Domingo 28 del Tiempo Ordinario – Año B
Marcos 10, 17-30


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17En aquel tiempo, cuando Jesús se puso en camino, llegó uno corriendo, se arrodilló ante Él y le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar vida eterna?” 18Jesús le respondió: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno fuera de Dios. 19Conoces los mandamientos: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no jurarás en falso, no defraudarás, honra a tu padre y a tu madre.»” 20Él le contestó: “Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud”. 21Jesús lo miró con cariño y le dijo: “Una cosa te falta: ve, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; después sígueme”.22Ante estas palabras, se llenó de pena y se marchó triste porque era muy rico. 23Jesús,mirando alrededor, dijo a sus discípulos: “Difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas”. 24Los discípulos se asombraron de lo que decía. Pero Jesús insistió: “¡Qué difícil es entrar en el reino de Dios! 25Es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino de Dios”. 26Ellos, llenos de asombro y temor, se decían: “Entonces, ¿quién puede salvarse?” 27Jesús se los quedó mirando y les dijo: “Para los hombres es imposible, pero no para Dios; porque para Dios todo es posible”. 28Pedro entonces le dijo: “Mira, nosotros hemos dejado todo y te hemos seguido”. 29Jesús le contestó: “Les aseguro que todo el que deje casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o campos por mí y por la Buena Noticia 30ha de recibir en esta vida cien veces más en casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y campos, en medio de las persecuciones; y, en el mundo futuro, la vida eterna”.

Elegido como árbitro de la competición musical entre la flauta de Pan y la lira de Apolo, el rey Midas había atribuido la victoria a la primera. Solo un tonto, uno con la sensibilidad musical de un asno podría dar un juicio tan desquiciado. Le crecieron orejas de burro y se convirtió en símbolo del hombre descerebrado. Un día, Dionisio, agradecido por un favor recibido, le permitió expresar un deseo prometiéndole cumplirlo. Midas, sin reflexionar y guiado por su necedad proverbial, pidió que todo lo que tocara se convirtiera en oro, y así sucedió, pero desde entonces, ya no pudo comer ni beber.

De estos mitos solamente se ríe quien no se da cuenta que reflejan nuestra realidad y denuncian nuestras decisiones insensatas. Somos nosotros quienes, entre el sonido de la lira de Apolo, símbolo de la armonía, el equilibrio de las pasiones, la moderación, y la melodía de la flauta, un instrumento de seducción y de estímulo para los excesos, preferimos esta última.

El frenesí insaciable de oro, la codicia de los bienes, la idolatría del dinero son fuentes de preocupación, ansiedad y afán; ahogan y hacen la vida imposible pero, aun así, siguen siendo considerados por muchos como objetivos por los que vale la pena vivir. Todo lo que se toca –la profesión, la investigación científica, las amistades, la familia y, a veces, hasta la misma religión– es apreciado… si produce oro. Ésta es la locura.

«El hombre de orejas de burro» era considerado por los sabios de la antigüedad como un loco. Y así también juzga Jesús a quienes hacen de la acumulación de bienes el sentido de su existencia (cf. Lc 12,20).

Evangelio: Marcos 10,17-30

Marcos expone las condiciones más exigentes de la moral cristiana en la sección centralde su evangelio, no antes; porque solo pueden ser entendidas por quien ha tomado la decisión de seguir a Cristo con el don de la vida. El domingo pasado Jesús hablaba de la indisolubilidad del matrimonio; ahora pone a los discípulos frente a la necesidad de renunciar a todos los bienes para poder seguirlo.

En la primera parte de la lectura (vv. 17-22) entra en escena un joven rico que cae de rodillas ante Jesús y le pregunta: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?” (v. 17). El comportamiento de este hombre es verdaderamente único; parece unenfermo que se acerca a Jesús para implorar la gracia de la curación.

