CRISTO REY
Domingo 34 del Tiempo Ordinario – Año B

Juan 18, 33-37


conques

33En aquel tiempo, preguntó Pilato a Jesús: “¿Eres tú el rey de los judíos?” 34Jesús respondió:“¿Eso lo preguntas por tu cuenta o porque te lo han dicho otros de mí?” 35Pilato respondió:“¡Ni que yo fuera judío! Tu nación y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?” 36Contestó Jesús:” Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis soldados habrían peleado para que no me entregaran a los judíos. Pero mi reino no es de aquí”. 37Le dijo Pilato: “Entonces, ¿tú eres rey?” Jesús contestó: “Tú lo dices. Yo soy rey: para eso he nacido, para eso he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Quien está de parte de la verdad escucha mi voz”.

LO DECISIVO
José Antonio Pagola

El juicio contra Jesús tuvo lugar probablemente en el palacio en el que residía Pilato cuando acudía a Jerusalén. Allí se encuentran una mañana de abril del año 30 un reo indefenso llamado Jesús y el representante del poderoso sistema imperial de Roma.

El evangelio de Juan relata el dialogo entre ambos. En realidad, más que un interrogatorio, parece un discurso de Jesús para esclarecer algunos temas que interesan mucho al evangelista. En un determinado momento Jesús hace esta solemne proclamación: “Yo para esto nací y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el que pertenece a la verdad, escucha mi voz”.

Esta afirmación recoge un rasgo básico que define la trayectoria profética de Jesús: su voluntad de vivir en la verdad de Dios. Jesús no solo dice la verdad, sino que busca la verdad y solo la verdad de un Dios que quiere un mundo más humano para todos sus hijos.

Por eso, Jesús habla con autoridad, pero sin falsos autoritarismos. Habla con sinceridad, pero sin dogmatismos. No habla como los fanáticos, que tratan de imponer su verdad. Tampoco como los funcionarios, que la defienden por obligación, aunque no crean en ella. No se siente nunca guardián de la verdad, sino testigo.

Jesús no convierte la verdad de Dios en propaganda. No la utiliza en provecho propio sino en defensa de los pobres. No tolera la mentira o el encubrimiento de las injusticias. No soporta las manipulaciones. Jesús se convierte así en “voz de los sin voz, y voz contra los que tienen demasiada voz” (Jon Sobrino).

Esta voz es más necesaria que nunca en esta sociedad atrapada en una grave crisis económica. La ocultación de la verdad es uno de los más firmes presupuestos de la actuación de los poderes financieros y de la gestación política sometida a sus exigencias. Se nos quiere hacer vivir la crisis en la mentira.

Se hace todo lo posible para ocultar la responsabilidad de los principales causantes de la crisis y se ignora de manera perversa el sufrimiento de las víctimas más débiles e indefensas. Es urgente humanizar la crisis poniendo en el centro de atención la verdad de los que sufren y la atención prioritaria a su situación cada vez más grave.

Es la primera verdad exigible a todos si no queremos ser inhumanos. El primer dato previo a todo. No podemos acostumbrarnos a la exclusión social y la desesperanza en que están cayendo los más débiles. Quienes seguimos a Jesús hemos de escuchar su voz y salir instintivamente en defensa de los últimos. Quien es de la verdad escucha su voz.

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FIESTA DE CRISTO REY
José Luis Sicre

Como la Iglesia siempre va por sus caminos, el próximo domingo termina el año litúrgico, con más de un mes de anticipación al año civil. Los domingos de diciembre los dedicaremos a preparar la Navidad (tiempo de Adviento) y a celebrarla. Pero ahora nos toca cerrar el año, y la Iglesia lo hace con la fiesta de Cristo Rey.

Motivo y sentido de la fiesta

No se trata de una fiesta muy antigua, la instituyó Pío XI en 1925. Por eso, cuando se buscan imágenes de Cristo Rey en Internet, aparece una serie de estampitas horribles, de pésimo gusto, en las que siempre lleva una corona en la cabeza. En cambio, el arte románico y el gótico, cuando representan a Jesús en majestad lo hacen como Maestro, con la mano derecha levantada en señal de enseñar, no como Rey.

