3º Domingo de Adviento (ciclo C)
Lucas 3, 10-18

En aquel tiempo, 10la gente preguntó a Juan: “Entonces, ¿qué debemos hacer?” 11Les respondió: “El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; otro tanto el que tenga comida.” 12Fueron también algunos recaudadores de impuestos a bautizarse y le preguntaban: “Maestro, ¿qué debemos hacer?” 13Él les contestó: “No exijan más de lo que está ordenado.” 14También los soldados le preguntaban: “Y nosotros, ¿qué debemos hacer?” Les contestó: “No maltraten ni denuncien a nadie y conténtense con su sueldo.” 15Como el pueblo estaba a la expectativa y todos se preguntaban por dentro si Juan no sería el Mesías, 16Juan se dirigió a todos: “Yo los bautizo con agua, pero viene uno con más autoridad que yo, y yo no soy digno para soltarle la correa de sus sandalias. Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego. 17Ya empuña la horquilla para limpiar su cosecha y reunir el trigo en el granero, y quemará la paja en un fuego que no se apaga.” 18Con otras muchas palabras anunciaba al pueblo la Buena Noticia.
¿QUÉ PODEMOS HACER?
José A. Pagola
La predicación del Bautista sacudió la conciencia de muchos. Aquel profeta del desierto les estaba diciendo en voz alta lo que ellos sentían en su corazón: era necesario cambiar, volver a Dios, prepararse para acoger al Mesías. Algunos se acercaron a él con esta pregunta: ¿Qué podemos hacer?
El Bautista tiene las ideas muy claras. No les propone añadir a su vida nuevas prácticas religiosas. No les pide que se queden en el desierto haciendo penitencia. No les habla de nuevos preceptos. Al Mesías hay que acogerlo mirando atentamente a los necesitados.
No se pierde en teorías sublimes ni en motivaciones profundas. De manera directa, en el más puro estilo profético, lo resume todo en una fórmula genial: “El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, que haga lo mismo”. Y nosotros, ¿qué podemos hacer para acoger a Cristo en medio de esta sociedad en crisis?
Antes que nada, esforzarnos mucho más en conocer lo que está pasando: la falta de información es la primera causa de nuestra pasividad. Por otra parte, no tolerar la mentira o el encubrimiento de la verdad. Tenemos que conocer, en toda su crudeza, el sufrimiento que se está generando de manera injusta entre nosotros.
No basta vivir a golpes de generosidad. Podemos dar pasos hacia una vida más sobria. Atrevernos a hacer la experiencia de “empobrecernos” poco a poco, recortando nuestro actual nivel de bienestar para compartir con los más necesitados tantas cosas que tenemos y no necesitamos para vivir.
Podemos estar especialmente atentos a quienes han caído en situaciones graves de exclusión social: desahuciados, privados de la debida atención sanitaria, sin ingresos ni recurso social alguno… Hemos de salir instintivamente en defensa de los que se están hundiendo en la impotencia y la falta de motivación para enfrentarse a su futuro.
Desde las comunidades cristianas podemos desarrollar iniciativas diversas para estar cerca de los casos más sangrantes de desamparo social: conocimiento concreto de situaciones, movilización de personas para no dejar solo a nadie, aportación de recursos materiales, gestión de posibles ayudas…
Para muchos son tiempos difíciles. A todos se nos va a ofrecer la oportunidad de humanizar nuestro consumismo alocado, hacernos más sensibles al sufrimiento de las víctimas, crecer en solidaridad práctica, contribuir a denunciar la falta de compasión en la gestión de la crisis… Será nuestra manera de acoger con más verdad a Cristo en nuestras vidas.