Por la lectura nos enteramos de que es una persona justa y consciente de haber llevado una vida intachable. Sin embargo, siente una preocupación profunda, una pena íntima e indefinida que lo hace sufrir como si fuera una enfermedad espiritual. Busca a Jesús porque ha intuido que solo de un maestro excepcional como Él le puede venir la Palabra que comunica serenidad y esperanza.

También está preparado desde el punto de vista teológico: No habla de “ganar, merecer, tener derecho a”, sino de heredar la vida eterna. La herencia no se gana, no se recibe como premio, como el salario por un trabajo, sino que es dada gratuitamente. Como todo israelita piadoso, es consciente de que todo lo que se recibe de Dios es en “heredad”: la tierra (cf. Sal 135,12), la Ley (cf. Sal 119,111), las bendiciones, las promesas (cf. Heb 6,12), el reino de Dios (cf. Mt 25:34), el Señor mismo, la heredad de Israel (cf. Sal 16,5). Nada se da como recompensa por las buenas acciones. Todo es regalo.

A pesar de entender que la vida eterna es una heredad, le pregunta a Jesús qué le falta aún por hacer. Se da cuenta de que no solo debe esperar sino que debe estar dispuesto porque el Señor no obliga a nadie a aceptar su regalo.

Como solían hacer los rabinos, Jesús responde con otra pregunta que puede parafrasearse así: Ya tienes un maestro excepcional –Dios– que te da instrucciones a través de las Escrituras. ¿Qué más quieres? ¿Acaso no está escrito: “Todos serán enseñados por Dios” (Jn 6,45)? Entonces, para ayudarlo en su búsqueda, le recuerda los preceptos que el Señor ha revelado a su pueblo y que constituyen la condición mínima para el acceso a la vida. Cita elDecálogo, pero de forma incompleta; omite los tres primeros mandamientos, los relativos a Dios. Para Él es suficiente el cumplimiento de las obligaciones para con el hombre; de hecho, la única manera de expresar el amor a Dios es compartir su proyecto en favor del hombre, como bien lo ha comprendido el apóstol Juan: “Queridos, si Dios nos ha amado tanto, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (1 Jn 4,11).

La observancia de los mandamientos no representa, sin embargo, ningún mérito, sino que es motivo de gratitud al Señor, el único Maestro bueno que ha dado a su pueblo la Ley de la Vida. Reflexionaba el salmista: “Bienaventurado el hombre que teme al Señor, el que se deleita en sus mandamientos” (Sal 112,1) y, con agudeza, los rabinos comentaban: La alegría está en sus mandamientos, no en la recompensa que se espera recibir. El bien hecho es su propia recompensa, como el mal castiga a aquellos que lo cometen.

La respuesta de joven rico es increíble. Declara estar convencido de haber guardado todos los mandamientos desde que tenía uso de razón (v. 20). Juan nos asegura que… “Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros” (1 Jn 1,8). Algunas dudas sobre la afirmación del joven rico, por tanto, parecen razonables.

Con toda probabilidad el joven del Evangelio no sería exactamente una personaintachable; también debió haber sucumbido a alguna debilidad; sin embargo, su juicio sereno y tranquilo contiene un mensaje valioso: es una invitación a evaluar con cierto optimismo la propia vida. Ante Dios –nos dice Juan– debemos tranquilizar nuestros corazones: “aunque la conciencia nos acuse, Dios es más grande que nuestra conciencia y lo sabe todo” (1 Jn 3,20). La presencia de alguna falta no impide que se considere buena, en su conjunto, una vida creada y salvada con tanto Amor… Angustiarse, sentirse rechazados por Dios, autocastigarse porque uno no es perfecto no es un signo de santidad sino de orgullo. No es lícito llamar bueno a lo que es malo, pero tampoco se puede ser cruel con uno mismo. De lo contrario,terminaríamos convirtiéndonos en crueles con los demás.

Los rabinos enseñaban que, para ser justos, era suficiente guardar los mandamientos. Jesús, después de haber escuchado la declaración del joven rico, “lo miró con cariño” (v. 21).