¿Por qué quiso Pío XI subrayar este aspecto? Para comprenderlo hay que recordar la fecha de la institución de la fiesta: 1925. La Primera Guerra Mundial ha terminado hace siete años. Alemania, Francia, Italia, Rusia, Inglaterra, Austria, incluso los Estados Unidos, han tenido millones de muertos. La crisis económica y social posterior fue tan dura que provocó la caída del zar y la instauración del régimen comunista en Rusia en 1917; la aparición del fascismo en Italia, con la marcha sobre Roma de Mussolini en 1922, y la del nazismo, con el Putsch de Hitler en 1923. Mientras en los Estados Unidos se vive una época de euforia económica, que llevará a la catástrofe de 1929, en Europa la situación de paro, hambre y tensiones sociales es terrible.

Ante esta situación, Pío XI no hace un simple análisis socio-político-económico. Se remonta a un nivel más alto, y piensa que la causa de todos los males, de la guerra y de todo lo que siguió, fue el “haber alejado a Cristo y su ley de la propia vida, de la familia y de la sociedad”; y que “no podría haber esperanza de paz duradera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de Cristo Salvador”. Por eso, piensa que lo mejor que él puede hacer como Pontífice para renovar y reforzar la paz es “restaurar el Reino de Nuestro Señor”. Las palabras entre comillas las he tomado del comienzo de la encíclica Quas primas, con la que instituye la fiesta.

La posible objeción es evidente: ¿se pueden resolver tantos problemas con la simple instauración de una fiesta en honor de Cristo Rey?, ¿conseguirá una fiesta cambiar los corazones de la gente? Los noventa años que han pasado desde entonces demuestran que no.

Por eso, en 1970 se cambió el sentido de la fiesta. Pío XI la había colocado en el mes de octubre, el domingo anterior a Todos los Santos. En 1970 fue trasladada al último domingo del año litúrgico, como culminación de lo que se ha venido recordando a propósito de la persona y el mensaje de Jesús.

Ahora, la celebración no pretende primariamente restaurar ni reforzar la paz entre las naciones sino felicitar a Cristo por su triunfo. Como si después de su vida de esfuerzo y dedicación a los demás hasta la muerte le concedieran el mayor premio.

Las lecturas

La primera lectura, de Daniel, anuncia el triunfo del Hijo del Hombre, que recibe el poder y la gloria.

La segunda, del Apocalipsis, llama a Jesús “Príncipe de los reyes de la tierra”. Pero no se considera por encima de nosotros ni lejos de nosotros. “Nos ama y nos ha lavado con su sangre”, y nos hace compartir su dignidad convirtiéndonos en un “reino de sacerdotes”. Tras la desaparición de la monarquía judía, esta expresión significaba que el pueblo estaría regido por sacerdotes. El Apocalipsis lo enfoca de manera distinta: no exalta el poder de los sacerdotes, sino el carácter sacerdotal del pueblo de Dios.

La tercera, del evangelio de Juan, ofrece una visión más crítica de la realeza. Es un auténtico interrogatorio, en el que Pilato formula cuatro preguntas; pero Jesús no es un acusado que se limita a responder. A la primera pregunta responde con otra pregunta casi insultante para un prefecto romano. A la segunda, “¿Qué has hecho?”, tampoco responde. Se remonta a la pregunta inicial de Pilato sobre si es el rey de los judíos, y se expresa de forma tan desconcertante, hablando de “un reino que no es de aquí”, que a Pilato no le quedan las ideas claras. Su pregunta final no es “¿Eres tú el rey de los judíos”, sino “¿Luego tú eres rey?”. La dimensión nacionalista desaparece; lo importante es la realeza misma de Jesús. Después de lo anterior, lo lógico sería que Jesús se limitase a responder: “Sí, soy rey”. En cambio, añade algo absolutamente nuevo: no ha venido a gobernar, ni a recibir honor y gloria, sino a dar testimonio de la verdad. Si recordamos que él es “el camino, la verdad y la vida”, Jesús ha venido a dar testimonio de sí mismo, a darse a conocer, a demostrar a la gente que “tanto amó Dios al mundo, que le dio a su hijo unigénito”. Un testimonio por el que lo acusarán de blasfemo y que, entre otros motivos, le costará la vida.

