XXV Domingo del Tiempo Ordinario – Año B
Marcos 9, 30-37

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y fueron recorriendo Galilea, y no quería que nadie lo supiera. 31A los discípulos les explicaba: “El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de hombres que le darán muerte; después de morir, al cabo de tres días, resucitará”. 32Ellos, aunque no entendían el asunto, no se atrevían a preguntarle. 33Llegaron a Cafarnaún y, ya en casa, les preguntó: “¿De qué hablaban por el camino?” 34Se quedaron callados, porque por el camino habían estado discutiendo quién era el más importante. 35Se sentó, llamó a los Doce, y les dijo: “El que quiera ser el primero, que se haga el último y el servidor de todos”. 36Después llamó a un niño, lo colocó en medio de ellos, lo acarició y les dijo: 37”Quien reciba a uno de estos niños en mi nombre, a mí me recibe. Quien me recibe a mí, no es a mí a quien recibe, sino al que me envió”
Servidores humildes y testigos valientes del Evangelio
Romeo Ballan, mccj
El mismo Jesús hoy, con el gesto del niño, nos provoca: ¿y si pusiéramos también nosotros a un niño en el centro de nuestras preocupaciones? Por ejemplo, ¿al pequeño Aylan, el niño sirio ahogado mientras huía de la guerra? O bien ¿a uno de esos niños que las mamás afganas han confiado a los soldados que los pasaran al otro lado del muro del aeropuerto, para ‘que por lo menos ellos se salven y vivan’? Las palabras de Jesús en el Evangelio de hoy son elocuentes a este respecto. Estamos contentos de continuar en la escuela de Jesús Maestro. En efecto, el Evangelio no es un código de leyes, sino el autorretrato de Jesucristo, el cual es modelo para el cristiano, ejemplo para el apóstol, buena noticia para todos los que buscan a Dios con corazón sincero. En el pasaje del Evangelio de hoy Marcos presenta a Jesús maestro que instruye,repetidamente (ver el Evangelio del domingo pasado), a sus discípulos acerca de su identidad de Hijo de Dios hecho hombre, que será matado, pero a los tres días resucitará (v. 31). Es una lección que los discípulos no pueden entender, porque están preocupados por los primeros puestos (v. 34). Jesús desarma sus ambiciones de poder, definiéndose a sí mismo como “el último de todos y el servidor de todos” (v. 35). Es el pequeño, el niño, a quien el Padre ha enviado (v. 37).
Ser el primero y el más grande es una ambición instintiva, presente en el corazón de cada persona y en todas las culturas, incluso en las comunidades cristianas de antigua o de reciente fundación. Jesús invierte esta lógica humana. Lo afirma con palabras; más tarde dará testimonio de ello, arrodillándose, como un esclavo, para lavar los pies a sus discípulos. Él, “el Señor y el Maestro” (Jn 13,14) ha escogido el último lugar. De esta manera, Jesús tiene autoridad moral para enseñar a cada persona y a todos los pueblos un nuevo estilo de relaciones humanas, espirituales y sociales. La primera relación que toda persona está llamada a vivir es la filiación con Dios, es decir, la relación filial respecto a Dios, Padre-Madre y Creador. Le sigue la relación de fraternidad con sus semejantes: todos somos hijos/hijas del mismo Padre y, por tanto, hermanos/hermanas. Cultivar estas relaciones de filiación y de fraternidad da seguridad interior, hace vivir y madurar, calienta el corazón de las personas.
En cambio, las relaciones ‘patrón-dependiente’, ‘superior-súbdito’ son posteriores, empobrecedoras y estériles. La mera relación de dependencia a menudo contamina las relaciones humanas y sociales, incluso en el seno de la Iglesia. En efecto, enseña el apóstol Santiago (II lectura) que las “envidias y rivalidades” (v. 16) son pasiones que perturban las relaciones humanas y provocan desorden, guerras, contiendas… Todo lo contrario de la “sabiduría que viene de arriba”, la cual produce frutos de paz, mansedumbre, misericordia, servicio (v. 17).
