Las confesiones de Pedro
Meditaciones sobre el camino vocacional del apóstol
Cario María Martini

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2. Pedro, ¿quién es para ti Jesús?

El camino que se nos abre y que tenemos que recorrer en estos días es el de una profundización personal en el llamamiento evangélico. Os exhorto, pues, a meditar pausadamente los textos que os vaya presentando, no con la presunción de repetir o asimilar todo lo que os diga, sino con el simple deseo de captar aquellos elementos que nos permitan entrar en un contacto directo con el Señor, en actitud orante. De hecho, la lectura y la meditación se orientan siempre hacia la contemplación. De ahí nace el consuelo y la profunda e indecible alegría de sentir, aunque sea por un instante, que Dios está presente en nuestra existencia y que ilumina todas y cada una de nuestras situaciones.

Empezamos por establecer dos presupuestos sobre el camino vocacional de Pedro, para pasar luego a una consideración de las sucesivas etapas de su llamamiento.

Presupuestos:
Vocación y conocimiento del verdadero rostro de Dios

1. E1 primer principio es que la vocación es la otra cara de nuestro conocimiento de Dios. Ya el mero enunciado nos enfrenta con dos problemas fundamentales que tienen implicaciones sumamente importantes: en primer lugar, el problema de la fe, del conocimiento de Dios y de su significado para nuestra propia vida; y en segundo lugar, el problema de la vocación específica de cada uno. De hecho, cuanto más se llegue a conocer el verdadero rostro de Dios, mejor se puede responder a las demandas de la vocación individual; y respectivamente, cuanto mejor sea la respuesta a la llamada personal, más profundo será el conocimiento del verdadero rostro de Dios.

En otras palabras —y en planteamiento negativo—, cuando se nos oscurece el verdadero Dios, se nos oscurece también nuestra llamada. Toda negligencia, languidez, morosidad o descuido en el tema de la vocación se traduce en dudas, ofuscación o desconocimiento del Dios de Jesucristo. Las dos realidades siguen caminos paralelos. De hecho, a Dios no se le conoce con sólo mirarlo como si se tratara de un libro, porque es una persona viva. Sólo se llega a descubrirlo, si se establece una relación personal con él, comprometiéndose en la respuesta a su llamada. Si no me comprometo en serio, la existencia de Dios se me convertirá en un problema indiferente, en una cuestión abstracta y tan lejana, que me puede llevar incluso a plantearme si es, o no, una realidad y, caso que lo sea, si me habrá, o no, abandonado. Eso es lo que quería decir al afirmar inicialmente que la vocación es la otra cara de nuestro conocimiento de Dios.

2. En segundo término, habrá que recordar que el conocimiento de Dios pasa por el conocimiento de Jesús. En un mundo en el que predomina la oscuridad, la muerte y el absurdo, el único Dios, para mí, es nuestro Señor Jesucristo, en el misterio de su vida, muerte y resurrección. El que no pasa por el conocimiento de Cristo, Hijo del Padre, revelador de la Trinidad, corre el riesgo de verse abocado a un ateísmo, por lo menos, práctico. Y es que, en realidad, al hombre histórico, marcado por el sufrimiento, abandonado a su destino, débil, cercado por la soledad y por la amenaza de la muerte, Dios no se le revela más que en el rostro de Jesús. Son muchas las personas que van a misa y rezan sus oraciones, pero para las que Dios no tiene, en realidad, casi ningún sentido. Y eso mismo puede ocurrir en la vida de un eclesiástico: a pesar de una escrupulosa observancia de las prescripciones, de un respeto por determinadas normas y de un continuo esfuerzo por adquirir ciertas virtudes, no se vive el dinamismo de la fe, porque la presencia del Dios vivo está prácticamente extinguida.

Estos dos presupuestos podrían ayudarnos a reflexionar sobre el dinamismo del camino de Pedro, y a comprender quién es Jesús para el apóstol.

La primera llamada de Pedro

Para captar los varios momentos de la progresiva revelación de Jesús a Pedro y la conexión de esos estadios con el camino vocacional del apóstol, empezamos por leer los textos relativos a su primera llamada:

«Pasando Jesús junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés que estaban echando las redes en el lago, pues eran pescadores. Jesús les dijo: —Venios detrás de mí y os haré pescadores de hombres. Ellos dejaron inmediatamente las redes y le siguieron» (Mc 1,16-18).