Reflexión personal

Generalmente esperamos de la homilía que nos ilumine y nos anime a ser mejores, a vivir de acuerdo con la enseñanza y el ejemplo de Jesús. Y esto es esencial si tenemos en cuenta las últimas palabras del evangelio: “Todo el que es de la verdad escucha mi voz”. Pero la fiesta de Cristo Rey nos invita también a felicitar, dar la enhorabuena a quien tanto ha hecho por nosotros.

Al mismo tiempo, el sentido primitivo de la fiesta encaja perfectamente con la situación que vivimos hoy de problemas sociales, políticos y económicos. No podemos ser ingenuos en las soluciones, pero tampoco podemos negarle la razón a Pío XI: si el mundo viviese de acuerdo con el evangelio, otro gallo nos cantaría.

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Introducción

“Entonces Pilato se hizo cargo de Jesús y lo mando azotar. Y los soldados entrelazaronuna corona de espinas y se la pusieron en la cabeza y lo vistieron con un manto rojo, y acercándose a Él, le decían: «¡Salud, Rey de los Judíos!» Y le pegaban en la cara” (Jn 19,1-3).

¿Cómo es que Jesús no reaccionó como lo hizo cuando fue golpeado por el siervo del sumo sacerdote? (cf. Jn 18,23) La entronización de un rey de parodia era un juego muy conocido en la antigüedad. Un prisionero que a los pocos días sería ajusticiado, era revestido con insignias reales y tratado como emperador. Una burla cruel a la que Jesús también fue sometido.

En la escena descrita por Juan aparecen todos los elementos que caracterizan la entronización de un emperador: la corona, el manto púrpura, las aclamaciones. Es la parodia de la realeza y Jesús la acepta porque demuestra de la manera más explícita cuál es su juicio sobre la ostentación de poder y la búsqueda de la gloria de este mundo. La ambición de sentarse en un trono para recibir honores e inclinaciones es para Él una farsa, aunque sea, por desgracia, la comedia más común y grotesca recitada por los hombres.

En la escena final del proceso (cf. Jn 19,12-16), Pilato conduce fuera a Jesús, y lo hace sentar sobre una tribuna elevada. Es mediodía y el Sol está en su cenit cuando, frente a todo el pueblo, señalando a Jesús coronado de espinas y cubierto con el manto púrpura, proclama: “Ahí tienen a su Rey”. Es el momento de la entronización; es la presentación del soberano del nuevo reino, el reino de Dios.

Para los judíos, la propuesta es tan absurda que les sabe a provocación. De ahí que, furiosos, reaccionan indignados: “¡Fuera, fuera, crucifícalo!” (Jn 19,15). Un rey así no quieren ni verlo; decepciona todas las expectativas y es un insulto al sentido común.

Jesús está allí, en alto, para que todos lo puedan contemplar, iluminado por el Sol que brilla en todo su esplendor; está en silencio; no añade nada a la burla porque ya ha quedado todo explicado. Espera solamente que cada uno se pronuncie y haga su elección.

Uno se puede decidir por las grandezas, por los reinados de este mundo, o bien seguirlo a Él renunciando a todos los bienes y aceptando la derrota por amor. De esta elección dependerá el éxito o el fracaso de una vida.

Evangelio: Juan 18,33-37

En la parte más alta de la ciudad de Jerusalén, en lo que fue el palacio del rey Herodes el Grande, Pilato había establecido su pretorio. Allí, en la madrugada de la víspera de la Pascua, los judíos llevaron a Jesús acusándolo de ser un criminal. Es dentro de este pretorio que tiene lugar el diálogo referido en el texto del evangelio de hoy. La cuestión que se planteadesde la primera pregunta que el procurador dirige a Jesús es de la más delicadas: “¿Eres tú el Rey de los Judíos?”

Desde que en el año 63 a.C. Pompeyo conquista Jerusalén y somete Judea a la dominación romana, en las sinagogas se había comenzado a recitar un salmo compuesto por un rabino empapado del pensamiento bíblico: “Señor, tú eres nuestro rey. El reinado de nuestro Dios es eterno sobre todas las naciones. Tú has elegido a David como rey de Israel, y juraste que su descendencia nunca se extinguirá ante ti. Ahora, a causa de nuestras culpas, los pecadores se han levantado contra nosotros. Mira, Señor, y suscita a un hijo de David, en el tiempo que tú hayas establecido, para reinar sobre Israel”. Era un rechazo explícito a la potencia colonial extranjera.

