Domingo 27 del Tiempo Ordinario – Año B
Marcos 10,2-16


XXVIIB1

2En aquel tiempo, se acercaron unos fariseos y, para ponerlo a prueba, le preguntaron a Jesús: “¿Puede un hombre separarse de su mujer?” 3Les contestó: “¿Qué les mandó Moisés?” 4Respondieron: “Moisés permitió escribir el acta de divorcio y separarse”. 5Jesús les dijo: “Porque son duros de corazón, Moisés escribió ese precepto. 6Pero al principio de la Creación Dios los hizo hombre y mujer, 7y por eso abandona un hombre a su padre y a su madre, se une a su mujer 8y los dos se hacen una sola carne. De suerte que ya no son dos sino una sola carne. 9Así pues, lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”. 10Una vez en casa, los discípulos le preguntaron de nuevo acerca de aquello. 11Él les dijo: “El que se divorcia de su mujer y se casa con otra comete adulterio contra la primera. 12Si ella se divorcia del marido y se casa con otro, comete adulterio”. 13Le traían niños para que los tocara, y los discípulos los reprendían. 14Jesús, al verlo, se enojó y dijo: “Dejen que los niños se acerquen a mí; no se lo impidan, porque el reino de Dios pertenece a los que son como ellos. 15Les aseguro, el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él”. 16Y los acariciaba y bendecía imponiendo las manos sobre ellos.

Los fariseos plantean a Jesús una pregunta para ponerlo a prueba. Esta vez no es una cuestión sin importancia, sino un hecho que hace sufrir mucho a las mujeres de Galilea y es motivo de vivas discusiones entre los seguidores de diversas escuelas rabínicas: “¿Le es lícito al varón divorciarse de su mujer?”.

No se trata del divorcio moderno que conocemos hoy, sino de la situación en que vivía la mujer judía dentro del matrimonio, controlado absolutamente por el varón. Según la ley de Moisés, el marido podía romper el contrato matrimonial y expulsar de casa a su esposa. La mujer, por el contrario, sometida en todo al varón, no podía hacer lo mismo.

La respuesta de Jesús sorprende a todos. No entra en las discusiones de los rabinos. Invita a descubrir el proyecto original de Dios, que está por encima de leyes y normas. Esta ley “machista”, en concreto, se ha impuesto en el pueblo judío por la “dureza de corazón” de los varones que controlan a las mujeres y las someten a su voluntad.

Jesús ahonda en el misterio original del ser humano. Dios “los creo varón y mujer”. Los dos han sido creados en igualdad. Dios no ha creado al varón con poder sobre la mujer. No ha creado a la mujer sometida al varón. Entre varones y mujeres no ha de haber dominación por parte de nadie.

Desde esta estructura original del ser humano, Jesús ofrece una visión del matrimonio que va más allá de todo lo establecido por la Ley. Mujeres y varones se unirán para “ser una sola carne” e iniciar una vida compartida en la mutua entrega sin imposición ni sumisión.

Este proyecto matrimonial es para Jesús la suprema expresión del amor humano. El varón no tiene derecho alguno a controlar a la mujer como si fuera su dueño. La mujer no ha de aceptar vivir sometida al varón. Es Dios mismo quien los atrae a vivir unidos por un amor libre y gratuito. Jesús concluye de manera rotunda: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el varón”.

Con esta posición, Jesús esta destruyendo de raíz el fundamento del patriarcado bajo todas sus formas de control, sometimiento e imposición del varón sobre la mujer. No solo en el matrimonio sino en cualquier institución civil o religiosa.

Hemos de escuchar el mensaje de Jesús. No es posible abrir caminos al reino de Dios y su justicia sin luchar activamente contra el patriarcado. ¿Cuándo reaccionaremos en la Iglesia con energía evangélica contra tanto abuso, violencia y agresión del varón sobre la mujer? ¿Cuándo defenderemos a la mujer de la “dureza de corazón” de los varones?

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La formación de los discípulos, a la que Marcos dedica la segunda parte de su evangelio, abarca aspectos muy diversos y no se atiene a un orden lógico. Si el domingo pasado se habló de amigos y enemigos, y del problema del escándalo, el evangelio de hoy se centra en el divorcio. El relato contiene dos escenas: en la primera, los fariseos preguntan a Jesús si se puede repudiar a la mujer y reciben su respuesta (2-9); en la segunda, una vez en la casa, los discípulos insisten sobre el tema y reciben nueva respuesta (10-12).

