Domingo 31 del Tiempo Ordinario – Año B
Marcos 12, 28-34

28En aquel tiempo, un letrado se acercó a Jesús y le preguntó: “¿Cuál es el precepto más importante?” 29Jesús respondió: “El más importante es: «Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es uno solo. 30Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas.» 31El segundo es: «Amarás al prójimo como a ti mismo.» No hay mandamiento mayor que éstos”. 32El letrado le respondió: “Muy bien, maestro; es verdad lo que dices: el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él. 33Que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios”. 34Al ver Jesús que había respondido acertadamente, le dijo: “No estás lejos del reino de Dios”.
ATEÍSMO SUPERFICIAL
OLVIDAR LO ESENCIAL
José Antonio Pagola
Son bastantes los que, durante estos años, han ido pasando de una fe ligera y superficial en Dios a un ateísmo igualmente frívolo e irresponsable. Hay quienes han eliminado de sus vidas toda práctica religiosa y han liquidado cualquier relación con una comunidad creyente. Pero ¿basta con eso para resolver con seriedad la postura personal de uno ante el misterio último de la vida?
Hay quienes dicen que no creen en la Iglesia ni en «los inventos de los curas», pero creen en Dios. Sin embargo, ¿qué significa creer en un Dios al que nunca se le recuerda, con quien jamás se dialoga, a quien no se le escucha, de quien no se espera nada con gozo?
Otros proclaman que ya es hora de aprender a vivir sin Dios, enfrentándose a la vida con mayor dignidad y personalidad. Pero, cuando se observa de cerca su vida, no es fácil ver cómo les ha ayudado concretamente el abandono de Dios a vivir una vida más digna y responsable.
Bastantes se han fabricado su propia religión y se han construido una moral propia a su medida. Nunca han buscado otra cosa que situarse con cierta comodidad en la vida, evitando todo interrogante que cuestionara seriamente su existencia.
Algunos no sabrían decir si creen en Dios o no. En realidad, no entienden para qué puede servir tal cosa. Ellos viven tan ocupados en trabajar y disfrutar, tan distraídos por los problemas de cada día, los programas de televisión y las revistas del fin de semana que Dios no tiene sitio en sus vidas.
Pero nos equivocaríamos los creyentes si pensáramos que este ateísmo frívolo se encuentra solamente en esas personas que se atreven a decir en voz alta que no creen en Dios. Este ateísmo puede estar penetrando también en los corazones de los que nos llamamos creyentes: a veces nosotros mismos sabemos que Dios no es el único Señor de nuestra vida, ni siquiera el más importante.
Hagamos solo una prueba. ¿Qué sentimos en lo más íntimo de nuestra conciencia cuando escuchamos despacio, repetidas veces y con sinceridad estas palabras?: «Escucha: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas». ¿Qué espacio ocupa Dios en mi corazón, en mi alma, en mi mente, en todo mi ser?
OLVIDAR LO ESENCIAL
Amarás a tu prójimo como a ti mismo Mc 12, 28-34
Se ha dicho que el hombre contemporáneo ha perdido la confianza en el amor. No quiere «sentimentalismos» ni compasiones baratas. Hay que ser eficaces y productivos. La cultura moderna ha optado por la racionalidad económica y el rendimiento material, y tiene miedo al corazón.
Por eso, en la sociedad actual se teme a las personas enfermas, débiles o necesitadas. Se las encierra en las instituciones o se les encomienda a la Administración, pero nadie las quiere cerca.
El rico tiene miedo del pobre. Los que tenemos trabajo no deseamos encontramos con quienes están en paro.
Nos molestan todos aquellos que se nos acercan pidiendo ayuda en nombre de la justicia o del amor.
Se levantan entre nosotros toda clase de barreras. No queremos cerca a los gitanos. Miramos con recelo a los africanos porque su presencia parece peligrosa. Cada grupo y cada persona se encierra en sí mismo para defenderse mejor.