«Estaba Jesús en cierta ocasión junto al lago de Genesaret y la gente se agolpaba para oír la palabra de Dios. Vio entonces dos barcas a la orilla del lago; los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, que era de Simón, y le pidió que la separase un poco de tierra. Se sentó y estuvo enseñando a la gente desde la barca. Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: —Rema lago adentro y echad vuestras redes para pescar. Simón respondió: —Maestro, hemos estado toda la noche faenando sin pescar nada, pero, puesto que tú lo dices, echaré las redes. Lo hicieron y capturaron una gran cantidad de peces. Como las redes se rompían, hicieron señas a sus compañeros de la otra barca para que vinieran a ayudarlos. Vinieron y llenaron las dos barcas, hasta el punto de que casi se hundían. Al verlo, Simón Pedro cayó a los pies de Jesús diciendo: —Apártate de mí, Señor, que soy un pecador» (Lc 5,1-8).

Preguntemos a Pedro: ¿Qué ha significado para ti la llamada de Jesús? ¿Cuál ha sido en este momento tu experiencia de Dios y de tu vocación?

1. Antes de escuchar su respuesta, tratemos de recordar el punto de partida de Pedro, es decir, su grado de conocimiento de Dios. Sabemos que era un buen judío, observante de las tradiciones y que asistía regularmente a la sinagoga. No era de familia «sacerdotal», como los que residían en Jerusalén en las dependencias del templo. Su vida era sencilla, como la de la mayoría de la gente: vivía de su trabajo, se cuidaba de su familia, dedicaba el sábado a la oración y no tenía grandes problemas religiosos.

Su concepto de Dios era como el de cualquier hebreo de su tiempo: Dios era el Santo, el Señor de los ejércitos, el Todopoderoso, el infinitamente Grande, el Creador de cielo y tierra, el Inaccesible, al que nadie puede contemplar y seguir con vida, al que nadie ha visto jamás, al que nadie puede describir, al que ninguna imagen puede representar. Dios era, en síntesis, el Todopoderoso, el Inaccesible.

Un tercer aspecto de la fe judía que, sin duda, inquietaba a Pedro de manera particular, dadas las condiciones en las que, de hecho, vivía el pueblo de Israel, era la convicción de que Dios no habita en lo más alto de los ciclos, sino que actúa en el acontecer histórico. En el pasado, Dios liberó a su pueblo cuando «con mano poderosa y brazo fuerte» sacó de Egipto a los patriarcas. Pedro nos podría contar lo que ocurrió en Egipto, el paso del Mar Rojo y la travesía del desierto, cuando Dios guiaba a su pueblo con la nube durante el día y con la columna de fuego durante la noche.

Pero si le preguntáramos cómo veía él la actuación de Dios en la historia de su propio tiempo, es decir, desde que el imperio romano había puesto fin a la independencia de Palestina, probablemente no sabría qué contestar y se le nublaría el semblante. Y es que Dios estaba callado. Cierto que en épocas anteriores había obrado maravillas y había hablado por los profetas, pero ya hacía siglos que el pueblo vivía en una total incertidumbre y sin alicientes de esperanza. El movimiento macabeo había significado un cierto resurgir político; pero fue un movimiento efímero, y en seguida todo volvió a ser como antes. Poco a poco la gente se había hecho oportunista, se había adaptado a la dominación romana, y se había aburguesado tanto que ya no pensaba más que en los negocios.

Pedro vive, por consiguiente, esa sensación de incomodidad del que sabe que Dios existe, pero ve que no se manifiesta en la historia. Su fe se mantiene inconmovible y, al no entender de teología, no se aventura en discusiones grandilocuentes; pero no por eso deja de vivir momentos de perplejidad y de crisis. Sintoniza perfectamente con lo que ya decía el salmista: «¿Por qué, Señor, escondes tu rostro, y olvidas nuestra miseria y opresión?» (Sal 44,25); «¿Es que nos has abandonado? …Acuérdate de la comunidad que adquiriste antiguamente» (Sal 74,2); o con aquel lamento de Jeremías: «¿Por qué tu nos olvidas para siempre? ¿Por qué nos abandonas de por vida?» (Lam 5,20).