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Compartir las lágrimas para poder compartir también la sonrisa
Papa Francisco
En el Evangelio de hoy hay una pregunta que se repite tres veces: «¿Qué cosa tenemos que hacer?» (Lc 3, 10.12.14). Se la dirigen a Juan el Bautista tres categorías de personas: primero, la multitud en general; segundo, los publicanos, es decir los cobradores de impuestos; y tercero, algunos soldados. Cada uno de estos grupos pregunta al profeta qué debe hacer para realizar la conversión que él está predicando. A la pregunta de la multitud Juan responde que compartan los bienes de primera necesidad. Al primer grupo, a la multitud, le dice que compartan los bienes de primera necesidad, y dice así: «El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo» (v. 11). Después, al segundo grupo, al de los cobradores de los impuestos les dice que no exijan nada más que la suma debida (cf. v. 13). ¿Qué quiere decir esto? No pedir sobornos. Es claro el Bautista. Y al tercer grupo, a los soldados les pide no extorsionar a nadie y de acontentarse con su salario (cf. v. 14). Son las respuestas a las tres preguntas de estos grupos. Tres respuestas para un idéntico camino de conversión que se manifiesta en compromisos concretos de justicia y de solidaridad. Es el camino que Jesús indica en toda su predicación: el camino del amor real en favor del prójimo.
De estas advertencias de Juan el Bautista entendemos cuáles eran las tendencias generales de quien en esa época tenía el poder, bajo las formas más diversas. Las cosas no han cambiado tanto. No obstante, ninguna categoría de personas está excluida de recorrer el camino de la conversión para obtener la salvación, ni tan siquiera los publicanos considerados pecadores por definición: tampoco ellos están excluidos de la salvación. Dios no excluye a nadie de la posibilidad de salvarse. Él está —se puede decir— ansioso por usar misericordia, usarla hacia todos, acoger a cada uno en el tierno abrazo de la reconciliación y el perdón.
Esta pregunta —¿qué tenemos que hacer?— la sentimos también nuestra. La liturgia de hoy nos repite, con las palabras de Juan, que es preciso convertirse, es necesario cambiar dirección de marcha y tomar el camino de la justicia, la solidaridad, la sobriedad: son los valores imprescindibles de una existencia plenamente humana y auténticamente cristiana. ¡Convertíos! Es la síntesis del mensaje del Bautista. Y la liturgia de este tercer domingo de Adviento nos ayuda a descubrir nuevamente una dimensión particular de la conversión: la alegría. Quien se convierte y se acerca al Señor experimenta la alegría. El profeta Sofonías nos dice hoy: «Alégrate hija de Sión», dirigido a Jerusalén (Sof 3, 14); y el apóstol Pablo exhorta así a los cristianos filipenses: «Alegraos siempre en el Señor» (Fil 4, 4). Hoy se necesita valentía para hablar de alegría, ¡se necesita sobre todo fe! El mundo se ve acosado por muchos problemas, el futuro gravado por incógnitas y temores. Y sin embargo el cristiano es una persona alegre, y su alegría no es algo superficial y efímero, sino profunda y estable, porque es un don del Señor que llena la vida. Nuestra alegría deriva de la certeza que «el Señor está cerca» (Fil 4, 5). Está cerca con su ternura, su misericordia, su perdón y su amor. Que la Virgen María nos ayude a fortalecer nuestra fe, para que sepamos acoger al Dios de la alegría, al Dios de la misericordia, que siempre quiere habitar entre sus hijos. Y que nuestra Madre nos enseñe a compartir las lágrimas con quien llora, para poder compartir también la sonrisa.
Angelus 13.12.2018
Por una Navidad de misericordia, compartida y misionera
Romeo Ballan, mccj
A primera vista, estamos ante dos mensajes contrapuestos: la insistente invitación a la alegría (I y II lectura), y el exigente llamado a un cambio de vida, a la conversión (Evangelio). El contraste es tan solo aparente, como se desprende de los textos de hoy. Es más, alegría y conversión van juntas, porque el Señor es la raíz de ambas: la conversión al Señor genera alegría y fraternidad.
