XXVI Domingo del Tiempo Ordinario – Año B
Marcos 9,38-48

38En aquel tiempo dijo Juan a Jesús: “Maestro, vimos a uno que expulsaba demonios en tu nombre y tratamos de impedírselo porque no nos sigue”. 39Jesús respondió: “No se lo impidan. Aquel que haga un milagro en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. 40Quien no está contra nosotros, está a nuestro favor. 41Quien les dé a beber un vaso de agua en atención a que ustedes son del Mesías les aseguro que no quedará sin recompensa. 42Si alguien lleva a pecar a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le atasen una piedra de molino en el cuello y lo arrojaran al mar. 43Si tu mano te lleva a pecar, córtatela. Más te vale entrar manco en la vida que con las dos manos ir a parar al infierno, al fuego inextinguible. 47Si tu ojo te lleva a pecar, sácatelo. Más te vale entrar con un solo ojo en el reino de Dios que con los dos ojos ser arrojado al infierno, 48donde el gusano no muere y el fuego no se apaga”.
Evangelizar sin monopolizar a Dios
Romeo Ballan, mccj
Fanatismo, fundamentalismo, intolerancia, sectarismo, integrismo, intransigencia, proselitismo, relativismo, sincretismo…, o bien diálogo, apertura, misión, acogida, cooperación… La palabra de Jesús en el Evangelio de hoy viene a aclarar un cúmulo de palabras y de actitudes que abundan en el lenguaje de muchas personas y en los medios de comunicación social, que, con diferentes enfoques, discuten sobre estos temas de actualidad religiosa, social y política. Jesús toma la ocasión del exceso de celo del apóstol Juan y de otros discípulos, que querían prohibir a una persona expulsar demonios en el nombre de Jesús, “porque no es de los nuestros” (v. 38). Jesús es hombre universal, sin fronteras e interviene diciendo: “No se lo impidan” (v. 39); cualquiera que haga algo bueno (como liberar a la gente de malos espíritus u ofrecer un vaso de agua…) está con nosotros, es de los nuestros. En una circunstancia análoga, también Moisés (I lectura) había reaccionado en contra de la petición recelosa de Josué, su colaborador y futuro sucesor: Moisés deseaba no una restricción, sino una mayor efusión del Espíritu del Señor sobre su pueblo “¡Ojalá todo el pueblo fuera profeta!” (v. 29).
Josué y Juan – el joven apóstol bien merece el sobrenombre de ‘hijo del trueno’, como lo llama Jesús (Mc 3,17) – tienen, lamentablemente, numerosos seguidores en cada cultura y religión. Impedir, prohibir…los verbos usados por Josué y Juan no agradan a Jesús, el cual no quiere impedir a nadie hacer el bien o pronunciar palabras buenas (v. 39). La de Josué y Juan es la tentación típica de todo movimiento integrista, así como de las personas que viven encerradas en su gueto mental. El miedo a lo que es diferente por origen, cultura, religión, etc., provoca sentimientos y actos de cerrazón, exclusivismo, rechazos. En algunos partidos y ambientes políticos la xenofobia llega al punto de considerar a otros como criminales por el solo hecho de ser extranjeros, inmigrantes, prófugos, refugiados, clandestinos.
Cabe subrayar la razón aducida por Juan: “Se lo hemos querido impedir, porqueno es de los nuestros” (v. 38); no lo tildan de tramposo o deshonesto, simplemente que no era del grupo. “No dice que no sigue a Jesús, sino que no les sigue a ellos, los discípulos, revelando así que tenían muy arraigada la convicción de ser ellos los únicos detentores del bien. Jesús les pertenecía tan solo a ellos, que eran el punto de referencia obligado para todo el que quisiera invocar su nombre; se sentían molestos por el hecho de que alguien realizara prodigios sin pertenecer a su grupo… El orgullo de grupo es muy peligroso: es solapado y hace que se tome por santo celo lo que es puro egoísmo camuflado, fanatismo e incapacidad de admitir que el bien existe también más allá de la estructura religiosa a la que se pertenece” (Fernando Armellini). Justamente hemos aprendido que el Reino de Dios es más grande que la Iglesia.
