Las confesiones de Pedro
Meditaciones sobre el camino vocacional del apóstol
Cario María Martini
Texto pdf:
4. Pedro, ¿sabes lo que quieres?
Señor, envíanos tu Espíritu para que podamos conocer nuestro verdadero camino. Tenemos necesidad de ti, Espíritu Santo, para que nuestro corazón, inundado de tu consuelo, pueda abrirse a tus inspiraciones, por encima de nuestras palabras, más allá de nuestras ideas. Que sepamos experimentar tu presencia en la Iglesia y en cada uno de nosotros, porque tú eres permanentemente nuestro huésped y no dejas de modelar en nosotros la imagen de Jesús. Ilumínanos para captar tu continua acción en nuestra historia humana, en sus caminos sinuosos hacia el conocimiento de la verdad. Tú que edificas en la historia el Cuerpo místico de Cristo, tú que inspiras el testimonio de la fe, llénanos de paz y de esperanza incluso m medio de las dificúltales y de tantas tribulaciones como nos rodean.
También a ti, María, madre de la Iglesia, que viviste en ti misma la plenitud embriagaiora del Espíritu Santo, te pedimos que abras nuestro corazón y nuestra mente a su potencia transformadora, de modo que nuestros pensamientos, nuestras palabras, nuestros gestos sean una actitud abierta para acoger dentro de nosotros a ese único y santo Espíritu.
Te lo pedimos, Padre, en comunión con todos los santos, en nombre de tu Hijo, Jesucristo, nuestro Señor. Amén».
La reflexión sobre la figura de Pedro nos ha mostrado que hay una relación inseparable entre la fe en Dios y el seguimiento de Jesús. Efectivamente, el sujeto de una vocación se dispone a programar toda su vida según el plan de Dios. Pues bien, nuestro interés ahora consiste en conocer mejor la experiencia del día a día de Pedro, porque, en realidad, son tres los elementos que, por decirlo así, constituyen nuestra personalidad individual: el primero, la vocación a la fe, como llamada fundamental enraizada en nuestro bautismo; el segundo, la vocación a una forma específica de seguimiento; y el tercero, la vocación a la santidad, o sea, a un determinado estilo de vida cotidiana. Por consiguiente, fe y seguimiento influyen en ese estilo cotidiano y, al revés, un correcto estilo de vida permite un enfoque del problema de la vocación desde su justo punto de vista: cómo y para qué he sido llamado, en orden a dedicar mi vida —dentro de mi historia personal— al servicio de Jesucristo.
El tema de la meditación de hoy va a ser la vocación a la santidad. La base de nuestras reflexiones será la experiencia y la predicación de Pedro, es decir, su propio testimonio sobre el grado de madurez de su fe, de su compromiso de seguir a Jesús y de su santidad de vida. Entre los numerosos textos evangélicos sobre el tema, he escogido cuatro exhortaciones morales que podemos titular así:
— El pecado está dentro de nosotros (Mc 7,17-23).
— Vigilancia contra las insidias del enemigo (1 Pe 5,6-10).
— La fraternidad (1 Pe 3,8-12).
— La preparación de la mente (1 Pe 1,13).
El pecado está dentro de nosotros
Empezamos por leer el texto del evangelio según Marcos:
«Cuando Jesús dejó a la gente y entró en casa, sus discípulos le preguntaron por el sentido de la comparación. Jesús les dijo: —¿De modo que tampoco vosotros entindéis? ¿No comprendéis que nada de lo que entra en el hombre puede mancharle, puesto que no entra en su corazón, sino en el vientre, y va a parar al estercolero? Así declaraba puros todos los alimentos. Y añadió: —Lo que sale del hombre, eso es lo que mancha al hombre. Porque es de dentro, del corazón de los hombres, de donde salen los malos pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, perversidades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, soberbia e insensatez. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre» (Mc 7,17-23).