Son las preguntas de la gente sencilla que no se plantea problemas teológicos ni saca de las situaciones una conclusión negativa contra la fe, pero que no por ello deja de sufrir. Aun dentro de su madurez espiritual, Pedro se pregunta cómo es que los impíos y los paganos parecen salir siempre airosos y gozar del favor de Dios, cómo puede permitir Dios que se derrame tanta sangre inocente.

2. Esa es la situación en la que Jesús encuentra a Pedro a orillas del lago: un buen judío que alimenta ciertas esperanzas, pero que sufre interiormente, que tiene sus ilusiones y sus dudas, aunque sin excesivos problemas.

Escuchemos, pues, la respuesta que da Pedro a nuestra pregunta: ¿qué significó para ti Jesús en aquel momento?

Pienso que nos diría así, más o menos:

Puedo deciros que Jesús no resolvió mis dudas de manera teórica, no me ofreció grandes visiones teológicas, no me explicó por qué el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de mi propio pueblo estaba callado; no me dijo por qué hay gente que muere joven, o por qué nuestros enemigos —los ateos, los paganos, los prepotentes, etc.— parecen más fuertes que nosotros. Sencillamente, me llamó. Me hizo una propuesta, me encandiló con un programa preciso: «Sigúeme y no temas; desde ahora serás pescador de hombres».
No sé, pero lo único que pude entender en aquel momento inolvidable es que se me abría la posibilidad de llevar a cabo una tarea importante, una tarea que tenía que ver con Dios y que, por consiguiente, valía la pena lanzarse sin pestañear.

Esto es lo que impresionó a Pedro: Jesús me llama a una aventura fascinante. Evidentemente, eso no era la solución radical para sus problemas; pero le bastaba, porque veía cómo se disipaban sus dudas y cómo las perplejidades que tanto le inquietaban adquirían cierta coherencia. No era una respuesta teórica a sus interrogantes; sin embargo, Pedro veía que en su interior brotaba un entusiasmo nuevo, una confianza renovada, una esperanza sin límites.

Con relación al texto de Lucas podríamos añadir que la presencia de Jesús fue como una iluminación que llevó a Pedro a confesar humildemente su condición de creatura, su naturaleza de hombre, es decir, de «pecador» necesitado de salvación. Pedro comprende que en el seguimiento de Jesús podrá realizar su existencia de una manera más completa.

A Pedro le encantaba pescar; pero cuando volvía a casa, al atardecer, después de remendar las redes, se debía de preguntar qué vida era la suya. Ahora, en cambio, su concepción de Dios ha cambiado: es, ciertamente, un gran misterio; pero en un momento determinado, puede llamar al hombre e instarle a que se lance a una tarea que, aparentemente, supera todas sus capacidades. De ese modo entiende mejor el sentido de su existencia, y su horizonte cobra una amplitud sin límites. Pedro siente que en la invitación de Jesús se nada mucho mejor que en el pequeño lago de Tiberíades, porque la propuesta es dedicarse a un océano lleno de misterio y de un atractivo verdaderamente fascinante.

Podemos resumir la primera etapa vocacional de Pedro en una simple repetición de pregunta y respuesta:

—Pedro, ¿quién es para ti Jesús?
— Es eí que me llama y me invita, el que me pide un compromiso.

3. Sin salir del ámbito de esta primera llamada, vamos a leer otro breve pasaje del evangelio según Marcos:

«Subió después al monte, llamó a los que quiso y se acercaron a él. Designó entonces a doce, a los que llamó apóstoles, para que lo acompañaran y para enviarlos a predicar con poder de expulsar a los demonios. Designó a estos doce: a Simón, a quien dio el sobrenombre de Pedro; …» (Mc 3,13-16).