Aquí están en juego valores misioneros de primera magnitud. La salvación y la posibilidad de hacer el bien no son monopolio de una clase privilegiada de elegidos y especialistas, sino un don que Dios ofrece ampliamente a cada persona abierta al bien y disponible para ser portadora de amor y de buenas obras. (*) El Espíritu del Señor se nos da gratuitamente, pero no en exclusiva: nadie, ninguna religión debe pretender monopolizar a Dios, a su Espíritu, la verdad o el amor. La respuesta de Jesús (v. 39) no varía si el que hace una obra buena es clandestino, musulmán, budista, gitano, rechazado, encarcelado, gay, drogadicto… Jesús, hombre sin fronteras, ofrece su salvación a todo ser humano, superando toda barrera y discriminación étnica, social, religiosa… Lo ilustra bien el testimonio del matemático y físico de origen judío, Albert Einstein, buscado por los nazis y refugiado en América. Cuando le presentaron un formulario para la inmigración, a la voz: ¿de qué raza eres? Escribió: ¡humana!
La verdad de Cristo único Salvador subraya su universalidad misionera. Para una correcta comprensión de esta doctrina, hay que evitar dos extremos: por un lado, el fanatismo intolerante de quien no admite otras verdades fuera de la propia; y, por otro, el relativismo que no reconoce ninguna verdad como cierta, universal, y lo deja todo en la incertidumbre y confusión. “La verdad es una sola, pero tiene muchas facetas como un diamante”, afirmaba Gandhi. Según la fe cristiana, Jesús es la Palabra del Padre, es la verdad personificada y encarnada, de la cual proceden las semillas de verdad y de amor presentes en el mundo entero: de Él vienen y a Él hacen referencia. Solo con este doble movimiento – centralidad e irradiación de Cristo – se superan los peligros del integrismo y del relativismo. La evangelización se funda sobre la posibilidad de un diálogo. El celo misionero bien entendido no es fanatismo, ni imposición, sino la propuesta, el testimonio gozoso y respetuoso de la propia experiencia de vida, de fe y de amor por Jesucristo. Este es el único camino para la difusión del Evangelio.
NADIE TIENE LA EXCLUSIVA DE JESÚS
José Antonio Pagola
La escena es sorprendente. Los discípulos se acercan a Jesús con un problema. Esta vez, el portador del grupo no es Pedro, sino Juan, uno de los dos hermanos que andan buscando los primeros puestos. Ahora pretende que el grupo de discípulos tenga la exclusiva de Jesús y el monopolio de su acción liberadora.
Vienen preocupados. Un exorcista no integrado en el grupo está echando demonios en nombre de Jesús. Los discípulos no se alegran de que la gente quede curada y pueda iniciar una vida más humana. Solo piensan en el prestigio de su propio grupo. Por eso, han tratado de cortar de raíz su actuación. Esta es su única razón: “No es de los nuestros”.
Los discípulos dan por supuesto que, para actuar en nombre de Jesús y con su fuerza curadora, es necesario ser miembro de su grupo. Nadie puede apelar a Jesús y trabajar por un mundo más humano, sin formar parte de la Iglesia. ¿Es realmente así? ¿Qué piensa Jesús?
Sus primeras palabras son rotundas: “No se lo impidáis”. El Nombre de Jesús y su fuerza humanizadora son más importantes que el pequeño grupo de sus discípulos. Es bueno que la salvación que trae Jesús se extienda más allá de la Iglesia establecida y ayude a las gentes a vivir de manera más humana. Nadie ha de verla como una competencia desleal.
Jesús rompe toda tentación sectaria en sus seguidores. No ha constituido su grupo para controlar su salvación mesiánica. No es rabino de una escuela cerrada sino Profeta de una salvación abierta a todos. Su Iglesia ha de apoyar su Nombre allí donde es invocado para hacer el bien.
No quiere Jesús que entre sus seguidores se hable de los que son nuestros y de los que no lo son, los de dentro y los de fuera, los que pueden actuar en su nombre y los que no pueden hacerlo. Su modo de ver las cosas es diferente: “El que no está contra nosotros está a favor nuestro”.