Queremos construir una sociedad progresista basándolo todo en la rentabilidad, el crecimiento económico, la competitividad. Recientemente, una inmobiliaria publicaba el siguiente anuncio: «Nuestra filosofía reposa sobre cuatro principios: rentabilidad inmediata, seguridad de emplazamiento, fiscalidad ventajosa y constitución de un patrimonio generador de plus valía».
Naturalmente, en esta filosofía ya no tiene cabida «el amor al prójimo». Los mismos que se dicen creyentes, tal vez, hablan todavía de caridad cristiana pero terminan más de una vez instalándose en lo que Karl Rahner llamaba «un egoísmo que sabe comportarse decentemente».
Pero lo importante no son las palabras, sino los hechos. Si queremos ser fieles al principal mandato del Evangelio, los cristianos hemos de ir descubriendo constantemente las nuevas exigencias y tareas del amor al prójimo en la sociedad moderna.
Amar significa hoy afirmar los derechos de los parados antes que nuestro propio provecho. Renunciar a pequeñas y mezquinas ventajas para contribuir a una mejora social de los marginados. Arriesgar nuestra economía para solidarizarnos con causas que favorecen a los menos privilegiados. Dar con generosidad parte de nuestro tiempo libre al servicio de los más olvidados. Defender y promover la no-violencia como el camino más humano para resolver los conflictos.
Por mucho que la cultura actual lo olvide, en lo más hondo del ser humano hay una necesidad de amar al necesitado, y de amarlo de manera desinteresada y gratuita. Por eso es bueno que se sigan escuchando las palabras de Jesús: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón… Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
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¿SE PUEDE CONTROLAR AL CORAZÓN?
Fernando Armellini
Introducción
El faraón era el amado del dios Ra. Desde los tiempos más remotos, el dios Ra motivabasus intervenciones a favor del soberano con la fórmula: «Por el amor que te tengo».
El Dios de Israel no conocía este sentimiento dulce y delicado. En los textos más antiguos de la Biblia a Dios se le atribuyen solo fuertes pasiones: se arrepiente, se indigna, se apesadumbra cf. (Gén 6,6-7), cultiva la inquebrantable lealtad del señor feudal hacia su vasallo, pero no el amor. Así se entiende que, presa del terror, los israelitas suplicaran a Moisés: “Háblanos tú y te escucharemos; que no nos hable Dios que moriremos” (Éx 20,19).
Dios contempló la Creación y “vio que era bueno”, pero no se alude a una emoción de alegría; en sus alianzas con Noé y Abrahán, se buscaría en vano en el texto sagrado la afirmación porque los amaba como motivo de su elección. El Señor escucha el clamor de su pueblo oprimido en Egipto, se acuerda de su Alianza, mira, se preocupa (cf. Éx 2,23-25), pero incluso en esta ocasión no hay mención al amor. Israel se mostró reacio a atribuir al Señor el verbo ‘aheb (“amar”) debido a sus matices eróticos.
Oseas fue quien introdujo la imagen del afecto conyugal y, después de él, ninguna expresión de este amor, incluso las más atrevidas, fueron excluidas. Sirvió para expresar el afecto, las emociones, la ternura de Dios hacia el hombre: Se descubrió su amor por los patriarcas (cf. Dt 4,37). Reconoció a Abrahán como “su amigo” (cf. Is 41,8). Se le atribuyó el afecto visceral de un padre (cf. Sal 103,13) y el juramento: “Aunque se retiren los montes y vacilen las colinas, no te retiraré mi lealtad ni mi alianza de paz vacilará” (Is 54,10).
Solo después de tomar conciencia de este amor eterno y libre, Israel sintió la necesidad de corresponderlo y entendió que un Dios que te ama, sin condiciones, tiene derecho a exigir, incluso al corazón, lo que parece humanamente imposible: “Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber” (Prov 25,21).
Evangelio: Marcos 12,28-34
La conclusión de este pasaje es un poco enigmática. ¿Por qué Jesús no invita al escriba a que lo siga? ¿Por qué no le sugiere el siguiente paso a dar para entrar en el reino de Dios? Al hombre rico le había indicado inmediatamente lo que le faltaba: “Ve –le dijo–, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; después, sígueme” (Mc 10,21).Suspendamos por ahora estas preguntas y comencemos a enmarcar el episodio con el fin de captar su mensaje.