Jesús, que no ha venido para ser servido, sino para servir (Mc 10,45) y ser “el servidor de todos”, hace el gesto muy significativo de acercar a un niño, ponerlo en medio de ellos y abrazarlo, invitando a sus discípulos a hacer lo mismo (v. 35-37). Un gesto que revela un mensaje y un etilo. Lanza un mensaje de atención amorosa a las personas más débiles, indefensas, necesitadas que dependen en todo. El hecho de que Jesús tome y abrace a un niño – más adelante acariciará y bendecirá a varios niños – (cfr. Mc 10,13-16) nos confirma que Él era una persona agradable, afable. Aunque los Evangelios nunca dicen que Jesús haya reído o sonreído, el estilo de su relación con los niños nos revela que era una persona amable, acogedora, sonriente. De lo contrario, los niños no se hubieran acercado, sino que se habrían alejado de Él. El llamado de Jesús en favor de los niños tiene plena actualidad, ante los muchos casos de pequeños, víctimas de guerras, abusos y faltas de atención. El objetivo de la “Jornada para los Niños de la Calle” (30 de septiembre) está en plena sintonía con el Evangelio.
La conducta transparente y humilde, pero firme, de la persona honesta, que sirve a su Dios y ama al prójimo, provoca a menudo la indignación de los malvados, que la quieren eliminar (I lectura). Esta es la historia, antigua y moderna, de muchos misioneros asesinados porque eran testigos incómodos: o bien porque denunciaban injusticias y abusos (por ejemplo, Juan el Bautista, Óscar Romero…), o bien porque eran un estorbo por su servicio silencioso (Carlos de Foucauld, Annalena Tonelli…). Se acerca el octubre misionero. Con afecto y oración recordamos a los anunciadores del Evangelio (misioneros, catequistas, simples fieles y comunidades cristianas) que dan testimonio y difunden el Reino de Dios en situaciones de persecución, opresión, cárcel, discriminación, tortura, muerte. Pero el que cree y sufre con amor no está nunca solo. Porque está seguro de que “el Señor sostiene mi vida” (Salmo responsorial). Así va creciendo el Reino de Dios.
VALE EL QUE SIRVE, NO EL QUE BUSCA DESTACARSE
Fernando Armellini
Hay muchas repeticiones en los evangelios, pero no son casuales; siempre tienen alguna razón. La multiplicación de los panes, la disputa entre los discípulos sobre quién era el más grande, la réplica del Maestro a estas afirmaciones, el abrazo de Jesús a los niños… son episodios que Marcos refiere dos veces. El anuncio de la Pasión se repite incluso tres veces, siempre acompañado de una reacción reprochable por parte de los discípulos, incapaces de entender una propuesta de vida que, de acuerdo con los criterios de los hombres, parece totalmente insensata.
En la primera parte de la lectura de hoy, se presenta el segundo de estos anuncios: “El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres que le darán muerte; después de morir, al cabo de tres días resucitará” (v. 31).
“Va a ser entregado”. ¿Por quién? –nos preguntamos. La respuesta parece obvia: Por Judas. Sin embargo, estamos frente a lo que los teólogos llaman “pasivo divino”, es decir, un verbo en voz pasiva que, en la Biblia, se usa para atribuir a Dios una determinada acción. Es Dios quien ofrece a su Hijo, quien lo entrega al poder de los hombres.
El enamorado no tiene otra manera de expresar todo su Amor que abandonarse en los brazos de la persona amada. Esto es lo que Dios ha hecho: se entregó en manos de los hombres sabiendo que harían con Él lo que quisieran.
La respuesta a este inmenso amor ha sido dramática y está anunciada por Jesús en tiempo futuro: «lo matarán». Aquí el crimen no se atribuye a los jefes de los sacerdotes y a los escribas, sino a los hombres. Si Dios hubiera permanecido en el cielo, podría haber sido olvidado o, a lo sumo, maldecido. Pero, desde que decidió bajar a la tierra y ponerse en manos de los hombres, se entregó a la muerte.
