Morir, la última obediencia que nos hace más humanos.
Enzo Bianchi – Novísimos (1) MUERTE

Muerte, juicio, infierno, paraíso: así respondía el Catecismo a la pregunta sobre los novísimos, es decir, las realidades últimas que esperan a cada hombre. En estos días de la memoria de los muertos, quisiéramos intentar leer la muerte como un evento humano y cristiano, sabiendo que hoy vivimos en una atmósfera cultural que quiere ignorarla. Esta observación resulta incluso trivial: la muerte ha sido eliminada, se ha convertido en la única realidad concretamente “obscena,” que no debe ser vista, contemplada o considerada. Hoy queremos evitar ser testigos de la muerte, que, sin embargo, sigue estando presente en nuestras vidas familiares y relacionales; sobre todo, queremos evitar pensar en nuestra propia muerte, que es el único evento cierto que tenemos por delante.
Es significativo un consejo que André Comte-Sponville da a su lector en un libro que pretende ser una “sabiduría” para todos: «¡Lector, ánimo! Tienes todo el tiempo para morir. Primero, dedícate a vivir». No es casualidad que el vocabulario de la muerte sea poco frecuentado. Existe una especie de reticencia a hablar de «muerto, muerte»; se prefiere decir: «Se ha ido. Ha pasado a otro lado. Ya no está con nosotros»… Esto sucede incluso en los funerales, que todavía se consideran cristianos, pero que a menudo, especialmente en el caso de alguna persona importante o una desgracia pública, se vuelven “eventos” con tintes de espectáculo. En ellos, en lugar de acoger el misterio de la muerte, se habla del difunto, se le dirige la palabra como si todavía estuviera vivo, casi se intenta una reanimación del cadáver, a veces reproduciendo algunas de sus palabras o, si era cantante, una de sus canciones. De esta manera, se elimina la muerte de nuestra vida y de la perspectiva necesaria en la búsqueda de un sentido, de una dirección hacia la cual caminar.
Pero lo que parece absurdo es que, junto a esta eliminación de la muerte, se dé su espectacularización en los medios de comunicación. En estos, la muerte parece reinar, en un flujo de imágenes que la exhiben, la muestran, insisten en ella para “dar la noticia” de catástrofes, guerras, torturas, asesinatos… No queremos ver la muerte, y luego reducimos la velocidad en el coche para observar los efectos de un accidente y ver a las víctimas. Al acostumbrarnos a las imágenes de la muerte en escena, creemos que alejamos la posibilidad de nuestra propia muerte. En resumen, incluso para el cristiano la tentación es hacer callar los novísimos, olvidarlos, y entre ellos en particular la muerte.
Sin embargo, la muerte sigue teniendo la última palabra sobre nosotros, al menos en la realidad visible, sigue siendo un objetivo, una meta que nos espera: es la única dirección (sentido) de la vida que no podemos cambiar, porque siempre la vida va hacia la muerte. Martin Heidegger, en esta interpretación, llegó a afirmar que el hombre «vive para la muerte».
Mi generación todavía recibió de la gran tradición cristiana el consejo espiritual de ejercitarse en morir, de prepararse para el evento final, de vivir la muerte. La muerte era un tema de meditación, no fúnebre, no dolorista, pero debía ser considerada como el “ahora” que nos espera, el momento del juicio de Dios sobre cada uno de nosotros, el encuentro con el rostro de Dios tan buscado. En la memoria mortis había una tristeza, la de tener que morir; existía el temor a Dios (algo diferente del miedo), por su juicio que es misericordia pero también justicia; estaba la consolación por el encuentro definitivo con el Señor, la vida eterna.
En la memoria de la muerte era necesario sobre todo ejercitarse en pensar que el propio morir debe ser “un acto”. Esto me resultaba difícil de comprender cuando era niño, pero en la madurez lo entendí. Para un cristiano, la muerte no puede ser un evento pasivo: no es posible simplemente dejarse morir, sino que es absolutamente necesario poder hacer un acto de ese evento final al cual no se escapa. Claro, en la fe, y quizás también con muchas dudas y en la angustia, pero es necesario poder decir al Señor: «Padre, esa vida que tú me diste y por la cual te doy gracias, te la devuelvo puntualmente, te la ofrezco como sacrificio vivo (cf. Rm 12,1), esperando solo en tu misericordia».
