P. Manuel João, Comboniano
Reflexión dominical
de la boca de mi ballena, ela
Nuestra cruz es el púlpito de la Palabra

Año B – Tiempo Ordinario – 14º domingo
Marcos 6,1-6: “Jesús se dirigió a su pueblo, seguido de sus discípulos”

Hoy encontramos a Jesús en Nazaret. Meses antes, sus familiares, preocupados por lo que se decía de él, habían bajado a Cafarnaúm, donde Jesús había establecido su nueva residencia, con la intención (frustrada) de llevarlo de vuelta a casa. Ahora es Jesús quien toma la iniciativa de ir a su pueblo natal. Son unos cincuenta kilómetros y una subida de setecientos metros, por lo que no era un pequeño paseo. ¿Por qué lo hace? Podemos pensar en motivaciones muy humanas, como ver a los suyos, estar con amigos, pasar unos días de descanso en los lugares donde creció… Pero también habrá habido otros motivos más profundos, como presentar a su nueva familia, es decir, los Doce, y anunciar la buena nueva del Reino también en su pueblo. Podemos imaginar que la acogida fue amistosa e incluso entusiasta. Jesús era uno de ellos, seguramente querido por todos. Sin embargo, la situación cambia radicalmente el día sábado, cuando todos se reunieron en la humilde sinagoga de Nazaret.

Vamos también nosotros a Nazaret, no como espectadores pasivos, sino tratando de confrontarnos con los protagonistas presentes en el relato. Pensemos particularmente en los tres grupos allí presentes: los habitantes de Nazaret, los doce discípulos que acompañaban a Jesús y el grupito de familiares más cercanos, con María, la madre de Jesús, a la cabeza.

Del asombro al escándalo

Jesús había frecuentado esa sinagoga durante treinta años, pero esta vez se respiraba un aire de expectativa particular. Su fama ya se había extendido por toda Galilea y en su pueblo todos se preguntaban qué estaba pasando, porque conocían bien a Jesús y no podían explicarse lo que se decía de él. Sabían que no había estudiado, no era un rabino: ¿cómo es que se presentaba con un séquito de doce discípulos? Tenía las manos callosas de carpintero: ¿cómo es que ahora esas manos las imponía sobre los enfermos y los sanaba? Era uno de ellos, de humilde condición, de un pueblo perdido que no prometía nada bueno: ¿cómo es que se había hecho famoso y su nombre corría de boca en boca? Lo conocían bien, pero no lo reconocían en absoluto en la figura del “profeta de Nazaret”.

Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga”. Como era su costumbre, precisa el evangelista Lucas, quien ubica este episodio al comienzo de la predicación de Jesús, como su discurso programático (Lucas 4,16-30). Lucas dice en su relato que “los ojos de todos estaban fijos en él” (v. 20) y que todos “estaban maravillados de las palabras de gracia que salían de su boca” (v. 22). El comienzo, por lo tanto, parecía presagiar una buena acogida, como ocurría en muchos otros lugares. Sin embargo, Marcos y Mateo (13,54-58) se expresan de una manera más cautelosa, diciendo que “la multitud que lo escuchaba estaba asombrada”. De hecho, sus conciudadanos quedan más perplejos que maravillados: “¿De dónde saca todo esto?”. En el murmullo de la asamblea emergen (tres) comentarios de duda y desconfianza sobre el origen de sus palabras, de su sabiduría y de sus prodigios. Luego, siguen (cuatro) preguntas retóricas y despectivas sobre su identidad, respecto a su profesión, su madre, sus hermanos y sus hermanas. ¿Quién pretende ser este?, se dicen entre ellos. Y del asombro pasan al escándalo: “Y Jesús era para ellos un motivo de escándalo”, ¡es decir, de tropiezo!

Estamos ante un enredo de sentimientos no fácil de desenredar, una mezcla de maravilla y admiración, de celos y envidia, de duda y sospecha, de oposición y contradicción, llegando incluso a la indignación y al rechazo. ¿Cómo explicar este cambio drástico? Si tenemos el coraje de escarbar en nuestro corazón, lo podemos entender. Los conciudadanos de Jesús son el espejo que refleja muchos de nuestros comportamientos. ¿Cuántas veces también nosotros hemos cerrado la mente y el corazón a una verdad que nos incomodaba, elaborando toda una cadena de razonamientos? ¿Cuántas veces también nosotros hemos recurrido a juicios y prejuicios para neutralizar un mensaje de novedad que nos molestaba? ¿Cuántas veces también nosotros hemos pensado: “¡pero mira de qué púlpito viene esto!”? ¿Cuántos de nosotros acogen de buena gana una “voz profética” que nos interroga y nos pone en crisis? ¡A los profetas los acogemos mejor muertos!

La perplejidad y el desconcierto del discípulo

¿Qué habrá experimentado el grupo de los Doce? El texto no lo dice, pero se puede imaginar. Ellos también tenían expectativas sobre Jesús. Estaban orgullosos de su Maestro y esperaban presenciar otro de sus éxitos. Por lo tanto, quedaron perplejos al ver el rumbo que tomaron los acontecimientos. Santiago el de Alfeo y Judas Tadeo, dos primos de Jesús, que conocían bien el provincialismo de sus compatriotas, habrán lamentado en su interior que Jesús haya citado ese proverbio popular “nadie es profeta en su tierra”. Los otros diez habrán quedado desconcertados por este primer fracaso de Jesús, precisamente en su casa. Una derrota que ciertamente no esperaban. También ellos habrán pensado que Jesús debería haber sido más cauteloso, menos franco y más complaciente. Así, los discípulos descubren que la misión de Jesús -y su misión- no sería todo un camino de rosas. Y quién sabe si habrán pensado en la profecía de Ezequiel de la primera lectura de hoy (2,2-5): “Son hombres obstinados y de corazón endurecido aquellos a los que Yo te envío”.

Seguramente también nosotros compartimos la opinión de los apóstoles. Ante la oposición y el rechazo de nuestro mundo, nos preguntamos si la Iglesia no debería ser más complaciente en ciertos asuntos; si no debería bajar el estándar de sus propuestas; si no debería actualizarse, adaptándose a la sensibilidad de los tiempos. En nuestra tarea apostólica, ¿no estamos también nosotros tentados de adecuarnos a lo “políticamente correcto”?

Una espina en el corazón

¿Qué habrá pasado en el corazón de María, la madre de Jesús? Seguramente una niebla de dolor y tristeza lo habrá envuelto. Quizás le vino a la mente la profecía de Simeón: “Una espada te atravesará el alma” (Lucas 2,35). El recuerdo de ese sábado se habrá clavado en su corazón como una espina.

Esa espina sigue atravesando el corazón de la Iglesia, que sufre por sus hijos perseguidos, por los escándalos que empañan su testimonio, por el alejamiento de tantos de sus hijos e hijas, por el creciente rechazo al mensaje evangélico…

Esa espina también está clavada en nuestro corazón. Nuestra debilidad es para nosotros motivo de tristeza, de sufrimiento, de obstáculo y de escándalo. Como Pablo, también nosotros hemos pedido al Señor que nos libere de esta espina, y él nos ha respondido: “Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad.” (ver segunda lectura, 2 Corintios 12,7-10).

P. Manuel João Pereira Correia mccj
Verona, 5 de julio de 2024