Meditaciones de Cuaresma (2)
Homilias del Papa Francisco
(Miércoles de Ceniza 2024-2023-2022)
Cuaresma, un viaje desde el exterior al interior
Cuando des limosna, cuando reces, cuando ayunes, ten cuidado de hacerlo en lo secreto. Tu Padre, en efecto, ve en lo secreto (cf. Mt 6,4). Entra en lo secreto: esta es la invitación que Jesús nos dirige a cada uno de nosotros al inicio del camino de la cuaresma.
Entrar en lo secreto significa volver al corazón, como exhorta el profeta Joel (cf. Jl 2,12). Se trata de un viaje desde el exterior al interior, para que todo lo que vivamos, incluso nuestra relación con Dios, no se reduzca a la exterioridad, a un marco sin pintura, a un revestimiento del alma, sino que nazca desde dentro y se corresponda con los movimientos del corazón; es decir, con nuestros deseos, con nuestros pensamientos, con nuestro sentir, con el núcleo originario de nuestra persona.
La cuaresma nos sumerge entonces en un baño de purificación y de despojamiento; quiere ayudarnos a quitar todo “maquillaje”, todo aquello de lo que nos revestimos para parecer adecuados, mejores de lo que realmente somos. Volver al corazón significa volver a nuestro verdadero yo y presentarlo tal como es, desnudo y despojado, frente a Dios. Significa mirarnos por dentro y tomar conciencia de quiénes somos realmente, quitándonos las máscaras que a menudo usamos, disminuyendo el ritmo de nuestro frenesí, abrazando la vida y la verdad de nosotros mismos. La vida no es una actuación, y la cuaresma nos invita a bajar del escenario de la ficción para volver al corazón, a la verdad de lo que somos. Volver al corazón, volver a la verdad.
Por eso, esta tarde, con un espíritu de oración y humildad, recibimos la ceniza sobre nuestra cabeza. Es un gesto que quiere remitirnos a la realidad esencial de nosotros mismos. Somos polvo, nuestra vida es como un soplo (cf. Sal 39,6; 144,4), pero el Señor —Él y solamente Él, y nadie más— no permite que ese polvo que somos se desvanezca; Él lo recoge y lo plasma para que no lo dispersen los vientos impetuosos de la vida y no se disuelva en el abismo de la muerte.
La ceniza puesta sobre nuestra cabeza nos invita a redescubrir el secreto de la vida. Nos advierte: mientras sigas usando una armadura que cubre el corazón, mientras sigas camuflándote con la máscara de las apariencias, exhibiendo una luz artificial para mostrarte invencible, permanecerás vacío y árido. En cambio, cuando tengas la valentía de inclinar la cabeza para mirar tu interior, entonces podrás descubrir la presencia de un Dios que te ama y te ama desde siempre; finalmente se harán añicos las corazas que tú te has construido y podrás sentirte amado con un amor eterno.
Hermana, hermano, yo, tú, cada uno de nosotros somos amados con amor eterno. Somos ceniza sobre la que Dios sopló su aliento de vida, somos tierra que Él plasmó con sus manos (cf. Gn 2,7; Sal 119,73), somos polvo del que resurgiremos para una vida sin fin preparada desde siempre para nosotros (cf. Is 26,19). Y si en la ceniza que somos arde el fuego del amor de Dios, entonces descubrimos que estamos modelados por este amor y que somos llamados al amor; que se concretiza en amar a los hermanos que tenemos a nuestro lado, estar atentos a los demás, vivir la compasión, ejercitar la misericordia, compartir lo que somos y lo que tenemos con quien lo necesita. Por eso la limosna, la oración y el ayuno no pueden reducirse a prácticas exteriores, sino que son caminos que nos reconducen al corazón, a lo esencial de la vida cristiana. Nos hacen descubrir que somos polvo amado por Dios y nos vuelven capaces de esparcir el mismo amor sobre la “ceniza” de tantas situaciones cotidianas, para que en ellas renazca esperanza, confianza y alegría.