Marcos se complace en el recuerdo de las miradas de Jesús: las miradas de indignacióncontra los fariseos (cf. Mc 3,5), las que dirige a sus oyentes (cf. Mc 3,34), a la multitud alrededor de Él (cf. Mc 5,32), a los discípulos (Mc 10,23), al desorden que reina en el templo (cf. Mc 11,11)… Mira al hombre rico con afecto, con satisfacción, porque lo ve preparado para dar el salto cualitativo e inmediatamente le propone la exigencia definitiva: “Ve, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; después sígueme” (v. 21).

Los rabinos hablaban a menudo de las arcas del cielo, en las que se conservan los tesoros acumulados por los justos en la tierra. Enseñaban: “Los justos esperan con placer el final y dejan esta vida sin miedo. De hecho, tienen con Dios un tesoro de obras”. Jesús retoma esta imagen para resaltar la inconsistencia de los bienes de este mundo y para mostrar cómo usarlos según Dios. Podríamos parafrasear así su propuesta: “Despójate de todos los bienes que tienes, no los tires a la basura, sino dáselos a aquellos que lo necesiten; permanecerás pobre y Dios será su tesoro”.

No se trata de otro mandamiento más, sumado a los del Decálogo, sino de la invitación adejarse guiar por una lógica totalmente nueva. Pide la renuncia de cualquier uso egoísta no solo del dinero sino de todos los bienes recibidos por Dios: inteligencia, salud, belleza, eltiempo a nuestra disposición. No pueden ser discípulos suyos si no desapegan el corazón de lo que poseen. Insensato es el que celosamente se aferra a los bienes hasta que llegue, ineludiblemente, el momento de la expropiación.

Incluso los filósofos cínicos han predicado el desapego radical de la propiedad. Crates, discípulo de Diógenes, se había deshecho de sus considerables riquezas arrojándolas al mar. Frente a los bienes de este mundo, Jesús asume una actitud completamente diferente. No los desprecia, no invita a destruirlos, sino que indica cómo valorizarlos: dándoselos a los pobres. No pide dar algo en caridad sino renunciar a todo.

¿Cómo hacer viable esta necesidad? Para obviar esta invitación de Jesús se ha recurrido auna ingeniosa solución, explicando que no se trata de una condición necesaria para ser discípulo sino de un consejo reservado a algunos héroes. Los cristianos estarían pues repartidos en dos clases: una es la de los ‘perfectos’, los que hacen voto de pobreza, para adherirse plenamente a lo que Jesús ha mandado; los otros, los ‘simples cristianos‘, pueden seguir poseyendo sus bienes, resignándose a seguir siendo ‘imperfectos‘. Esta solución es un pobre truco para escapar al requerimiento que Jesús dirige, no a un pequeño grupo de ‘perfectos’ sino a cualquier persona que quiera ser su discípulo.

El ideal del cristiano no es la miseria, el hambre, la desnudez, sino el compartir fraterno de los bienes que Dios ha puesto a disposición de todos. El pecado no es hacerse rico, sino enriquecerse en solitario. En el Evangelio de los Nazarenos, un libro apócrifo del siglo II d.C., este episodio está reflejado, pero con la adición de algunos detalles curiosos. Tras la petición del Maestro, “el rico empezó a rascarse la cabeza; no quedó contento. El Señor comentó: muchos de tus hermanos, los hijos de Abrahán, se revuelven en la miseria y mueren de hambre, mientras que tu casa está llena de todo bien y no hay nada para ellos”.

En Marcos la historia termina amargamente: el joven rico decide quedarse con sus posesiones; no tiene el coraje de fiarse de la propuesta de Jesús, no se siente capaz de correr el riesgo, tiene miedo de perderlo todo y se aleja triste. Se aflige porque no podía separarse de los bienes. No se ha dado cuenta de que el corazón del hombre está hecho para el amor infinito y, mientras permanezca esclavo de las cosas, no puede sino estar decepcionado y descontento.

