DOMINGO 2º DE CUARESMA (B)
Marcos 9,2-10

Quaresma 2 - Transfiguration of Christ 1

En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» Estaban asustados, y no sabía lo que decía.
Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo.»
De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.» Esto se les quedó grabado, y discutían qué querría decir aquello de «resucitar de entre los muertos».

¿Quién es Jesús?” La cuestión de fondo de todo el Evangelio de Marcos (Mc 1,1.11.24; 2,10-11; 8,29; 15,39) encuentra una respuesta en la Transfiguración de Jesús (Evangelio). La antífona de entrada ofrece una clave de lectura de los textos bíblicos y litúrgicos de este domingo: “Busquen mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro” (Sal 26,8-9). Una respuesta a tan insistente súplica llega de “una montaña alta”, donde Jesús se transfiguró delante de tres discípulos escogidos: “sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo” (v. 2-3). Marcos insiste sobre el resplandor luminoso que pone de manifiesto la identidad de Jesús. En efecto, el color blanco es signo del mundo de Dios, del gozo, de la fiesta. La luz no viene de afuera, sino que mana desde dentro de la persona de Jesús. Con razón, Lucas, en el texto paralelo, subraya que Jesús subió al monte “para orar y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió” (Lc 9,28-29). De la relación con su Padre, Jesús sale dinámicamente transformado: la plena identificación con el Padre resplandece en el rostro del Hijo.

El camino de transformación interior es el mismo para Jesús y para el cristiano: la oración, vivida como escucha-diálogo de fe y de humilde abandono en Dios, tiene la capacidad de transformar la vida del cristiano y del misionero. En efecto, la oración es la experiencia fundante de la misión. Esta fue también la experiencia de Pedro, muy convencido de no haber seguido “fábulas ingeniosas”, habiendo sido “testigo ocular… estando con Él en el monte santo” (2P 1,16.18). Entre la confusión y el susto (v. 6), Pedro hubiera querido evitar ese misterioso éxodo hacia Jerusalén, del cual hablaban Moisés y Elías con Jesús (Lc 9,31); hubiera deseado detener en el tiempo esa hermosa venida del Reino (v. 5) como una perenne fiesta de las Tiendas (Zc 14,16-18). Una vez superada la crisis de la pasión, la amistad con Jesús confirmó la entrega de Pedro para una misión valiente de anuncio, hasta el martirio.

Pedro ha tenido que salir de sus esquemas mentales para entrar en la manera de pensar de Dios (Mt 16,23). Lo mismo ocurrió con Abrahán, del cual el segundo domingo de Cuaresma nos suele presentar aspectos de su vida emblemática: la llamada, la alianza, el hijo Isaac. Él entendió que no debía seguir la praxis de los sacrificios humanos muy común entre los pueblos vecinos (moabitas, amonitas y otros). El mensaje de la narración (I lectura) es claro: “La primera enseñanza, la más evidente e inmediata, es que el Dios de Israel rechaza, como un crimen abominable, el sacrificio de niños. Ha sido siempre una característica de los ídolos la de pretender sacrificios humanos. Al contrario, el Dios de Israel, deteniendo el brazo de Abrahán que estaba a punto de matar a su hijo, se ha mostrado como el Señor que ama la vida (Sab 11,26), el que a todos da la vida (Hch 17,25) y no quiere la muerte de nadie (Ez 18,32)” (F. Armellini). Analizando la narración del sacrificio de Isaac bajo los criterios de la inculturación misionera, aparece con evidencia cómo la Palabra de Dios valora, juzga, corrige, purifica las costumbres de los pueblos.

La historia del sacrificio di Isaac marca el final de la religión del sacrificio y, a la vez, el paso a la fe como don. Esa mano detenida, el cuchillo de Abrahán suspendido en el aire nos enseñan que el Dios verdadero no quiere sacrificios humanos ni derramamiento de sangre. ¡No se puede matar a nadie en nombre de Dios, o de cualquier religión, o de fundamentalismos religiosos, de juegos de poder, del sistema, de la economía! Isaac no será sacrificado, mientras Jesús, el Inocente, será víctima de un complot religioso basado en falsas interpretaciones sobre el Dios viviente. La muerte de Jesús nos muestra la lógica del amor hasta el fin (Jn 13,1), la lógica del don, de la semilla que muere y luego vuelve a florecer y resucita. ¡Como garantía de la primacía de la vida!