Los discípulos no pueden comprender este Amor del Señor. Sus pensamientos están demasiado lejos de los del cielo y tienen miedo de pedir a Jesús una aclaración (v. 32). Es fácil ver la razón de su cerrazón. El destino que, según Jesús, espera el Hijo del Hombre es incompatible con las creencias religiosas inculcadas por los rabinos, es lo opuesto a sus expectativas y no pueden aceptar la idea de que Dios abandone a su elegido en las manos de los malhechores. Concuerda con la objeción del sabio Elifaz dirigida a Job: “¿Recuerdas un inocente que haya perecido? ¿Dónde se ha visto un justo exterminado?” (Job 4,7) Y con la declaración del salmista: “Fui joven, ya soy viejo: Nunca he visto un justo abandonado” (Sal 37,25).
¿Cómo conciliar la justicia de Dios con la derrota o incluso con la muerte del Hijo del Hombre? No es de extrañar que, incluso después de escuchar por segunda vez el mismo anuncio, los discípulos no hayan entendido, es decir, no hayan podido aceptar el escándalo de la Pasión del Mesías. Ni siquiera sorprende la anotación del evangelista: no se atrevían a hacerle ninguna pregunta. Todavía se acordaban de su irritación cuando Pedro intentó disuadirlo de la trayectoria de la cruz. Se habían dado cuenta de que, cuando se tocaba este punto, el Maestro reaccionaba con dureza, era intransigente; no quería que se lo contradijese y no aceptaba consejos.
La falta de armonía con la mente de Cristo conduce inevitablemente a plegarse a las convicciones de los hombres. En la segunda parte de la lectura (vv. 33-35), el evangelista presenta un episodio que lo confirma. Los discípulos no entienden o han cerrado deliberadamente los ojos y los oídos para no escuchar las palabras del Maestro y para noaceptar la meta propuesta por Él para cada discípulo. Continúan siguiéndolo hasta Jerusalén, pero, justo en el camino que conduce a la cruz, cultivan sueños opuestos a los de Jesús.
Llegados a Cafarnaúm, el Maestro les pregunta: “¿Qué estaban discutiendo por el camino?” (v. 33). No es una pregunta sino una acusación. Está al corriente de la acalorada discusión a la que se han entregado durante el viaje.
Los discípulos callan, se sienten expuestos, avergonzados; se dan cuenta de que han cometido una insensatez y saben que el Maestro interviene siempre firmemente cuando se trata de reprocharles que busquen los primeros puestos. Jerarquías y precedencias eran temas muy debatidos entre los rabinos. Constantemente, ya fuera en la mesa, en las sinagogas, en la calle, en las asambleas, etc., siempre surgía la necesidad de asignar escrupulosamente los puestos de honor a quienes les correspondían. Se debatía incluso sobre las diferentes categorías de santos en el cielo y habían concluido que eran siete: cada uno según su rango, mayor o menor, en función de los méritos. Al igual que los santos en el cielo, con mayor razón tenían que ser catalogados los habitantes de este mundo; los justos, naturalmente, tenían aseguradas las posiciones de prestigio, mientras que las personas impuras, los pobres de la tierra, estaban destinados a la más completa marginación.
Hay asuntos que Jesús no abordó directamente y sobre estos se puede discutir y e incluso tener opiniones diferentes; pero sobre jerarquías, títulos honoríficos, clases sociales, Jesús intervino en varias ocasiones y de forma explícita.
Marcos reconstruye con precisión la escena. Mientras los discípulos están avergonzados, silenciosos, Jesús se sienta, es decir asume la posición del rabino que se dispone a impartir una lección importante. Entonces llama a sus discípulos y les pide que se acerquen porque los ve distantes, siente que están muy lejos de Él. Finalmente pronuncia su juicio solemne sobre la verdadera grandeza del hombre: “El que quiera ser el primero, que se haga el último y el servidor de todos” (v. 35).
