P. Manuel João, Comboniano
Reflexión dominical
de la boca de mi ballena, ela
Nuestra cruz es el púlpito de la Palabra

Nuestra vida entre dos orillas

Año B – Tiempo Ordinario – 12º domingo
Marcos 4,35-41: “¡Pasemos a la otra orilla!”

El domingo pasado escuchamos dos breves parábolas del cuarto capítulo del Evangelio de Marcos, dedicado a las parábolas de la siembra. Hoy el evangelio nos presenta el episodio de la tempestad calmada que cierra el capítulo. Este relato de san Marcos es de una gran riqueza simbólica que corre el riesgo de escapársenos si lo leemos solo como uno de los muchos milagros obrados por Jesús.

Comencemos con la invitación de Jesús: “¡Pasemos a la otra orilla!” Esta invitación puede ser una clave de lectura de nuestra vida humana y de creyentes. Pasamos de orilla en orilla, hasta alcanzar la orilla eterna. Quisiera señalar tres de estos “pasajes” como estímulo para discernir qué orillas nos esperan hoy.

Jesús dijo a sus discípulos: ¡Pasemos a la otra orilla!”
¡De nuestra orilla a la otra orilla!

El pasaje al que se refiere Jesús, en el evangelio de hoy, es muy preciso. Se trata de dejar la orilla familiar del Israel creyente para ir hacia la orilla de los pueblos paganos. Es el pasaje hacia la misión de la iglesia. Este pasaje nunca ha sido fácil ni sereno. Pasar “a la otra orilla” ha implicado enfrentar un mar de obstáculos, de persecuciones, de prejuicios, de riesgos y de incógnitas.

Un ejemplo emblemático es el caso de Pablo y sus compañeros en misión, invitados a pasar de la orilla oriental hacia Europa: “Durante la noche apareció a Pablo una visión: era un macedonio que lo suplicaba: ¡Ven a Macedonia y ayúdanos! Después de que tuvo esta visión, inmediatamente tratamos de partir para Macedonia, considerando que Dios nos había llamado para anunciarles el Evangelio.” (Hechos 16,9-10).

Sin embargo, la invitación de Jesús es una metáfora de la vida y de nuestra existencia. La vida exige de nosotros una gran elasticidad. No se crece sin pasajes. A veces estos pasajes ocurren naturalmente, sin traumas. Otras veces, son dolorosos y requieren la travesía de un mar tormentoso, en la oscuridad de la noche y con vientos contrarios, arriesgando naufragar. La vida exige de nosotros una gran disponibilidad – mental, psíquica y espiritual – al cambio. A menudo resistimos, preferimos quedarnos “en el aquí” conocido y tranquilo, en lugar de ir hacia un “allá” desconocido e incierto. Pero quien se detiene está perdido o incluso ya está muerto, solemos decir.

La vida no ama el inmovilismo, tanto en la vida natural como en la de la fe. A veces enfrentar el desafío del cambio nos es impuesto por la misma vida: un duelo, una enfermedad, una crisis matrimonial, una relación rota… Se necesita valor para enfrentar ciertas situaciones dramáticas y encontrar un nuevo equilibrio. Otras veces es el mismo Señor quien nos invita a salir de nuestra mediocridad, a ir hacia “el otro”, a acoger al pobre y al extranjero, a abrirnos a la vida, a asumir un nuevo compromiso…

Preguntémonos: ¿cuáles son los pasajes que la vida me está pidiendo y cómo los estoy afrontando? ¿A qué travesías me está invitando el Señor? ¿Estoy intentando eludirlas?

Maestro, ¿no te importa que nos perdamos?”:
¡De la orilla de la duda a la de la confianza!

En los pasajes a menudo nos encontramos enfrentando las tempestades de la vida. Entonces, en medio de la tormenta, nos asalta la duda: ¿pero es realmente cierto que el Señor está conmigo, está con nosotros? Esta ha sido siempre la Gran Tentación: “¿Está el Señor en medio de nosotros o no?” (Éxodo 17,7). Si hay algo que el Señor no soporta es precisamente esto: dudar de su presencia. Porque esto significa dudar de su esencia: Emanuel, Dios con nosotros (ver Salmo 94 y la carta a los Hebreos, cap. 4). Esta tentación puede sobrevenirnos tanto a nivel personal, particularmente en algunos momentos dramáticos de la existencia, como a nivel social y eclesial, en este tiempo nuestro de cambios epocales, es decir, de pensar que ya no hay futuro para esta sociedad o que la barca de la iglesia está por hundirse.

Esta duda nunca nos abandonará definitivamente. Algunos salmos nos confortan porque dan voz y expresión a esta nuestra duda, que tal vez, por vergüenza, habríamos preferido callar: “¡Despierta! ¿Por qué duermes, Señor? ¡Levántate!… ¿Por qué escondes tu rostro?… ¡Levántate, ven en nuestra ayuda!” (Salmo 44). Sí, a menudo tenemos la impresión de que Él se duerme. Tal vez se duerme porque confía en nosotros. Es más, nos confía la continuación de su misión. Este sueño de Cristo, además, es una alusión post-pascual a su muerte y a su “lejanía” después de la resurrección, cuando el huracán de la persecución se abatirá sobre los cristianos, amenazando con hacer naufragar la frágil barca de Pedro. El sueño de Jesús, sin embargo, no es el del profeta Jonás que “bajó al fondo de la nave, se acostó y dormía profundamente” (Jonás 1,5), ajeno a la angustia de sus compañeros de viaje que enfrentaban la tempestad. El sueño de Jesús es el de la confianza del Salmista: “En paz me acuesto y luego me duermo, porque tú solo, Señor, me haces reposar confiado.” (Salmo 4,9). Además, Jesús tiene el corazón del amante: “Yo duermo, pero mi corazón vela” (Cantar de los Cantares 5,2). Él, Jesús, duerme en la popa, es decir, al timón, pero su corazón vela por sus compañeros de viaje.

No nos hagamos ilusiones. Todo nuestro viaje de fe será un permanente pasaje de la duda a la confianza, hasta alcanzar la orilla de la serenidad del abandono filial.

¿Por qué tienen miedo? ¿Aún no tienen fe?”:
¡De la orilla de la incredulidad a la de la fe!

La incredulidad deja a Dios fuera de la barca. Se cuenta solo con las propias fuerzas. A veces ni siquiera contamos con los demás porque “quien hace por sí mismo, hace por tres”, dice el proverbio. Se trata de una lógica prometeica, voluntarista e individualista de la vida. Esto puede sucedernos también a nosotros, los llamados creyentes. Pensamos que navegamos en la barca de Cristo, pero en realidad, nos hemos embarcado en otra barca, la del materialismo o del espíritu mundano, del poder o del bienestar. En la barca de Cristo impera la lógica del riesgo, de dar la vida, mientras que en la barca del mundo predomina la ley del “sálvese quien pueda”.

Preguntémonos, entonces, si estamos en la barca correcta cuando enfrentamos ciertos pasajes o problemas decisivos de nuestra existencia. Una cosa es viajar con Jesús, aunque parezca que duerme, y otra es haberlo olvidado en la orilla. Esta es la tentación de prescindir de la fe cuando enfrentamos los problemas concretos de la vida. Peor aún si hemos domesticado a un Jesús a nuestra medida. A Cristo hay que tomarlo “tal como es”: “Lo tomaron tal como estaba, en la barca”. Y “tal como él es” siempre nos sorprenderá: “¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?”.

P. Manuel João Pereira Correia mccj
Verona, 20 de junio de 2024