El rostro transfigurado y fascinante de Jesús es un preludio de su realidad post-pascual y definitiva; la misma que se nos ha prometido a nosotros: “Ese cuerpo, que se transfigura delante de los ojos pasmados de los apóstoles, es el cuerpo de Cristo nuestro hermano, pero es también nuestro cuerpo destinado a la gloria; la luz que lo inunda es y será también nuestra parte de herencia y de resplandor. Estamos llamados a compartir una gloria tan grande, porque somos ‘partícipes de la naturaleza divina’ (2P 1,4). ¡Una dicha incomparable!”. Así había escrito Pablo VI, en el mensaje que hubiera tenido que pronunciar antes del rezo del Ángelus del domingo 6 de agosto de 1978, fiesta de la Transfiguración, pocas horas antes de morir en la tarde de ese mismo día.

La dignidad de toda persona humana – que por ningún motivo ha de sufrir desfiguraciones – se funda principalmente en el hecho de estar llamados a la vida y a la gloria. Lamentablemente, el rostro de Jesús es a menudo desfigurado en muchos rostros humanos: «La situación de extrema pobreza generalizada adquiere en la vida real rostros muy concretos en los que deberíamos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que nos cuestiona e interpela» (Los obispos latinoamericanos en el documento de Puebla, 1979, n. 31). Y a continuación, los mismos obispos presentan una lista de desfiguraciones: rostros de niños enfermos, abandonados, explotados; rostros de jóvenes desorientados y frustrados; rostros de indígenas y de afroamericanos marginados; rostros de campesinos relegados y explotados; rostros de obreros mal retribuidos, desempleados, despedidos; rostros de ancianos marginados de la sociedad familiar y civil (cfr. documento de Puebla n. 32-43). Y la lista podría continuar con las situaciones que cada uno conoce en su ambiente y a nivel mundial. Cualquier rostro desfigurado, sea quien sea, es una llamada apremiante dirigida a cada uno de nosotros, a los responsables de las naciones y a los seguidores y a los misioneros del Evangelio de Jesús.

LIBERAR LA FUERZA DEL EVANGELIO

El relato de la “Transfiguración de Jesús” fue desde el comienzo muy popular entre sus seguidores. No es un episodio más. La escena, recreada con diversos recursos de carácter simbólico, es grandiosa. Los evangelistas presentan a Jesús con el rostro resplandeciente mientras conversa con Moisés y Elías.

Los tres discípulos que lo han acompañado hasta la cumbre de la montaña quedan sobrecogidos. No saben qué pensar de todo aquello. El misterio que envuelve a Jesús es demasiado grande. Marcos dice que estaban asustados.

La escena culmina de forma extraña: «Se formó una nube que los cubrió y salió de la nube una voz: “Este es mi Hijo amado. Escuchadlo”». El movimiento de Jesús nació escuchando su llamada. Su Palabra, recogida más tarde en cuatro pequeños escritos, fue engendrando nuevos seguidores. La Iglesia vive escuchando su Evangelio.

Este mensaje de Jesús, encuentra hoy muchos obstáculos para llegar hasta los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Al abandonar la práctica religiosa, muchos han dejado de escucharlo para siempre. Ya no oirán hablar de Jesús si no es de forma casual o distraída.

Tampoco quienes se acercan a las comunidades cristianas pueden apreciar fácilmente la Palabra de Jesús. Su mensaje se pierde entre otras prácticas, costumbres y doctrinas. Es difícil captar su importancia decisiva. La fuerza liberadora de su Evangelio queda a veces bloqueada por lenguajes y comentarios ajenos a su espíritu.

Sin embargo, también hoy, lo único decisivo que puede ofrecer la Iglesia a la sociedad moderna es la Buena Noticia proclamada por Jesús, y su proyecto humanizador del reino de Dios. No podemos seguir reteniendo la fuerza humanizadora de su Palabra.

Hemos de hacer que corra limpia, viva y abundante por nuestras comunidades. Que llegue hasta los hogares, que la puedan conocer quienes buscan un sentido nuevo a sus vidas, que la puedan escuchar quienes viven sin esperanza.