El lenguaje de Juan el Bautista (Evangelio) es duro, parece obsoleto, inaceptable hoy en día: se atreve a amonestar a las fuerzas del orden, a los recaudadores de impuestos, a todos… Llama a toda categoría de personas a cambiar su manera de vivir. Juan se había mostrado en el desierto, a orillas del río Jordán, “predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados” (Lc 3,3). El evangelista Lucas da cuenta, sin tapujos, del lenguaje duro del Precursor, que sacude a sus oyentes, llamándolos “raza de víboras”: los invita a dar “dignos frutos de conversión”, buenos frutos, para no ser arrojados al fuego (Lc 3,7-9). Pero, ¿qué tipo de conversión? ¿Cuáles son sus frutos?
El domingo pasado la llamada a la conversión se refería, ante todo, al retorno a Dios (dimensión vertical de la conversión), disponiendo el corazón para acoger su salvación. Hoy Juan da indicaciones precisas y concretas para una conversión que atañe directamente a las relaciones con los demás (dimensión horizontal). Lucas da cuenta de tres grupos de personas que, alcanzadas por la furia profética del Precursor, le preguntan: “¿Qué hacemos?” (v. 10.12.14). Es una pregunta frecuente en los escritos misioneros de Lucas, cuando habla de conversiones: la muchedumbre el día de Pentecostés, el carcelero de Filipos, Pablo mismo en el camino de Damasco (cfr. Hch 2,37; 16,30; 22,10). La pregunta indica la disponibilidad para un cambio de vida: es la actitud básica en cualquier conversión y, al mismo tiempo, es una súplica para que otra persona nos ayude a responder a Dios. A esta persona la llamamos habitualmente acompañante, misionero en general, que puede ser sacerdote, laico, religiosa, maestro, catequista…
Los tres grupos de personas que se presentan ante el Bautista son: la gente (personas no siempre bien definidas), los publicanos (los recaudadores de impuestos, por tanto, los odiados colaboracionistas con el imperio extranjero), los soldados (personas acostumbradas a modales duros). Son categorías consideradas a menudo como irrecuperables… El Bautista no les tiene miedo, los acoge y les da respuestas pertinentes y concretas, que atañen a las relaciones con los demás, con el prójimo: compartir vestidos y alimentos (v. 11), justicia en las relaciones con los demás (v. 13), respeto y misericordia hacia todos (v. 14). Se trata de relaciones que se establecen sobre la base del quinto y séptimo mandamiento. La novedad cristiana consiste en mirar a los demás desde la postura del que les lava los pies, como Jesús; desde el compromiso preferencial en favor de los necesitados.
Juan va más allá de su predicación y de su persona, mirando a una intervención cualitativa del Espíritu Santo (v. 16), que se manifestará en Pentecostés como un bautismo de fuego (Hch 2). Entonces el Espíritu hará nuevas todas las cosas, renovará sobre todo el corazón de las personas y unirá pueblos diferentes en el único lenguaje del amor. Será entonces más fácil comprender que la conversión a Cristo exige justicia y compasión hacia todos, conlleva el compartir con el necesitado. Así Juan -modelo para los misioneros de cualquier época- “anunciaba al pueblo el Evangelio” (v. 18). Hoy el misionero, por fidelidad a Cristo, está llamado a anunciar misericordia, esperanza solidaridad. Juan no solicita un cambio en el campo religioso (oraciones, ayunos…), sino en el campo ético: ser solidarios, justos, honestos, respetuosos y, además, humanos, amables.
La adhesión personal a Cristo y el anuncio de su Evangelio conllevan siempre la alegría, como se ve por las insistentes invitaciones de Sofonías y de San Pablo (I y II lectura), y de otros textos litúrgicos. Ante todo, porque Dios goza y se complace en nosotros, nos renueva con su amor, hace fiesta con nosotros. Por eso el profeta grita: “No temas, no desfallezcan tus manos”, porque el Señor es para nosotros un salvador poderoso (v. 16-18). Pablo vuelve a insistir sobre la razón de la alegría del creyente: porque el Señor está cerca, está presente (v. 4-5). No hay motivos para angustiarse, porque podemos siempre recurrir a Él en la oración, que fortalece nuestra alegría (v. 5-7).
