Las confesiones de Pedro
Meditaciones sobre el camino vocacional del apóstol
Cario María Martini

Texto pdf:

3. Las pruebas de la vocación de Pedro

La llamada de Pedro no implica sólo el movimiento de un proceso ascendente, sino también el contrapunto de la prueba, de la equivocación, de la falsedad. Y es que, efectivamente, el destino del hombre y su progresión en el conocimiento de Dios y de sí mismo están erizados de conflictividad, de drama, de disgregación. Por eso, pienso que toda presentación de la figura de Pedro debe pasar, necesariamente, por una tranquila reflexión sobre las pruebas a las que se vio sometido, sobre todo en estos tres momentos:
— El primero es la continuación del episodio sobre el que acabamos de reflexionar, en el que Pedro proclama solemnemente a Jesús como Hijo del Dios vivo.
— El segundo nos conducirá a la triple negación de Pedro durante la pasión de Jesús.
— Y el tercero será el encuentro del apóstol con el Resucitado a orillas del lago de Genesaret.

Jesús como un obstáculo para Pedro

El evangelio según Marcos añade a la solemne proclamación de Pedro: «Tú eres el Mesías», un episodio realmente dramático:

«Entonces Jesús les prohibió terminantemente que hablaran a nadie acerca de él. Y empezó a enseñarles que el Hijo del hombre debía padecer mucho, que sería rechazado por los ancianos, los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley; que le matarían, pero a los tres días resucitaría. Les hablaba con toda claridad. Entonces Pedro lo tomó aparte y se puso a increparle. Pero Jesús se volvió y, mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole:
— ¡Apártate de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mc 8,30-33).

El episodio es, sin duda, sorprendente. Como acábamos de indicar, Pedro, en virtud de una iluminación extraordinaria, ha reconocido en Jesús el verdadero rostro de Dios. Pero evidentemente, no ha comprendido que la sabiduría divina pasa por la humilla68 ción y la humildad, por el sufrimiento, la pobreza y la cruz.

Difícilmente puede expresarse la idea que Pedro se hace de Jesús frente a una predicción tan chocante como la de la pasión y muerte del Maestro. La vocación de Pedro se ve sometida a una de sus pruebas más terribles, porque, en cierto sentido, ve a Jesús como un obstáculo. Tal vez, hasta se siente decepcionado:
—Pero, ¿cómo es posible? Yo acepté inmediatamente tu llamamiento, dejé mi profesión, mis redes y te seguí para ayudarte a llevar a cabo tu misión de instaurar el reino; me acabas de decir que querías edificar sobre mí tu Iglesia, hemos vivido momentos de una intensa amistad; y ahora, de repente, vas y dices que serás rechazado, repudiado, traicionado, incluso asesinado. ¿Por qué?

Hay otros episodios bíblicos que pueden ayudarnos a comprender más profundamente el asombro y la perplejidad de Pedro. Leamos, por ejemplo, la narración de la misteriosa lucha nocturna de Jacob con el ángel. Jacob encuentra un obstáculo que le impide continuar su viaje más allá del río:

«Jacob se quedó solo. Un hombre luchó con él hasta despuntar la aurora. Viendo el hombre que no le podía, le tocó en la articulación del muslo, y se la descoyuntó durante la lucha.
Y el hombre le dijo: —Suéltame, que ya despunta la aurora.
Jacob replicó: —No te soltaré hasta que no me bendigas.
El le preguntó: —¿Cómo te llamas?
Respondió: —Jacob.
El hombre dijo: —Pues ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado contra Dios y contra los hombres, y has vencido» (Gn 32,25-29).

Los Padres de la Iglesia y los escritores místicos han interpretado frecuentemente esa terrible lucha nocturna como una imagen de la lucha con Dios en la oración. Hay momentos en los que todo parece oscuro. Y nos preguntamos: ¿Es éste el objeto de mi vocación? ¿Es esto lo que Dios quiere de mí? La vocación se nos oscurece, las motivaciones se esfuman, no se entiende absolutamente nada. Y nos vemos envueltos en la impenetrable oscuridad de la noche.