Hace tres días que Jesús se encuentra en Jerusalén. Ha expulsado a los vendedores del lugar santo (cf. Mc 11,15-18), un gesto que sentenció su ruptura con la autoridad religiosa. Los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos están estudiando la manera de atraparlo: le hacen preguntas capciosas, sopesan cada palabra que dice con el fin de encontrar algún pretexto para acusarlo y deshacerse de Él. Mientras Jesús deambula por el templo, se le acercan y lo someten a una serie de interrogatorios de carácter político y religioso. Jesús responde a todo, tranquilamente y con suma habilidad, hasta el punto de que sus adversarios quedan atónitos y admirados (cf. Mc 11-12).
El evangelio de hoy se sitúa en este contexto polémico. Un escriba que ha asistido a controversias anteriores se adelanta y le hace también una pregunta: “¿Cuál es el mandamiento más importante?” A diferencia de los colegas que lo precedieron, a él no lomueve el odio contra Jesús; no tiene intención de ponerlo a prueba; ha oído cosas buenas sobre Jesús y quiere verificar su preparación bíblica.
Mediante el estudio de la Escritura, los rabinos habían recabado 613 mandamientos quedistinguían entre preceptos negativos (acciones a evitar: 365, como los días del año) y preceptos positivos (acciones a cumplir: 248, como los miembros del cuerpo humano). Algunos de estos preceptos eran considerados menos importantes y otros más graves, pero la obligación de observarlos todos era igualmente rigurosa. Las mujeres estaban excluidas de los 248 preceptos positivos pero incluso para ellas continuaban siendo muchos, demasiados. Se debatía si era posible resumirlos, reducirlos a lo esencial. Algunos rabinos no querían ni oír hablar de tal propuesta. Se dice que un día el Rabino Shamai se lanzó a bastonazos contraun pagano que, queriendo hacerse judío rápidamente, le había pedido un resumen de la ley de Dios. Otros rabinos eran bastante más razonables; se daban cuenta de que los pobres de la tierra nunca hubieran podido aprender tantos preceptos y mucho menos cumplirlos.
Muchos maestros sostenían que el mandamiento más importante era la observancia del sábado; otros consideraron que el principal era el que imponía no tener otros dioses; era famosa la opinión del Rabí Hillel: “Lo que no quieras para ti, no lo hagas a tu prójimo; esta es toda la ley, el resto es solo comentario”. El Rabí Akiba enseñaba: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo; este es el gran principio de la ley”. Y el rabino Simón, llamado El Justo, decía: “El mundo se apoya en tres pilares: la ley, el culto y las obras de amor”.
¿Cuál era la posición de Jesús frente a tema tan debatido? Jesús mostraba ser muy comprensivo con los pecadores y sus debilidades. No tan inflexible como el Rabino Shamai,lo que induciría a nuestro escriba a pedir al Maestro un resumen de lo más importante de laLey. Otras veces Jesús había tomado partido contra los ‘sabios’ que complicaban la vida de la gente simple cargando sobre sus hombros el yugo insoportable de prescripciones minuciosas, de las innumerables prácticas impuestas por la tradición de los Ancianos.
La respuesta que da Jesús al escriba está tomada de la más conocida de las oraciones de su pueblo: “Escucha, Israel. El Señor nuestro Dios es el único Señor; amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”. Y acontinuación, sin que le pregunten, añade un segundo mandamiento tomado del libro del Levítico: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19,18).
Como hemos aprendido de la primera lectura, Dios debe ser amado con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas (cf. Deut 6,5). Pero para Jesús esto no es suficiente: a estas tres facultades Jesús añade: con toda la mente.
Si se quiere que la adhesión a Dios sea sólida e inquebrantable, no se la puede fundar enfugaces emociones religiosas o hacerla depender de cualquier devoción piadosa. Debe involucrar a la mente; debe ser el fruto de una elección consciente y bien ponderada, que satisfaga plenamente incluso a la razón.