Hemos de aprender a leer juntos el Evangelio. Familiarizarnos con los relatos evangélicos. Ponernos en contacto directo e inmediato con la Buena Noticia de Jesús. En esto hemos de gastar las energías. De aquí empezará la renovación que necesita hoy la Iglesia.

Cuando la institución eclesiástica va perdiendo el poder de atracción que ha tenido durante siglos, hemos de descubrir la atracción que tiene Jesús, el Hijo amado de Dios, para quienes buscan verdad y vida. Dentro de pocos años, nos daremos cuenta de que todo nos está empujando a poner con más fidelidad su Buena Noticia en el centro del cristianismo.

José Antonio Pagola
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NO CONFUNDIR A NADIE CON JESÚS EL GUSTO DE CREER

Este es mi Hijo amado: escuchadlo.
Según el evangelista, Jesús toma consigo a Pedro, Santiago y Juan, los lleva aparte a una montaña, y allí «se transfigura delante de ellos». Son los tres discípulos que, al parecer, ofrecen mayor resistencia a Jesús cuando les habla de su destino doloroso de crucifixión. Pedro ha intentado incluso quitarle de la cabeza esas ideas absurdas. Los hermanos Santiago y Juan le andan pidiendo los primeros puestos en el reino del Mesías. Ante ellos precisamente se transfigurará Jesús. Lo necesitan más que nadie.

La escena, recreada con diversos recursos simbólicos, es grandiosa. Jesús se les presenta «revestido» de la gloria del mismo Dios. Al mismo tiempo, Elías y Moisés, que según la tradición, han sido arrebatados a la muerte y viven junto a Dios, aparecen conversando con él. Todo invita a intuir la condición divina de Jesús, crucificado por sus adversarios, pero resucitado por Dios. Pedro reacciona con toda espontaneidad: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No ha entendido nada. Por una parte, pone a Jesús en el mismo plano y al mismo nivel que a Elías y Moisés: a cada uno su tienda. Por otra parte, se sigue resistiendo a la dureza del camino de Jesús; lo quiere retener en la gloria del Tabor, lejos de la pasión y la cruz del Calvario.

Dios mismo le va a corregir de manera solemne: «Éste es mi Hijo amado». No hay que confundirlo con nadie. «Escuchadle a él», incluso cuando os habla de un camino de cruz, que termina en resurrección. Sólo Jesús irradia luz. Todos los demás, profetas y maestros, teólogos y jerarcas, doctores y predicadores, tenemos el rostro apagado. No hemos de confundir a nadie con Jesús. Sólo él es el Hijo amado. Su Palabra es la única que hemos de escuchar. Las demás nos han de llevar a él. Y hemos de escucharla también hoy, cuando nos habla de «cargar la cruz» de estos tiempos. El éxito nos hace daño a los cristianos. Nos ha llevado incluso a pensar que era posible una Iglesia fiel a Jesús y a su proyecto del reino, sin conflictos, sin rechazo y sin cruz. Hoy se nos ofrecen más posibilidades de vivir como cristianos «crucificados». Nos hará bien. Nos ayudará a recuperar nuestra identidad cristiana.

José Antonio Pagola
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EL GUSTO DE CREER

Durante muchos siglos, el miedo ha sido uno de los factores que con más fuerza ha motivado y sostenido la religiosidad de bastantes personas. Más de uno aceptaba la doctrina de la Iglesia solo por temor a condenarse eternamente.

Hoy, sin embargo, en el contexto sociológico actual se ha hecho cada vez más difícil creer solo por temor, por obediencia a la Iglesia o por seguir la tradición. Para sentirse creyente y vivir la fe con verdadera convicción es necesario tener la experiencia de que la fe hace bien. De lo contrario, tarde o temprano uno prescinde de la religión y lo abandona todo.

Y es normal que sea así. Para una persona solo es vital aquello que le hace vivir. Lo mismo sucede con la fe. Es algo vital cuando el creyente puede experimentar que esa fe le hace vivir de manera más sana, acertada y gozosa.

En realidad, nos vamos haciendo creyentes en la medida en que vamos experimentando que la adhesión a Cristo nos hace vivir con una confianza más plena, que nos da luz y fuerza para enfrentarnos a nuestro vivir diario, que hace crecer nuestra capacidad de amar y de alimentar una esperanza última.