También en los Salmos encontramos frecuentemente la expresión de esa dolorosa experiencia que nos humilla y nos deprime:
«¿Hasta cuándo, Señor, me tendrás olvidado? ¿Hasta cuándo me ocultarás tu rostro? ¿Hasta cuándo he de andar angustiado, con el corazón apenado todo el día? ¿Hasta cuándo prevalecerá mi enemigo? ¡Mira y atiéndeme, Señor, Dios mío! Conserva la luz de mis ojos para que no caiga en el sueño de la muerte. Que no diga mi enemigo: ‘¡Le he podido!’, ni se alegren mis adversarios al verme sucumbir» (Sal 13,2-5). «¿Se ha agotado completamente su amor? ¿Se ha acabado su promesa eternamente?» (Sal 77,9). «Me encuentro completamente abatido. Señor, ¿hasta cuándo?» (Sal 6,4).

Pedro vacila. Siente que debe continuar, que debe mantenerse firme; pero no sabe cómo. Quiere permanecer fiel; pero el comportamiento de Jesús con él traiciona, aparentemente, la orientación de toda su vida, la propuesta que le había hecho. En una palabra, Jesús se le presenta como un obstáculo, como un escollo, como un misterio que supera todas sus expectativas, sus sueños y hasta sus esperanzas. Pedro tomara aparte a Jesús para no ponerle en ridículo ante los demás, y sus palabras de reproche están dictadas por el amor y sus profundos vínculos de amistad. ¿Por qué, pues —se pregunta Pedro—, Jesús le ha llamado «Satanás»? En realidad, Pedro tiene que dar un salto cualitativo; sin embargo, no encuentra razones lógicas para seguir confiándose a su Maestro.

Así nos sucede a todos; tarde o temprano, tendremos que pasar por una prueba análoga. Podrá venirnos de la Iglesia, de la comunidad, del pueblo que se nos ha confiado; tal vez provenga de las circunstancias tristes y dolorosas que tienen que afrontar nuestros seres queridos. Todas éstas son situaciones de las que no podemos salir con el solo recurso de la evolución progresiva del conocimiento. Tendremos que aceptar la ruptura, la debilidad de nuestra comprensión, la revelación del misterio de Dios como totalmente distinto de nuestro modo de pensar: «¡Apártate de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres».

Hasta aquel momento, la vida de Pedro transcurría tranquilamente, su familiaridad con Jesús no le creaba ningún problema; ahora, en cambio, experimenta la ruptura, y se da cuenta de que su amor por el Maestro debe purificarse aún más. Es la primera prueba trágica de su camino vocacional y de su adhesión a Jesús.

A pesar de todo, Pedro no se aleja, no rompe con Jesús, sino que continúa con él, con el que un día, junto al lago de Genesaret, le llamó para que le siguiera, y más tarde le confirió su misión y le reveló su verdadera identidad.

Podría ser útil releer en el Evangelio según Juan las palabras con las que Pedro ratifica su adhesión a Jesús. Después del conocido discurso de la sinagoga de Cafarnaún sobre «el pan de vida», algunos discípulos se atreven a criticar al Maestro, tildando su enseñanza de «inadmisible». Y el evangelista comenta: «Desde entonces, muchos de sus discípulos se retiraron y ya no iban con él. Jesús preguntó a los Doce: —¿También vosotros queréis marcharos? Simón Pedro le respondió: —Señor, la quién iríamos’! Tus palabras dan vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,66-69).

También en este caso se produce una situación de grave escándalo, de auténtica ruptura. Es probable que ni el mismo Pedro haya llegado a comprender el discurso sobre «el pan de vida»; sin embargo, intuye que debe poner su confianza en Jesús, Palabra viviente, y pronuncia con la mayor convicción esas bellísimas palabras.

Jesús como un extraño para Pedro

Leemos en el evangelio según Marcos la narración del proceso de Jesús ante el Sanedrín. Interrumpiendo su relato, el evangelista nos cuenta la situación de Pedro:

«Mientras Pedro estaba abajo, en el patio, llegó una de las criadas del sumo sacerdote. Al ver a Pedro calentándose junto a la lumbre, se le quedó mirando y le dijo: —También tú andabas con Jesús, el de Nazaret. Pedro lo negó diciendo: —No sé ni entiendo de qué hablas. Salió afuera, al portal, y cantó un gallo.
Lo vio de nuevo la criada y otra vez se puso a decir a los que estaban allí: —Este es uno de ellos. Pedro lo volvió a negar.
Poco después, también los presentes decían a Pedro: —No hay duda. Tú eres uno de ellos, pues eres galileo. El comenzó entonces a echar imprecaciones y a jurar: —Yo no conozco a ese hombre del que me habláis. En seguida, cantó el gallo por segunda vez. Pedro se acordó de lo que le había dicho Jesús: ‘Antes de que el gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres’, y rompió a llorar» (Me 14,66-72).