Es la síntesis de su propuesta de vida. Y es tan importante que los evangelistas la retoman, con diferentes matices, seis veces. Marcos señala que la escena tuvo lugar en casa y esta casa es la comunidad cristiana. Toda comunidad debe considerar las palabras del Maestro como dirigidas a ella misma y evitar, de la manera más absoluta, pretextos y excusas parajustificar que se den, dentro de la misma comunidad, situaciones de dominación y sometimiento que contrasten con el Evangelio. Debe estar en guardia, sobre todo, contra la tentación de tomar como punto de referencia las inclinaciones, agasajos y homenajes en uso en la sociedad civil. “¡Ustedes –ha ordenado Jesús– no sean así!” (Lc 22,26).
En la comunidad cristiana, quien ocupa el primer puesto debe dejar de lado toda manía de grandeza. La Iglesia no es un trampolín para alcanzar posiciones de prestigio, para descollar, para conseguir el dominio sobre los demás. Es el lugar donde todo el mundo, de acuerdo con los dones que recibió de Dios, celebra la propia grandeza en el servicio humilde a los hermanos. A los ojos de Dios, el más grande es quien más se parece a Cristo, que se hizo servidor de todos (cf. Lc 22,27).
Para inculcar mejor la lección, Jesús hace un gesto significativo narrado en la tercera parte de la lectura (vv. 36-37). Llama a un niño, lo coloca en el medio, lo abraza y agrega: “Quien reciba a uno de estos niños en mi nombre, a mí me recibe”.
En el siguiente capítulo Marcos recuerda otro episodio en el que se destaca el cariño y la ternura de Jesús hacia los niños. Algunas madres que llevaban a sus hijos para que los acariciara. Se creía, en efecto, que el contacto físico con un hombre de Dios comunicaba fuerza, bondad, mansedumbre y hasta su propio espíritu. A los discípulos no les gustó este exceso de familiaridad y confianza y se sintieron en el deber de regañar y alejar los intrusos. Al ver esto, Jesús se indignó y les dijo: “«Dejen que los niños vengan a mí y no se lo impidan, porque el reino de Dios pertenece a los que son como ellos. Les aseguro que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no estará en él.» Y los acariciaba y bendecía imponiendo las manos sobre ellos” (Mc 10,13-16).
En este episodio, los niños se presentan como modelos a seguir y Jesús nos invita a ser como ellos para entrar en el reino de Dios. En el pasaje de hoy, en cambio, los niños se presentan como símbolos del débil e indefenso que necesita protección y cuidado.
En tiempos de Jesús, como hoy, los niños eran amados, pero no se les daba importancia social, no contaban nada desde un punto de vista legal, e incluso eran considerados impuros porque transgredían los requisitos de la Ley. Si se tiene esto presente, se entiende claramente el significado del gesto de Jesús. Él quiere que la comunidad de sus discípulos ponga en el centro de su atención y esfuerzos a los más pobres, a los que no cuentan, a los marginados, alas personas impuras.
Vivimos en una sociedad competitiva. El maestro se complace en el alumno más diligente y aventajado; el entrenador se enorgullece de su atleta más fuerte. Pero la madre sigue criterios distintos: se guía por el amor y dedica sus premuras y cuidados al más débil de sus hijos.
Discípulo de Cristo es aquel que, siguiendo el ejemplo del Maestro, abraza a los niños.Niño es aquel que depende completamente de los demás; el que no produce, solo consume, necesita de todo; el que también puede crear problemas, el que no razona como un adulto. No es fácil ‘abrazar’ a quien, a los cuarenta años, todavía tiene que ser asistido como a un niño, habla demasiado, es grosero, travieso, interfiere en la vida ordenada de los demás, no coopera. ‘Abrazarlo’ no significa consentirle sus caprichos o satisfacer todos sus deseos, pasar por alto su indolencia… sino educarlo, ayudarlo a crecer, convertirlo en adulto.