El grano de trigo, una vez sembrado, brota, crece y produce la planta y la espiga; este proceso no se puede alterar, ya que pertenece a la naturaleza de la semilla. El hombre está hecho a imagen de Dios y en su corazón siente, incontenible, la exigencia de infinito. Aunque reprimido, silenciado, olvidado, este deseo resurge y ninguna criatura es jamás capaz de satisfacerlo.

La historia no ha terminado, pero no es difícil de reconstruir lo que sigue. El joven rico no era un novato movido por el entusiasmo de un momento; había crecido alimentando profundas convicciones religiosas, por lo que no es probable que, después de reunirse con Jesús, se haya abandonado al libertinaje, haya comenzado a transgredir los mandamientos. Seguiría sin duda siendo una persona justa, llevando una vida piadosa impecable… pero no llegó a ser un cristiano, no pudo dar el salto de calidad.

La segunda parte de la lectura (vv. 23-27) se refiere a las consideraciones de Jesús sobre el peligro de la riqueza: es el mayor impedimento para quienes quieren ser discípulos del Maestro. La riqueza tiene el poder de seducción de un dios, ya que cada vez que se recurre a ella responde dando lo que se le pide. Constituye un obstáculo casi insalvable para los que quieren entrar en el reino de los cielos. “Es más fácil –asegura Jesús– que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de Dios”.

Algunos han tratado de interpretar esta extraña imagen explicando que no se trata de un camello sino de una cuerda gruesa (las dos palabras son muy similares en griego), o que el ojo de la aguja aludía a una pequeña puerta en la ciudad de Jerusalén. Es mejor mantener la imagen paradójica utilizada por Jesús que nos habla de una decisión imposible (v. 27). El desprendimiento de todo lo que se posee exige un acto de generosidad que solo un milagro de Dios puede ayudar a lograrlo.

Los discípulos a los que el Maestro se dirige no son ricos, pero se quedan perplejos antesus palabras. Han comprendido que incluso los pobres deben despojarse de todo, lo que no consiste en dar mucho o poco sino ofrecer todo lo que somos y tenemos por muy poco que sea.

En la última parte (vv. 28-31) se enumeran las personas y las cosas de las que el discípulo está llamado a desprenderse. Acerca de esta doble lista, colocada la primera en boca de Pedro y la segunda en la de Jesús, nos damos cuenta de la inesperada presencia de los miembros dela propia familia entre los bienes de los que hay que desprenderse.

Es fácil confundir el amor con el apego morboso. Hay un egoísmo personal, pero también hay un egoísmo más sutil, que puede revestirse de virtud, y es el egoísmo de la familia. Aquellos que piensan solo en sí mismos, en su esposa y sus hijos, siguen siendo egoístas, no son capaces de mirar más allá del umbral de su propia casa. No pueden ser felices porque han atrofiado su corazón reprimiendo el amor universal para el que fueron creados.

Entre las personas a las que uno tiene que renunciar no está incluida su esposa. La razón es que ni Pedro ni los otros apóstoles han renunciado a su matrimonio. Ellos no han roto los lazos con sus familias; esto no hubiera sido justo ni humano. Cuando, por razones apostólicas, han tenido que viajar y cambiar de residencia, siempre han actuado de acuerdo con sus esposas quienes, por lo general, han accedido a acompañarlos (cf. 1 Cor 9,5). El compromiso con el Evangelio no se puede colocar en oposición a los deberes para con la familia.

Es significativo, por último, que entre las cosas centuplicadas que recibe el discípulo no aparece el padre. Ya en este mundo el amor generoso será recompensado con el ciento por uno en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, pero no en “padres”. De hecho, en la comunidad cristiana no deben existir “padres” porque todos son hermanos; el único Padre es el que está en los cielos (cf. Mt 23,9).