Mientras en el otro episodio del evangelio según Marcos —el que comentábamos antes— Jesús se presentaba a Pedro como un obstáculo contra el que podía luchar, esta segunda prueba es más radical. Jesús se convierte para Pedro en un extraño: «No conozco a ese hombre, no sé quién es».

Quisiera subrayar una cosa. La respuesta de Pedro no está dictada simplemente por una sensación de miedo; en el fondo, afirma veladamente algo que es verdad. Pedro expresa la convicción de que su Maestro le ha decepcionado, que le ha llevado a un punto que él jamás habría podido imaginar; y por eso puede decir sinceramente que no le conoce. Da la impresión de que los vínculos con Jesús se han roto, produciendo una especie de laceración existencial. Pedro ha llegado al límite en el que el hombre ya no reconoce a su Dios; la misma situación límite a la que llegó Jesús en la cruz, cuando se le escapó aquel grito: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»

La prueba es realmente extrema. Estamos al límite de la purificación del espíritu, al límite del misterio más tenebroso. Y hay que saber que el hombre no llega a vivir una experiencia verdaderamente profunda de la divinidad, si no pasa, al menos en alguna ocasión, por esta prueba límite, si no se ve al borde del abismo de la tentación más agobiante, si no siente el vértigo del precipicio del más desesperado abandono, si no se encuentra absolutamente solo, en la cima de la soledad más radical.

A este propósito, me vienen a la mente algunas frases de santa Teresita del Niño Jesús sobre su personal «noche de la fe»: «El Señor —escribe la santa— permitió que mi alma fuera invadida por las más densas tinieblas y que el pensamiento del cielo, tan dulce para mí, se me convirtiese en una lucha de indecible tormento, ha prueba no debía durar sólo unos días o unas cuantas semanas, sino que habrá de terminar únicamente cuando lo disponga Dios misericordioso… y aún no ha llegado ese momento. Quisiera expresar claramente lo que pienso, pero, ¡Ay de mí!, creo que és imposible. Sólo el que ha viajado por este impenetrable túnel puede entender la oscuridad… [Me parecía estar] sentada a la mesa de los pecadores, de los impíos… Creo que en el curso de este año he hecho más actos de fe que en toda mi vida» (MA 276-278).

No se trata de una experiencia exclusivamente individual, sino que reproduce la sensación de tantas personas a las que Dios ha conducido a un conocimiento íntimo de su misterio personal. No es un conocimiento que nazca de uno mismo, sino que procede de Dios, porque es precisamente él quien lo infunde en el corazón del hombre. Por consiguiente, el que está llamado a vivir la fe en plenitud y a participar en la misión de Cristo debe descubrir poco a poco, y en su propia persona, que a Dios no podemos manejarle ni modelarle a nuestro gusto, porque nuestra llamada es exclusivamente un don que nos viene de él, que no podemos poseer la Palabra, la oración, la vocación, la vida moral, el propósito de seguir fielmente los consejos evangélicos, etc., porque todo es don gratuito, pura gracia de Dios.

Pedro vive la experiencia humana de forma extrema, hasta de pecado y de culpa, como señal de la prueba impuesta a todo bautizado: una prueba de oscuridad, de incertidumbre, de infidelidad, de miedo al abandono, de ocultación del rostro de Dios en la tierra y en el cielo.

El camino del hombre está salpicado de lucha contra Satanás, que se empeña a fondo en tentarle. Y no se puede recorrer un camino de vocación sin participar, de una u otra manera, en la experiencia de la debilidad, de la fragilidad innata, de la traición. Tenemos que entender, de una vez, que Jesús es exclusivamente don del Padre, y no fruto de nuestros sueños, de nuestras fantasías. El Evangelio nos da claro testimonio de los momentos difíciles por los que tuvieron que pasar los discípulos, para que podamos confrontarnos con ellos, para que comprendamos que en nuestro viaje hacia la madurez de la fe y de la vocación se nos cruzarán momentos luminosos y momentos sombríos.