Advertencia previa

El evangelio de Mt, al contar este episodio, introduce un cambio fundamental: los fariseos no preguntan si «le está permitido al hombre separarse de su mujer», sino si «le está permitido separarse de su mujer por cualquier motivo. Con esto quieren que Jesús se decante entre dos escuelas rabínicas: la radical de Hillel, que solo acepta el divorcio en caso de adulterio, y la amplia de Shammay, que lo acepta por cualquier motivo. En Mc, el pasaje no tiene el sentido de debate entre escuelas.

Primera escena: los fariseos y Jesús.

La pregunta que le hacen resulta desconcertante, porque el divorcio estaba permitido en Israel y ningún grupo religioso lo ponía en discusión. Que el matrimonio es una institu­ción divina lo sabe cualquier judío por el Génesis, donde Dios crea al hombre y a la mujer para que se compenetren y complemen­ten. Pero el judío sabe también que los problemas matrimoniales comienzan con Adán y Eva. El matrimonio, incluso en una época en la que la unión íntima y la convivencia amistosa no eran los valores primordiales, se presta a graves conflictos.

Por eso, desde antiguo se admite, como en otros pueblos orientales, la posibilidad del divorcio. Más aún, la tradición rabínica piensa que el divorcio es un privilegio exclusivo de Israel. El Targum Palestinense pone en boca de Dios las siguientes palabras: «En Israel he dado yo separación, pero no he dado separación en las naciones»; tan sólo en Israel «ha unido Dios su nombre al divorcio».

La ley del divorcio se encuentra en el Deuteronomio, capítulo 24,1ss donde se estipula lo siguiente: «Si uno se casa con una mujer y luego no le gusta, porque descubre en ella algo vergonzoso, le escribe el acta de divorcio, se la entrega y la echa de casa…»

Llama la atención en esta ley su tremendo machismo: sólo el varón puede repudiar y expulsar de la casa. En la perspectiva de la época tiene su lógica, ya que la mujer se parece bastante a un objeto que se compra y que se puede devolver si no termina convenciendo. Sin embargo, aunque la sensibilidad de hace veinte siglos fuera distinta de la nuestra (tanto entre los hombres como entre las mujeres), es indudable que unas personas podían ser más sensibles que otras al destino de la mujer. Este detalle es muy interesante para comprender la postura de Jesús.

En cualquier caso, la ley es conocida y admitida por todos los grupos religiosos judíos. Por consiguiente, la pregunta de los fariseos resulta desconcertante. Cualquier judío piadoso habría respondido: sí, el hombre puede repudiar a su mujer. Pero Jesús, además de ser un judío piadoso, se muestra muy cercano a las mujeres, las acepta en su grupo, permite que le acompañen. ¿Estará de acuerdo con que el hombre repudie a su mujer? Así se comprende el comentario de Mc: le preguntaban «para ponerlo a prueba». Los fariseos quieren poner a Jesús entre la espada y la pared: entre la dignidad de la mujer y la fidelidad a la ley de Moisés. En cualquier opción que haga, quedará mal: ante sus seguidoras, o ante el pueblo y las autoridades religiosas.

La reacción de Jesús es tan atrevida como inteligente. Él también pone a los fariseos entre la espada y la pared: entre Dios y Moisés. Empieza con una pregunta muy sencilla que se puede volver en contra suya: “¿Qué os mandó Moisés?” Y luego contraataca, distinguiendo entre lo que escribió Moisés en determinado momento y lo que Dios proyectó al comienzo de la historia humana.

En el Génesis, Dios no crea a la mujer para torturar al varón (como en el mito griego de Pandora), sino como un complemento íntimo, hasta el punto de formar una sola carne. En el plan inicial de Dios, no cabe que el hombre abandone a su mujer; a quienes debe abandonar es a su padre y a su madre, para formar una nueva familia (1ª lectura).

Las palabras de Génesis 1,27 sugieren claramente la indisolubilidad: el varón y la mujer se convierten en un solo ser. Pero Jesús refuerza esa idea añadiendo que esa unión la ha creado Dios; por consiguiente, «lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre». Jesús rechaza de entrada cualquier motivo de divorcio.

La aceptación posterior del repudio por parte de Moisés no constituye algo ideal, sino que se debió a «vuestro carácter obstinado». Esta interpretación de Jesús supone una gran novedad, porque sitúa la ley de Moisés en su contexto histórico. La tendencia espontánea del judío era considerar toda la Torá (el Pentateuco) como un bloque inmutable y sin fisuras. Algunos rabinos condenaban como herejes a los que decían: «Toda la Ley de Moisés es de Dios, menos tal frase». Jesús, en cambio, distingue entre el proyecto inicial de Dios y las interpretaciones posteriores, que no tienen el mismo valor e incluso pueden ir en contra de ese proyecto.