La alegría de la Navidad es auténtica solo si es compartida con gestos concretos en favor del que sufre. He aquí un ejemplo entre muchos otros. Celebrar la Navidad significa descubrir que el verbo necesario para renovar la humanidad es ‘dar’, compartir: no hay amor más grande que dar la vida…; hay más alegría en dar que en recibir… Son palabras del Niño Jesús que nace en Belén, don del Padre, que amó al mundo hasta dar a su Hijo… ¡Para que el mundo, salvado por la misericordia del Padre, tenga vida en abundancia!
ALEGRÍA: UN REGALO A RECIBIR
Fernando Armellini
¿Qué le pide el hombre a la vida sino la felicidad? La Biblia hebrea usa alrededor de 27 sinónimos para expresar sentimientos de alegría. Nada más contrario a la Biblia, por tanto, queuna religión del victimismo, del mal humor, de caras largas que a veces se perciben incluso en nuestras asambleas dominicales.
Pero, ¿cómo alcanzar la felicidad? ¿Son suficientes la riqueza, la buena salud, el éxito? ¿Quién puede ser considerado realmente feliz?
A esta pregunta, el israelita de los tiempos bíblicos respondía: feliz es aquel que disfruta de los frutos de su campo (cf. Is 9,2), que alegra su corazón con el vino (cf. Jue 9,13), quien tiene una familia unida (cf. Dt 12,7) y numerosa descendencia (cf.1 Sam 2,1.5); feliz es el pueblo que obtiene una victoria militar (cf. 1 Sam 18,6), que contempla la propia ciudad reconstruida (cf. Ne 12,43), que celebra con himnos, música y bailes las cosechas abundantes que Dios le ha dado (cf. Dt 16,11.14). Pero todo esto –lo sabemos– no es suficiente.
Con nuestras mañas, nuestros manejos, nuestros esfuerzos podemos, sí, lograr estar contentos, de buen humor, eufóricos, reír, sentir placer, divertirnos, pero no gozar de la verdadera alegría. Ésta es fruto exclusivo del Espíritu y solo podemos poseerla como don recibido.
Podemos, sin embargo, poner obstáculos: las lecturas de hoy nos ayudarán a identificarlos y a eliminarlos.
Evangelio: Lucas 3,10-18
“¡Raza de víboras!, ¿quién les ha enseñado a escapar de la condena que llega? El hacha ya está apoyada en la raíz del árbol: árbol que no produzca frutos buenos será cortado y arrojado al fuego” (Lc 3,7.9). Con estas duras palabras recibe Juan a los que vienen a él para ser bautizados. Aunque tenga razón, ciertamente sus amenazas no parecen ‘una buena noticia’, ni están de acuerdo con el tema de la alegría que caracteriza a las lecturas de este domingo.
“¡Muestren frutos de sincero arrepentimiento!” repite las multitudes (Lc 3,8). De acuerdo, pero ¿cuáles son estas obras? La gente sencilla a la que se dirige espera propuestas claras, no discursos abstractos y genéricos.
En la primera parte del evangelio de hoy (vv. 10-14), hay tres grupos de personas –el pueblo, los recaudadores de impuestos, los soldados– que se acercan al Bautista para recibir de él amonestaciones concretas. Se trata de un esquema ternario de preguntas y respuestas que sirve para presentar situaciones ejemplares (cf. Lc 9,57-62). Es un recurso literario que invita a aplicar el principio ascético mostrado por el Bautista a otros casos similares.
La pregunta: “¿Qué debemos hacer?” se repite varias veces en la obra de Lucas (cf. Hch2,37; 16,30; 22,10). Indica la total disposición para aceptar la voluntad de Dios por aquellos que son conscientes de estar fuera del camino, están decididos a cambiar de vida y buscan una indicación sobre la ruta a seguir.
Imaginemos que algunos de nosotros, deseosos de prepararnos bien para la Navidad, hacemos esta misma pregunta a aquellos que consideramos ‘expertos’ en el campo religioso (el catequista, el agente de pastoral, la religiosa, el sacerdote). ¿Qué nos responderían?