Esta experiencia personal no puede ser comunicada a otros con razonamientos y demostraciones, ni será fácilmente admitida por quienes no la han vivido. Pero es la que sostiene secretamente la fe del creyente incluso cuando, en los momentos de oscuridad, ha de caminar «sin otra luz y guía sino la que en el corazón ardía» (san Juan de la Cruz).

En el relato de la transfiguración se nos recuerda la reacción espontánea de Pedro, que, al experimentar a Jesús de manera nueva, exclama: «¡Qué bien se está aquí!». No es extraño que, años más tarde, la primera carta de Pedro invite a sus lectores a crecer en la fe si «habéis gustado que el Señor es bueno» (i Pedro 2,3).

Ch. A. Bernard ha llamado la atención sobre la escasa consideración que la teología contemporánea ha prestado al «afecto» y al «gusto de creer en Dios», ignorando así una antigua y rica tradición que llega hasta san Buenaventura. Sin embargo, no hemos de olvidar que cada uno se adhiere a aquello que experimenta como bueno y verdadero, y se inclina a vivir de acuerdo con aquello que le hace sentirse a gusto en la vida.

Tal vez una de las tareas más urgentes de la Iglesia sea hoy despertar «el gusto de creer». Deberíamos cuidar de manera más cálida las celebraciones litúrgicas, saborear mejor la Palabra de Dios, gustar con más hondura la Eucaristía, comulgar gozosamente con Cristo, alimentar nuestra paz interior en el silencio y la comunicación amorosa con Dios. Aprenderíamos a sentirnos a gusto con Dios.

José Antonio Pagola
http://www.feadulta.com

LA ANTICIPACIÓN DEL TRIUNFO DE JESÚS

El domingo 1º de Cuaresma se dedica siempre a las tentaciones de Jesús, y el 2º a la transfiguración. El motivo es fácil de entender: la Cuaresma es etapa de preparación a la Pascua; no sólo a la Semana Santa, entendida como recuerdo de la muerte de Jesús, sino también a su resurrección. Este episodio, que anticipa su triunfo final nos ayuda a enfocar adecuadamente estas semanas.

El contexto

Jesús ha anunciado que debe padecer mucho, ser rechazado, morir y resucitar. Pedro, que no quiere oír hablar de sufrimiento y muerte, lo lleva aparte y lo reprende, provocando la respuesta airada de Jesús: «Retírate, Satanás». Luego llama a toda la gente junto con los discípulos, y les dice algo más duro todavía: no sólo él sufrirá y morirá; los que quieran seguirle también tendrán que negarse a sí mismos y cargar con la cruz. Pero tendrán su recompensa cuando él vuelva triunfante. Y añade: «Algunos de los aquí presentes no morirán antes de ver llegar el reinado de Dios con poder». ¿Se cumplirá esa extraña promesa? ¿Hay que hacerle caso a uno que pone condiciones tan duras para seguirle?

El cumplimiento: la transfiguración

Seis después tiene lugar este extraño episodio. El relato podemos dividirlo en tres partes: la subida a la montaña, la visión, la bajada. Desde el punto de vista litera­rio es una teofanía, una manifestación de Dios, y Marcos utiliza los mismos elementos que empleaban los autores del Antiguo Testamento para describirlas.

La subida a la montaña (v.1).

Es significativo el hecho de que Jesús sólo elige a tres discípu­los, Pedro, Santiago y Juan. No se trata solo de un privilegio; la idea principal es que va a ocurrir algo tan importante que no puede ser presen­ciado por todos. Por otra parte, se dice que subieron «a una montaña alta». Mc usa el frecuente simbolismo de la montaña como morada o lugar de revelación de Dios. Entre los antiguos cananeos, el monte Safón era la morada del panteón divino. Para los griegos se trataba del Olimpo. Para los israelitas, el monte sagrado era el Sinaí. También el Carmelo tuvo un prestigio especial entre ellos, igual que el monte Sión en Jerusalén.

La visión

En la visión hay cuatro elementos que la hacen avanzar hasta su plenitud.

1) La transformación de las vestiduras de Jesús, que se vuelven «de un blanco deslumbrador, como no es capaz de blanquearlos ningún batanero del mundo». Mc parece sugerir que del interior de Jesús brota una luz deslumbradora que transforma sus vestidos. Esa luz simboliza la gloria de Jesús, que los discípulos no habían percibido hasta ahora de forma tan sorprendente.