El pasaje es uno de los textos fundamentales para la catequesis, porque quita al mal su carácter de fatalidad y hace posible la liberación del hombre. En el mundo contemporáneo se ha ido difundiendo la convicción de que las circunstancias externas son las que hacen necesariamente malas a las personas. Pero Jesús enseña que todo lo que calificamos de impuro sale del corazón, de la sede de la voluntad. El hombre es malo por lo que quiere y elige, no por lo que le viene del exterior. Por tanto, la moralidad del acto humano se mide esencialmente por la elección; y el texto de Marcos nos propone toda una lista de opciones negativas. Es un catálogo que, de buenas a primeras, nos parece más bien ajeno a nuestra experiencia, pero que, en realidad, subraya actitudes que nos conciernen muy de cerca, que constituyen la raíz de nuestros pecados. No podemos examinar esas categorías una por una, pero puede ser útil considerar algunas de ellas.
1. La última de las opciones negativas que nos presenta el texto de Marcos se describe como insensatez, en griego aphrosyne. ¿Qué significa esa actitud? Lo podremos ver examinando algunos de los muchos casos en los que el Nuevo Testamento emplea esa palabra. Por ejemplo, en el evangelio según Lucas, concretamente en Lc 11,40, se llama insensatos a los fariseos, porque se preocupan más de las acciones exteriores que de las intenciones del corazón. Es, por tanto, una clase de incoherencia en la que a menudo también nos vemos implicados nosotros mismos.
Otro texto de Lucas presenta como insensato a un rico cuyos campos le habían producido una gran cosecha:
«Entonces empezó a pensar: ‘¿Qué puedo hacer? Porque no tengo dónde almacenar mi cosecha’. Y se dijo: ‘Ya sé lo que voy a hacer; derribaré mis graneros, construiré otros más grandes, almacenaré en ellos todas mis cosechas y mis bienes, y me diré: Ahora ya tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y pásalo bien’. Pero Dios le dijo: ‘¡Insensato! Esta misma noche vas a morir. ¿Para quién va a ser todo lo que has acaparado?’ Así le sucede a quien atesora para sí, en lugar de hacerse rico ante Dios» (Lc 12,17-21).
Jesús reprueba al que hace planes y proyectos sin preocuparse de Dios ni de su voluntad; es decir, reprocha la conducta del que da excesiva importancia a las cosas puramente externas. Nosotros mismos nos encontramos fácilmente en una actitud semejante, que puede llevarnos al pecado. (…)
Al atardecer, el dueño de la viña dijo a su administrador: —Llama a los obreros y págales el jornal, empezando por los últimos hasta los primeros. Vinieron los de media tarde y cobraron un deiiario cada uno. Cuando llegaron los prime’ ros, pensaban que cobrarían más; pero también ellos cobraron un denario cada uno. Al recibirlo, se quejaban del dueño, diciendo: —Estos últimos han trabajado sólo un rato y les has pagado igual que a nosotros, que hemos soportado el peso del día y del calor. Pero él respondió a uno de ellos: —Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No quedamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Si yo quiero dar a este último lo mismo que a ti, ¿no puedo hacer lo que quiera con lo mío? ¿O es que tienes envidia [tu ojo es malo] porque yo soy bueno?» (Mt 20,1-15).
El ojo malo es mirar con envidia a los demás, molestarse porque a los otros se les reconocen más méritos que a mí. Si nos examinamos con atención, veremos que también nosotros acariciamos esa actitud que nos impulsa a dar la razón a los trabajadores de primera hora. El «ojo malo» es la raíz de esa pasión terrible que, a veces, roe toda una existencia. En vez de alabar y dar gracias a Dios por todas las maravillas que realiza en nuestros hermanos, por los dones que otorga al prójimo, nos vemos como víctimas, nos sentimos ofendidos frente al que tiene más que nosotros. Entonces se desata la imaginación y nacen las críticas, las murmuraciones, como una especie de compensación afectiva por las carencias y sinsabores que experimentamos en nuestro interior. Todo eso es profundamente antievangélico, porque nos vuelve obtusos para comprender la auténtica verdad que nos transmite el Evangelio.