Segunda escena: los discípulos y Jesús.

Saca las conclusiones prácticas de la anterior, tanto para el varón como para la mujer que se divorcian. Las palabras: Si ella se divorcia del marido y se casa con otro, comete adulterio, cuentan con la posibilidad de que la mujer se divorcie, cosa que la ley judía solo contemplaba en el caso de que la profesión del marido hiciese insoportable la convivencia, como era el caso de los curtidores, que debían usar unos líquidos pestilentes. En cambio, la legislación romana sí admitía que la mujer pudiera divorciarse. Por eso, algunos autores ven aquí un indicio de que el evangelio de Marcos fue escrito para la comunidad de Roma. Aunque en los cinco primeros siglos de la historia de Roma (VIII-III a.C.) no se conoció el divorcio, más tarde se introdujo.

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Con lenguaje poético y mítico, la Palabra de Dios nos revela luminosas verdades sobre el ser humano – hombre y mujer – sobre la familia y el cosmos. La primera verdad es que Adán no se creó a sí mismo: es Dios quien lo creó (I lectura). La palabra Adán, en este caso, quiere decir varón y mujer. Este Adán (el hombre y la mujer) vive en soledad, a la que Dios mismo pone remedio: «No está bien que el hombre esté solo: voy a hacerle alguien como él que le ayude» (v. 18). En última instancia, según el texto bíblico, se podría decir que ni siquiera Dios es suficiente para satisfacer a Adán en su soledad. Para su existencia histórica, Adán necesita también de cosas, de animales, plantas… que el Creador le provee con creces en el encanto del universo, otorgándole incluso la potestad de imponer el nombre a los seres vivientes, es decir, el poder de tenerlos bajo su custodia (v. 19). Según la teología bíblica, la potestad de dominio sobre las cosas creadas corresponde, naturalmente, al ser humano en su globalidad de hombre y mujer, con igual dignidad. Dominio-custodia significa uso, no abuso.

Dios, que ha llamado a Adán a la vida, lo llama ahora a la comunión, a una vida de encuentros y relaciones aptos para llevar a la persona humana al crecimiento, a la plenitud, a la madurez. A Adán, en efecto, no le basta el dominio sobre las cosas: busca alguien como él que lo ayude (v. 20), en plena alteridad e igualdad. Dios mismo presenta al varón esa ayuda, la mujer, Eva, a la cual el hombre siente que no le puede imponer un nombre, esto es, apropiársela, dominarla, porque la reconoce igual a él, parte de sí mismo: “hueso de mis huesos y carne de mi carne” (v. 23). Ambos son iguales en dignidad, llamados a una plena comunión de vida. El primigenio proyecto del Creador era maravilloso, pero el pecado humano vino a romper el equilibrio de las relaciones entre iguales: el respeto cede el paso a la voluntad de dominio, a la violencia de un cónyuge sobre el otro, con las consecuencias dolorosas que todos conocen. Jesús (Evangelio), tras reprochar a su gente “por su terquedad” (v. 5), trató de hacerles volver al proyecto inicial de Dios. Lamentablemente, con escasos resultados, tanto entonces como hoy.

El Concilio Vaticano II tiene palabras que sustentan la dignidad y la santidad del matrimonio y de la familia: “Fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se entregan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina. Este vínculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del matrimonio, al cual ha dotado con bienes y fines varios, todo lo cual es de suma importancia para la continuación del género humano, para el provecho personal de cada miembro de la familia y su suerte eterna, para la dignidad, estabilidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la sociedad humana” (Gaudium et Spes, 48). Por eso la oración de la Iglesia se hace insistente, “para que el hombre y la mujer sean una sola vida, principio de la armonía libre y necesaria que se realiza en el amor” (oración colecta). La vida compartida entre el hombre y la mujer en el matrimonio contribuye al bien de la pareja, pero, a la vez, tiene una irradiación misionera sobre los hijos, sobre el ambiente social y eclesial.

