Mi generación conserva la memoria de una predicación anual sobre las realidades últimas y definitivas, llamadas precisamente “los novísimos”. La muerte, el juicio, y por tanto el destino definitivo, infierno o paraíso, se presentaban como eventos ante cada uno de nosotros, capaces de despertar miedo, o al menos temor. En particular, el canto del *Dies irae* (“Día de ira será aquel día…”), que resonaba en las liturgias por los difuntos, nos describía el juicio universal y particular al que seríamos llamados. ¿Qué era el día de la muerte sino, ante todo, el día de la convocatoria al juicio de cada uno de nosotros por parte de Dios? Y debe decirse que eran sobre todo las personas más santas las que temían el juicio; ¡cuánto más debían temerlo los cristianos comunes! Sí, incluso debido a este miedo angustioso que se enseñaba con frecuencia, el discurso sobre el juicio fue desacreditado.

Así, durante años ha reinado el silencio sobre este tema, y muchos han recurrido a otras lecturas de las realidades últimas: la gran difusión de la creencia en la reencarnación, por poner solo un ejemplo, intenta llenar el vacío dejado por la predicación eclesial. Pero el tema del juicio en el cristianismo no puede ser eludido; es decisivo para conocer el verdadero rostro de Dios. La predicación sobre el juicio forma parte del Evangelio, de la buena nueva, y como buena nueva, ciertamente exigente como la gracia, el juicio debe ser confesado, recordado y preparado por cada creyente. Sin embargo, hay algo extraño, una contradicción en muchos cristianos: por un lado, interpretan los eventos trágicos como juicios de Dios que castiga, y por otro, no dan peso a las palabras que proclaman cada domingo en la misa: “El Señor Jesucristo volverá, en gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos”. En verdad, Dios no nos castiga mientras estamos vivos: si lo hiciera, estaríamos “obligados” a actuar según su voluntad, sin la libertad que pertenece a nuestra dignidad humana. Dios no nos castiga aquí, pero sigue siendo cierto que ya cosechamos, aquí y ahora, el fruto de nuestras acciones. Dios pone ante nosotros el camino del bien y el del mal (cf. Dt 30,15; Jr 21,8), y si tomamos el camino del mal, encontramos el mal, la muerte.

Esto es cierto, pero Dios se reserva intervenir el día del juicio, y por ahora permanece en la paciencia, esperando nuestra conversión (2P 3,9.15). Al final de la historia, llegará el “día del Señor”: el Señor mismo vendrá y deberá juzgar, discernir lo que hemos hecho, obedeciendo a su Palabra o bien oponiéndonos a ella hasta rechazarla.

En los profetas, la espera del juicio va de la mano con la del “día del Señor” (*yom YHWH*), dos realidades inmanentes la una a la otra. Para Amós (mediados del siglo VIII a.C.), quien atestigua por primera vez la expresión “día del Señor” en este sentido, el juicio adquiere un significado de castigo para Israel, infiel e idólatra. Por esta razón, afirma con fuerza: “¡Ay de los que esperan el día del Señor! ¿Qué será para vosotros el día del Señor? ¡Tinieblas y no luz!” (Am 5,18). A partir de una visión concerniente al pueblo de Dios, la espera de este día asume luego rasgos más universales. El profeta Isaías, por ejemplo, pocos decenios después, escribe: “El Señor juzgará entre las naciones y será árbitro de muchos pueblos… Habrá un día del Señor del universo contra todo orgulloso y altivo… Se doblará la altivez de los hombres, se humillará la soberbia humana; solo el Señor será exaltado en aquel día” (Is 2,4.12.17-18).

Comienza entonces a aparecer con claridad un significado del juicio que será ampliamente desarrollado en la predicación profética y sapiencial: el día del juicio es esperado como el restablecimiento de la justicia llevado a cabo por el Señor a favor de aquellos que en la historia han sido víctimas, “sin voz”, privados de la posibilidad de una vida digna de este nombre. Es impresionante constatar la abundancia de afirmaciones e invocaciones al respecto presentes en los Salmos: “El Señor juzgará al mundo con justicia, gobernará a los pueblos con rectitud” (Sal 9,8-9); “De Dios viene el juicio, solo él humilla y ensalza” (Sal 75,8); “Dios se levanta para el juicio, para salvar a todos los humildes de la tierra” (Sal 76,10); “Levántate, oh Dios, juzga la tierra, ¡tuyas son todas las naciones!” (Sal 82,8)… Sí, el juicio es absolutamente necesario para que la historia tenga un sentido y nuestras acciones encuentren su verdad objetiva ante el Dios que desea el restablecimiento de la justicia. ¿Qué sentido tendría la vida de cada uno de nosotros, la historia, si todos —el esclavo que murió oprimido y sin dignidad, así como el rico opresor que persiguió al pobre— tuviesen el mismo destino, la misma recompensa?