San Anselmo de Aosta nos dejó una exhortación que esta tarde podemos hacer nuestra: «Huye un momento de tus ocupaciones, apártate por un instante de tus tumultuosos pensamientos. Deshazte de las preocupaciones que te agobian y pospón tus laboriosos quehaceres. Entrégate un poco a Dios y descansa un instante en Él. “Entra en el aposento” de tu espíritu, ahuyenta todo excepto a Dios y lo que te ayude a hallarle, y una vez cerrada la puerta búscale. Ahora di “corazón mío”, di todo entero ahora a Dios: Busco tu rostro, Señor; tu rostro es lo que busco» (Proslogion, 1).
Escuchemos, pues, en esta Cuaresma, la voz del Señor que no se cansa de repetirnos: entra en lo secreto. Entra en lo secreto, vuelve al corazón. Es una sana invitación para nosotros, que a menudo vivimos en la superficie, que nos inquietamos para hacernos notar, que siempre necesitamos ser admirados y apreciados. Sin darnos cuenta, nos encontramos sin contar más con un lugar secreto donde detenernos y custodiarnos a nosotros mismos, inmersos en un mundo en el que todo, incluso nuestras emociones y sentimientos más íntimos, debe volverse “social” —pero, ¿cómo puede ser social lo que no brota del corazón?—. Hasta las experiencias más trágicas y dolorosas corren el riesgo de no tener un lugar secreto que las custodie: todo debe ser expuesto, ostentado, entregado al parloteo del momento. Y es aquí cuando el Señor nos dice: entra en lo secreto, vuelve al centro de ti mismo. Justo ahí, donde también se alojan tantos miedos, sentimientos de culpa y pecados, hasta ahí ha descendido el Señor, ha descendido para sanarte y purificarte. Entremos a nuestra habitación interior: allí mora el Señor, que acoge nuestra fragilidad y nos ama incondicionalmente.
Volvamos, hermanos y hermanas. Volvamos a Dios con todo el corazón. En estas semanas de cuaresma, dejemos espacio para la oración silenciosa de adoración, en la que permanecemos en presencia del Señor a la escucha, como Moisés, como Elías, como María, como Jesús. ¿Somos conscientes de que hemos perdido el sentido de la adoración? Regresemos a la adoración. Prestemos el oído de nuestro corazón a Aquel que, en el silencio, quiere decirnos: «Soy tu Dios, el Dios de la misericordia y la compasión, el Dios del perdón y del amor, el Dios de la ternura y la solicitud. […] No te juzgues. No te condenes. No te rechaces. Deja que mi amor llegue a los rincones más escondidos de tu corazón y te revele tu propia belleza. Una belleza que has perdido de vista, pero que se hará nuevamente visible para ti a la luz de mi misericordia. [El Señor nos llama:] Ven, ven, deja que enjugue tus lágrimas, y deja que mi boca se aproxime a tu oído y te diga: “Te amo, te amo, te amo”» (H. Nouwen, Camino a casa. Un viaje espiritual, Buenos Aires 1997, 185-186). ¿Creemos que el Señor nos ama, que me ama?
Hermanos y hermanas, no tengamos miedo de quitarnos los revestimientos mundanos y volver al corazón, regresar a lo esencial. Pensemos en san Francisco, que después de haberse despojado completamente, abrazó con todas sus fuerzas al Padre que está en los cielos. Reconozcámonos por lo que somos: polvo amado por Dios, llamados a ser polvo enamorado de Dios. Gracias a Él renaceremos de las cenizas del pecado a la vida nueva en Jesucristo y en el Espíritu Santo.