Es más, estoy plenamente convencido de la necesidad de orar, con el deseo de que, cuando también a nosotros nos llegue nuestra hora, seamos capaces, con la ayuda de la Virgen y de los apóstoles, de reconocerla como tentación, aunque a veces se manifieste en realidades triviales e insignificantes, en sensaciones de malhumor o en cualquier clase de contratiempos. Sólo aceptando con humildad y con paciencia la situación de lejanía con respecto al misterio de Dios y al enigma de nuestra llamada, podremos purificarnos y liberarnos de nuestra condición carnal; sólo así estaremos dispuestos a reconocer el rostro del amor del Padre en Jesús crucificado, en el don supremo de la vida hasta morir en cruz, y así también nosotros tendremos la satisfacción de dar la propia vida por nuestros hermanos.

Jesús devuelve la confianza a Pedro

En último lugar, podemos preguntar a Pedro por lo que sintió al encontrarse de nuevo con Jesús junto al lago de Galilea, después de la resurrección. Empecemos por leer el texto del evangelio según Juan, donde se nos cuenta que, una noche, un grupo de discípulos de Jesús salieron de pesca, pero no lograron pescar nada:

«Ai clarear el día, se presentó Jesús en la orilla del lago, pero los discípulos no le reconocieron. Jesús les gritó: —Muchachos, ¿habéis pescado algo? Ellos contestaron: — ¡No! El les dijo: —Echad la red al lado derecho de la barca y pescaréis. Ellos la echaron, y la red se llenó de tal cantidad de peces que no podían moverla. Entonces, el discípulo a quien Jesús tanto quería le dijo a Pedro: — ¡Es el Señor! Al oír Simón Pedro que era el Señor, se ciñó un vestido, pues estaba desnudo, y se lanzó al agua. Los otros discípulos llegaron a la orilla en la barca, tirando de la red llena de peces, pues no era mucha la distancia que los separaba de tierra; tan sólo unos cien metros.
Al saltar a tierra, vieron unas brasas con peces colocados sobre ellas, y pan. jesús les dijo: —Traed ahora algunos de los peces que habéis pescado. Simón Pedro subió a la barca y sacó a tierra la red llena de peces; en total eran ciento cincuenta y tres peces grandes. Y, a pesar de ser tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo: —Venid a comer. Ninguno de los discípulos se atrevió a preguntar: ‘¿Quién eres tú?’, porque sabían muy bien que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan en sus manos y se lo repartió; y lo mismo hizo con los peces. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos, después de haber resucitado de entre los muertos.
Después de comer, Jesús preguntó a Pedro: —Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Pedro le contestó: —Sí, Señor, tú sabes que te amo. Entonces Jesús le dijo: —Apacienta mis corderos. Jesús volvió a preguntarle: —Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro respondió: —Sí, Señor, tú sabes que te amo. Jesús le dijo: —Cuida de mis ovejas. Por tercera vez insistió Jesús: —Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro se entristeció, porque Jesús le había preguntado por tercera vez si le amaba, i le respondió: —Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes qui te amo. Entonces Jesús le dijo: —Apacienta mis ovejas. Te aseguro que, cuando eras más joven, tú mismo te ceñías el vestido e ibas a donde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás los brazos y será otro quien te ceñirá y te conducirá a donde no quieras ir. Jesús dijo esto para indicar la clase de muerte con la que Pedro daría gloria a Dios. Después añadió: —Sigúeme» (Jn 21,4-19).

No voy a proponeros una meditación sobre esta página preciosa, una de las más bonitas del Evangelio. Sólo quiero que consideréis este encuentro entre Jesús y Pedro, después de la dolorosa triple negación del apóstol. Yo sintetizaría el mensaje de este encuentro en una simple frase: Jesús devuelve la confianza a Pedro. Pedro ha pasado por la prueba, ha sido acrisolado a fuego, y está purificado de sus perplejidades, de su fragilidad, de sus temores. Ahora puede experimentar a Jesús como el Dios que le devuelve la confianza; ahora puede comprender su vocación —aquella primera llamada a orillas del lago— como don gratuito de Dios, no como orgullosa conquista de su propia fidelidad. Abandonado a sus propias fuerzas, Pedro sólo es capaz de equivocarse y de caer una y otra vez en el error.