En el texto de Marcos que hemos leído anteriormente, Jesús llama a Pedro a una tarea trascendental; pero, probablemente, en esta segunda ocasión, el compromiso adquiere un significado bastante diverso. En una traducción literal del texto griego habría que decir que Jesús llamó a los que «quería», es decir, a los que llevaba ya en su corazón y los sentía como suyos; y ellos «se alejaron con él», en su compañía, como un grupo de amigos.

Pedro cayó en la cuenta de que no se le confiaba un mero encargo, sino que Jesús le llamaba a él y a los otros a compartir estrechamente su propia vida, que les hacía una verdadera propuesta de amistad, de familiaridad y de participación en su propio destino.

Con relación al texto de Mc 1,16-18, se da aquí un paso mucho más específico. La vocación a llevar a cabo una tarea fascinante y de lo más atractiva, aunque siempre un tanto misteriosa, se concreta como vocación a un modo de ser, a un estar con ese Jesús que no es sólo un profeta, sino un auténtico maestro, un «rabbí», en el sentido más estricto de la palabra hebrea, es decir, el que constituye en torno a sí una comunidad de discípulos. Pues bien, esa llamada a una comunión de vida responde plenamente a las expectativas de amistad que Pedro alimentaba en su corazón.

Por otra parte, cuando Pedro no era más que un simple pescador, tenía que preocuparse de los problemas monetarios, procurando no engañar a sus clientes, incluso cuando le hubiera parecido oportuno, ya que el dinero resultaba más bien escaso, mientras que los costes eran siempre muy elevados. Eso quiere decir que su relación con los demás se basaba en cálculos y equilibrios. En cambio, Jesús, con su llamada al grupo de los Doce, le propone una relación de confianza y de autenticidad personal, empezando por asumirla él mismo, para enseñarles a los suyos a seguir su ejemplo.

La segunda llamada de Pedro

Empecemos por leer los textos relativos a esta segunda llamada del apóstol:

«Jesús salió con sus discípulos hacia las aldeas de Cesárea de Filipo, y por el camino les preguntó: — ¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos le contestaron: — Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elias; y otros, que uno de los profetas. El siguió preguntándoles: —Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Pedro le respondió: —Tú eres el Mesías» (Mc 8,27-29).

«De camino hacia la región de Cesárea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: — ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? Ellos le contestaron: — Unos, que Juan el bautista; otros, que Elias; otros, que Jeremías o uno de los profetas. Jesús les preguntó: —Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Simón Pedro respondió: —Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Jesús le dijo: —Dichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque eso no te lo ha revelado ningún mortal, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del abismo no la hará perecer. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 16,13-19).

¿Qué ocurre en el espíritu y en la vida de Pedio? Ya hemos dicho antes que su conocimiento de Dios era más bien genérico: un Ser extraordinario, pero inaccesible; un Dios que actúa en la historia humana, pero cuya acción ya hace tiempo que no se deja percibir. Luego se encontró con Jesús, lo reconoció como profeta y acogió con gran alegría su proposición, en primer lugar, de embarcarse en una gran tarea y, luego, de vivir una vida en común, en una relación de amistad profunda.

Pero en esa ocasión, Pedro vive un momento de extraordinaria lucidez, un momento que, con la gracia de Dios, debe producirse —bien en un instante, o en una experiencia prolongada— en la vida de cada uno de nosotros. Pedro conjuga, efectivamente, la idea genérica del verdadero Dios, aunque un Dios siempre misterioso, con la presencia de Jesús. Esa persona, ese Jesús de Nazaret, es el Mesías, el enviado de Dios, su verdadero Hijo, su revelación en la historia.

Es imposible describir lo que Pedro debió de experimentar en aquel momento: el que le llamaba, el que le confiaba aquella tarea, el que le ofrecía su amistad era el Hijo auténtico de Dios. El mundo religioso de Pedro, su religiosidad genérica y predominantemente conceptual se centra ahora en la persona, en el rostro de Jesús; y adquiere una actualidad, una viveza y un poder formidable, que le traspasa como un rayo. Todo lo que había escuchado en las explicaciones de la sinagoga, toda la realidad de Dios que había podido conocer, las grandes teofanías del pasado, la maravillosa intervención de Yahvé en favor del pueblo elegido, toda la historia de salvación se le hace presente y cobra actualidad. Dios no permanece callado, ya no es el Dios lejano e inaccesible que, en su existencia, no se preocupa del hombre. Dios, el Señor de los ejércitos, al Santo, el Bendito, el Creador de cielo y tierra está ahí, delante de Pedro, en la persona de Jesús.