Cuaresma 2024
La Cuaresma, el tiempo favorable para volver a lo esencial
«Este es el tiempo favorable, este es el día de la salvación» (2 Co 6,2). Con esta expresión, el apóstol Pablo nos ayuda a entrar en el espíritu del tiempo cuaresmal. La Cuaresma ciertamente es el tiempo favorable para volver a lo esencial, para despojarnos de lo que nos pesa, para reconciliarnos con Dios, para reavivar el fuego del Espíritu Santo que habita escondido entre las cenizas de nuestra frágil humanidad. Volver a lo esencial. Es el tiempo de gracia para llevar a cabo lo que el Señor nos ha pedido en el primer versículo de la Palabra que hemos escuchado: «Vuelvan a mí de todo corazón» (Jl 2,12). Volver a lo esencial, que es el Señor.
El rito de la ceniza nos introduce en este camino de regreso, nos invita a volver a lo que realmente somos y a volver a Dios y a los hermanos.
En primer lugar, volver a lo que realmente somos. La ceniza nos recuerda quiénes somos y de dónde venimos, nos reconduce a la verdad fundamental de la vida: sólo el Señor es Dios y nosotros somos obra de sus manos. Esta es nuestra verdad. Nosotros tenemos la vida mientras que Él es la vida. Él es el Creador, mientras nosotros somos frágil arcilla que se moldea en sus manos. Nosotros venimos de la tierra y necesitamos del Cielo, de Él. Con Dios resurgiremos de nuestras cenizas, pero sin Él somos polvo. Y mientras inclinamos la cabeza, con humildad, para recibir las cenizas, traigamos a la memoria del corazón esta verdad: somos del Señor, le pertenecemos. Él, en verdad, «modeló al hombre con arcilla del suelo y sopló en su nariz un aliento de vida» (Gn 2,7), es decir, existimos porque Él ha exhalado el aliento de la vida en nosotros. Y, como Padre tierno y misericordioso, Él también vive la Cuaresma, porque nos desea, nos espera, aguarda nuestro regreso. Y siempre nos anima a no desesperar, incluso cuando caemos en el polvo de nuestra fragilidad y de nuestro pecado, porque «Él conoce de qué estamos hechos, sabe muy bien que no somos más que polvo» (Sal 103,14). Escuchémoslo de nuevo: Él sabe muy bien que no somos más que polvo. Dios lo sabe. Nosotros, sin embargo, muchas veces lo olvidamos, pensando que somos autosuficientes, fuertes, invencibles sin Él; usamos maquillaje para creernos mejores de lo que somos. Somos polvo.
La Cuaresma es por tanto el tiempo para que recordemos quién es el Creador y quién la criatura; para proclamar que sólo Dios es el Señor; para desnudarnos de la pretensión de bastarnos a nosotros mismos y del afán de ponernos en el centro, de ser los primeros de la clase, de pensar que sólo con nuestras capacidades podemos ser protagonistas de la vida y trasformar el mundo que nos rodea. Este es el tiempo favorable para convertirnos, para cambiar la mirada antes que nada sobre nosotros mismos, para vernos por dentro. Cuántas distracciones y superficialidades nos apartan de lo que es importante. Cuántas veces nos centramos en nuestros deseos o en lo que nos falta, alejándonos del centro del corazón, olvidándonos de abrazar el sentido de nuestro ser en el mundo. La Cuaresma es un tiempo de verdad para quitarnos las máscaras que llevamos cada día aparentando ser perfectos a los ojos del mundo; para luchar, como nos ha dicho Jesús en el Evangelio, contra la falsedad y la hipocresía. No las de los demás, sino las nuestras; mirarlas a la cara y luchar.
Pero hay también un segundo paso: la ceniza nos invita a volver a Dios y a los hermanos. De hecho, si volvemos a la verdad de lo que somos y nos damos cuenta de que nuestro yo no es autosuficiente, entonces descubrimos que existimos gracias a las relaciones, tanto la originaria con el Señor como las vitales con los demás. Así, la ceniza que hoy recibimos en la cabeza nos dice que cada presunción de autosuficiencia es falsa y que idolatrar el yo es destructivo y nos encierra en la jaula de la soledad; mirarse al espejo imaginando ser perfectos, imaginando ser el centro del mundo. Nuestra vida, sin embargo, es sobre todo una relación; la hemos recibido de Dios y de nuestros padres, y siempre podemos renovarla y regenerarla gracias al Señor y a aquellos que Él ha puesto junto a nosotros. La Cuaresma es el tiempo favorable para reavivar nuestras relaciones con Dios y con los demás; para abrirnos en el silencio a la oración y a salir del baluarte de nuestro yo cerrado; para romper las cadenas del individualismo y del aislamiento y redescubrir, a través del encuentro y la escucha, quién es el que camina a nuestro lado cada día, y volver a aprender a amarlo como hermano o hermana.