Quisiera llamar vuestra atención sobre la finura con la que Jesús se acerca a Pedro. No le dice: «Bueno, Pedro, que ya pasó todo; olvidémoslo, corramos un velo, y como si no hubiera pasado nada». Ni tampoco: «Pedro, qué poco vales. Pero no importa; vamos a seguir adelante». Al contrario. La actuación de Jesús pone de nuevo en marcha los resortes más profundos de la personalidad de Pedro, aquel entusiasmo que le había hecho seguir a Jesús sin pensárselo dos veces, aquel amor del que había dado muestra en tantas ocasiones. Precisamente sobre ese amor versa la pregunta de Jesús, que devuelve a Pedro la confianza en sí mismo y le hace comprender que la mirada misericordiosa del Maestro supera con creces lo sucedido en el pasado, y penetra hasta el fondo de su corazón renovando el fuego del amor.

En este episodio, Jesús devuelve a Pedro su verdadera identidad. Al mismo tiempo, toca el punto más sensible que subyace a nuestra debilidad, a nuestro pecado, a nuestra fragilidad, y que nos cualifica porque es ahí donde descubrimos que Dios nos ama y que estamos abiertos a su salvación. En este punto precisamente es donde se inserta nuestra vocación y donde crece el verdadero conocimiento de Dios y de Nuestro Señor Jesucristo. Hasta que el hombre no alcanza esas profundidades, su conocimiento de Dios es meramente superficial. Sin embargo, cuando, a través de la prueba y del proceso de purificación, el hombre llega a percibir su propia personalidad, la fuente que, por la potencia del Espíritu Santo, le regenera en su interior, entonces ve cómo se restaura su identidad de hijo, amado por el Padre y por Jesús. Por consiguiente, la experiencia de un gran amor es la que interroga a Pedro sobre su propio amor, destapando en él un dinamismo secreto, más auténtico que su indolencia, que su infidelidad, que su misma tiniebla.

Podríamos decir que, en el lago de Tiberíades, Jesús se manifiesta como salvador de la humanidad de Pedro; una humanidad que podía haberse visto destruida por la negación, que podía haber quedado rota y frustrada para todo el resto de su vida, encerrada en su propia negatividad. Pero Jesús la rescata de entre las ruinas, la despierta y la reconstituye en su prístina condición.

Pedro nos podría decir: He experimentado a Jesús realmente como un Dios que salva, como el que me ha devuelto mi personalidad y mi propio ser, como el que me ha devuelto a Dios. Y con su invitación «¡Sigúeme!», que no era más que un eco de aquella que me dirigió por primera vez junto al lago, ha edificado mi vocación sobre los cimientos más sólidos de mi propia naturaleza, allí donde mi alma y el soplo creador del Espíritu Santo se funden en cerrada unidad.

Pues bien, eso es lo que realiza Dios en nosotros mediante el rito del bautismo, y lo que renueva continuamente en el sacramento de la reconciliación, si lo vivimos con fe y en clima de tranquilo diálogo con Jesús salvador, con Jesús médico, con un Jesús que nos conoce y que nos ama. Por medio de la Iglesia se nos ofrece la posibilidad de encontrarnos con la transparencia de ese Cristo que amó a Pedro hasta el fondo y que le volvió a llamar después de su caída.

Indicaciones para un examen de conciencia

Os sugiero sencillamente un par de preguntas, que podrán serviros de guía para un examen de conciencia en vuestra intimidad personal:

1. Primera pregunta: ¿Sé reconocer las pruebas como tales? Se trate de cosas mínimas, o realmente serias, lo importante es reconocerlas y no considerarlas exclusivamente como una molestia enojosa. Si sabemos que son verdaderas pruebas, seremos capaces de entender el sentido de los acontecimientos; entonces podremos preguntarnos: ¿Qué es lo que Dios pretende de mí en esta situación dolorosa que me causa tanto sufrimiento? ¿Cómo puede ayudarme esa situación a madurar como hombre y como cristiano?

2. Segunda pregunta: ¿Cómo me ayuda el sacramento de la reconciliación en mi camino vocacional? ¿Despierta en mí la conciencia de mi bautismo, que me habla de un Dios que se manifiesta en la intimidad más profunda de mi persona? La confesión sacramental, es decir, la experiencia de la liberación, no se reduce simplemente a una enumeración de pecados. La confesión es el lugar en el que toda mi vida se pone en manos de la Iglesia y, por su medio, es aceptada como tal por Cristo y reconstruida por su gracia.