Tras hablar de la familia, Jesús se dirige enseguida a los niños y, en general, a los débiles y a los pobres, a los excluidos y descartados de la sociedad, brindándoles afecto, protección, estima, bendiciones (v. 13-16). Jesús ha entrado plenamente en el engranaje y en los recovecos de la historia de los hombres, haciéndose solidario con ellos, compartiendo su origen y sufrimientos. Hasta tal punto que el autor de la carta a los Hebreos (II lectura), con palabras conmovedoras, afirma que Cristo, “no se avergüenza de llamarlos hermanos” (v. 11). Cristo no excluye a nadie de esa amorosa relación fraterna. ¡Aunque sea la persona más reprobable y lejana! Por eso Él es siempre el modelo más radical para cada misionero. He aquí un fuerte llamado para todos en el mes misionero.

Hay situaciones en las que ambos cónyuges se preguntan, con razón, si es que todavía vale la pena insistir en tratar de arreglar una relación que ha nacido mal y que se está demostrando irreparablemente rota. Ya no se aman, hay incompatibilidad de caracteres, hay faltas de respeto… Si se hablan es para ofenderse y hasta los niños se ven envueltos en el fracaso de los padres. ¿Qué sentido tiene seguir juntos? ¿Puede Dios exigir que continúe una convivencia que es un suplicio? ¿No es mejor que cada uno siga su camino y reconstruya su vida?

A estas preguntas la lógica de los hombres responde sin vacilar: lo mejor es el divorcio.Si tantas parejas se separan después de pocos años de matrimonio, ¿no es preferible dejar el matrimonio a un lado y simplemente vivir juntos? Si las cosas no funcionan, cada uno se va sin demasiados problemas.

En ningún otro campo, como en el de la ética sexual, las personas están tentadas de darse a sí mismas una moral, y así la «sal» de la propuesta evangélica frecuentemente se vuelve insípida a fuerza de tantos pero, si, sin embargo, depende…

Se necesita ser “como niños” para entrar en el reino de los cielos, a fin de comprender la difícil, exigente propuesta de Cristo. Solo aquellos que se sienten pequeños, los que creen en el Amor del Padre y confían en Él, se encuentran dispuestos a dar la bienvenida a los pensamientos de Dios. No todos lo pueden entender, sino “solo aquellos a quienes se les es dado” (Mt 19,11); no a los sabios e inteligentes sino a los pequeños (cf. Mt 11,25).

Evangelio: Marcos 10,2-16

Es extraño que los fariseos pregunten a Jesús: “¿Puede un hombre separarse de su mujer?” Al igual que todos los hijos de Israel sin excepción, los miembros de esta secta no tenían dudas acerca de la legalidad del divorcio, ya que el Antiguo Testamento contempla la posibilidad de un segundo matrimonio. Es probable que quisieran llevar la discusión sobre las razones que justificarían un divorcio.

El tema de la indisolubilidad lo introduce Marcos en la parte central de su evangelio, junto con otras cuestiones morales, como el diálogo con quien no cree, el amor a los hermanos, el escándalo, las relaciones con los más débiles, la propiedad, la riqueza. Se ubicaen este contexto porque la exigencia de la fidelidad conyugal absoluta e incondicional nos deja consternados y perplejos y no puede ser entendida si no viene encuadrada en la lógica del amor de Cristo y del don de la vida.

Respondiendo a la pregunta que se le ha hecho, Jesús deja claro, en primer lugar, el verdadero significado de la Ley de Moisés, Ley que Él no tiene la intención de abolir sino de explicar y llevarla a su cumplimiento.

El libro de Deuteronomio parece permitir el divorcio: “Si uno se casa con una mujer y luego no le gusta, porque descubre en ella algo vergonzoso, le escribirá el acta de divorcio, se la entregará y la echará de casa” (Deut 24,1). Algunos rabinos, los más severos, enseñaban que el marido podía divorciar a su esposa solo si le había sido infiel; pero otros, más tolerantes y abiertos a componendas, sostenían que era suficiente que la mujer no hubiese cocinado la cena, o incluso que el marido hubiera encontrado otra mujer más atractiva.

Antes de pronunciarse sobre el tema, Jesús aclara el significado del texto bíblico. No ha sido Moisés –explica– el que introdujo el divorcio. Esta institución existió mucho antes que él y siempre fue aceptada por todos como legítima; él solamente ha tratado de disciplinarla, poniendo fin a los abusos. No ha pretendido de los israelitas, demasiado duros de corazón, un comportamiento moral más alto que el de los otros pueblos; simplemente dicta una norma que proteja a la mujer. Ha establecido que el marido escriba un documento de divorcio para que la mujer pueda volver a casarse.