Hermanos y hermanas, ¿cómo realizar todo esto? Para completar este camino —volver a lo que realmente somos y volver a Dios y a los demás— se nos invita a recorrer tres grandes vías: la limosna, la oración y el ayuno. Son las vías clásicas, no se necesitan novedades en este camino. Lo dijo Jesús y está claro: la limosna, la oración y el ayuno. Y no se trata de ritos exteriores, sino de gestos que deben expresar una renovación del corazón. La limosna no es un gesto rápido para limpiarse la conciencia, para compensar un poco el desequilibrio interior, sino que es un tocar con las propias manos y con las propias lágrimas los sufrimientos de los pobres; la oración no es ritualidad, sino diálogo de verdad y amor con el Padre; y el ayuno no es un simple sacrificio, sino un gesto fuerte para recordarle a nuestro corazón qué es lo que permanece y qué es lo pasajero. Jesús nos hace «una advertencia que conserva también para nosotros su validez saludable: a los gestos exteriores debe corresponder siempre la sinceridad del alma y la coherencia de las obras. En efecto, ¿de qué sirve […] rasgarse las vestiduras, si el corazón sigue lejos del Señor, es decir, del bien y de la justicia?» (Benedicto XVI, Homilía miércoles de ceniza, 1 marzo 2006). Muchas veces, sin embargo, nuestros gestos y ritos no tocan la vida, no son auténticos, quizás los hacemos sólo para que los demás nos admiren, para recibir el aplauso, para atribuirnos el crédito. Recordemos que en la vida personal, como en la vida de la Iglesia, lo que cuenta no es lo exterior, los juicios humanos y el aprecio del mundo; sino sólo la mirada de Dios, que lee el amor y la verdad.
Si nos ponemos humildemente bajo su mirada, entonces la limosna, la oración y el ayuno no se quedan en gestos exteriores, sino que expresan quiénes somos verdaderamente: hijos de Dios y hermanos entre nosotros. La limosna, la caridad, manifestará nuestra compasión con quien está necesitado, nos ayudará a volver a los demás; la oración dará voz a nuestro íntimo deseo de encontrar al Padre, haciéndonos volver a Él; el ayuno será una gimnasia espiritual para renunciar con alegría a lo que es superfluo y nos sobrecarga, para ser interiormente más libres y volver a lo que realmente somos. Encuentro con el Padre, libertad interior, compasión.
Queridos hermanos y hermanas, inclinemos la cabeza, recibamos la ceniza, aligeremos el corazón. Pongámonos en camino por medio de la caridad: nos han dado cuarenta días favorables para recordarnos que el mundo no se cierra en los estrechos límites de nuestras necesidades personales y para redescubrir la alegría, no en las cosas que se acumulan, sino en el cuidado de aquellos que se encuentran en la necesidad y en la aflicción. Pongámonos en camino por medio de la oración: se nos otorgan cuarenta días favorables para dar a Dios la primacía de nuestra vida, para volver a dialogar con Él de todo corazón, no en ratos perdidos. Pongámonos en camino por medio del ayuno: se nos ofrecen cuarenta días favorables para reencontrarnos, para frenar la dictadura de las agendas siempre llenas de cosas por hacer; de las pretensiones de un ego cada vez más superficial y engorroso; y de elegir lo que de verdad importa.
