de alegría al cumplir la Ley del Señor y los ancianos llenos de alegría por la acción del Espíritu Santo. Es un singular encuentro entre observancia y profecía, donde los jóvenes son los observantes y los ancianos son los proféticos. En realidad, si reflexionamos bien, la observancia de la Ley está animada por el Espíritu mismo, y la profecía se mueve por la senda trazada por la Ley. ¿Quién está más lleno del Espíritu Santo que María? ¿Quién es más dócil que ella a su acción?
A la luz de esta escena evangélica miremos a la vida consagrada como un encuentro con Cristo: es Él quien viene a nosotros, traído por María y José, y somos nosotros quienes vamos hacia Él, conducidos por el Espíritu Santo. Pero en el centro está Él. Él lo mueve todo, Él nos atrae al Templo, a la Iglesia, donde podemos encontrarle, reconocerle, acogerle y abrazarle.
Jesús viene a nuestro encuentro en la Iglesia a través del carisma fundacional de un Instituto: ¡es hermoso pensar así nuestra vocación! Nuestro encuentro con Cristo tomó su forma en la Iglesia mediante el carisma de un testigo suyo, de una testigo suya. Esto siempre nos asombra y nos lleva a dar gracias.
Y también en la vida consagrada se vive el encuentro entre los jóvenes y los ancianos, entre observancia y profecía. No lo veamos como dos realidades contrarias. Dejemos más bien que el Espíritu Santo anime a ambas, y el signo de ello es la alegría: la alegría de observar, de caminar en la regla de vida; y la alegría de ser conducidos por el Espíritu, nunca rígidos, nunca cerrados, siempre abiertos a la voz de Dios que habla, que abre, que conduce, que nos invita a ir hacia el horizonte.
Hace bien a los ancianos comunicar la sabiduría a los jóvenes; y hace bien a los jóvenes recoger este patrimonio de experiencia y de sabiduría, y llevarlo adelante, no para custodiarlo en un museo, sino para llevarlo adelante afrontando los desafíos que la vida nos presenta, llevarlo adelante por el bien de las respectivas familias religiosas y de toda la Iglesia.
Que la gracia de este misterio, el misterio del encuentro, nos ilumine y nos consuele en nuestro camino. Amén.
02/02/2014
LA RENOVACIÓN DE LA VIDA CONSAGRADA
Pongamos ante los ojos de la mente el icono de María Madre que va con el Niño Jesús en brazos. Lo lleva al Templo, lo lleva al pueblo, lo lleva a encontrarse con su pueblo.
Los brazos de su Madre son como la «escalera» por la que el Hijo de Dios baja hasta nosotros, la escalera de la condescendencia de Dios. Lo hemos oído en la primera Lectura, tomada de la Carta a los Hebreos: Cristo «tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote compasivo y fiel» (2,17). Es el doble camino de Jesús: bajó, se hizo uno de nosotros, para subirnos con Él al Padre, haciéndonos semejantes a Él.
Este movimiento lo podemos contemplar en nuestro corazón imaginando la escena del Evangelio: María que entra en el templo con el Niño en brazos. La Virgen es la que va caminando, pero su Hijo va delante de ella. Ella lo lleva, pero es Él quien la lleva a Ella por ese camino de Dios, que viene a nosotros para que nosotros podamos ir a Él.
Jesús ha recorrido nuestro camino, y nos ha mostrado el «camino nuevo y vivo» (cf. Hb 10,20) que es Él mismo. Y para nosotros, los consagrados, este es el único camino que, de modo concreto y sin alternativas, tenemos que recorrer con alegría y perseverancia.
Hasta en cinco ocasiones insiste el Evangelio en la obediencia de María y José a la “Ley del Señor” (cf. Lc 2,22.23.24.27.39). Jesús no vino para hacer su voluntad, sino la voluntad del Padre; y esto –dijo Él– era su «alimento» (cf. Jn 4,34). Así, quien sigue a Jesús se pone en el camino de la obediencia, imitando la «condescendencia» del Señor, abajándose y haciendo suya la voluntad del Padre, incluso hasta la negación y la humillación de sí mismo (cf. Flp 2,7-8). Para un religioso, caminar significa abajarse en el servicio, es decir, recorrer el mismo camino de Jesús, que «no retuvo ávidamente el ser igual a Dios» (Flp 2,6). Rebajarse haciéndose siervo para servir.