Intentos poco realistas de desafiar el poder romano habían sido aplastados ya en el año 4 a.C, después de la muerte de Herodes. En Perea había tenido lugar la rebelión de Simón, un esclavo de la corte que, después de prender fuego a los palacios de Jericó, había hecho incursiones en todo el reino. En Judea, Atronge, un pastor de estatura gigantesca había infligido grandes pérdidas al ejército romano. Por último, con ocasión del censo de Quirino (6 d.C.), Judas el Galileo, también mencionado en el libro de los Hechos (Hch 5:37), había comenzado otra sedición en Séforis, cerca de Nazaret, instando a la gente a no pagar el tributo a César. Todos estos levantamientos fueron sangrientamente reprimidos. Y así, del 6 al 36 d.C., Judea conoció un período de tranquilidad bajo la autoridad de los prefectos de Roma. Los movimientos revolucionarios, como el famoso partido de los zelotes, solo aparecieron más tarde, a mediados de los años 40 d.C., cuando Roma cometió la insensatez del enviar a Palestina procuradores crueles y corruptos.

Incluso en un período de relativa calma como aquel en el que Pilato gobernaba (26-36 d.C.), la acusación de despertar esperanzas nacionalistas latentes o la sospecha de querer restaurar la monarquía davídica eran acusaciones extremadamente peligrosas.

Es en este contexto histórico donde hay que ubicar el diálogo sobre la realeza mantenido entre Jesús y Pilato. La primera pregunta del procurador –“¿Eres tú el Rey de los Judíos?”–tiene como objetivo puntualizar la acusación y revela las perplejidades de Pilato, que se encuentra frente a un hombre solo, sin armas, sin soldados que puedan defenderlo; que ha sido abandonado por sus propios amigos y abofeteado por un siervo de Anás. No parece ciertamente el tipo que pueda poner en peligro el poder de Roma.

Jesús responde con otra pregunta para obligar al procurador a asumir su propia responsabilidad: “¿Eso lo preguntas por tu cuenta o porque te lo han dicho otros de mí?” Es decir: ¿Tienes alguna razón para pensar que soy un sedicioso, o prestas oído a habladurías? ¿No te han referido mi reacción ante el intento de uno de mis discípulos de echar mano a la espada (cf. Jn 18,10-11)?

Pilatos replica casi con resentimiento: “¡Ni que yo fuera judío!”, es decir: Soy un oficial romano y administro justicia de manera independiente. Y continúa: “Tu nación y tus sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?” (v. 35). Es en este punto que el tema dela realeza de Cristo se pone al rojo vivo. Jesús trata de ayudar al procurador a entender: “Mi reino no es de este mundo” (v. 36). Pilato no conoce más que los reinos de este mundo. Si alguien le hablara del reinado de Tiberio, inmediatamente pensaría en el inmenso territorio sobre el que el emperador extiende su dominio, o bien al tiempo, a los años en que ha reinado, o incluso a la autoridad soberana que ejerce; pensaría también en las características bien definidas de los reinos de este mundo, es decir, que se cimentan sobre hombres movidos por la ambición, que se basan en el uso de la fuerza y del dinero, que deben defenderlos con las armas, que el fuerte se impone y que los súbditos están sometidos y obedecen.

El de Jesús no tiene nada en común con estos reinos. No mata a nadie; es Él quien va a morir; no manda a los demás sino que obedece; no se alía con los grandes y poderosos sino que se pone de parte de los últimos, de los que no cuentan para nada. Poseer, conquistar, exterminar son para los hombres signos de fortaleza; para Jesús, por el contrario, de debilidad y derrota. Para Él, grande es el que sirve.