En la sociedad moderna hay muchos hombres y mujeres que trabajan por un mundo más justo y humano sin pertenecer a la Iglesia. Algunos ni son creyentes, pero están abriendo caminos al reino de Dios y su justicia. Son de los nuestros. Hemos de alegrarnos en vez de mirarlos con resentimiento. Hemos de apoyarlos en vez de descalificarlos.
Es un error vivir en la Iglesia viendo en todas partes hostilidad y maldad, creyendo ingenuamente que solo nosotros somos portadores del Espíritu de Jesús. El no nos aprobaría. Nos invitaría a colaborar con alegría con todos los que viven de manera evangélica y se preocupan de los más pobres y necesitados.
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SE NOS HA DADO EL ESPÍRITU, PERO NO EN EXCLUSIVA
Fernando Armellini
No siempre es fácil distinguir amigos de enemigos. A veces uno es engañado: la persona más digna de confianza, la que elegimos como confidente, un día nos puede traicionar, mientras que la que teníamos bajo control porque la estimábamos peligrosa, con el tiempo puede llegar a ser el compañero más leal.
¿Cómo saber quién está con nosotros y quién contra nosotros? El cristiano, a veces, tiene la impresión de andar solo a lo largo del camino recto trazado por Cristo y entra en ansiedad; pero, apenas alza la vista y mira a su alrededor, ve a tantos inesperados compañeros de viaje que son generosos, sinceros, bien dispuestos; que caminan a su lado… Se sorprende y se pregunta cómo no lo había notado antes…
No los había visto porque estaban ocultos tras el velo espeso de la presunción que cubría sus ojos: creerse el único verdadero discípulo. La envidia y los celos le impidieron reconocer el bien hecho por los que eran diferentes a él.
Los apóstoles se quedaron en silencio cuando Jesús les preguntó sobre las razones de sudisputa en el camino; se avergonzaron porque el Maestro había desenmascarado sus ambiciones mezquinas (cf. Mc 8,34). Sin embargo, no solo estaban dispuestos a admitir, sino que se sentían orgullosos de cultivar el orgullo del grupo, una presunción arrogante que los llevaba a considerar enemigos de Cristo, y condenar, a aquellos que no pensaban como ellos.
El orgullo del grupo es muy peligroso: es sutil; se disfraza de santo celo y no es más que egoísmo camuflado, fanatismo e incapacidad de reconocer que el bien existe incluso fuera de la estructura religiosa a la que se pertenece.
Evangelio: Marcos 9,38-48
El evangelista Marcos trata, en el mismo capítulo y de forma deliberadamente provocativa, dos episodios. En el primero presenta a un hombre que se acerca a Jesús y le dice: “Maestro, he traído a mi hijo, poseído por un espíritu que lo deja mudo. Cada vez que lo ataca, lo tira al suelo; él echa espuma por la boca, rechina los dientes y se queda rígido. He pedido a tus discípulos que lo expulsaran y no han podido” (Mc 9,17-18). En el segundo, el que propone el evangelio de hoy, introduce a un exorcista anónimo que, usando el nombre de Jesús, obtiene, por el contrario, óptimos resultados contra las fuerzas del mal.
Reacción predecible e inmediata la de los discípulos, que corren a manifestarle a Jesús su sorpresa, decepción e irritación. ¿Cómo puede ser –se preguntan– que uno que no pertenece a nuestro grupo realice las mismas maravillas o incluso mayores?
Esta pregunta nos lleva inmediatamente a otras y son justamente las que nos preguntamosnosotros mismos: si alguien ocupa, con éxito, el campo donde estamos llamados a llevar a cabo nuestra misión, ¿es para alegrarse o para preocuparse? ¿Quién está autorizado a utilizar el nombre de Jesús? ¿A quién legó en heredad su Espíritu, la fuerza que cura todas las enfermedades? El episodio narrado en la lectura de hoy responde a estas preguntas.
En la primera parte (vv. 38-40) se expone el hecho. Los curanderos de la antigüedad solían pronunciar, a lo largo del rito del exorcismo, nombres de ángeles, de demonios y depersonajes famosos, por sus poderes terapéuticos. Pensaban que esto ayudaría a mejorar la eficacia de sus intervenciones y lograr resultados prodigiosos. El nombre más invocado era el de Salomón, considerado el precursor y el protector de todos los que se dedicaban a explorar los misterios del conocimiento; el nombre de Jesús, que se había hecho famoso en toda Galilea, comenzaba a ser utilizado en los conjuros junto al de otros exorcistas.