Hermanos y hermanas, no desperdiciemos la gracia de este tiempo santo. Fijemos nuestra mirada en el Crucificado y caminemos. Respondamos con generosidad a las llamadas fuertes de la Cuaresma. Y al final del trayecto encontraremos con más alegría al Señor de la vida; lo encontraremos a Él, al único que nos hará resurgir de nuestras cenizas.
Cuaresma 2023
La Cuaresma y la recompensa,
el resorte principal de nuestra acción
En este día, que abre el tiempo de Cuaresma, el Señor nos dice «Tengan cuidado de no practicar su justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos: de lo contrario, no recibirán ninguna recompensa del Padre que está en el cielo» (Mt 6,1). Puede sorprender, pero en el Evangelio de hoy la palabra que más se repite es recompensa (cf. vv. 1.2.5.16). Normalmente, en el Miércoles de Ceniza nuestra atención se centra en el compromiso que requiere el camino de fe, más que en la recompensa a la que conduce. Sin embargo, hoy el discurso de Jesús vuelve siempre a este término, la recompensa, que parece ser el resorte principal de nuestra acción. De hecho, hay en nosotros, en nuestro corazón, una sed, un deseo de alcanzar una recompensa, que nos atrae e impulsa todo lo que hacemos.
Sin embargo, el Señor distingue entre dos tipos de recompensa a la que puede aspirar la vida de una persona; por un lado, está la recompensa del Padre y, por otro, la recompensa de los hombres. La primera es eterna, es la verdadera y definitiva recompensa, el propósito de la vida. La segunda, en cambio, es transitoria, es un disparate al que tendemos cuando la admiración de los hombres y el éxito mundano son lo más importante para nosotros, la mayor gratificación. Pero es una ilusión, es como un espejismo que, una vez alcanzado, nos deja con las manos vacías. La inquietud y el descontento están siempre a la vuelta de la esquina para aquellos cuyo horizonte es la mundanidad, que seduce, pero luego decepciona. Los que buscan la recompensa del mundo nunca encuentran la paz, ni saben tampoco cómo promoverla. Esto se debe a que pierden de vista al Padre y a sus hermanos y hermanas. Es un riesgo que todos corremos, por eso Jesús nos advierte: «Tengan cuidado». Es como si nos dijera: “Tienen la posibilidad de disfrutar de una recompensa infinita, una recompensa sin parangón: tengan cuidado, pues, de no dejarse deslumbrar por las apariencias, persiguiendo recompensas baratas, que se desvanecen en vuestras manos”.
El rito de la ceniza, que recibimos sobre la cabeza, tiene por objeto salvarnos del error de anteponer la recompensa de los hombres a la recompensa del Padre. Este signo austero, que nos lleva a reflexionar sobre la caducidad de nuestra condición humana, es como una medicina amarga pero eficaz para curar la enfermedad de la apariencia. Es una enfermedad espiritual, que esclaviza a la persona, llevándola a depender de la admiración de los demás. Es una verdadera “esclavitud de los ojos y de la mente” (cf. Ef 6,6; Col 3,22), que lleva a vivir bajo el signo de la vanagloria, de modo que lo que cuenta no es la limpieza del corazón, sino la admiración de la gente; no la mirada de Dios sobre nosotros, sino cómo nos miran los demás. Y no se puede vivir bien contentándose con esta recompensa.
El problema es que esta enfermedad de la apariencia socava incluso los ámbitos más sagrados. Y es sobre esto en lo que Jesús insiste hoy. Incluso la oración, la caridad y el ayuno pueden volverse autorreferenciales. En cada gesto, inclusive en el más bello, puede esconderse la carcoma de la autosatisfacción. Entonces el corazón no es completamente libre porque no busca el amor al Padre y a los hermanos, sino la aprobación humana, el aplauso de la gente, la propia gloria. Y todo puede convertirse en una especie de fingimiento ante Dios, ante uno mismo y ante los demás. Por eso la Palabra de Dios nos invita a mirar dentro de nosotros mismos, para ver nuestras hipocresías. Hagamos un diagnóstico de las apariencias que buscamos; tratemos de desenmascararlas. Nos hará bien.