Pilato no entiende de qué está hablando Jesús; solo consigue hacerle una pregunta general: “Entonces ¿tú eres rey?” (v. 37). Jesús siempre ha reaccionado con dureza contra quienes han intentado atraerlo hacia las realezas de este mundo; las ha considerado desde el principio como propuestas diabólicas (cf. Mt 4,8-10). Ha defraudado las expectativas mesiánicas de sus discípulos y huido cuando la gente quería proclamarlo rey (cf. Jn 6,15). Ahora que es Él es derrotado y tiene las horas contadas, ahora que ya no hay ninguna posibilidad de malentendidos, proclama solemnemente ante el representante del mundo pagano: “Tú lo dices: sí, yo soy rey”. Luego explica: “Para eso he venido al mundo; para dar testimonio de la verdad” (v 37). No para enseñar la verdad, como hacían los sabios, sino paratestimoniar la verdad.

Para los filósofos griegos la verdad era el descubrimiento de la esencia de las cosas; indicaba la caída de todo velo, de todos los secretos sobre el sentido de su existencia. Ligada a esta verdad filosófica estaba la verdad histórica, que consistía en contar objetivamente, referir los hechos tal y como ocurrieron. Los judíos entendían la verdad de manera diferente. En la Biblia verdad y fidelidad a la palabra dada es estabilidad y perseverancia, es aquello o aquel de quien uno se puede fiar. Dios es verdad porque no se contradice ni se desmiente nunca, porque mantiene sus promesas, está animado por un Amor que nada ni nadie podrá nunca disminuir (cf. Ex 34,6).

Para un hebreo la verdad no es algo lógico, sino concreto: es lo que sucede en la historia. Para consolar e iluminar al vidente del libro de Daniel, preocupado por los trágicos acontecimientos de la historia de su pueblo, el Señor le revela lo que está escrito en el “Libro de la Verdad” (cf. Dn 10,21). Es una imagen para indicar que Dios le ha revelado su plan de Salvación. Verdad son los designios del amor del Señor; conocer la verdad significa comprender estos designios y participar en su realización.

Jesús vino para dar testimonio de la verdad porque encarna el plan de Dios, lo lleva a cumplimiento. Por esto es la verdad (cf. Jn 14,6). Con su presencia en el mundo, con toda su vida gastada por amor, demuestra la fidelidad del Señor a su pacto con el hombre.

Ahora deberían resultar más claras muchas expresiones usadas por Juan. Hacer la verdad (cf. Jn 3,21) y andar en la verdad (cf. 2 Juan 4) indican adhesión a Cristo con toda la propia vida; el Espíritu de la verdad (cf. Jn 14,17; 15,26; 16,13) es el impulso divino que, después de habernos introducido en el proyecto de Dios, nos da fuerza para mantenernosfieles. La verdad nos hace libres (cf. Jn 8,32) porque solo una vida conforme al Evangelio es realmente libre. El que no lo sigue se convierte en esclavo de sus propias pasiones y de sus propios ídolos.

Jesús concluye la explicación sobre su reinado declarando: “Quien está de parte de la verdad escucha mi voz” (v. 37). Y Pilato, que entiende cada vez menos, responde: “¿Y qué es la verdad?” Al procurador no le interesa la persona de Jesús, sino saber si es una amenaza o no para el poder de Roma. Es refractario al plan de Dios, piensa en el reino de este mundo,no en la verdad. Insensible a la voz de Jesús y cansado de oír palabras sin sentido para él,interrumpe el diálogo.

Es el símbolo del mundo incrédulo que se niega a escuchar la Palabra de la verdad: no encuentra en ella ningún motivo de condena, pero no tiene el coraje de tomar una posición y termina cediendo a las opciones de la muerte.

Pero no es, sin embargo, sobre la decisión del procurador romano de entregar a Jesús para ser crucificado que cae el telón sobre el drama de la realeza. Sobre el patíbulo Pilato hizo poner una inscripción en tres idiomas: hebreo, latín y griego, para que fuera leída y comprendida por todos: “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos” (Jn 19,19). Sin darse cuenta, el representante del reino más poderoso de este mundo reconocía, oficialmente, la realeza de Jesús. Cuando los sumos sacerdotes protestaron pidiendo que rectificara, afirmó que esa declaración era irreversible: “Lo escrito, escrito está” (Jn 19,22). Él, el depositario de la autoridad del emperador, no podía cambiarlo: la victoria de los vencidos se inició con su rey levantado en la cruz. Ningún reino de este mundo será capaz de detener su avance. Esta era la gran sorpresa de Dios.