Quien no dedica tiempo al estudio de la Palabra de Dios, quien es indiferente a los temas teológicos o a los problemas eclesiales, quien no es capaz de dar razón de su propia fe, no puede decir que ama a Dios con toda su mente.
A continuación, Jesús une el amor a Dios al amor al hombre haciendo inseparables ambos mandamientos. Aunque no siempre sea fácil determinar lo que concretamente hay que hacer, el significado del amor al prójimo está clarísimo: es la disponibilidad a hacer siempre lo que es bueno para el otro. No es del todo evidente, sin embargo, lo que pueda significar amar a Dios y cual sea la relación entre los dos mandamientos.
El amor al prójimo requiere el compromiso de garantizar que nadie se quede sin comida, vestido, atención, educación y sin lo necesario para una vida digna. Sin embargo, este compromiso no debe relegar a un segundo puesto los deberes para con Dios: la oración, la misa dominical, las prácticas religiosas. Una parte del tiempo, por tanto, hay que dedicarla al trabajo, a la familia, a los amigos, pero sin quitarle a Dios la parte que le pertenece. Estainsatisfactoria y bastante extendida interpretación es peligrosa pues lleva a enfrentar a un mandamiento con el otro, ya que lo que se le da al prójimo se le quita a Dios.
Notemos que solo en el evangelio de Marcos los dos mandamientos se colocan en orden jerárquico, se dice que hay un primer precepto, sin duda el más importante, y un segundo.Mateo presenta la respuesta de Jesús al rabino de una manera más matizada: “El segundo es semejante a éste” (Mt 22:39); por tanto, no es menor, como parecería resultar de la versión de Marcos.
En Lucas se da un paso más: no hay mención de un primero y un segundo sino de un solo mandamiento: “Amarás al Señor tu Dios… y a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10,27). En todo el resto del Nuevo Testamento no se habla ya más de dos mandamientos que resuman toda la Ley, sino de uno solo, y éste es el amor al prójimo.
En el evangelio de Juan, Jesús declara: “Este es mi (¡único!) mandamiento: que se amenunos a otros” (Jn 15,17). Y Pablo afirma que quien ama a prójimo ha cumplido toda la Ley:“De hecho, los mandamientos: «No cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás…», y cualquier otro precepto, se resumen en éste: «Amarás al prójimo como a ti mismo». El amor es el cumplimiento pleno de la ley” (cf. Rom 13,8-10). Escribiendo a los gálatas, es aún más explícito: “Porque toda la ley se cumple en un precepto: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»” (Gál 5,14).
Los dos mandamientos no pueden, por lo tanto, separarse ya que constituyen la manifestación de un amor único. Como dice Juan: “Si uno dice que ama a Dios mientras odia a su hermano, es un mentiroso. Quien no ama a su hermano, miente; porque si no ama al hermano a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4,20).
Amar a Dios no significa darle algo (tiempo, oraciones, canciones…) sino compartir su proyecto en favor del hombre, recibir su Amor y derramarlo entre los demás. ¿Se puede darel hecho de amar al hombre sin amar a Dios? Tal posibilidad es tan impensable que la Biblia ni siquiera la considera. Si alguno ama al hombre ciertamente está animado por el Espíritu, porque el amor solo puede venir de Dios (cf. 1 Jn 4,7).
Queda por aclarar lo que Jesús entendía por prójimo. Ya el libro de Levítico incluye al extranjero entre las personas a quienes hay que amar: “Cuando un emigrante se establezca entre ustedes en su país, no lo opriman. Será para ustedes como uno de sus compatriotas: lo amarás como a ti mismo” (Lev 19,33-34). Bastantes rabinos, en referencia al pasaje del Génesis donde se dice que Dios creó al hombre a su semejanza (cf. Gén 5,1), argumentaban que el término prójimo incluye a todos los hombres. En realidad, sin embargo, el mandamiento solo se refería a los miembros del pueblo de Israel o, a lo sumo, a los que residían dentro de los límites de la tierra santa. Jesús pone fin a toda discriminación y declara sin dudarlo y de modo irrevocable: prójimo es quienquiera que se encuentre en necesidad,sea amigo o enemigo (cf. Mt 5,43-48).