Alguno de estos ‘expertos’ podría sugerirnos que ayudemos a un hermano que se encuentra en problemas o que visitemos a una persona enferma, pero también podría darnos otras respuestas: ‘Recite el rosario todos los días’; ‘Rece tres Salve Regina antes de ir a dormir’; ‘Vaya a confesarse’… Se trata de consejos buenos –entendámonos–; sin embargo, el Bautista no elige este camino. No sugiere nada de específicamente “religioso”, no recomienda prácticas devocionales, ceremonias penitenciales (imposición de ceniza, ayunos, oraciones, retiros espirituales en el desierto). Exige algo muy concreto: una revisión radical de la propia vida desde el principio ético del amor a los hermanos.
Les dice a sus oyentes: “El que tenga dos túnicas debería compartir con el que no tiene; y el que tenga comida debe hacer lo mismo” (vv. 10-11).
El domingo pasado el Bautista nos invitaba a examinar nuestra relación con Dios si de verdad queremos prepararnos para la venida del Mesías. Ha pedido un cambio de pensar y obrar para recibir el perdón de los pecados (cf. Lc 1,3). Hoy se centra en la nueva relación que debemos establecer con el prójimo. El amor, la solidaridad, el compartir, la eliminación de las desigualdades y los abusos de poder, son las palabras claves de su discurso.
Ciertamente no se le puede acusar al Bautista de falta de claridad. Las oraciones y devociones están bien, siempre y cuando no se conviertan en una coartada, siempre que no se utilicen como excusas para escapar de la obligación de compartir los bienes con los necesitados.
Solemos reunirnos de buena gana para rezar, para cantar, pero cuando se nos pide que pongamos a disposición de los demás los bienes que poseemos… todos nuestros entusiasmos religiosos desaparecen de repente. Sin embargo, el Bautista es comprensivo con la debilidad humana. Dice: “Si tienes dos túnicas comparte una con quien no la tiene”. A sus discípulos,Jesús les exigirá aún más: “¡Al que te quite el manto, no le niegues la túnica!” (Lc 6,29).
Seguidamente se presentan ante Juan los publicanos. Son los que ejercitan la profesión más odiada por el pueblo: recaudan impuestos y son colaboradores con el sistema opresor de los romanos. Se enriquecen extorsionando a los más débiles e indefensos. A ellos el Bautista no les pide cambiar de profesión sino que no se aprovechen de su oficio para explotar a los pobres.
Tal vez pensemos que nosotros nada tenemos que ver con esta profesión. Sin embargo –si somos sinceros– actuamos como ‘publicanos’ cuando, por ejemplo, habiendo alcanzado una posición de prestigio, exigimos emolumentos muy altos por nuestro trabajo, tal vez tomando como justificación que “estas son las tarifas establecidas”.
El recaudador de impuestos es el símbolo de la persona que maneja el dinero de un modo desenvuelto. Publicano es el que compra y vende sin escrúpulos pensando solo en su propio beneficio; es el que, con hábiles ardides, se las arregla para engatusar a la gente sencilla; son los que evaden impuestos, los que urden fraudes a costa del Estado, los que se aprovechan de la ingenuidad de los pobres para explotarlos y enriquecerse.
Quien actúa como “publicano” ciertamente no puede prepararse para la Navidad con unascuantas oraciones solamente.
Los últimos en pedir consejo al Bautista son los soldados. Hubiéramos esperado que Juan les hubiera aconsejado despojarse del uniforme, dejar las armas inmediatamente y negarse a luchar. Pero también con esta profesión militar se muestra “tolerante”. Jesús será más radical y prohibirá cualquier recurso a la violencia: “No pongan resistencia al que les hace el mal. Antes bien, si uno te da una bofetada en tu mejilla derecha, ofrécele también la otra” (Mt 5,39).
Los soldados de la época estaban mal pagados… y al ir armados, se aprovechaban de su poder para abusar de la gente, acosar a las mujeres, extorsionar e imponer duros y humillantes servicios a los más débiles, intimidar a los campesinos pobres y obligarlos a llevar sus cargas. El Bautista les pide no maltratar a nadie y contentarse con su salario.