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¡Qué extraña forma de proclamarse Rey! El Cristo de la Pasión, en diálogo con el procurador romano (Evangelio), posee las insignias de un rey: una corona sobre la cabeza, un bastón en la mano, una capa roja, las ‘reverencias’ de los soldados… ¡Son los signos de un rey derrotado! Los jefes religiosos, la gente en la plaza, los soldados romanos ya están convencidos: lo han destruido, pueden cantar victoria. Pilato sigue perplejo ante la serenidad de un hombre que, en esas condiciones, insiste en llamarse rey, aunque no de un reino de este mundo. Pilato no puede entender este lenguaje, y menos aún el tema de la verdad (v. 36-37). Sus preguntas inquisitivas tienen un sentido político: le basta haber averiguado que ese hombre, en tal estado, no constituye una amenaza para el imperio de Roma. Hoy también, el signo del hombre-Dios crucificado, pegado a la pared, está lejos de constituir una amenaza. Por el contrario, ¡es un signo benéfico! Lo entiende serenamente cualquier persona mínimamente informada, que tiene un corazón recto y libre de ideologías.

Será el mismo Pilato, representante del imperio más poderoso del mundo, quien reconocerá la realeza de Cristo, con aquella inscripción sobre la cruz: “Jesús Nazareno, el rey de los Judíos” (Jn 19,19). Jesús encarna el verdadero “hijo de hombre”, aquel misterioso personaje – preludio de un nuevo pueblo – anunciado por el profeta Daniel (I lectura), que recibe de Dios poder real sobre todos los pueblos, naciones y lenguas, un reino que “no tendrá fin” (v. 14). El pueblo de Daniel, en aquel momento, estaba experimentando la opresión, sin renunciar por eso a sueños grandiosos para el futuro. El pueblo del nuevo Reino tendrá como punto de convergencia a Cristo. Lo traspasaron, pero es “¡el Alfa y la Omega, el que es, el que era, el que viene, el Todopoderoso!” (II lectura).

Jesús no renuncia a su título de rey, pero lo libera de las cosas vanas de los reinos de este mundo y lo enriquece con contenidos nuevos, evangélicos: el que es el primero debe servir a los demás; no hace alianzas con los ricos y poderosos, pero escoge estar al lado de los últimos; no da órdenes, pero obedece; no mata a nadie, pero muere Él por todos; lo que importa no es ser servido, sino hacerse servidor; estar al lado de los marginados, hacerse cargo, ser hermano y guardián del prójimo.

Pilato muestra ante todos al hombre (“ecce homo” – vean aquí al hombre – Jn 19,5), al rey derrotado, coronado de espinas… Jesús ha proclamado varias veces su identidad, su Evangelio. El que quiso, lo entendió. Ahora Jesús está allí, ante todos, espera en silencio. Cada cual debe dar su respuesta personal, hacer su opción de vida: escoger el camino fácil del poder y de las riquezas, o triunfar haciéndose discípulos humildes y pobres de un rey derrotado, crucificado y resucitado. ¡Por amor! Seguir los pasos de un rey derrotado puede parecer un fracaso; sin embargo, ¡el Reino de Dios no fracasa! Baste recordar la parábola de los invitados al banquete (cfr. Lc 14,15-24). Al final, el rey logra llenar la casa. A pesar de los continuos rechazos por parte de la libertad humana, Dios no fracasa. Él busca siempre nuevos caminos para realizar su plan de salvación para toda la familia humana.

En esta obra de salvación Dios quiere involucrar a muchos amigos y comprometerlos para la misión en el mundo entero. Las modalidades y los tiempos son múltiples. Junto con las iniciativas que dan visibilidad a la obra evangelizadora (congresos, sínodos, documentos, publicaciones, grandes obras, edificios…), están el trabajo capilar y escondido de misioneros y misioneras, la presencia continua de sacerdotes y de laicos educadores y catequistas, los gestos generosos de chicos y jóvenes, el soporte de los enfermos que ofrecen oraciones y sufrimientos, el compromiso por la promoción de la justicia y de los derechos de las personas más humildes, y muchas otras iniciativas que, si bien son limitadas y ocultas, sirven para renovar y sostener el ardor misionero por el Reino de Dios.