La ceniza saca a la luz la nada que se esconde detrás de la búsqueda frenética de recompensas mundanas. Nos recuerdan que la mundanidad es como el polvo, que un poco de viento es suficiente para llevársela. Hermanas, hermanos, no estamos en este mundo para perseguir el viento; nuestros corazones tienen sed de eternidad. La Cuaresma es un tiempo que el Señor nos da para volver a la vida, para curarnos interiormente y caminar hacia la Pascua, hacia lo que permanece, hacia la recompensa del Padre. Es un camino de curación. No para cambiar todo de la noche a la mañana, sino para vivir cada día con un espíritu nuevo, con un estilo diferente. Este es el propósito de la oración, la caridad y el ayuno. Purificados por la ceniza cuaresmal, purificados de la hipocresía de las apariencias, recobran toda su fuerza y regeneran una relación viva con Dios, con los hermanos y consigo mismos.
La oración humilde, hecha «en lo secreto» (Mt 6,6), en el recogimiento de la propia habitación, se convierte en el secreto para hacer que la vida florezca hacia afuera. Es un cálido diálogo de afecto y confianza, que reconforta y abre el corazón. Especialmente en este período de Cuaresma, oremos mirando el Crucifijo: dejémonos invadir por la conmovedora ternura de Dios y pongamos en sus llagas nuestras heridas y las del mundo. No nos dejemos llevar por la prisa, estemos en silencio ante Él. Redescubramos la fecunda esencialidad del diálogo íntimo con el Señor. Porque a Dios no le gustan las cosas ostentosas, sino que le gusta dejarse encontrar en lo secreto. Es “el secreto del amor”, lejos de toda ostentación y de tonos llamativos.
Si la oración es verdadera, sólo puede traducirse en caridad. Y la caridad nos libera de la peor esclavitud, la de nosotros mismos. La caridad cuaresmal, purificada por la ceniza, nos devuelve a lo esencial, a la íntima alegría de dar. La limosna, hecha sin llamar la atención de los demás, da paz y esperanza al corazón. Nos revela la belleza del dar que se convierte en un recibir y así nos permite descubrir un valioso secreto: «La felicidad está más en dar que en recibir» (Hch 20,35).
Por último, el ayuno. No es una dieta, sino que más bien nos libera de la autorreferencialidad de la búsqueda obsesiva de bienestar físico, para ayudarnos a mantener en forma no el cuerpo sino el espíritu. El ayuno nos reconduce a darle a las cosas su valor correcto. En concreto, nos recuerda que la vida no debe estar sujeta a la escena pasajera de este mundo. El ayuno no debe limitarse sólo a la comida; en Cuaresma debemos ayunar, sobre todo, de lo que nos hace dependientes; que cada uno reflexione sobre esto, para hacer un ayuno que realmente tenga un impacto en la vida concreta de cada uno.
Pero si la oración, la caridad y el ayuno deben madurar en secreto, sus efectos sin embargo no son secretos. La oración, la caridad y el ayuno no son medicamentos sólo para nosotros, sino para todos; de hecho, pueden cambiar la historia. En primer lugar, porque quien experimenta sus efectos, casi sin darse cuenta, los transmite a los demás; y, sobre todo, porque la oración, la caridad y el ayuno son las principales vías que permiten a Dios intervenir en nuestras vidas y en la vida del mundo. Son las armas del espíritu, y es con ellas que, en esta jornada de oración y ayuno por Ucrania, imploramos a Dios esa paz que los hombres solos no pueden construir.
Oh Señor, tú que ves en lo secreto y nos recompensas más allá de todas nuestras expectativas, escucha las oraciones de todos los que confían en ti, especialmente de los más humildes, de los más probados, de los que sufren y huyen bajo el estruendo de las armas. Devuelve la paz a nuestros corazones, da de nuevo tu paz a nuestros días. Amén.
Cuaresma 2022