Un día Juan se dirige el Maestro y le dice: Hay alrededor nuestro un rival peligroso; cura a la gente recurriendo a tu nombre, y se lo hemos prohibido, ya que no es de los nuestros, no nos sigue, no tiene nuestro permiso.
Queda clara la razón aducida: no nos sigue. No dice que no sigue a Jesús, sino que no los sigue a ellos, a los discípulos, revelando así que tenían ya arraigada la convicción de ser los únicos e indiscutibles depositarios del bien. Jesús les pertenecía solo a ellos; eran ellos el punto de referencia para todo el que quisiera invocar su nombre y se sentían molestos de que alguien hiciera milagros sin pertenecer a su grupo.
Ninguno de nosotros nos sentiríamos mal si, durante la cosecha o la siega, un desconocido se ofreciera a darnos una mano en el viñedo o en el campo; sería ridículo y mezquino lamentarse de que el ayudante trabajase más y mejor que nosotros.
Hay, sin embargo, quien se entristece cuando se entera de que un incrédulo hace gestos de amor, incluso heroicos, que los cristianos, sí, son capaces de realizar, pero no solo ellos. La reacción suele ser la misma que la de los apóstoles. Fingir no ver, tratar de ignorar, minimizar; no se goza del bien realizado por otros, ya que cuesta admitir que, a pesar de ser creyentes de otras religiones, son mejores que nosotros. No aceptamos voluntariamente de nadie lecciones de honestidad, de lealtad, de no violencia, de hospitalidad, de tolerancia…
El principio de discernimiento sugerido por Jesús es claro: cualquier persona que actúa en favor del hombre es de los nuestros. El Espíritu no es monopolio de la estructura eclesial;es libre como el viento “que sopla donde quiere: oyes su rumor, pero no sabes de dónde viene ni adónde va” (Jn 3,8). Actúa en la Iglesia y fuera de ella.
En nuestra comunidad, hay muchas personas que prestan un servicio a los hermanos y, en general, cumplen su deber con diligencia y generosidad; sin embargo, aparecen a menudo, aquí y allá, incluso celos y envidias. Son el síntoma inequívoco de que el cargo que se había asumido ha dejado de ser un servicio y se ha convertido en un expediente para tener éxito, para hacerse con espacio de poder. Entonces, se mantiene alejado, como si fuera un intruso,quien proponga cambios u ofrezca su cooperación. Así, el ministerio eclesial ya no es considerado como la mies en la que se espera que el Señor envíe el mayor número posible de cosechadores (cf. Mt 9,37-38), sino un pastel a repartir entre los contendientes.
La segunda parte de la lectura (vv. 41-48) contiene una serie de dichos o afirmaciones del Señor. El primero se refiere al ofrecimiento de un vaso de agua. Se trata del gesto más sencillo y espontáneo del mundo, pero que no por eso hay que ignorar, ya que puede marcar el comienzo de una amistad. Ya un sabio del Antiguo Testamento había percibido su valor: “Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer, y si tiene sed, dale de beber” (Pr 25,21). Había intuido que esta pequeña muestra de bienvenida podría ser la premisa de una reconciliación.
Incluso Jesús hace referencia a este gesto y –¡atención al detalle!– no lo atribuye a uno de sus discípulos sino a un extraño. Es un desconocido que encuentra, tal vez por primera vez, a los mensajeros del Evangelio y les da un vaso de agua. Este acto de amor, aunque aparentemente trivial, no se quedará sin recompensa; establecerá una relación de confianza y marcará el inicio de un diálogo. Cada gesto que favorece el encuentro y la comunicación entre las personas es valioso y debe fomentarse.
A este primer dicho, le siguen las amenazas contra los que escandalizan a los pequeños (v. 42). Por escándalo se entiende cualquier obstáculo que bloquee la senda del discipulado. Los pequeños a quienes no se debe escandalizar no son niños sino los débiles en la fe, los que, apenas y con dificultad, dan sus primeros pasos en el seguimiento del Maestro. El que provoca este escándalo asume una responsabilidad enorme.