En su respuesta (vv. 32-33), el escriba, retomando la declaración de Jesús, presenta la comparación entre la práctica de estos dos mandamientos y el culto ofrecido en el templo. No tiene dificultad en pronunciar su sentencia, ya que, como buen rabino, ha estudiado los escritos y ha asimilado el pensamiento de los profetas y sabios de Israel. Él sabe que “hacer justicia y equidad, para el Señor vale más que un sacrificio” (Prov 21,3); recuerda la exclamación del salmista: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas… no pides holocaustos ni víctimas; entonces yo digo: «Aquí estoy… deseo cumplir tu voluntad, Dios mío; llevo tu enseñanza en mis entrañas»” (Sal 40,7). No tiene dudas: el amor es inmensamente más valioso y aceptable a Dios que cualquier ofrenda.
Jesús –quien, citando al profeta Oseas, ha dirigido en repetidas ocasiones a los fariseos la invitación: “Vayan a aprender lo que significa: «Misericordia quiero y no sacrificios»” (Mt 9,13)– no puede menos que mostrar ahora su complacencia ante la sensibilidad espiritual de su interlocutor. Por eso añade: “No estás lejos del reino de Dios” (v. 34).
Llegados a este punto, podemos retomar las preguntas planteadas al principio: ¿Por qué Jesús no indicó de inmediato al escriba lo que le faltaba todavía para entrar en el reino de Dios? ¿Por qué no lo invitó a seguirlo? La razón hay que buscarla en la perspectiva teológica de Marcos, que ha estructurado su evangelio como un viaje de Jesús desde Galilea a Jerusalén. El Maestro ha alcanzado ya su meta, dando por finalizado el camino. Los que losiguieron, los que vieron sus obras, escucharon sus palabras y entendieron su mensaje, los que se dejaron abrir los ojos y, como el ciego Bartimeo, se unieron a los discípulos en el camino, están ya capacitados para hacer la elección de dar la vida junto con Él y como Él.
Los otros –el sabio rabino del evangelio de hoy, los devotos israelitas observantes de la Ley y toda la gente buena y honesta– están solamente cerca del reino de Dios. Para ingresaren él, deben acercarse a Cristo, estudiar a fondo su mensaje, evaluar su propuesta y darle su adhesión consciente y decidida. Para llegar a esta elección, deben recorrer primero el camino que va de Galilea a Jerusalén.
Leer el evangelio de Marcos es como hacer este viaje. Puede ocurrir que, habiendo llegado a la última página, no se tenga todavía el coraje de ofrecer la propia vida como lo hizo Jesús. Puede ser que todavía no estemos plenamente convencidos de que su propuesta es la propuesta justa. No hay que desanimarse. Basta recomenzar el viaje con Él desde Galilea. Un día, como ocurrió al ciego de Betsaida, Jesús finalmente nos abrirá los ojos a todos.
El amor desemboca y se concreta en la Misión
Romeo Ballan, mccj
En el laberinto de leyes y prescripciones, normas y preceptos contenidos en las Sagradas Escrituras, los rabinos habían catalogado hasta 613 mandamientos. Los habían clasificado minuciosamente en: 248preceptos positivos (es decir, acciones para cumplir; tantas como los huesos del cuerpo humano), y en 365preceptos negativos (acciones a evitar, tantas como los días del año). Era obligatorio observarlos todos, aunque algunos preceptos se consideraban graves y otros leves. Las mujeres – no se comprende bien por qué – estaban dispensadas de los 248 preceptos positivos.