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CON JESÚS EN MEDIO DE LA CRISIS
José Antonio Pagola

Antes de que se ponga en camino, un desconocido se acerca a Jesús corriendo. Al parecer, tiene prisa para resolver su problema: “¿Qué haré para heredar la vida eterna?”. No le preocupan los problemas de esta vida. Es rico. Todo lo tiene resuelto.

Jesús lo pone ante la Ley de Moisés. Curiosamente, no le recuerda los diez mandamientos, sino solo los que prohíben actuar contra el prójimo. El joven es un hombre bueno, observante fiel de la religión judía: “Todo eso lo he cumplido desde joven”.

Jesús se le queda mirando con cariño. Es admirable la vida de una persona que no ha hecho daño a nadie. Jesús lo quiere atraer ahora para que colabore con él en su proyecto de hacer un mundo más humano, y le hace una propuesta sorprendente: “Una cosa te falta: anda, vende todo lo que tienes, dales el dinero a los pobres… y luego ven y sígueme”.

El rico posee muchas cosas, pero le falta lo único que permite seguir a Jesús de verdad. Es bueno, pero vive apegado a su dinero. Jesús le pide que renuncie a su riqueza y la ponga al servicio de los pobres. Solo compartiendo lo suyo con los necesitados podrá seguir a Jesús colaborando en su proyecto.

El hombre se siente incapaz. Necesita bienestar. No tiene fuerzas para vivir sin su riqueza. Su dinero está por encima de todo. Renuncia a seguir a Jesús. Había venido corriendo entusiasmado hacia él. Ahora se aleja triste. No conocerá nunca la alegría de colaborar con Jesús.

La crisis económica nos está invitando a los seguidores de Jesús a dar pasos hacia una vida más sobria, para compartir con los necesitados lo que tenemos y sencillamente no necesitamos para vivir con dignidad. Hemos de hacernos preguntas muy concretas si queremos seguir a Jesús en estos momentos.

Lo primero es revisar nuestra relación con el dinero: ¿Qué hacer con nuestro dinero? ¿Para qué ahorrar? ¿En qué invertir? ¿Con quiénes compartir lo que no necesitamos? Luego revisar nuestro consumo para hacerlo más responsable y menos compulsivo y superfluo: ¿Qué compramos? ¿Dónde compramos? ¿Para qué compramos? ¿A quiénes podemos ayudar a comprar lo que necesitan?

Son preguntas que hemos de hacernos en el fondo de nuestra conciencia y también en nuestras familias, comunidades cristianas e instituciones de Iglesia. No haremos gestos heroicos, pero si damos pequeños pasos en esta dirección, conoceremos la alegría de seguir a Jesús contribuyendo a hacer la crisis de algunos un poco más humana y llevadera. Si no es así, nos sentiremos buenos cristianos, pero a nuestra religión le faltará alegría.

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En el mundo hay bastantes bienes para las necesidades de todos, pero no bastantes para la avidez de unos pocos o de cada uno, afirmaba Gandhi el gran sabio y político de India. Palabras de un no cristiano, en sintonía con la severa enseñanza de Jesús sobre el uso de los bienes materiales y el peligro de las riquezas. El evangelista Marcos lleva al catecúmeno y al discípulo al descubrimiento progresivo de la “buena nueva de Jesucristo, Hijo de Dios” (1,1), revelando por etapas su identidad a través de milagros y enseñanzas. En la parte central de su Evangelio, Marcos coloca las exigencias más altas de la moral cristiana, que agrupa en torno a tres temas: las condiciones para seguir a Jesús (negarse a sí mismos, cargar con la cruz: 8,32-38); el uso de los bienes materiales (el peligro de las riquezas, la recompensa para los que dejan los bienes terrenales: 10,17-31); las exigencias de la vida familiar (indisolubilidad del matrimonio, amor y respeto a los niños: 10,2-16).