Creo que las consideraciones sobre estas tres actitudes pueden bastar para que lleguemos a reconocer sinceramente que la raíz de nuestro mal la llevamos dentro, en nuestro corazón; lo único que falta para que el mal aflore a la superficie es la oportunidad. Pero el remedio está en nuestra mano: acercarnos debidamente al sacramento de la reconciliación, de modo que no nos contentemos con confesar lo que a primera vista, o sea, en superficie, se nos presenta como pecaminoso, sino poniendo en manos de Cristo las profundidades más íntimas de nuestro corazón, para que se nos curen los más sutiles recovecos.
Si el pasaje de Marcos, por una parte, pone de manifiesto nuestra distancia con relación al modo de vida de Jesús, por otra, nos lleva a comprender que el reconocimiento de esa distancia, de esa inadecuación, es el único modo para dejar que sea la propia actuación de Cristo la que realmente nos cure y nos libere.
Estar alerta para vencer al enemigo
Creo que la experiencia de Pedro podría, tal vez, iluminarnos sobre este punto:
—He llegado a conocer en profundidad el corazón del hombre, porque, a la luz de esta enseñanza del Maestro sobre lo puro y lo impuro, me puse a examinar las raíces de mi propia debilidad y, una vez descubiertas, las puse por escrito con la gracia de Dios.
Y eso es lo que hace en su primera carta, en la que nos ofrece esta exhortación:
«Humillaos bajo la poderosa mano de Dios, para que os encumbre en su momento. Confiadle todas vuestras preocupaciones, puesto que él se preocupa de vosotros. Vivid con sobriedad y estad alerta. El diablo, vuestro enemigo, ronda como león rugiente buscando a quien devorar. Enfrentaos a él con la firmeza de la fe, sabiendo que vuestros hermanos dispersos por el mundo soportan los mismos sufrimientos. Y el Dios de toda gracia, que os ha llamado a su eterna gloria en Cristo, después de un corto sufrimiento os restablecerá, os fortalecerá, os robustecerá y os consolidará» (l Pe 5,6-10).
Estas palabras nos permiten comprender al hombre en su más profunda verdad: hay un enemigo real, el diablo, que nos acecha continuamente. A veces hablamos con muchas reticencias sobre la acción de Satanás, pero, de hecho, no es posible reflexionar seriamente sobre la historia sin contar con esa presencia del adversario, que el Nuevo Testamento no duda en llamar «acusador y calumniador». En nuestro mundo hay ciertas fuerzas que tratan de abatir al hombre y llevarle a su autodestrucción, y que se expresan inequívocamente en determinadas formas de degradación y de automortificación que todos conocemos de sobra. Para enfrentarnos con esa realidad, es necesaria una vigilancia constante; y Pedro lo sabe muy bien por experiencia. Si bajamos la guardia, tal vez por cansancio o por pereza, o incluso por ignorancia, fácilmente caemos en un estado de dispersión que nos provoca graves tensiones; y de la tensión pasamos al disgusto, y de aquí a la rabia contra nosotros mismos; y de la rabia al pesimismo, que nos lleva a ver nuestro horizonte con los tintes más negros. Y así, la vocación pierde consistencia.
¿Cómo se expresa, entonces, la vigilancia? Pedro nos dice que hay que resistir al enemigo «con la firmeza de la fe», es decir, con la oración y la contemplación frecuente, con sensibilidad para reconocer en seguida y cortar de raíz todo miedo, toda clase de pesimismo, y poder así reorientar nuestra mirada hacia el horizonte de la fe. Si queremos mantenernos fieles a la llamada de Jesús que nos invita a su seguimiento, tendremos que liberarnos radicalmente de la obsesión por los pequeños problemas. Para ello contamos con la ayuda del Espíritu Santo que combate dentro de nosotros contra la acción de Satanás, que nos conforta, nos consuela y nos da ánimos, que ensancha nuestro corazón y nuestra mente, que abre nuestra inteligencia a la comprensión de la realidad global en la que los pequeños problemas cotidianos encuentran su verdadero sitio y adquieren su justa perspectiva.
La fraternidad
Las exhortaciones precedentes tocan ciertos peligros de la vida cotidiana. Por eso, podría resultar muy útil detenernos ahora en la consideración de dos enseñanzas positivas que se refieren a dos aspectos muy importantes que conviene tener presentes. La primera de esas enseñanzas concierne a la fraternidad. Sobre este punto escribe Pedro: «Finalmente, tened todos el mismo pensar; sed compasivos, fraternales, misericordiosos y humildes. No devolváis mal por mal, ni ultraje por ultraje; al contrario, bendecid, pues habéis sido llamados a heredar la bendición» (1Pe 3,8-9).