Hay, en todas nuestras comunidades, niños, personas impuras; es más, en cada uno de nosotros existe un niño. El abrazo es el gesto que expresa gozosa aceptación, confianza, estima, disponibilidad al servicio recíproco. Por esto sentimos la necesidad de ser abrazados por los hermanos de nuestra comunidad. El ‘beso santo’ (cf. 2 Cor 13,12) que intercambiamos durante la celebración de la Eucaristía es el signo de esta aceptación mutua e incondicional.
¿POR QUÉ LO OLVIDAMOS?
EL ARTE DE EDUCAR
José Antonio Pagola
Camino de Jerusalén, Jesús sigue instruyendo a sus discípulos sobre el final que le espera. Insiste una vez más en que será entregado en manos de los hombres y estos lo matarán, pero Dios lo resucitará. Marcos dice que “no entendían lo que les quería decir, pero les daba miedo preguntarle”. No es difícil adivinar en estas palabras la pobreza de muchos cristianos de todos los tiempos. No entendemos a Jesús y nos da miedo ahondar en su mensaje.
Al llegar a Cafarnaún, Jesús les pregunta: “¿De qué discutíais por el camino?”. Los discípulos se callan. Están avergonzados. Marcos nos dice que, por el camino, habían discutido sobre quién era el más importante. Ciertamente, es vergonzoso ver a Jesús, que camina hacia la cruz, acompañado de cerca por un grupo de discípulos llenos de estúpidas ambiciones. ¿De qué discutimos hoy en la Iglesia mientras decimos seguir a Jesús?
Una vez en casa, Jesús se dispone a darles una enseñanza. La necesitan. Estas son sus primeras palabras: “Quien quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos”. En el grupo que sigue a Jesús, el que quiera sobresalir y ser más que los demás, ha de ponerse el último, detrás de todos; así podrá ver qué es lo que necesitan y podrá ser servidor de todos.
La verdadera grandeza consiste en servir. Para Jesús, el primero no es el que ocupa un cargo de importancia, sino quien vive sirviendo y ayudando a los demás. Los primeros en la Iglesia no son los jerarcas sino esas personas sencillas que viven ayudando a quienes encuentran en su camino. No hemos de olvidarlo.
Para Jesús, su Iglesia debería ser un espacio donde todos piensan en los demás. Una comunidad donde estemos atentos a quien más nos pueda necesitar. No es sueño de Jesús. Para él es tan importante que les va a poner un ejemplo gráfico.
Se sienta y llama a sus discípulos. Luego acerca un niño y lo pone en medio de todos para que fijen su atención en él. En el centro de la Iglesia apostólica ha de estar siempre ese niño, símbolo de las personas débiles y desvalidas, los necesitados de acogida, apoyo y defensa. No han de estar fuera, lejos de la Iglesia de Jesús. Han de ocupar el centro de nuestra atención.
Luego Jesús abraza al niño. Quiere que los discípulos lo recuerden siempre así: Identificado con los débiles. Mientras tanto les dice: “El que acoge a un niño como éste en mi nombre a mí me acoge, y el que me acoge a mí acoge al que me ha enviado”.
La enseñanza de Jesús es clara: el camino para acoger a Dios es acoger a su Hijo Jesús presente en los pequeños, los indefensos, los pobres y desvalidos. ¿Por qué lo olvidamos tanto? ¿Qué es lo que hay en el centro de la Iglesia si ya no está ese Jesús identificado con los pequeños?
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UNOS DISCÍPULOS TORPES, MIEDOSOS Y AMBICIOSOS
José Luis Sicre
La confesión de Pedro («Tú eres el Mesías»), que leímos el domingo pasado, marca el final de la primera parte del evangelio de Marcos. La segunda parte la estructura a partir de un triple anuncio de Jesús de su muerte y resurrección; a los tres anuncios siguen tres relatos que ponen de relieve la incomprensión de los discípulos. El domingo pasado leímos el primer anuncio y la reacción de Pedro, que rechaza la idea del sufrimiento y la muerte. Hoy leemos el segundo anuncio, seguido de la incomprensión de todos (Mc 9,30-37).