Y este camino adquiere la forma de la regla, que recoge el carisma del fundador, sin olvidar que la regla insustituible, para todos, es siempre el Evangelio. El Espíritu Santo, en su infinita creatividad, lo traduce también en diversas reglas de vida consagrada que nacen todas de la sequela Christi, es decir, de este camino de abajarse sirviendo.
Mediante esta «ley» los consagrados pueden alcanzar la sabiduría, que no es una actitud abstracta sino obra y don del Espíritu Santo. Y signo evidente de esa sabiduría es la alegría. Sí, la alegría evangélica del religioso es consecuencia del camino de abajamiento con Jesús… Y, cuando estamos tristes, nos vendrá bien preguntarnos: «¿Cómo estoy viviendo esta dimensión kenótica?».
En el relato de la Presentación de Jesús, la sabiduría está representada por los dos ancianos, Simeón y Ana: personas dóciles al Espíritu Santo (se los nombra 3 veces), guiadas por Él, animadas por Él. El Señor les concedió la sabiduría tras un largo camino de obediencia a su ley. Obediencia que, por una parte, humilla y abate, pero que por otra parte levanta y custodia la esperanza, haciéndolos creativos, porque estaban llenos de Espíritu Santo. Celebran incluso una especie de liturgia en torno al Niño cuando entra en el templo: Simeón alaba al Señor y Ana «predica» la salvación (cf. Lc 2,28-32.38). Como María, también el anciano lleva al Niño en sus brazos, pero, en realidad, es el Niño quien toma y guía al anciano. La liturgia de las primeras Vísperas de la Fiesta de hoy lo expresa con claridad y belleza: «Senex puerum portabat, puer autem senem regebat». Tanto María, joven madre, como Simeón, anciano «abuelo», llevan al Niño en brazos, pero es el mismo Niño quien los guía a ellos.
Es curioso advertir que, en esta ocasión, los creativos no son los jóvenes sino los ancianos. Los jóvenes, como María y José, siguen la ley del Señor a través de la obediencia; los ancianos, como Simeón y Ana, ven en el Niño el cumplimiento de la Ley y las promesas de Dios. Y son capaces de hacer fiesta: son creativos en la alegría, en la sabiduría.
Y el Señor transforma la obediencia en sabiduría con la acción de su Espíritu Santo.
A veces, Dios puede dar el don de la sabiduría a un joven inexperto, pero a condición de que esté dispuesto a recorrer el camino de la obediencia y de la docilidad al Espíritu. Esta obediencia y docilidad no es algo teórico, sino que está bajo el régimen de la encarnación del Verbo: docilidad y obediencia a un fundador, docilidad y obediencia a una regla concreta, docilidad y obediencia a un superior, docilidad y obediencia a la Iglesia. Se trata de una docilidad y obediencia concreta.
Perseverando en el camino de la obediencia, madura la sabiduría personal y comunitaria, y así es posible también adaptar las reglas a los tiempos: de hecho, la verdadera «actualización» es obra de la sabiduría, forjada en la docilidad y la obediencia.
El fortalecimiento y la renovación de la Vida Consagrada pasan por un gran amor a la regla, y también por la capacidad de contemplar y escuchar a los mayores de la Congregación. Así, el «depósito», el carisma de una familia religiosa, queda custodiado tanto por la obediencia como por la sabiduría. Y este camino nos salva de vivir nuestra consagración de manera “light”, desencarnada, como si fuera una gnosis, que reduce la vida religiosa a una “caricatura”, una caricatura en la que se da un seguimiento sin renuncia, una oración sin encuentro, una vida fraterna sin comunión, una obediencia sin confianza y una caridad sin trascendencia.
También nosotros, como María y Simeón, queremos llevar hoy en brazos a Jesús para que se encuentre con su pueblo, y seguro que lo conseguiremos si nos dejamos poseer por el misterio de Cristo. Guiemos el pueblo a Jesús dejándonos a su vez guiar por Él. Eso es lo que debemos ser: guías guiados.
Que el Señor, por intercesión de María nuestra Madre, de San José y de los santos Simeón y Ana, nos conceda lo que le hemos pedido en la Oración colecta: «Ser presentados delante de ti con el alma limpia». Así sea.
02/02/2015