Este pasaje nos revela el profundo conocimiento del corazón humano que Pedro había llegado a poseer. Es una invitación a ser homóphrones, o sea, unidos en el pensar y en el sentir. Es como si dijera: Lo que da unidad a la Iglesia, y concretamente a la comunidad local, es el profundo conocimiento contemplativo de un Jesús humilde, misericordioso y rico en perdón, la escucha común de la Palabra de Dios, y la actitud de respeto mutuo. Esforzaos por vivir en clima de fraternidad, amaos sinceramente como hermanos, comprendiendo de corazón las vivencias y los sufrimientos de los otros. Abrid vuestras capacidades de aceptación recíproca, con la humildad del que se pregunta qué puede hacer por el bien de la comunidad, de la Iglesia.
Esta exhortación nos ofrece un par de principios para examinar cómo vivimos nuestra relación con los demás miembros de la comunidad, o sea, cómo nos comportamos en el ámbito en el que nuestra vocación se pone a prueba, y en el que la sinceridad se manifiesta y se expresa incluso a pesar de sus imperfecciones.
La preparación de la mente
La segunda recomendación positiva se nos propone en otro pasaje de esa misma carta de Pedro: «Así pues, con la mente preparada para el servicio, manteneos vigilantes y poned toda vuestra esperanza en la gracia que os traerá la manifestación de Jesucristo» (l Pe 1,13). Se enuncia el tema de la preparación, que atraviesa toda la vida del seminario y, de modo más genérico, el camino que ha de seguir toda forma específica de la vocación bautismal. En el texto griego, la expresión «con la mente preparada» adquiere un graficismo mucho mayor, porque se formula con una imagen típicamente oriental: «Ciñendo, pues, los flancos de vuestra mente». En el mundo de entonces, el que se disponía a correr o a trabajar solía levantarse el vestido y se lo ceñía a la cintura con un cinturón. La metáfora, tomada del Antiguo Testamento, se aplica aquí a la mente, entendida como la parte del hombre que actúa como instrumento organizativo y orientador de la experiencia, y que, por consiguiente, debe estar preparada para el ministerio evangélico.
Para un apóstol, o para cualquier responsable de la Iglesia, esta clase de preparación es fundamental y debe ser continua, porque la Palabra de Dios se anuncia en un contexto tan complejo y sofisticado como el de nuestro mundo contemporáneo. Sin el trabajo de la mente, el hombre se pierde en un dédalo de ideas, de filosofías y de proposiciones; y el resultado es que se acobarda o, más aún, cae en la trampa o incluso se vuelve escéptico. Si se tratara de una vida exclusivamente individual o limitada a un ámbito restringido, no se necesitaría un grado elevado de cultura; pero el sacerdote está llamado a dar testimonio público del Evangelio en un mundo marcado por mentalidades diversas y hasta contradictorias, que requieren un profundo y sacrificado ejercicio de la inteligencia.
En mi opinión, ese ejercicio es una virtud que escasea notablemente en nuestra sociedad. Muchas veces nos contentamos con vivir de grandes consignas, de frases hechas y repetidas hasta la saciedad; y no es fácil emitir un juicio apropiado sobre la realidad tangible. El cristiano sólo podrá mantenerse firme en su fe, si desarrolla plenamente su capacidad, que es don divino, de amar a Dios con todo su corazón y toda su mente. Por eso, Pedro insiste en que, igual que ejercitamos el corazón y las fuerzas físicas, debemos también ejercitar y cultivar la mente, y dejar que maduren en nuestro interior las experiencias y las propuestas, partiendo de la escucha de la Palabra de Dios y reflexionando sobre ella con inteligencia. Con ese espíritu debemos afrontar el tiempo de preparación. Y no para obtener unos resultados inmediatos, sino para crecer verdaderamente en una auténtica comprensión de la realidad.