Los soldados son el símbolo de aquellos que abusan de su poder. El que se aprovecha del puesto que ocupa, de la profesión que desempeña, para dominar y oprimir a los más débiles, se comporta como “soldado” (de aquel tiempo, por supuesto) y es invitado a revisar su comportamiento si quiere prepararse para la venida del Señor.
En la segunda parte del evangelio (vv. 15-18), el Bautista recupera su lenguaje aparentemente duro, áspero, casi intolerante. Habla de la separación del buen trigo de la paja y amenaza con la destrucción de ésta en el fuego inextinguible. Parece que no deja a los pecadores ningún margen para la alegría: les espera y asegura que es inminente un terrible juicio de Dios.
Sin embargo, el evangelista concluye el severo discurso de Juan con una frase sorprendente: “Con estas y otras muchas palabras anunciaba al pueblo la Buena Noticia” (v. 18).
No hay lugar a dudas: son palabras de consuelo (esta es la traducción correcta del verbo parakaleo). Para Lucas el mensaje de Juan el Bautista es una Buena Noticia, es un anuncio agradable, es la promesa de un acontecimiento feliz.
La manera que tiene Juan de expresarse tal vez no se ajuste a nuestra sensibilidad actual;no es comedido ni afable, pero ciertamente lo que quiere comunicar es alegría y esperanza. Si consideramos detenidamente el texto, vemos que el Bautista no amenaza con ningún castigo de Dios; solo habla de la venida del Espíritu Santo y del fuego que destruirá la paja.
El agua limpia, pero también puede matar, puede sumergir y ahogar. Cuando emergían del río Jordán los que venían a ser bautizados por él, Juan realizaba un gesto que significaba la purificación de las manchas del pecado y la muerte a la vida pasada. Nada más. Su bautismo era imperfecto, incompleto, de lo que el Bautista era perfectamente consciente. Él sabía que el agua que empleaba era un baño exterior.
Para convertirse en savia vital, el agua debe ser absorbida por las plantas, bebida y asimilada por animales y seres humanos.
El Bautismo de Jesús no es agua que limpia lo exterior sino que penetra dentro, que vivifica y transforma. Es agua que se convierte en quien la bebe en “manantial que brota para vida eterna” (Jn 4,14). Es su Espíritu, es el poder de Dios que transforma al hombre viejo en una nueva criatura. Es el cumplimiento de la profecía de Ezequiel: “Los rociaré con un agua pura que los purificará: de todas sus inmundicias e idolatrías los he de purificar. Les daré un corazón nuevo y les infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne. Les infundiré mi espíritu y haré que caminen según mis preceptos y que cumplan mis mandatos poniéndolos por obra” (Ez 36,25-27).
Ahora se hace evidente incluso la imagen del fuego. Esto lo dirá más adelante el mismo Jesús: “Vine a traer fuego a la tierra, y ¡cómo desearía que ya estuviera encendido!” (Lc 12,49). No es el fuego preparado para castigar a los pecadores impenitentes. El único fuego que Dios conoce es el que trajo Jesús, es el Espíritu que renueva la faz de la tierra (cf. Sal 104,1). Descenderá del cielo el día de Pentecostés (cf. Hch 2,3) y unirá a los hombres en un solo idioma, el del Amor.
Este será el fuego que purificará el mundo de todo mal, que destruirá toda la ‘paja’. No son los pecadores, entonces, los que deben temer la venida de Cristo, sino el pecado que, según se anuncia, será destruido. Los pecadores solo tienen motivos de alegría porque para ellos llega la liberación del mal que los mantiene esclavizados.
Hay muchas alegrías que no son cristianas. El Bautista señala el camino para dejar al corazón llenarse de la verdadera alegría: preparar la venida del Señor en la propia vida a través del compartir los bienes con los pobres y del rechazo a cualquier forma de abuso, de opresión, de prevaricación contra el hermano.