¿Qué sentido tendría la presencia de Dios si cada uno de nosotros, independientemente de las elecciones destructivas hechas en la vida, encontrase al final el mismo destino que aquellos que dedicaron su vida al bien? Si existe Dios, existe un juez que desea el restablecimiento final de la justicia, la victoria del bien sobre el mal, de la vida sobre la muerte. Incluso un filósofo ateo como Adorno lo comprendió, al afirmar que una verdadera justicia requeriría un mundo “donde no solo el sufrimiento presente fuese anulado, sino también lo que es irrevocablemente pasado fuese revocado”, hasta vislumbrar como cumplimiento definitivo de la justicia y la liberación para todos un evento inaudito, que solo podría ser la resurrección de los muertos. Estrechamente vinculada a esta visión del juicio está la doctrina de la retribución personal, enseñada por los profetas (ver Ez 18,1-32; 33,10-20), y resumida así en un salmo: “Tú, Señor, pagarás a cada uno según sus obras” (Sal 62,13). Son palabras que resuenan ampliamente en el Nuevo Testamento (cf. Rm 2,6; Ap 2,23; 22,12), y que también encontramos en labios de Jesús: “El Hijo del hombre va a venir en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según sus obras” (Mt 16,27).

A lo largo de su vida, sin embargo, Jesús se niega a ejercer el juicio, enfrentándose a la impaciencia de aquellos que se consideran justos y, por lo tanto, quieren arrancar ya en la historia la cizaña, corriendo el riesgo de arrancar también el trigo: “Dejad que ambos crezcan juntos hasta la cosecha, y al tiempo de la cosecha diré a los segadores: Recoged primero la cizaña y atadla en manojos para quemarla; pero reunid el trigo en mi granero” (Mt 13,30). Por otro lado, Jesús anuncia con imágenes apocalípticas la llegada del día del juicio, especialmente en su discurso escatológico (cf. Mc 13 y paralelos). Como judío creyente, confiesa que este mundo y esta creación se encaminan hacia un final, hacia el “día del Señor” (que en el Nuevo Testamento se convertirá en “el día de nuestro Señor Jesucristo”: 1Cor 1,8), día de salvación y de juicio. Esto ocurre por un diseño preciso del Dios que es Señor de la historia y del tiempo, quien desea instaurar su reino de justicia y paz, dando inicio a los cielos nuevos y la tierra nueva que él ha preparado (cf. Is 65,17; 2P 3,13; Ap 21,1). Todo esto coincidirá con la venida gloriosa del Hijo del hombre: “Entonces verán al Hijo del hombre venir en las nubes con gran poder y gloria” (Mc 13,26; cf. Dn 7,13-14).

Al mismo tiempo, Jesús confiesa su desconocimiento respecto a la hora precisa del día del juicio: “Pero de aquel día u hora nadie sabe, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre” (Mc 13,32). Si bien Jesús no conoce la hora, anuncia, sin embargo, el criterio del juicio: el amor fraterno concreto. Nos lo revela en una página extraordinaria, la del juicio final según Mateo (Mt 25,31-46). “Cuando el Hijo del hombre”, es decir, Jesús mismo, el Hijo de Dios, “venga en su gloria, todas las naciones serán reunidas ante él”. Con una imagen tomada del profeta Ezequiel, Jesús afirma que el Hijo del hombre “separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Colocará las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda”. El juicio, a la vez universal y personal, no se realiza al término de un proceso: solo se presenta la sentencia, porque nuestra vida, aquí y ahora, es el lugar de un proceso muy particular. Para despertar en nosotros esta conciencia, Jesús describe el doble diálogo simétrico entre el Rey/Hijo del hombre y quienes están respectivamente a su derecha y a su izquierda.

A los primeros, definidos como “benditos de mi Padre”, les da en herencia el Reino diciendo: “Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me acogisteis; estuve desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme”. Sí, el pobre que carece de lo necesario para vivir con dignidad es un “sacramento” de Jesucristo, porque con ellos el Hijo de Dios ha querido identificarse: quien sirve al necesitado sirve a Cristo, lo sepa o no. Más aún, para nosotros, los cristianos, los pobres son también “sacramento del pecado del mundo” (Giovanni Moioli), de la injusticia que reina en la tierra, y en nuestra actitud hacia ellos se mide nuestra capacidad de vivir en el mundo como cuerpo de Cristo. De hecho, cuando vemos a una persona oprimida por la pobreza, deberíamos interpretar esta situación como el fruto de la injusticia de la que también somos responsables.

De esta toma de conciencia brotará la disposición a hacernos próximos a quienes sufren, para luchar contra la necesidad que los angustia; y cuando hayamos trabajado para eliminar esa necesidad, o incluso mientras trabajamos, el pobre se convierte para nosotros en un sacramento de Cristo, aunque lo descubramos solo al final de los tiempos… En el último día, todos, cristianos y no cristianos, seremos juzgados únicamente sobre el amor, y solo se nos pedirá rendir cuentas del servicio que hayamos practicado hacia los hermanos y hermanas, de nuestro amor sobre todo hacia los más necesitados, los últimos, las víctimas de la vida. Y así, el juicio revelará la verdad profunda de nuestra vida cotidiana, nuestra capacidad o no de vivir el amor en el presente: ¡el juicio lo decidimos aquí y ahora! El día del juicio —dice el apóstol Juan— es “el día en el que tenemos confianza” (cf. 1Jn 2,28; 4,17), porque “Dios es más grande que nuestro corazón, incluso cuando nuestro corazón nos acusa” (1Jn 3,20).