Esta disposición era particularmente oportuna porque muchos echaban a su esposa de casa, y si ésta se unía a otro la acusaban de adulterio, lo que implicaba la pena de muerte. El precepto de Moisés tenía como objetivo defender a las mujeres de este abuso; el documento de repudio la declaraba libre. Algunas de estas actas de repudio han llegado hasta nosotros, firmadas por dos testigos; una de ellas dice: “Puedes irte; te puedes casar con quien quieras; eres libre”.

Jesús reconoce el valor de la norma establecida en el Deuteronomio y la considera vinculante. Si alguien quiere divorciarse –afirma– que ¡al menos respete los derechos de la mujer! La tolerancia de Moisés, sin embargo, no es la expresión ideal del plan original de Dios.

Una vez aclarado el sentido de la disposición del Antiguo Testamento, Jesús nos invita a ir más allá de la norma y considerar la sexualidad a la luz, no de razonamientos insensatos y conductas degradantes introducidas por los hombres, sino del plan de Dios, revelado desde los primeros capítulos del Génesis: “Al principio de la creación Dios los hizo hombre y mujer, y por eso abandona un hombre a su padre y a su madre, se une a su mujer, y los dos se hacen una sola carne. Así pues, lo que Dios ha unido no lo separe el hombre” (vv. 6-9).

Esta última afirmación, añadida por Jesús a la cita del Génesis, no podía menos que dejar atónitos a sus interlocutores quienes pensaban que el divorcio, en ciertas situaciones, no solo es un derecho sino un deber.

Los rabinos enseñaban que el primer mandamiento dado por Dios es la de la procreación: “Sean fecundos, multiplíquense” (Gén 1,28) y era para ellos un deber tan fundamental que, si un matrimonio no tenía hijos, el marido debía dejar a su propia esposa para poder tener hijos de otra mujer.

Jesús toma una posición que rompe con la concepción tradicional de su pueblo y dice, en los términos más enérgicos posibles, que ningún divorcio es parte del plan de Dios. El repudio ha sido introducido por los hombres y es un atentado destructor de la obra del Señor que ha unido al hombre y la mujer en una sola carne.

Con Jesús ha venido al mundo el Reino de Dios, se han cumplido las profecías: “Les daré un corazón nuevo y les infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne” (Ez 36,26; cf. Jer 31,31-34). Es hora de decir basta a las componendas, a la mezquindad, a los subterfugios, y tender hacia el ideal indicado “al principio” por el Creador.

Solo el matrimonio monógamo e indisoluble respeta el plan de Dios y logra el objetivo por el que los hombres han sido creados «varón y mujer». Todas las otras formas de convivencia, aunque sean muy antiguas y culturalmente explicables, no respetan la dignidad del hombre y de la mujer.

Frente a la posición dura e intransigente del Maestro, no solo los fariseos sino también los discípulos se quedan perplejos, casi consternados y, de vuelta a casa, le preguntan de nuevo sobre el tema. Pero Jesús reafirma: “El que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera”, y agrega: “Si ella se divorcia del marido y se casa con otro, comete adulterio” (vv. 11-12). Esta afirmación establece un fenómeno inaudito hasta entonces: la perfecta igualdad de los derechos y deberes del hombre y de la mujer.

¿Cómo interpretarla? Cristo no ha impuesto una nueva ley, más rigurosa que la de Moisés, sino simplemente les ha recordado el plan original de Dios, que no incluye el repudio.

La meta es altísima y los pasos de los hombres son a menudo inciertos. Y como solo Dios conoce la fragilidad de cada uno, nadie tiene el derecho de erigirse en juez de sus hermanos, de evaluar las culpas o pronunciar condenas. A cada caso concreto hay que acercarse con prudencia, con compresión para el hermano, necesitado de acompañamiento y ayuda a fin de que pueda dar lo mejor de sí mismo. Mostrarse comprensivos y pacientes no significa suavizar las exigencias del Evangelio o adaptarse a la moralidad corriente sino mostrar la sabiduría pastoral.

En la última parte del evangelio de hoy (vv. 13-16), Jesús retoma la imagen de los niños e invita a los discípulos a recibir el reino de Dios como ellos. Quien se considera ya “adulto”, quien confía en su propia sabiduría o se ha anquilosado en sus propias convicciones y no acepta ser cuestionado por la palabra de Cristo, no entrará nunca en el reino de Dios. Para entender la indisolubilidad del matrimonio es necesario volverse como niños y fiarse de la sabiduría del Padre.

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