Era difícil aprenderlos todos y, más aún, observarlos. En el intento de una simplificación, algunas escuelas rabínicas discutían quisquillosamente cuáles eran los preceptos más importantes: para algunos, el mandamiento de ‘no tengas otros dioses’; para otros, la observancia del sábado; otros se acogían a la opinión del maestro Hillel: “No hagas a tu prójimo lo que no deseas para ti; esta es toda la ley, lo demás es puro comentario”. La pregunta puesta a Jesús no era simplemente retórica o descontada, sino una pregunta insidiosa.
En este contexto se inscribe el diálogo entre el escriba y Jesús sobre “qué mandamiento es el primero de todos” (Evangelio, v. 28). Asistimos a un modelo de diálogo, que se fundamenta en las fuentes y concluye con una coincidencia doctrinal y un aprecio mutuo: “tienes razón”, “había respondido sensatamente” (v. 32.34). Más allá de la forma, lo que más importa es el contenido. Jesús, siguiendo la más pura tradición bíblica (I lectura), pone al principio del camino del creyente la escucha de Dios, el único Señor: “Escucha, Israel…” (shemá, Israel). La fe es, ante todo, escucha y adhesión: el discípulo escucha y cree, se abandona a su Dios amándolo con todo lo que es (corazón, mente, alma, fuerzas). Pero Jesús, sin que se lo pidan, asocia al primero un segundo mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18; Mc 12,31). El próximo que es preciso amar es especialmente el forastero, el huérfano, la viuda, el indigente, es decir, aquellos ciudadanos que no tienen defensa alguna.
Numerosos textos del Nuevo Testamento (los tres evangelistas sinópticos, Juan, Pablo…) subrayan la similitud de los dos mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo sobre la base común del amor. Es más, la síntesis de los mandamientos se concentra en el amor al prójimo: “Esto les mando: ámense unos a otros” (Jn 15,17); el distintivo típico de los discípulos de Jesús es el mandamiento nuevo: “si se tienen amor los unos a los otros” (Jn 13,34.35). Para san Pablo “toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gal 5,14); “la caridad es la ley en su plenitud” (Rm 13,10).
El motor de la vida del cristiano es el amor. Porque “Dios es amor” (1Jn 4,16). El cristianismo no es una religión hecha de prohibiciones o de teorías; es, ante todo, un camino de amor. Los ritos y los sacrificios tienen un valor secundario respecto del mandamiento del amor: amar vale más (Mc 12,33). “Ama, y haz lo que quieras”, afirmaba S. Agustín. El cristianismo es un camino de vida; un amor que se entrega hasta el extremo (Jn 13,1); un amor que se hace misión y servicio hasta dar la vida en rescate por los demás (Mc 10,45). Para que todos tengan vida en abundancia (Jn 10,10): los de cerca y los de lejos, en especial los pobres y los débiles. Para bien de todos: amigos y enemigos. Así como Jesús, que se ha ofrecido a sí mismo y ahora vive para interceder por nosotros (II lectura), también el cristiano se ofrece a sí mismo por los demás. Del conocimiento y experiencia de Dios-Amor, revelado en Cristo, nace su anuncio misionero a todos.
Es menester subrayar la aplicación eclesial y misionera del mandamiento del amor, que hace el card. Dionisio Tettamanzi, arzobispo emérito de Milán: «Considero como muy oportuna y estimulante la relectura eclesiológica del mandamiento bíblico “ama a tu prójimo como a ti mismo”, que, rigurosamente hablando, se conjuga así: “ama la parroquia de los demás como la tuya, la diócesis de los demás como la tuya, la Iglesia de otros países como la tuya, la agrupación de los otros como la tuya, etc.” ¿Acaso estoy exagerando y refugiándome en una especie de sueño, o, más bien, estoy proclamando la belleza y la audacia de nuestra fe? No hay dudas: en el mysterium Ecclesiae esto es posible, es un deber: no solamente en las intenciones y en la oración, sino también en lo concreto de la acción. Noto que precisamente en las realidades de cada día podemos captar el íntimo e inseparable vínculo entre comunión y misión, entre misión y comunión. Son absolutamente inseparables: simul stant vel cadunt (juntas se sostienen de pie o caen)».