Los tres temas van acompañados de tres anuncios de la pasión y de la resurrección (8,31; 9,31; 10,32-34); y se encuentran entre dos milagros de Jesús que abre los ojos a dos ciegos: el ciego de Betsaida (8,22-25) y el ciego de Jericó (10,46-52). Altamente significativas son las palabras que Jesús dice a este ciego: “Anda, tu fe te ha salvado”. Y el ciego, sanado, se hace discípulo y sigue a Jesús. En el Evangelio de hoy, Marcos dice que el camino de la moral cristiana – y por tanto, la salvación – “es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo” (v. 27). Él nos abre los ojos sobre el camino a seguir y, con la fe, nos da la fuerza para seguirlo. Aquel joven buscaba el camino para obtener la vida eterna, es decir, alcanzar el sentido pleno de la vida, para ser feliz.

Jesús le contesta ante todo fijándolo con una mirada profunda, para que pase de la lógica del tener a la del ser, del amor; y lo invita a poner en primer lugar a las personas, las relaciones, no los bienes materiales. También el escritor brasileño Paulo Coelho afirma: “Podemos tener todos los medios de comunicación del mundo, pero nada sustituye la mirada del ser humano”. Jesús es para los pobres, pero está en contra de la miseria; la pobreza que Él propone es con miras a la comunión; los bienes tienen sentido solo si son signos e instrumentos de encuentros con los demás en el compartir. (*) Jesús no condena de manera absoluta las riquezas; tampoco elogia la miseria o el hambre, pero enseña cómo usar los bienes: con honestidad, justicia y caridad. Al joven del Evangelio, que “era muy rico” (v. 22) y un fiel cumplidor de los mandamientos (v. 20), el Maestro le dirige una mirada cariñosa (v. 21), invitándole a ir más allá de la observancia de la ley y a dar un salto cualitativo: entrar en la lógica de la caridad y del compartir los bienes con los necesitados. De este modo se afianza la propia libertad frente a las cosas, aunque sean hermosas y buenas, sin ser dependientes o cautivos de ellas. Solo así la vida se vive en la gratuidad: como don que se comparte con otros. En el seguimiento del Señor, se descubre la riqueza y el gozo del Tesoro verdadero (v. 21).

La persona sabia (I lectura) descubre que la sabiduría que viene de Dios vale más que las riquezas, más que la salud y la hermosura (v. 9-10). La palabra de Dios “viva y eficaz” (II lectura), que sondea el sentido de las cosas y la profundidad del corazón humano (v. 12), lleva a entender que en el cristianismo la virtud principal no es la pobreza ni tampoco el dejarlo todo, sino la caridad, entendida como donación de sí mismos y de las cosas, para prestar un servicio de amor a los demás. Por eso la caridad es el alma de la Misión: el amor empuja hacia la misión y la solidaridad. La caridad es signo e instrumento de comunión entre las Iglesias, en el intercambio de dones.

Las palabras de Jesús al joven rico tienen una resonancia especial en el mes misionero de octubre: Anda, dale el dinero a los pobres, ven y sígueme… La misión es ir, supone siempre una salida de sí mismo, es gozar en el descubrimiento del único tesoro que te llena la vida, es sentir la urgencia de comunicar a otros esta experiencia, es descubrir que los otros son más importantes que nuestras cosas, es compartir bienes espirituales y materiales con los más necesitados… Esta es la misión que da sentido pleno a la vida y sabor nuevo a la entrega de sí mismo por los demás. Dan testimonio de ello grandes misioneros, que el calendario recuerda en el mes de octubre:Teresa del Niño Jesús, Francisco de Asís, Daniel Comboni, Juan XXIII, Carlos Acutis, Madeleine Delbrel, Teresa de Ávila, Ignacio de Antioquía, el evangelista Lucas, los santos mártires canadienses, Laura Montoya, Antonio M. Claret y otros. ¡Imploremos su intercesión, sigamos sus huellas!