Y ahora, Pedro, con la más profunda emoción, puede reflexionar: Realmente, soy objeto del amor de Dios. El me ha elegido; ese Dios que vive un amor apasionado por el hombre histórico. De ese modo, ha captado el punto que unifica todos sus conocimientos dispersos sobre el mundo de lo divino, porque lo tiene ahí, de frente, como propuesta de amistad. Por eso, recibe de Jesús el reconocimiento de su verdadera identidad: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia», tú que has entendido que el verdadero Dios es el Dios de Jesús puedes recibir una identidad nueva —Pedro piedra—, que es una misión específica y está intrínsecamente vinculada con este nuevo conocimiento del verdadero rostro de Dios.

Es una experiencia singular, maravillosa, raíz de todas las que vendrán en el futuro. Como la experiencia posterior de Pablo en el camino de Damasco, cuando el Dios teórico se le revela en Cristo resucitado, que invade toda su vida con una fuerza avasalladora. En el momento en que Jesús confía a Pablo su misión específica, el antiguo fariseo comprende su identidad real y qué es lo que debe hacer en adelante, ve cuáles han sido sus errores pasados y corno debe leer, con una mentalidad nueva, la historia del mundo y de la humanidad. Se trata de un conocimiento de Dios que es, simultáneamente, «conversión-vocación-misión», aceptación de un nuevo horizonte interpretativo que le obliga a reflexionar sobre todas sus convicciones, a partir de aquel encuentro con el Resucitado.

Ahora deberíamos escuchar a Pedro, que nos transmite su experiencia:

Mi historia no es exclusivamente mía, o de Pablo, o de los grandes santos. Es también tuya, porque es una experiencia de Dios, de tu Dios; del Dios de tus progenitores, de tu padre, de tu madre, de tus hermanos, de tu familia, de tu historia, de toda la Iglesia. Tu Dios es el que se te revela en Jesús crucificado y resucitado, que te confía tu misión específica, que quiere ser tu maestro y tu amigo, que quiere revelarte el misterioso rostro del Padre, que está dispuesto a responder a tus interrogantes más íntimos, a todas tus expectativas, a tus esperanzas, a tu necesidad de una vida plena y realizada en plenitud.

Y nosotros podríamos, tal vez, preguntarle: Pero, ¿cómo puede sucederme esto a mí, que no recorro los caminos de Galilea, que no remiendo mis redes en el lago de Tiberíades, que no voy hacia la región de Cesárea de Filipo. ¿Cómo puedo encontrar yo a Jesús?

Y Pedro nos explicaría que, si Jesús ha entrado en la historia, ha sido precisamente para encontrar, siglo tras siglo, a todo hombre, a toda mujer, y dar a todos su momento oportuno. Serán momentos más intensos o más relajados, momentos fulgurantes o más bien tranquilos, en los que la vida discurre con calma. Eso no importa. Lo que vale es que el encuentro con Cristo —que se produce radicalmente en el bautismo y se prolonga en los sacramentos, en la oración, en la escucha de la Palabra, en la vida de la Iglesia— es nuestra propia historia, el modo en el que Dios quiere ser un Dios para mí, en el que quiere manifestarme su rostro como se lo reveló a Pedro.

El error más grave que podemos cometer en nuestra vida, la tentación más astuta de Satanás en la que podemos vernos enredados, es pensar que Dios no se preocupa de nosotros. Y es que Satanás no descansa, no deja de susurrárnoslo continuamente: No eres digno, no eres suficientemente capaz; tus pecados de antes continuarán en el futuro; eres indolente; y el encontrarse con Jesús es algo así como un auténtico privilegio.

Pero la realidad es que el Evangelio nos ofrece toda clase de seguridades de que Jesús es también para cada uno de nosotros, para todo hombre y para toda mujer que vive en nuestro mundo. El encuentro con él deberá ser nuestra experiencia; es más, ya lo es. En él es donde conocemos a Dios, donde experimentamos esa llamada que nos lleva a la salvación, donde nos damos cuenta de lo que constituye nuestra verdadera identidad.