2) Elías y Moisés. Curiosamente, el primer plano lo ocupa Elías, considerado en el judaísmo el precursor del Mesías (Eclesiástico 48,10); el puesto secundario que ocupa Moisés resulta difícil de explicar. Moisés es el gran mediador entre Dios y su pueblo, el profeta con el que Dios hablaba cara a cara. Sin Moisés, humana­mente hablando, no habría existido el pueblo de Israel ni su religión. Elías es el profeta que salva a esa religión en su mayor momento de crisis, hacia el siglo IX a.C., cuando está a punto de sucumbir por el influjo de la religión cananea. Sin él, habría caído por tierra toda la obra de Moisés. Por eso los judíos concedían especial importancia a estos dos personajes. El hecho de que se aparezcan ahora a los discípu­los (no a Jesús), es una manera de confirmarles la importancia del personaje al que están siguiendo. No es un hereje ni un loco, no está destruyendo la labor religiosa de los siglos pasados, se encuentra en la línea de los antiguos profetas, llevando su obra a plenitud.

3) En este contexto, las palabras de Pedro proponiendo hacer tres tiendas suenan a simple despropósito. Mc lo justifica aduciendo que estaban espantados y no sabía lo que decía. Generalmente nos fijamos en las tres tiendas. Pero esto es simple conse­cuencia de lo anterior: «qué bien se está aquí». Pedro no quiere que Jesús sufra. Mejor quedarse en lo alto del monte con Jesús, Moisés y Elías que tener que seguirle con la cruz.

4) La nube y la voz. Como en el Sinaí, Dios se manifiesta en la nube y habla desde ella. Sus primeras palabras repiten exactamente las que se escucharon en el momento del bautismo de Jesús, cuando Dios presentaba a Jesús como su siervo. Pero aquí se añade un imperativo: «¡Escuchadlo!». La orden se relaciona con las anteriores palabras de Jesús, que han provocado tanto escán­dalo en Pedro, y con la dura alternativa entre vida y muerte que ha planteado a sus discípulos. Ese mensaje no puede ser eludido ni trivializado. «¡Escuchadlo!»

Este episodio está contado como experiencia positiva para los apóstoles y para todos nosotros. Después de haber escuchado a Jesús hablar de su pasión y muerte, de las duras condiciones que impone a sus seguidores, tienen tres experiencias complementarias: 1) ven a Jesús transfigurado de forma gloriosa; 2) se les aparecen Moisés y Elías; 3) escuchan la voz del cielo.

Lo cual supone una enseñanza creciente: 1) al ver transformados sus vesti­dos tienen la expe­riencia de que su destino final no es el fracaso, sino la gloria; 2) al aparecérseles Moisés y Elías se confirman en que Jesús es el culmen de la historia religiosa de Israel y de la revela­ción de Dios; 3) al escuchar la voz del cielo saben que seguir a Jesús no es una locura, sino lo más conforme al plan de Dios.

El descenso de la montaña (vv.9-13).

La orden de Jesús de que no hablen de la visión hasta que él resucite (v.9) se inserta en la misma línea de la prohibición de decir que él es el Mesías (16,20). No es momento ahora de hablar del poder y la gloria, suscitando falsas ideas y esperanzas. Después de la resurrección, cuando para creer en Cristo sea preciso aceptar el escándalo de su pasión y cruz, se podrá hablar con toda libertad también de su gloria.

Dos padres, dos hijos, y un tribunal

El relato del Génesis sobre el sacrificio de Isaac y el pasaje de la carta a los romanos de Pablo ofrecen un interesante contraste. Abrahán está dispuesto a sacrificar a su propio hijo, pero Dios no lo acepta y termina bendiciéndolo. En cambio, Dios Padre entrega a su propio Hijo a la muerte por nosotros. Esto, que puede parecer el mayor fracaso y la mayor crueldad, se convierte para nosotros en fuente de bendición.

Pablo imagina un tribunal en el que se decide nuestro destino. Pero el fiscal, Dios Padre, está de nuestra parte, nos entregó a su Hijo. El juez, Jesús, en vez de condenarnos, dio su vida e intercede por nosotros. Imposible imaginar un tribunal más partidista. La mejor forma de ser agradecidos con este fiscal y este juez es vivir de acuerdo con sus palabras en el evangelio: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.

José Luis Sicre
http://www.feadulta.com