Segundo anuncio de la pasión y resurrección (9,30-31)
La actividad de Jesús entra en una nueva etapa: sigue recorriendo Galilea, pero no se dedica a anunciar a la gente la buena nueva, se centra en la formación de los discípulos. Y la primera lección que les enseña no es materia nueva, sino repetición de algo ya dicho; de forma más breve, para que quede claro. En comparación con el primer anuncio, aquí no concreta quiénes serán los adversarios; en vez de sumos sacerdotes, escribas y senadores habla simplemente de «los hombres». Tampoco menciona las injurias y sufrimientos. Todo se centra en el binomio muerte-resurrección. Para quienes estamos acostumbrados a relacionar la pasión y resurrección con la Semana Santa, es importante recordar que Jesús las tiene presentes durante toda su vida. Para Jesús, cada día es Viernes Santo y Domingo de Resurrección.
Segunda muestra de incomprensión (Mc 9,32)
Al primer anuncio, Pedro reaccionó reprendiendo a Jesús, y se ganó una dura reprimenda. No es raro que ahora todos callen, aunque siguen sin entender a Jesús. Marcos es el evangelista que más subraya la incomprensión de los discípulos, lo cual no deja de ser un consuelo para cuando no entendemos las cosas que Jesús dice y hace, o los misterios que la vida nos depara. Quien presume de entender a Jesús demuestra que no es muy listo.
La prueba más clara de que los discípulos no han entendido nada es que en el camino hacia Cafarnaúm se dedican a discutir sobre quién es el más importante. Mejor dicho, han entendido algo. Porque, cuando Jesús les pregunta de qué hablaban por el camino, se callan; les da vergüenza reconocer que el tema de su conversación está en contra de lo que Jesús acaba de decirles sobre su muerte y resurrección.
Una enseñanza breve y una acción simbólica nada romántica (Mc 9,33-37)
Para comprender la discusión de los discípulos y el carácter revolucionario de la postura de Jesús es interesante recordar la práctica de Qumrán. En aquella comunidad se prescribe lo siguiente: «Los sacerdotes marcharán los primeros conforme al orden de su llamada. Después de ellos seguirán los levitas y el pueblo entero marchará en tercer lugar (…) Que todo israelita conozca su puesto de servicio en la comunidad de Dios, conforme al plan eterno. Que nadie baje del lugar que ocupa, ni tampoco se eleve sobre el puesto que le corresponde» (Regla de la Congregación II, 19-23).
Este carácter jerarquizado de Qumrán se advierte en otro pasaje a propósito de las reuniones: «Estando ya todos en su sitio, que se sienten primero los sacerdotes; en segundo lugar, los ancianos; en tercer lugar, el resto del pueblo. Cada uno en su sitio» (VI, 8-9).
La discusión sobre el más importante supone, en el fondo, un desprecio al menos importante. Jesús va a dar una nueva lección a sus discípulos, de forma solemne. No les habla, sin más. Se sienta, llama a los Doce, y les dice algo revolucionario en comparación con la doctrina de Qumrán: «El que quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos». (El evangelio de Juan lo visualizará poniendo como ejemplo a Jesús en el lavatorio de los pies).
A continuación, realiza un gesto simbólico, al estilo de los antiguos profetas: toma a un niño y lo estrecha entre sus brazos. Alguno podría interpretar esto como un gesto romántico, pero las palabras que pronuncia Jesús van en una línea muy distinta: «El que acoge a uno de estos pequeños en mi nombre me acoge a mí…». Jesús no anima a ser cariñosos con los niños, sino a recibirlos en su nombre, a acogerlos en la comunidad cristiana. Y esto es tan revolucionario como lo anterior sobre la grandeza y servicio.