La experiencia del encuentro con Cristo

En nuestra reflexión privada, tratemos de rememorar los momentos en los que nos hemos acercado más a esta experiencia.

  • ¿En qué situaciones personales he captado con mayor viveza la iniciativa de Dios como gracia que él me concedía en Jesús?
  • ¿Qué es lo que más puede ayudarme a superar esa sensación de distancia, esa visión genérica que el enemigo siembra en mí con respecto a la acción de Dios?
  • ¿Qué mecanismos pueden hacerme comprender la actuación de Dios como un acontecimiento que me toca directamente?

Hay personas que no son conscientes de haber vivido la experiencia de un encuentro con Cristo, Hijo del Padre; de hecho, sólo en la oración personal, o en el diálogo con otros, descubren ese tesoro inapreciable de un profundo conocimiento del Dios vivo, por medio de Jesús. Otras, en cambio, tienen que trabajar y esforzarse pacientemente, con todos los medios a su alcance, para llegar a esa experiencia, que puede hacerse realidad en cualquier momento de la vida.

Pedro, por ejemplo, antes del episodio de Cesárea de Filipo, tuvo que abandonar las redes, « seguir a Jesús, entender el discurso de las Bienaventuranzas y la oración del «Padrenuestro», hasta descubrir de repente el profundo significado de todas esas cosas.

En cualquier caso, lo verdaderamente importante es saber adonde vamos y adonde queremos llegar, quién es el que nos ha llamado y cuál es nuestra vocación. Lo importante es comprender que Dios nos llama a un encuentro personal con él, un encuentro único e irrepetible en el que él mismo pronuncia nuestro nombre y revela nuestra más profunda identidad, un encuentro que transformará nuestra existencia de manera absolutamente inesperada e imprevisible. Esto es el Evangelio, la Buena Noticia. Un evangelio que deberá llenarnos de admiración, de alegría, de gratitud, porque es presencia del amor y de la salvación que Dios me ofrece, precisamente a mí.

Que cada uno se pregunte qué valor tiene para su propia vida el verdadero conocimiento de Dios y de Jesús, qué relación tiene con su vocación específica, y qué es lo que Jesús le sugiere para asociarse internamente al extraordinario camino de Pedro.

Pidamos a la Virgen que nos ayude a discernir nuestra llamada frente al misterio de ese Dios que tiene sus planes para cada uno de nosotros; que ella nos ayude a orar:

«Señor, tú conoces nuestra incapacidad absoluta para hablar de ti; nuestras palabras son siempre tan vacilantes, tan imprecisas, tan aproximativas. Tú eres la única Palabra; sé tú también nuestra palabra, la de cada uno de nosotros. Jesús, manifiéstate a nosotros como Palabra de vida, para que lleguemos a reconocer que tú eres el sentido, el único significado de nuestra existencia, que tú nos das la vocación que decidirá nuestro camino.
Tú que eres transparencia, brillo y reverberación del Padre, haz que, al contemplar tu rostro de crucificado vivo por la resurrección, podamos ver al Padre; que, escuchándote a ti, podamos escuchar al Padre, porque tú eres la Palabra última, la definitiva, en la que se contienen las aspiraciones más íntimas del ser humano.
Jesús, manifiéstate a nosotros en toda tu humanidad y en toda tu divinidad. Haz que podamos comprenderte como el Absoluto, el Perfecto, el Eterno, el Inmenso, la Verdad, el Amor, la Justicia, el colmo de nuestros más íntimos deseos, la meta de todas nuestras esperanzas, el fundamento de toda nuestra vida, de todos los átomos de nuestro cuerpo, de nuestros pensamientos, gestos y acciones.
Señor Jesús, Palabra de Dios hecha carne, amigo y hermano nuestro, haz que en ti se nos revele el Dios Uno y Trino, el que es todo en todas las cosas, el dueño de la vida y la muerte, del tiempo y de la eternidad, de la alegría y del dolor, de la noche y del día. Tú, Señor, eres el fin último de nuestra existencia, porque tú eres el Amor».