Para inculcar este mensaje, Jesús recurre a una imagen –la muerte por ahogamiento–considerada por los judíos como el suplicio más ignominioso, porque hacía imposible un entierro conveniente del cadáver. Uno se pregunta cuál es el escándalo que hace perder a los pequeños una fe incipiente o lo poco que queda de ella. El contexto en el que, deliberadamente, Marcos ha insertado el dicho del Señor, permite identificar la causa de este escándalo: la ambición (cf. cf. Mc 9,33-40).
Los conflictos, divisiones, cismas en la Iglesia siempre se derivan del orgullo, del frenesí del poder y del deseo de dominar a los demás. El escándalo que, incluso actualmente, mantiene alejados de la Iglesia a los “pequeños” sigue siendo el mismo: el espectáculo poco edificante de la competencia y las intrigas para ocupar los primeros lugares y obtener privilegios.
La última parte de la lectura está dedicada a poner en guardia contra otra forma de escándalo: el que proviene del interior, el escándalo causado por la mano, el pie, los ojos (cf. vv. 43-48), órganos que, en el tiempo de Jesús, indicaban los impulsos hacia el mal, la lujuria, las inclinaciones que conducen lejos de Dios e inducen a opciones inmorales.
Jesús exige del discípulo el valor de hacer los cortes necesarios, aunque dolorosos, si uno se da cuenta de que ciertas acciones, algunos proyectos, algunos sentimientos son incompatibles con la opción evangélica.
La referencia más inmediata es el control de la sexualidad, pero no solo eso. Hay otros cortes que hay que hacer si uno no quiere arruinar su vida y la de los demás. Hay que eliminar el dedo señalador de la actitud del arrogante que, levantando la voz, siempre impone su voluntad; las manos que roban, la mirada altiva y aquellas que revelen la codicia del dinero, los pies que, por el rencor, corren ágiles hacia la venganza; son arrancados los ojos envidiosos y sospechosos que crean situaciones insostenibles en la comunidad cristiana, donde los hermanos llegan hasta incluso a no dirigirse la palabra.
Quien no tiene el coraje de amputar, resueltamente, estas ocasiones de pecado, que satisfacen todos sus caprichos, quien no es estricto consigo mismo, quien no controla sus pasiones, corre el riesgo de caer en el infierno, “donde el gusano no muere y el fuego no se apaga” (v. 44).
Gehena es el valle que se extiende al sur de Jerusalén. Era considerado impuro porque, en este valle, algún rey de Israel había sacrificado a sus hijos a Baal (cf. Jer 19,5-6); era también el lugar donde se habían excavado fosas para enterrar los cuerpos, y donde ardía un fuego perenne para quemar los residuos de la ciudad; salía de allí una cortina de humo maloliente y repugnante. Este valle era maldito y los rabinos lo habían tomado como símbolo de la ruina con que se enfrenta el pecador.
El fuego que no se apaga es otra imagen, derivada del oráculo con que concluye el libro de Isaías y se refiere a los enemigos de Dios: “Su gusano no muere, su fuego no se apaga” (Is 66,24). El gusano que no muere indica el proceso perenne de putrefacción de aquellos que se comportan malvadamente. Es el anuncio del colapso, de la autodestrucción de los que no siguen los caminos de Dios.
A estas imágenes, bien conocidas en la época de Jesús, se recurría a menudo para amonestar, para sacudir la conciencia de aquellos que descuidan sus deberes para con Dios y el prójimo. Tergiversaría su significado quien las utilizara para sacar conclusiones sobre el castigo del infierno. En labios de Jesús son un llamamiento urgente y apasionado, dirigido a todas las personas para que no arruinen su propia vida y la de los demás. Quien malgasta la propia existencia en este mundo, ha perdido para siempre la oportunidad única que Dios le ha ofrecido; se arruina eternamente a sí mismo, porque nadie le va a devolver el tiempo que ha perdido. Pero esta oportuna insistencia sobre la seriedad de esta vida no debe ser mal entendida: no es un anuncio de la condenación eterna de los réprobos.