El grupo religioso más estimado en Israel, que curiosamente no aparece en los evangelios, era el de los esenios. Pero no admitían a los niños. Filón de Alejandría, en su Apología de los hebreos, dice que «entre los esenios no hay niños, ni adolescentes, ni jóvenes, porque el carácter de esta edad es inconsistente e inclinado a las novedades a causa de su falta de madurez. Hay, por el contrario, hombres maduros, cercanos ya a la vejez, no dominados ya por los cambios del cuerpo ni arrastrados por las pasiones, más bien en plena posesión de la verdadera y única libertad».
El rabí Dosa ben Arkinos tampoco mostraba gran estima de los niños: «El sueño de la mañana, el vino del mediodía, la charla con los niños y el demorarse en los lugares donde se reúne el vulgo sacan al hombre del mundo» (Abot, 3,14).
En cambio, Jesús dice que quien los acoge en su nombre lo acoge a él, y, a través de él, al Padre. No se puede decir algo más grande de los niños. En ningún otro sitio del evangelio dice Jesús que quien acoge a una persona importante lo acoge a él. Es posible que este episodio, además de servir de ejemplo a los discípulos, intentase justificar la presencia de los niños en las asambleas cristianas (aunque a veces se comporten de forma algo insoportable).
[El tema de Jesús y los niños vuelve a salir más adelante en el evangelio de Marcos, cuando los bendice y los propone como modelos para entrar en el reino de Dios. Ese pasaje, por desgracia, no se lee en la liturgia dominical.]
¿Por qué algunos quieren matar a Jesús? (Sabiduría 2,12.17-20)
El libro de la Sabiduría es casi contemporáneo del Nuevo Testamento (entre el siglo I a.C. y el I d.C.). Al estar escrito en griego, los judíos no lo consideraron inspirado, y tampoco Lutero y las iglesias que sólo admiten el canon breve. El capítulo 2 refleja la lucha de los judíos apóstatas contra los que desean ser fieles a Dios. De ese magnífico texto se han elegido unos pocos versículos para relacionarlos con el anuncio que hace Jesús de su pasión y resurrección. Es una pena que del v.12 se salte al v.17, suprimiendo 13-16; los tengo en cuenta en el comentario siguiente.
En el evangelio Jesús anuncia que «el Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres». ¿Por qué? No lo dice. Este texto del libro de la Sabiduría ayuda a comprenderlo. Pone en boca de los malvados lo que les molesta de él y lo que piensan hacer con él. «Nos molesta porque se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados, nos reprende, nos considera de mala ley; nos molesta que presuma de conocer a Dios, que se dé el nombre de hijo del Señor y que se gloríe de tener por padre a Dios». En consecuencia, ¿qué piensan hacer con él? «Lo someteremos a la afrenta y la tortura, lo condenaremos a una muerte ignominiosa. Él está convencido de que Dios lo ayudará, nosotros sabemos que no será así». Se equivocan. «Después de muerto, al tercer día resucitará».
Envidias, peleas, luchas y conflictos (Carta de Santiago 3,16-4,3)
Esta lectura puede ponerse en relación con la segunda parte del evangelio. En este caso no se trata de discutir quien es el mayor o el más importante, sino de las peleas que surgen dentro de la comunidad cristiana, que el autor de la carta atribuye al deseo de placer, la codicia y la ambición. Cuando no se consigue lo que se desea, la insatisfacción lleva a toda clase de conflictos.
«El Señor sostiene mi vida» (Salmo 53)
El Salmo se aplica tan bien al justo del que habla la primera lectura como a Jesús. En ambos casos, «insolentes se alzan contra mí y hombres violentos me persiguen a muerte». Pero ambos están convencidos de que «Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida». El Salmo nos invita a acompañar a Jesús cuando piensa en su muerte y resurrección y a acompañar a quienes sufren, no a discutir sobre quién es el más importante.