De esta forma, la muerte se convierte en un acto, y así se muere en obediencia, acogiendo quizá las palabras de quien acompaña al moribundo, que – si es sabio – sabe decirle en el momento justo: «Parte, ve al Padre, en el nombre del Padre que te creó, en el nombre del Hijo que te redimió, en el nombre del Espíritu Santo que te santificó».
Quizás hacer de la muerte un acto es lo que nos perdona los pecados, como afirmaba audazmente Marcos el monje (finales del siglo V-inicios del VI). Quizás es la última posibilidad de “obediencia de la fe” (Rm 1,5; 16,26) para el cristiano, que así confiesa creer en la infinita misericordia de Dios.
Precisamente para disponer todo para que esto sea posible, sería necesario que quien está enfermo fuera informado, si lo desea, de su situación de hombre o mujer que ha llegado a las puertas de la muerte, al final de la vida. Es una operación delicada, que no debe hacerse siempre, en todo caso y para todos, sino solo cuando hay una cierta madurez de fe, y entonces el creyente moribundo desea ser consciente del encuentro inminente con su Señor. La muerte, por lo tanto, se convierte en “acción”, un acto puntual, una verdadera operación de “adoración” al Creador, de reconocimiento de ser una criatura querida por Dios en su amor y que vuelve a Dios, quien es amor para siempre (cf. 1Jn 4,8.16; 1Cor 13,8).
Es en esta fe que el hombre confiesa no ser dueño de su propia vida, de no decidir él su propio final, sino de acogerlo devolviendo a Dios su aliento, su espíritu (cf. Sal 31,6; Lc 23,46). Al cristiano – es necesario recordarlo – no se le pide que sufra ni que acepte los sufrimientos físicos como si fueran deseados por Dios. Dios no nos pide siquiera que expiemos nuestros pecados con tormentos físicos, porque solo él sabe cómo restaurar la justicia que hemos ofendido y violado con nuestros pecados. Es su tarea, no la nuestra: dejemos que él sea el Señor en nuestra vida y en nuestra muerte.
Por eso es necesario que los sufrimientos físicos sean evitados en lo posible al enfermo moribundo, de modo que pueda atravesar la hora de la muerte simplemente respondiendo a lo que es su humanización y el cumplimiento de la voluntad de Dios: es decir, que pueda vivir la enfermedad y la muerte continuando a amar a quienes quedan y aceptando ser amado por ellos. Nada más.
Este es el último y definitivo mandamiento: amar hasta el final, hasta el extremo (cf. Jn 13,1), en la medida de lo posible para un ser humano. La vida es un don de Dios, de hecho, es el don de Dios por excelencia, y este don debe ser reconocido y devuelto a quien es nuestro Padre. Sí, hoy, en el evento de la muerte – debemos decirlo – se juega la fidelidad de los cristianos a su Señor: los cristianos saben, porque en el bautismo fueron inmersos en la muerte del Señor, están “con-muertos con Cristo”, que con Cristo resucitarán (cf. Rm 6,4-5.8; Col 2,12) y que este télos está frente a ellos como una promesa para quien persevera siempre, aunque caiga en pecados, en el seguimiento del Señor.
Precisamente por esto no juzgarán a otros que no tienen la luz de la fe, aunque, por el camino de humanización que corresponde a todos, mostrarán y dirán que la muerte puede ser un acto, el acto cumbre de la humanización recorrida con toda la vida. Ya Platón hablaba de la necesidad de la meléte thanátou (Fedón 81a), del “ejercitarse en morir,” y toda la tradición cristiana ha reflexionado e indicado en qué puede consistir esto.
La muerte no puede ser privada del acto de morir, y cada uno de nosotros debe tener el valor de decirse a sí mismo: «Yo moriré». Al llegar a la vejez, debe pensar más en la muerte, evento que puede ser la última gran acción de nuestra vida. Ninguno de nosotros puede prever su propia muerte, si será repentina o después de una larga enfermedad, si en la paz y la dulzura de quien muere sin graves sufrimientos físicos o en el tormento de quien sufre penas que casi no pueden ser aliviadas con medicamentos. Ninguno de nosotros puede saber, a pesar de las declaraciones hechas al respecto, si morirá en la duda o en la fe. No es casualidad que en la oración más simple y conocida entre los católicos, el Ave María, se pida (y esto se repite en el rosario): «Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte». Pensar en tener a alguien que intercede por nosotros en la muerte como una madre, e intercede ante el Cristo a quien encontraremos, es un buen ejercicio para sentir la muerte como hermana y alabar a Dios «por nuestra hermana muerte corporal».